Magisterio paralelo en el Opus Dei: manipulación de la libertad.- Doserra
Fecha Monday, 09 June 2008
Tema 060. Libertad, coacción, control


Copio a continuación el guión n. 30 de la serie de Guiones doctrinales de actualidad, que versa sobre la libertad humana y me parece un documento muy interesante para entender los argumentos que han empelado los ideólogos del Opus Dei para conseguir convencer a sus fieles de que la libertad se realiza en la obediencia ciega a las directrices de los Directores.

 

El escrito comienza recordando unas ideas, que me parecen correctas, sobre la libertad de los hijos de Dios y su diferencia con el libertinaje. Pero al final, el argumento se complica, al no distinguir entre la obediencia a Dios y la obediencia humana.

 

Resulta un tanto cargante el empleo de la frase del fundador –“porque me da la gana”- como si se tratase de una genialidad teológica, cuando en realidad podría inducir a un ejercicio arbitrario de la libertad. Pero no es eso lo más reprobable del escrito. El problema está cuando, después de mostrar que la libertad se alcanza en la aceptación amorosa de la voluntad divina, no aclara que eso no equivale a la aceptación sumisa de las directrices de los Directores.

 

Muy significativo es el último punto, en que aparece una extensa relación de artículos de las revistas internas del Opus Dei -Crónica, Noticias y Obras- sobre estos temas, que no existen en otros guiones de actualidad y que manifiestan el interés que se ha puesto en la institución para conseguir el sometimiento –al modo islámico- de los miembros de la Obra al querer de los Directores y Directoras.

 

Bien les vendría estudiar los documentos del Vaticano II, Dignitatis humanae y Perfectae caritatis, así como la reciente Instrucción sobre El servicio de la autoridad y obediencia.

 

Saludos cordiales,

 

Doserra

 

Ref avH 10/70                                             nº 30

 

LIBERTAD, MADUREZ HUMANA Y VIRTUDES CRISTIANAS

 

1. "Donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad" (II Cor, III, 17); la lucha personal por ser santos, por unirnos con Dios, presupone la libertad, y la misma vocación cristiana es vocación a la libertad: in libertatem vocati estis (Gal. V, 13), a esa libertad de la gloria de los hijos de Dios con la que Cristo nos ha liberado (cfr. Rom. VIII, 21; Gal. IV, 31)...



2. Dios creó al hombre "dejándolo en manos de su libre albedrío" (Eccli. XV, 14); la libertad es un gran bien que Dios nos da con nuestra naturaleza espiritual: es un valor humano principalísimo. Sin embargo, con frecuencia, la palabra libertad es emplea da torcidamente, para esconder el afán desordenado del hombre por constituirse a sí mismo en centro de todo y en criterio último del bien y del mal. Contra esa deformación gravísima nos previene el Espíritu Santo por San Pedro: "(obrad) como libres, mas no cubriendo la malicia con capa de libertad" (I Petr. II, 16).

Dios no nos ha hecho libres para que "libremente" establezcamos lo que es bueno y lo que es malo, llamando bien a lo que en cada caso a nosotros nos apetezca, sino para que elijamos en todo y siempre el bien porque nos da la gana, por amor. Ejercer la libertad es, fundamentalmente, amar el bien y hacerlo, más que elegir entre el bien y el mal, ya que "querer el mal, ni es libertad, ni parte de la libertad, aunque sea un signo de libertad" (Santo Tomás, De Veritate, q. 22, a. 6 c); de modo semejante a como el error no es conocimiento.

 

3. La madurez natural del hombre, que es desarrollo armónico de virtudes humanas, tiene entre sus elementos la autonomía, la libertad responsable, consistente en ser causa consciente y voluntaria de lo que se hace; en tener una unidad de criterio e intenciones que den coherencia a todos los actos. Pero esa madurez no consiste en la carencia de vínculos -lo ordinario es que la vida del hombre esté condicionada por las elecciones precedentes: familia, profesión, etc.-, sino en la calidad de esos vínculos, en la voluntariedad actual con que se aman, y en la responsabilidad con que se viven.

Los límites y protecciones de las autopistas, que impiden a los coches salirse del camino, sólo podrían parecer contrarios a la libertad a quien no quisiera verdaderamente llegar a donde conduce la autopista.

