El Opus Dei es verdaderamente una cosa repugnante: lo que estamos leyendo en las últimas semanas es ejemplar: sobre la impensable vida de los agregados, sobre la doble vida de muchas supernumerarias - y aquí, mucho más, lo que no leemos y que explicaría casi todo: el silencio de los supernumerarios - y de los numerarios que les dieron lugar y cobertura - sobre sus múltiples negocios y vidas.

En el Opus Dei, todos hemos entrado a formar parte de un casting absurdo, destinado a llevar a escena las visiones extrañísimas de un personaje que ya en vida tenía fama de santo (uma espécie de santa da Ladeira do Pinheiro em mais compostinho e sem bigode), convenientemente “anotadas” siempre que necesario por el pardo y omnipresente Álvaro del Portillo, confidente incomparable y personaje absolutamente crucial en toda esta historia repelente, miserablemente construida sobre crímenes y silencios criminales.

Nada de lo que vivimos en el opus correspondió jamás a la vida real: de cada uno, de nuestras familias, de la Iglesia: todo se destinaba a llevar a práctica la noción completamente absurda e histérica que Escrivá tenía del “mundo”. Y lo hicimos, la verdad es que lo hicimos.

Pero hay quienes viven vidas muy reales en el Opus Dei. Tuve ayer que cenar con una pragmática y atea criatura, “sin formación” y por eso convenientemente sin interés especial en colaborar en la obra criadora del Altísimo: está casada con un supernumerario completamente nuevo-rico, recientemente convertido a la “religión católica”, como ella dice abriendo mucho los ojos (nos conocemos de niñas e ela não é parva nenhuma). Al café, como afirmando una evidencia pero muy intencionalmente, concluía, sobre su espectacular cambio de nivel de vida, gracias al nuevo empleo opus del marido (súbitamente, el último verano, un apartamento with a view, velero en la marina cercana, esas cosas pequeñas en que se manifiesta vuestro empeño en ser santos, hijos):

-“Sufrir toda la vida? Para qué?”

Carocha