Libro 'olvidado' por el Opus Dei sobre Isidoro Zorzano (Cap. XIV).- Brian
Fecha Monday, 18 February 2008
Tema 090. Espiritualidad y ascética


POSICIONES Y ARTÍCULOS

PARA LA CAUSA DE BEATIFICACIÓN

Y CANONIZACIÓN DEL SIERVO DE DIOS

ISIDORO ZORZANO LEDESMA

DEL OPUS DEI

Por José Luis Muzquiz, sacerdote numerario del Opus Dei -1948-

 

XIV.-HUMILDAD

 

 

195.-La humildad del Siervo de Dios.-La humildad, vivida en grado heroico, fué la virtud que informó toda la vida del Siervo de Dios, como fundamento de su perfección.

A lo largo de su vida, los que le trataron tuvieron ocasión de admirar su humildad profunda, que le llevaba a pasar oculto y escondido. Desde sus primeros años procuró celosamente que pasasen inadvertidos sus actos de virtud. En el Opus Dei trabajó siempre de modo que no se distinguiese la fecundidad y constancia de su labor, de la que pudo decir el Fundador que serían necesarios tres para suplir el trabajo que desarrollaba el Siervo de Dios. En su enfermedad buscó que todas las alabanzas y toda la gloria se dirigiesen exclusivamente a Dios, ocultando sus sufrimientos, sus dolores, sus actos heroicos de mortificación, con profunda y continua alegría.

Todo lo cual será probado por testigos dignos de fe por haberlo visto, oído o leído, o que lo saben por ser cosa pública y notoria, los cuales indicarán, además, sus fuentes de información.

 

196.-Naturalidad en su humildad.-Vivió todas las virtudes en grado heroico, pero con tanta naturalidad que lograba no fuesen llamativas ni ruidosas; las había hecho tan inherentes a su conducta durante toda su vida, que se diría que el Siervo de Dios no podía ser de otra manera.

No hizo nunca rarezas, ni nada en él llamaba la atención. Había logrado pasar totalmente inadvertido; pero cuando sus compañeros y las personas que le trataban reparaban en la exactitud de su trabajo, en su delicadeza...



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y cuidado de todos los detalles, en su conducta intachable, caían en la cuenta de que tan sólo una continua y extraordinaria virtud podía explicar su vida. De esta manera, su ejemplo continuo y fecundo, que tanto influyó en cuantos le rodeaban, producía sus frutos sin que causase extrañeza y con toda naturalidad.

Todo lo cual, etc.

 

197.-Sencillez.-El porte exterior del Siervo de Dios estaba lleno de amabilidad; era grave pero nada rígido ni afectado; lleno, por el contrario, de sencillez.

No se ponía nunca «trascendental», dice un compañero suyo; y otro recuerda que al conocerle le impresionó «sobre todo la enorme sencillez de sus maneras; a los pocos minutos de hablar, parecía que hubiésemos sido compañeros de toda la vida».

Si era oportuno o se le preguntaba, hablaba de sus estudios, de su carrera, con gran sencillez, sin ocultar sus éxitos ni las dificultades superadas. Pero lisa y llanamente, sin concederles importancia.

Era «la persona menos complicada que he tratado», dice uno de sus hermanos. Y es que para el Siervo de Dios la vida interior se había ido haciendo cada vez más sencilla y había llegado a cifrarse en hacerlo todo por Dios, convencido de que quien da altura a las obras es Aquel a quien van dirigidas.

Todo lo cual, etc.

 

198.-Buscaba los últimos lugares.-El Siervo de Dios, uno de los más antiguos y de más edad de la Obra, sirvió con ejemplar fidelidad y constancia, buscando siempre ser el último. En su trabajo procuraba no aparecer nunca en los primeros lugares; por el contrario, siendo administrador de la Obra, era él quien se desplazaba para estudiar la contabilidad de las casas e instruir y enseñar a sus hermanos más jóvenes. Y en todas estas tareas

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realizaba materialmente los trabajos más costosos y pesados.

Ocupaba siempre los últimos lugares en el Oratorio, y los más incómodos en todas las ocasiones; nunca hacia valer su antigüedad, ni era el centro de las conversaciones o de la atención de los demás.

Siempre estaba dispuesto a hacer lo más desagradable o desempeñar las funciones y trabajos más humildes; en cambio, sabía desaparecer cuando se trataba de recibir honores.