Además, que al elegir una cosa, otras muchas (también buenas) queden excluidas no significa que falte libertad; es una consecuencia necesaria de nuestra naturaleza finita, que no puede abarcarlo todo; aunque al elegir en cada momento a Dios -que es el fin último también del orden natural-, en El de algún modo se tiene todo (cfr. Eccli. XLIII, 27).

 

4. Con la gracia, todo lo humano es gratuitamente elevado por Dios al orden sobrenatural, de modo que el hombre adquiere una nueva y más alta personalidad: la de hijo de Dios por la identificación con Jesucristo, Hijo Unigénito del Padre y Primogénito entre muchos hermanos (cfr. Rom. VIII, 29). Por eso, la madurez del hombre ya no puede medirse sólo con criterios humanos, pues la plenitud está en "el estado de un varón perfecto, a la medida de la edad perfecta de Cristo" (Ephes. IV, 13).

Todos los elementos de la madurez humana adquieren entonces nuevo sentido: el de ser base donde se edifique lo sobrenatural; base precisamente para que se realice en cada uno aquel afán de San Pablo: "Tengo deseos de disolverme y estar con Cristo" (Phil. I, 23), hasta poder decir también con él: "No vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gal. II, 20). Con ese disminuir uno mismo para que El crezca (cfr. Ioann. III, 30) no se aniquila lo auténticamente humano, sino que -permaneciendo- es sanado y elevado: recuperado en mayor plenitud: “El que conserva su vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la volverá a hallar" (Matth. X, 39).

 

5. La libertad que el Señor nos ha ganado no quita la libertad natural, sino que la eleva incomparablemente, pues, al darnos un amor sobrenatural por todo lo que es bueno, nos aleja más y más de la esclavitud del mal. Dios es nuestro refugio y nuestro liberador (cfr. Ps. XVII, 3; LXIX, 6; CXLIII, 2; Prov. XX, 22; Jer. XXXIX, 17; Dan. VI, 27); nos libera del mal (cfr. Sap. XVI, 8; Rom. VIII, 21; II Tim. IV, 18); de nuestra propia iniquidad (cfr. I Esdr. IX, 13), especialmente nos hace libres del pecado (cfr. Eccli. XLVII, 31; Rom. VI, 18-22).

 

6. Todas las virtudes cristianas han de considerarse a la luz superior de la fe; de lo contrario no pueden entenderse en su sentido y valor auténticos. No es raro actualmente, por ejemplo, oír decir que "ahora que se ha descubierto el valor supremo de la libertad, hay que reinterpretar el sentido de las virtudes cristianas, despojándolas de lo que sólo era propio de un cristianismo infantil". Con semejante premisa, que no es más que uno de los modos en que se concreta la desviación señalada en el n, 2, una de las virtudes que primero se quieren "reinterpretar" es la obediencia que, según afirman, sería derechamente contraria a la libertad, y por tanto sólo "inteligible" como consecuencia de la limitación humana. Donde no fuese posible dejar de obedecer -por simple necesidad de cierta organización- la obediencia sería "virtud" sólo si se ejercitase "críticamente", aceptándola externamente como mal menor.

 

7. La obediencia tiene, sin duda, un valor en razón de la eficacia: donde hay sociedad necesariamente ha de haber obediencia; lo contrario sólo conduciría al abandono del trabajo, al desorden, a la anarquía y a la ineficacia. Pero incluso en ese orden meramente natural, la obediencia no es necesariamente opuesta a la libertad, ya que se puede obedecer queriendo hacerlo.

Sin embargo, la obediencia cristiana va mucho más allá: no sólo tiene sentido por una razón de eficacia, sino que principalmente adquiere su mayor valor en cuanto nos sitúa en relación estrecha con el misterio de la Redención: "Pues a la manera que por la desobediencia de un solo hombre fueron muchos constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo serán constituidos justos" (Rom. V, 19). A la luz de Cristo, y sólo bajo esa luz, podemos ver la obediencia cristiana como manifestación de libertad plena. Hemos de contemplar una vez más al Señor, el cual "teniendo la naturaleza de Dios (...) se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (Phil. II, 6-8). Y, en esa entrega total, Jesucristo ejerció soberanamente la libertad, la más perfecta libertad humana (perfectus Deus, perfectus Homo): "Por eso mi Padre me ama, porque doy mi vida para tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y soy dueño de darla y dueño de recobrarla" (Ioann. X, 17-18).

Por tanto, la entrega nuestra a Dios, para que sea identificación con Cristo, ha de ser in libertatem gloriae filiorutn Dei (Rom. VIII, 21); en una libertad que nos lleva a obedecer por amor, a entregarnos en servicio de todos (cfr. I Cor. IX, 19).

