La madurez afectiva en la amistad humana...- Ruta
Fecha Monday, 24 September 2007
Tema 075. Afectividad, amistad, sexualidad


LA MADUREZ AFECTIVA EN LA AMISTAD HUMANA DE NUMERARI@S Y AGREGAD@S

 

 

Para Estrella

 

 

Al numerari@ y agregad@ del Opus Dei, durante su tiempo de formación, se le ha intentado formar, en el aspecto de la amistad humana y de la afectividad, en dos cosas: a desconfiar de las “amistades particulares”, cargadas de excesiva intimidad y de exclusivismo, y a tener un ánimo abierto y cordial, lleno de caridad y de espíritu de unión para todos sus compañeros y hermanos. Se le ha dicho que debe aceptar la soledad del corazón para mejor unirse a Dios, y que los afectos humanos son peligrosos, porque, aparte de otros males posibles, roban la independencia interior. Desde luego, muchas veces el problema de numerarios y agregados es que no saben crear y mantener amistades, y situarse afectivamente en el mundo.

Numerarios y agregados del Opus Dei se encuentran rodeados de gente que pide su amistad, porque ellos le dan la suya, como, punto de partida para el trabajo apostólico. El numerario, cuando sale al mundo, se convierte en un hombre social, ocupando un puesto; y sabemos de sobra que la convivencia social no se hace con meros contactos físicos ni administrativos, sino ante todo por el puesto afectivo que ocupa cada uno en la vida de los otros. Un numerario muy “querido” por sus amigos es un hombre apostólico. Quien no consiga despertar afectos, es un desconocido y por lo tanto ineficaz en la vida de quienes le rodean. Debiéramos meditar: por ejemplo, en las largas listas de saludos que pone siempre S. Pablo al final de sus epístolas. ¡Qué cantidad de amigos!, ¡qué frases tan cordiales de recuerdo!, ¡qué preocupación por todos!

¿En qué consiste la madurez afectiva en este punto? La respuesta es sencillo formularla en el papel: En tener una caridad verdadera, un alma abierta a todos, de tal manera que “haciéndose a todos”, no quede prisionera de ninguno. “El hombre adulto normal ideal, dice Oraison, sería el que plenamente, espontáneamente y definitivamente tuviera necesidad no de los otros, sino de ser para los otros y con los otros”. Pero esto, tan sencillamente dicho, ¿se improvisa con facilidad? Y si no se improvisa, por ser uno de los signos más seguros de la gran madurez humana y sobrenatural, ¿cómo debe ser y estar esta disposición en quien se acerca al compromiso de obligarse a ser así al hacerse numerari@ o agregad@ o sacerdote del Opus Dei?...



Para conseguir esto, es necesario, ante todo, revisar nuestras orientaciones ascéticas y pedagógicas en este aspecto. Las amistades particulares son peligrosas, pero lo son cuando están reducidas a muy pocos. El numerario que no sea capaz de crear un amplio campo afectivo a su alrededor, se refugiará en la pequeña afectividad de unos pocos, ese es el peligro.

La soledad del corazón para Dios, también es una gran verdad, pero no hay mayor soledad que la entrega generosa y sin regateos a todo el mundo.

La afectividad adulta parece caracterizarse ante todo por una posibilidad de crear relaciones nuevas, por una abertura hacia el porvenir. La madurez afectiva se reconoce, además porque el sujeto goza en sus contactos con los otros de una facilidad y una seguridad, que faltan al neurótico. La experiencia demuestra que estos dos elementos de libertad y de facilidad, característicos de la madurez afectiva están en estrecha relación con la asunción, por parte del sujeto, de su sexualidad y de su agresividad.

El grupo de afectos de las amistades solo en cierto aspecto puede considerarse relacionado con la afectividad del campo sexual. Está más cerca del campo, de la jerarquización de la vida social. Es importantísimo saber situarse en el mundo de la obediencia y del mando. Los afectos relacionados y emanados de esta relación adquieren en la personalidad una fuerza extraordinaria, que determina actitudes básicas de la personalidad, desencadenando luchas, sufrimientos y desequilibrios, cuando no se viven bien.

La capacidad que manifiesta un joven para admitir la autoridad, y la aceptación de las limitaciones de quien ejercen la autoridad, servirán para determinar la posibilidad de una vocación a numerari@, agregad@, religioso o sacerdote. Otro signo de madurez afectiva es la manera de soportar el éxito o el fracaso. Para poder aceptar el éxito o el fracaso es necesario haberse aceptado como se es. Y aceptar a los otros con sus limitaciones.

