UNA HISTORIA SENCILLA.- Itaca
Fecha Friday, 30 May 2008
Tema 010. Testimonios


Hace tiempo que quería hablar de X, una numeraria de las primeras muy primeras. Más buena que un trozo de pan, entrañable, de una sencillez encantadora y un extraordinario sentido del humor. Al parecer, Escrivá nunca la consideró gran cosa, incluso -por un testimonio recogido en Opuslibros- la consideraba tonta. Escrivá nunca fue un buen conocedor de personas.

La conocí en la administración de una residencia de numerarios, yo recién salida del centro de estudios y rebosante de “buen espíritu”. La administración era todo menos acogedora: un tubo igual al que describe Maripaz, gélida en invierno, con muy poca luz del sol.

X dormía en una habitación enfrente de la mía; yo notaba que muchos días bajaba tarde al oratorio y que estaba cansada y como ausente. Mi buen espíritu me llevó a comentarle el caso a la directora; ella me contestó: “no hagas caso, son cosas de X...”



Pero en las tertulias cuando muy de vez en cuando le pedíamos que nos contara cosas de los primeros tiempos, X revivía como una flor en agua fresca y nos hacía partir de risa con sus anécdotas, como aquella vez que bajó por la pendiente nevada de una calle sentada encima de la maleta, como si fuera un trineo. Yo admiraba su naturalidad, su sencillez, el no darse importancia ¡y era una de las primeras! A mí me habían enseñado a reverenciar a las primeras, a ponerlas en un trono, a considerarlas el ejemplo a seguir.

Nos volvimos a encontrar meses después, en una casa que era como la torre de Babel: había tres centros acogidos en ella, cada uno con su consejo local y sus respectivas numerarias: el de la casa y dos más que esperaban a que se acabaran las obras de sus futuras sedes. La convivencia no era fácil.

Para colmo de mis males pecadores, la directora de la casa marchó a otro destino y yo me encontré, con 22 años, haciendo cabeza mientras llegaba la nueva titular, que se retrasó tres meses. La mayoría de las numerarias me doblaban la edad.

Llegó Navidad y Reyes; cada consejo local preparó los regalos de sus numerarias. X pertenecía al centro de San Gabriel, un centro para las supernumerarias con muchos posibles de la ciudad, y los regalos estuvieron en consonancia, pero quizá sin pensar demasiado en los deseos de cada persona: cuando X recibió el suyo, noté en su cara un ligero gesto de contrariedad. Durante la comida y la tertulia me volvió a parecer cansada y ausente, o sea que al acabar los “actos oficiales” me acerqué a la puerta de su habitación: oí que estaba llorando. Deseaba ayudarla, pero ¿cómo? No era de mi centro...

De pronto, se me encendió la bombilla: mi madre me había regalado por Navidad un impermeable azul, de nylon, francamente feísimo, pero que se había puesto de moda porque se podía doblar y guardar en el bolso. Estaba en el armario de Dirección porque no se consideró un regalo oportuno para nadie. Era lo único que había, o sea que lo cogí, subí a la habitación de X, llamé a su puerta y le dije: “X, faltaba un regalo, te lo traigo ahora”. Nunca olvidaré su sonrisa, se le iluminó la cara como cuando un niño pequeño abre su regalo deseado... Me senté en la silla y, durante casi dos horas, X me estuvo contando cosas de los primeros tiempos, anécdotas de Escrivá, de don José María Hernández Garnica, “el nuestro” como lo llamaban porque se había encargado de la sección femenina. Horas entrañables que no he olvidado ni olvidaré. Al acabar, X sacó de su agenda una foto del cuadro de la Regina Operis Dei de Roma y me la dió. La conservo, creo que es una de las poquísimas cosas que conservo de mi paso por el Opus Dei.

Pasaron años, yo marché a otras ciudades, luego volví a la primera. No coincidí con X ni en cursos anuales, retiros o convivencias, pero sabía de ella: una numeraria de su centro me dijo que estaba a punto de operarse en la Clínica Universitaria de un problema de rodilla; estaba muy torpe y caminaba con bastón. Me comentó también que ella la acompañaría durante su estancia en la clínica. Volví a ver a esta numeraria al cabo de unos días y me extrañó que ya estuvieran de vuelta: no, X seguía en la clínica, la operación había ido bien, pero X no se recuperaba según lo esperado. Y a ella la habían dicho que volviera, que ya se cuidarían de ella las de Pamplona. Y añadió que X estaba como si le faltara vida y que ella había sufrido por tener que dejarla, pero, ya se sabe, órdenes son órdenes.

Al día siguiente nos llegó la noticia del fallecimiento de X: los médicos al ver que no salía adelante le hicieron un electroencefalograma que dio como resultado que estaba en estado agónico. Murió tres horas después. ¡Pero ¿cómo no se dieron cuenta antes?! Bueno, ya sabes, como X era así... pues cosas de X, pensaron todos. Luego dijeron que quizá había sido un tumor cerebral no detectado. Pues bueno, pues vale, pero para mí X murió porque ya no tenía ganas de vivir.

La conclusión de esta historia es quizá lo más triste del relato: un tiempo después, supe de fuente muy directa que, al enterarse de la muerte de X, de Roma llegó la orden de que enviaran el diario de la casa, para saber cómo fueron los últimos meses de esta numeraria de los primeros tiempos. Pues bien, al repasar el diario antes de enviarlo a la Delegación, vieron que no había NADA escrito sobre ella, ni en los últimos días, ni en los últimos meses, ni en el último año. NADA. ¿Solución? Rehacer el diario de cabo a rabo, metiendo las morcillas convenientes. El consejo local de su casa se pasó más de una semana, full time, re-escribiéndolo todo. 

Han pasado muchos, muchísimos años desde aquello, pero incluso ahora, cuando lo recuerdo, me entran ganas de llorar. Por eso me ha costado tanto escribir esto, pero creo que debía hacerlo. No doy su nombre, quienes la conocieron saben a quién me refiero. Estoy segura que descansa en la paz de los buenos, de los humildes, de aquellos que ama el Señor.

Itaca (Anna)







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