Por eso el Siervo de Dios, que cuidó fielmente del más pequeño de los detalles y buscó con afán ser siempre el último, era a los ojos de sus hermanos un modelo vivo de entrega total a su vocación.

Todo lo cual, etc.

 

199.-Rehusaba tus honores.-El Siervo de Dios vió muy pronto que «la verdad sólo estaba en El; no se puede encontrar fuera, en las cosas externas, que sólo pueden considerarse -son sus palabras- como medio». «La luz de la gracia se hizo en mí, comprendí mi error, reconocí que sólo siguiéndole a El se puede obtener el fin deseado». Desde el momento en que correspondió a la llamada, despreció los honores y las riquezas que le prometían su posición y su brillante porvenir y se entregó plenamente al Señor.

No puso nunca sus afectos en los falsos valores del mundo. Abandonó su brillante destino en los Ferrocarriles Andaluces, donde tenía a sus órdenes cientos de subordinados y obreros, para servir al Señor desde el puesto oscuro de administrador en la Residencia de Ferraz. Después renunció también oportunidades y empleos de gran porvenir, como uno en la casa industrial Devis, de Valencia, porque su deber era estar en Madrid ayudando al Fundador en aquellos difíciles momentos. Y en muchos detalles de toda su vida, de su enfermedad y de su muerte,

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mostró este mismo desprecio por los honores humanos.

Todo lo cual, etc.

 

200.-Baja estima de sí mismo.-El Siervo de Dios se consideraba a sí mismo un pobre instrumento en las manos del Señor. Sabía atribuir a El toda la gloria: «La Gracia de Dios obra en nosotros -decía- porque no somos otra cosa que pobres instrumentos, los peores de todos; tan sólo si le somos fieles estaremos siempre dispuestos a dar el máximo rendimiento. Y cuando estaba en el Sanatorio comentaba: «¡No cabe duda que el Señor es quien me da esta paz y esta alegría! ¡No cabe duda que es EL!».

En la Obra se consideró siempre el último y el de menos valer, a pesar de su capacidad y prestigio profesional y del agotador trabajo que desarrollaba en el cumplimiento de su cargo y en sus actividades de apostolado. Decía de sí mismo, cuando era oportuno, que eran muy deficientes su laboriosidad y su tenacidad en el trabajo. Ya desde Málaga, en carta de 15 de septiembre de 1931, decía: «¿Es posible que El se haya acordado de este burro sarnoso para tal fin? Pero me acuerdo de los orígenes de los primeros apóstoles y me conforto».

Durante su enfermedad pedía con insistencia que le encomendasen, pues «le hacía mucha falta», y continuaba diciendo que no ofrecía como debiera las molestias y sufrimientos. Mucho le preocupaba la salud del Fundador, de quien la Obra necesitaba tanto: «En cambio, yo no hago ninguna falta y puedo morir cuando sea».

Llevado de su humildad y para que todos le conociesen como pecador lleno de miserias, levantó la obligación del sigilo sacramental a su confesor, el P. López Ortiz, Obispo de Tuy, como lo había hecho, desde el principio, con el Fundador.

Pocos días antes de su muerte, hablando con un hermano suyo que todavía no era sacerdote, le dijo que estaba muy preocupado porque se había portado muy mal durante la vida, y que tres cosas especialmente graves le hacían

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sufrir indeciblemente. Y con lágrimas en los ojos y verdadero dolor y humildad le dijo esas tres cosas graves: ninguna de las tres era, ni objetiva ni subjetivamente, pecado venial. El hermano con quien se desahogó así, quedó muy impresionado ante la calidad de su virtud que en confidencia, cara a la muerte, le revelaba, y procuró consolarlo con las palabras de San Pablo: dentro de poco, por la gracia de Dios, podría decir al Señor el bonum certamen certavi.

Todo lo cual, etc.

 

201.-Su paz en las humillaciones.-Durante toda su vida el Siervo de Dios soportó las humillaciones con paz admirable, sin que jamás hubiese alteración en su alegría, fruto de su humildad.

Siendo Profesor en Málaga, en cierta ocasión, una denuncia injusta por parte de un compañero de profesorado, ocasionó al Siervo de Dios la humillación de no poder examinar aquel año; nunca demostró por ello la menor animosidad contra el denunciante, a quien trató siempre como a los demás compañeros. En su trabajo profesional encontró también contrariedades, que supo llevar en todo momento con ejemplar humildad; de modo semejante recibió las humillaciones durante la época roja.