La aceptación de si mismo y de los demás en muchas ocasiones no se da en los directores y sacerdotes del Opus Dei, profesionales de la espiritualidad y del examen de si mismos y de los demás y que en teoría han pasado muchos años dedicados a un trabajo ascético profundo, pese a lo cual tienen manifestaciones de una supina ignorancia del mecanismo espiritual del hombre. Las formulas religiosas mas exquisitas son empleadas para cubrir actitudes y fines de muy poca pureza espiritual. Así bajo la conciencia de los directores y sacerdotes del Opus Dei de que se dan a los demás, puede haber una necesidad de imposición; una sed de agresividad que quiere regir y dominar; una afirmación de si mismo y la necesidad de un juicio aprobador del otro.

Estos ejemplos podrían multiplicarse indefinidamente. Quien no tenga en cuenta estos “trucos” del espíritu humano, nunca podrá llegar a conocerse bien, a purificar enteramente sus intenciones y mucho menos a ser capaz de conocer y educar a otros, porque las fórmulas empleadas por la conciencia son siempre laudables y del mejor cuño ortodoxo, pero las intenciones escondidas detrás de las mismas pasan inadvertidas al mismo que las vive. ¿De dónde, si no es de este mecanismo de engaño, surge la visión tan opuesta que tiene el sujeto de su manera de obrar y la que tienen quienes le observan desde fuera y le “conocen”? Se dirá que muchas veces esta falsa o diversa interpretación proviene de la malicia del observador: es cierto, algunas veces, no siempre, y esta misma malicia, fijándonos en quien la posee, está vivida como un sentido de verdad y de justicia, tan falso como aquello que él pretende juzgar.

La falsificación de estas disposiciones del espíritu puede originarse por dos vías, por la del mismo sujeto en formación y por la de su propio educador. Mirando al espíritu y virtud de la obediencia y de sumisión, tan necesario en una vida disciplinada como es la del numerari@, agregad@ o consagrado, el superior puede fácilmente confundir el ideal de la obediencia con la disposición amorfa, blanda y sin vigor del súbdito. Para aquél el ideal consiste en tener bajo su mando sujetos «que no le creen problemas ni quebraderos de cabeza», sin comprender que lo intentado así es la satisfacción de su propia personalidad pobre y egoísta. El súbdito, a su vez, con tendencia a la pasividad, con miedo a tomar decisiones y a sentirse responsable de sus actos, toma la obediencia como un refugio, como una actitud protegida, que le libera de los conflictos y de los problemas de la elección responsabilizada. He aquí un grave defecto de madurez, difícilmente discernible en muchos casos, porque está cubierto con fórmulas y disposiciones de virtud. Estos hombres, lanzados después a la responsabilidad de los cargos de dirección, a sentir la angustia de sus propias decisiones, se convertirán en auténticos tiranos, sin flexibilidad alguna, imponiendo siempre las definiciones de los documentos internos del Opus Dei, sin saber atender a los matices de cada caso, provocando verdaderos desastres en las almas y dando soluciones injustas, obrando siempre "por definición" de verdaderos robots es decir, de gentes automatizadas e inflexibles.

El intento de solución de la afectividad del numerari@ y agregad@ en relación con los demás numerari@s, agregad@s y demás personas ha de comenzar por el estudio de las causas, que nunca puede pensarse se hallan en defectos exclusivos de una de las partes. Es preciso, por consiguiente, examinar si de parte de los directores y sacerdotes, no existen abusos, errores o desviaciones. Obsesionados por el tema de lo sexual, en un siglo sobrecargado, teórica y prácticamente, no atendemos bastante a la otra fuerza básica que condiciona las reacciones humanas, que los psicólogos modernos llaman agresividad y que ya Santo Tomás colocaba en la misma línea de importancia, cuando clasificaba las pasiones humanas en los dos grandes grupos de apetitos concupiscible e irascible.

La irascibilidad es la fuerza que rige las relaciones del hombre con sus semejantes, en cuanto ser en sociedad y sociedad jerarquizada. El numerari@ o el agregad@ se encuentra con unas estructuras hechas, de mandos y obediencias en el Opus Dei, en las cuales se encuentra inmerso para siempre. ¿Cómo responde cada uno a este impacto de la estructura jerárquica del Opus Dei? El desarrollo de esta fuerza pasional depende ante todo de las actitudes de aquellos que encarnan el mando y la autoridad en la educación del numerari@ y agregad@: los padres primero y después los superiores de cualquier orden que sean. Ha sido Alfredo Adler quien ha puesto de manifiesto la importancia del juego de estas fuerzas en la estructuración definitiva de la personalidad. Las primeras relaciones del niño con el padre, la madre y los hermanos, y posteriormente los directores y sacerdotes que intervinieron en su formación, crearan un estilo de relacionarse que más tarde perseverará a lo largo de la vida. Los superiores serán vistos como nuevas encarnaciones paternas, la ley, hasta el concepto de Dios, mirado como legislador y representante supremo de “lo moral”, de la figura que determina lo lícito y lo ilícito, lo permitido y lo prohibido, todo estará matizado por esta conformación interior, que se ha ido creando en los primeros años y en la etapa de su formación.

