Rodeado de tardíos adolescentes rancios y de tiernos adolescentes prematuramente envejecidos y, lo que es peor, ser uno de ellos; ver a los que hasta hacía poco éramos inconscientes adscritos como conscriptos de una deformadora instrucción religiosa obligatoria; los copazos de coñac en las tertulias tras el morapio del almuerzo (antes de la ley seca de Del Portillo); los inducidos escrúpulos, la demolición, sin ruido, de uno mismo … En fin, qué poco recuerdo, por todo eso, de aquellos intempestivos conocimientos.

No recuerdo casi nada de aquella fantasía académica. No recuerdo casi nada salvo los permisos para prolongar el estudio en el tiempo de la noche. Y allí, en la sala de estudios, que nos reuníamos todos los que, por puro instinto, no estábamos interesados en el saber temprano de lo importante. (Por temprano no me refiero a las primeras horas del día, sino de la vida; por importante a aquello que dice explicar la vida pero que, lástima, no sirve para entender siquiera la tuya).

Y es que cuando embisten los cimientos de tu incompleto ser no es fácil aplicarse en otra metafísica que no sea la de tu naturaleza acorralada; cuando te fuerzan a que te hagas holocausto los manuales de supervivencia nada tienen que ver con los de cosmología.

Pero vayamos a lo importante:

Silvana, pasarás este trago como pasarán también los años. Recordarás, esbozando una sonrisa, esta batalla inventada que ahora libras y en la que otros, con igual empeño, nos empleamos hace años. Cuentas con la mejor aliada, la vida, que para sujetarnos sólo pide que nos dejemos y, entonces, sólo entonces, todo cobra sentido. Ya verás.

Un abrazo, amiga.

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