Poco antes de ingresar en el Sanatorio fué a pasar unos días en un pueblecito de la Sierra de Guadarrama, por prescripción médica. Su decaimiento físico, ya avanzado, hizo que los demás huéspedes del hotel le tuviesen por tuberculoso y le tratasen con indiferencia, exteriorizando que su estancia allí les era molesta; a causa de esta actitud, el Siervo de Dios hubo de regresar en seguida a Madrid, sin que experimentase el menor enfado ni se preocupase por el incidente.

Todo lo cual, etc.

 

202.-Confusión y extrañeza por las alabanzas.-Rehuía el Siervo de Dios toda clase de alabanzas y elogios

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y manifestaba su extrañeza y aun su contrariedad cuando no podía evitarlas. Recuerdan sus hermanos que en cierta ocasión, y en su presencia, uno de ellos habló ante otros varios de la generosidad y perseverancia del Siervo de Dios en su entregamiento: «La cara de molestia y de disgusto que le vi entonces -comenta uno- no se la he vuelto a ver más; ni siquiera en los mayores momentos de angustia durante su enfermedad».

Le contrariaba que las Hermanas enfermeras que le asistían en el Sanatorio hiciesen elogios de él, y procuraba cortar enseguida toda frase o conversación de la que se dedujese una alabanza. Cuenta un hermano suyo que una vez, mientras comía con grandes sufrimientos, la Hermana «se permitió hacer una alusión a su espíritu de sacrificio; Isidoro no hizo el menor gesto, y cuando salió la monja del cuarto dejó caer sus brazos -no podía hablar- expresando lo que le contrariaba aquel comentario».

Todo lo cual, etc.

 

203.-Alta estima que tenía de los demás.-Recuerdan sus compañeros de estudios que durante la época en que tuvieron mayor trato con el Siervo de Dios, y especialmente en sus viajes de prácticas, nunca abandonó éste su vida ordenada, sin que por ello resultase un «compañero molesto, que tuviese el prurito de servir de ejemplo a los demás». Y es que su humildad era profunda.

Cuando tenía algo que corregir, era parco en palabras, y nunca hacía largos comentarios. Era, en cambio, delicado para alabar los aciertos ajenos, y aún sabía atribuir a otros los honores que en realidad sólo a él correspondían.

Creyó, al caer enfermo que su deber era sufrir, y que su enfermedad y la inactividad consiguiente eran las que menos trastornos podrían producir en la labor de la Obra, ya que la interrupción del trabajo de cualquier otro de sus hermanos -decía- hubiera sido mucho más sensible.

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Todo lo cual, etc.

204.-Se ejercitaba en trabajos humildes.-Tuvo el Siervo de Dios predilección por aquellas ocupaciones y trabajos que, dentro de la Obra, eran más molestos y humildes, y los hacía con tanta sencillez y naturalidad que su labor pasaba inadvertida. En ellos se ejercitaba constantemente, sin ostentación y con alegría.

El recuerdo del Siervo de Dios va unido siempre al de su trabajo silencioso en las cosas menos agradables y a la alegría con que sé ejercitaba en las ocupaciones materiales más oscuras y molestas. Y así, en cierta ocasión en que un hermano suyo tenía el tiempo muy escaso, el Siervo de Dios, el más antiguo entonces de la Obra, después del Fundador, para ayudarle a ganar tiempo se ocupó en limpiarle los zapatos, sin que el otro se diera cuenta.

Todo lo cual, etc.

 

205. -Escondía sus virtudes.-Con la mayor naturalidad supo desaparecer, ocultando su santidad y sus virtudes.

Su compañero don Anselmo Alonso recuerda que «se esforzó cuanto pudo por no hacer públicas ninguna de sus muchas virtudes; fué sencillo ejemplo y modelo callado de caballero y amigo». Por humildad y por prudencia ocultó su entregamiento a sus parientes durante mucho tiempo. En su época de Málaga escondía las obras de caridad que realizaba, y así manifestó expresamente su deseo de que no se le citase en la información que publicó la prensa sobre la Casa-asilo del Niño Jesús, donde desarrollaba una eficaz labor de apostolado. Ocultaba también cuidadosamente sus mortificaciones, y si alguna persona mostraba deseos de ayudarle en su trabajo, le convencía de que no era necesario.

Cuenta uno de sus hermanos que estando el Siervo de Dios ordenando su ropa asomó entre los dobleces de un pañuelo un cilicio, que ocultó en seguida: «En este gesto

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de humildad me ha parecido luego ver el resumen o el símbolo de su vida: una santidad enorme, que siempre quiso ocultar celosamente; mas a pesar de ello, todos la hemos visto asomar un poco, como el cilicio, tan áspero, bajo un suave pañuelo».