En esa entrega se cumplen todas las condiciones del acto libre: es esencialmente una elección por amor del bien, porque nos ha dado la gana. Igualmente libre es la perseverancia, la lealtad y fidelidad -con lo que de obediencia al camino suponen-, cuando no es consecuencia ciega del primer impulso, sino constante actualización e intensificación de aquel primer querer. "Ama y haz lo que quieras”, decía San Agustín; cuando en nuestra vida sintiésemos como una oposición entre libertad y entrega, sería señal inequívoca de que en ese momento falla nuestro amor, pues en él está la libertad (cfr. n. 3). Precisamente por eso, "yo no me explico la libertad sin la entrega, ni la entrega sin la libertad: una realidad subraya y afirma la otra" (Del Padre, cn VII-64, p, 11).

 

8. La obediencia, la docilidad interior, la entrega al servicio de los demás, no sólo no se oponen a la madurez humana en lo que tiene de libertad responsable, sino que por el contrario la supone: "Sólo teniendo una fuerte voluntad sabrás no tenerla para obedecer" (Camino, 615). Del mismo modo, la infancia espiritual que Dios exige para entrar en el Cielo -"si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Matth. XVIII, 3)- no se opone tampoco a la madurez humana: "No seamos niños fluctuantes, ni nos dejemos llevar aquí y allá por todos los vientos" (Ephes. IV, 14; cfr. Camino, 853, 855, 856); como tampoco, por ejemplo, el tono humano se opone al desprendimiento personal de los bienes terrenos.

Ese abandono y obediencia de niño (docilidad, confianza) a Dios -y, por Dios, a quien hace para cada uno sus veces- requiere madurez también humana para que sea una obediencia inteligente y por amor, y en consecuencia con responsabilidad personal.

 

9.      Para entender mejor la libertad, no podemos dejar de meditar otras palabras de Jesucristo: "Si perseverareis en mi doctrina, seréis verdaderamente discípulos míos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Ioann. VIII, 31-32). Por  eso,  por ejemplo dejarnos formar y ayudar es capacitarnos para ser más libres, pues la formación nos ayuda a conocer el verdadero sentido de todas las cosas y a descubrir el bien en cada situación, para poderlo elegir, amar. El criterio propio, la seguridad de ese criterio, no es madurez o signo de madurez porque sea nuestro,  sino porque responde a la verdad. De ahí que la madurez de criterio y la libertad responsable no sean inflexibilidad, y que se desarrollen -por ejemplo- perfectamente en un gobierno colegial.

 

10.      Porque amamos la libertad personal de todos, nuestra labor apostólica y de proselitismo tiene aquella suavidad divina: “Si quieres ser perfecto..." (Matth. XIX, 17); "Si alguno quiere  venir en pos de mí..." (Matth. XVI, 24). Y a la vez, obedeciendo al mandato de Dios ("Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a todas las criaturas": Marc. XVI, 15), hemos de vivir el compelle intrare (Luc. XIV, 23) con la oración, la mortificación, el ejemplo y la palabra, con ocasión y sin ella (II Tim. IV, 2). Debemos enseñar a vivir las virtudes cristianas -que son las mismas para todos los países y para todos los tiempos-, sin confundir la legitima diversidad de modos de ser, costumbres, etc., con el relativismo que llama "legítimo modo de ser" a lo que no es más que ausencia de virtud. Así, contribuiremos eficazmente a que los demás aprendan, con la gracia de Dios, a ser más libres, a ejercer la suprema libertad de vivir para Dios.

 

11.      Cfr. Camino, 614-629, 852-901, etc.; La edad perfecta (cn 11-61, pp. 6-14); La libertad en la entrega (cn IX-57, pp. 6-9); La libertad de los hijos de Dios (cn X-63, pp. 6-12); Libertad y entrega (cn VII-64, pp. 6-13); Libertad en el proselitismo (cn VIII-59, pp. 6-11); Mandar y obedecer: servir, amar (cn XI-66, pp, 6-13 y cn XII-66, pp. 9-16); Amor a la obediencia (cn V-62, pp. 6-16); Obediencia (cn IX-68, pp. 6 ss.); Libertad y responsabilidad (obr II-65, pp, 5-13); Sobre la libertad y la conciencia (obr IV-66, pp. 5-11 y obr VI-66, pp. 5-11).

 

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