Llevo casi dos años sin escribir, si que sigo leyendo con regularidad la Web, en ese tiempo he tenido mi quinto hijo, una niña preciosa y encantadora y... bueno, a veces por falta de tiempo, otras por pensar que no tengo demasiado que aportar, no he escrito en todo este tiempo. El escrito del miércoles de Salypimienta, "Hogares luminosos y alegres", me ha animado a hacerlo.

Hace dos o tres años, fui invitada con mi esposo a comer en una comunidad religiosa. El comedor era sencillo, tres largas mesas dispuestas en forma de U, sin manteles, con platos de vidrio baratos, cubiertos de acero corrientes, vasos sencillos también. Era para los miembros de esa comunidad una de las fiestas más importantes del año; aún así el menú era sencillo, de familia numerosa y pobre. El Padre Superior se sentaba en el centro de una de las mesas. Dirigía la oración inicial previa a la comida. Las fuentes eran sacadas en un carro de la cocina y cualquiera de los hermanos o padres se levantaban para servir a sus hermanos. El Superior, fue el que más veces se levantó. 

Ese día no pude evitar recordar mis años en la Obra. Me servían a mí, niña de ni 20 años, unas chicas perfectamente vestidas y  planchadas, con unos manteles, de distintas calidades según la fiesta fuese A, B o C,  pero muy chulos, yo me acuerdo que el de diario era blanco o amarillo, el de las  fiestas B, rojo y el de las fiestas A, una pasada, indescriptible.

Para mi el verdadero tono humano, la verdadera clase, el verdadero saber estar empieza con el respeto a la libertad humana, empieza por el servicio sano y sin condiciones que nace del amor, no de la obligación ni de las costumbres ni de las exasperantes y absurdas correcciones fraternas, nace del desinterés y de la humildad de pensar que yo puedo estar equivocado y el otro  puede tener razón, nace de la alegría que da la paz, no la mera obligación de practicar una virtud, en resumen, de ser uno mismo, no una persona  transformada en una máquina de  cumplir normas y encargos.

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