Todo lo cual, etc.

 

206.-No hablaba de sí mismo.-A pesar de la extraordinaria eficacia del Siervo de Dios en su vida profesional y social, no hablaba nunca de sí mismo, por su profundo convencimiento de que no había en él nada digno de ser admirado. Sus compañeros de carrera y los que le trataron en Málaga ya se habían percatado de ello: «Era poco amigo de hablar de cosas suyas», dice su compañero el Ingeniero don Calixto García.

Nunca daba su opinión, a no ser que se la pidiesen o que un asunto de importancia la exigiese. Nunca suscitaba conversaciones sobre la guerra y la zona roja, a pesar de ser tema lleno de anécdotas emocionantes, porque lo quería aparecer como protagonista. Y siempre, cuando contaba alguna cosa, soslayaba discretamente aquellos episodios en los que él pudiera haber desempeñado una misión importante.

No habló nunca de sus dolores y sufrimientos más que concisamente y a aquellos a quienes debía informar. Y durante las visitas que se le hacían en el Sanatorio no era e1 Siervo de Dios, ni sus molestias, el centro de la conversación; por el contrario, procuraba encaminar la charla hacia temas del apostolado de la Obra y de sus hermanos, cuyas actividades demostraba conocer perfectamente.

Todo lo cual, etc.

 

207.-Aceptaba las correcciones.-El hábito heroico de humildad del Siervo de Dios se manifestaba también en su mansedumbre al aceptar las correcciones, aun cuando

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rara vez hubo de recibirlas. Nunca se excusaba, ni mucho menos atribuía a otro la culpa de algo; por el contrario, siempre que le fué posible, procuró cargar con los errores de los demás y de esta manera excusarlos.

           En cierta ocasión sus alumnos hicieron saber al Director de la Escuela Industrial de Málaga que, debido a la rapidez de exposición del Siervo de Dios, no podían seguir bien sus explicaciones. El Siervo de Dios se lamentó en clase de que no se lo hubiesen indicado antes, y después les pidió humildemente perdón. «Algunos de los más exaltados -cuenta uno de los alumnos-, al terminar sus palabras, no podían contener las lágrimas».

Aceptaba también con extraordinaria humildad las correcciones fraternas, de tal manera que siempre dió ejemplo a sus hermanos.

Todo lo cual, etc.

 

208.-Edificó par su humildad.-La humildad del Siervo de Dios, vivida con una naturalidad y delicadeza que admiraba, fué un ejemplo magnífico para los que le rodeaban. «Mirar, tan sólo mirar a Isidoro -dice un hermano suyo- inspiraba sentimientos de paz; hacía que me sintiese pequeño y que quitase toda importancia a lo que yo estaba haciendo. Puede decirse que la lección más ejemplar de Isidoro fué la humildad: vivir sin alardes las cosas más extraordinarias y hacer normal, ordinario y corriente lo sobrenatural».

El Siervo de Dios fue ejemplo vivo y continuo para sus hermanos, modelo en el que se miraban. Considerarle como tal «ha sido -dice uno de ellos- una necesidad ardiente en todo aquel que le conoció». El Siervo de Dios no creía ser ejemplo ni mucho menos. Se recuerda que en su enfermedad, en medio de una crisis más aguda e intensa que de costumbre, pidió una vez a la enfermera la inyección que ordinariamente le aliviaba, y al darse cuenta de lo que había hecho, creyó haber desedificado a los presentes y pidió humildemente que le perdonasen.

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Todavía recuerdan algunos de sus hermanos las palabras del Siervo de Dios comentando, hacia el año 1935, el Evangelio de la Dominica 1.º después de Navidad: «Por la humildad de la Obra y por la de cada uno de nosotros hará el Señor fecundo nuestro apostolado y moverá los corazones de los hombres, como movió los de Simeón y Ana ante la humildad y pobreza del Niño-Dios». Siempre que tenía ocasión, hasta en su enfermedad, insistía a sus hermanos en la necesidad de «ser cimiento», profundo y enterrado, para que todo el edificio de la Obra se pudiese asentar encima.

Todo lo cual será probado por testigos dignos de fe por haberlo visto, oído o leído, o que lo saben por ser cosa pública y notoria, los cuales indicarán, además, sus fuentes de información.

 

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