La madurez consiste precisamente en coordinar los impulsos agresivos con los amorosos, de tal manera que la agresividad se convierta en el armazón firme de la personalidad, manifestado en la fortaleza del carácter, en la seguridad interior, en el ímpetu entusiasta por los grandes ideales, que deben ser simultáneamente “amados”. La agresividad recibe de las fuerzas amorosas la flexibilidad, la capacidad de adaptación, la alegría en la humildad y en la sumisión amorosa y filial. Mientras no se logra esta compenetración de las dos tendencias, el carácter permanece rígido, envarado, o manteniendo una actitud atenazada, que no sabe dar nunca “su brazo a torcer”, porque la rectificación se teme como un derrumbamiento de la personalidad; o bien se presenta como una forma blanda, sin vigor, de quien “no se atreve” a opinar ni tiene seguridad en nada. Los dos componentes del carácter pueden asemejarse a lo que es en el cuerpo humano el esqueleto y las partes blandas. Un esqueleto sin blandura está anquilosado, produce un paralítico; pero si nos encontramos con unos huesos sin calcificar, blandos y dúctiles, el organismo no se desarrolla, queda raquítico y deformado. Las actitudes que más tarde se manifestarán como rigidez doctrinal, como integrismo e intolerancia, provienen muchas veces de una debilidad interior, de un miedo a que el mundo propio se hunda si se concede la menor cosa a quienes se mira siempre como “enemigos”.

El psicoanálisis de muchas posturas doctrinales sería enormemente aleccionador. ¿Qué va a pasar si se concede alguna probabilidad al evolucionismo, a un estudio crítico de la Sagrada. Escritura, a una revisión filosófica de ciertas teorías tradicionales? En el fondo de posturas intransigentes está la inseguridad en la verdad de la Iglesia, confundida con la verdad personal del propio sujeto. El hombre maduro, por lo contrario, no teme nunca ni a la ciencia, ni a las investigaciones. Mantendrá una actitud de prudencia, que también la ligereza en embarcarse en las últimas novedades es falta de madurez y de seguridad en las propias ideas, pero jamás se niega a dialogar seriamente con nadie. Si hay algo maravillosamente maduro en el mundo es la postura de la Iglesia, perpetuamente combatida por los dos lados y siempre dispuesta a revisar todo lo accidental, segura de que la esencia de su verdad revelada jamás sufrirá mengua. Basta analizar despacio la mayoría de las controversias y de las luchas que alteran la tranquilidad de los espíritus y las conciencias, para ver que están en una zona mucho más adyacente y superficial que los dogmas, en verdades perfectamente discutibles y en materias opinables. El inmaduro tiene una verdadera hambre de seguridad y dogmatismo, quisiera que la Iglesia convirtiera en verdad revelada todo cuando se discute, para “tapar la boca”, es típica esta expresión, que indica el afán de silenciar las razones del contrario, no de rebatirlas, sino de que no suenen, de que no existan ni se oigan, porque al escucharlas siente tambalearse su propia seguridad, que es lo que le aterra.

El inmaduro, en definitiva, a lo que tiene miedo es a la libertad, porque la libertad es riqueza de espíritu, fuerza y capacidad de decisión. El no quiere que exista libertad, prefiere siempre la dictadura, el militarismo para todo. Se someterá estrictamente al mando de otro, pidiendo que le den por obediencia todo al dictado, sin tener que disponer él nada, para “librarse de la responsabilidad”, y cuando es él quien ordena, no admite discusión ni sugerencias ni posibilidad de que se ponga en duda su acierto. Todas las formas totalitarias son inmaduras.

El joven es rebelde y crítico porque no aprueba los males de un mundo que contempla lleno de injusticias y de desastres, haciendo responsable del mal a quienes lo gobiernan y dirigen, faltos de ejemplaridad. En esto tiene razón y es esta razón la que utiliza para encubrirlo todo, ofreciéndola siempre como “la única razón” de su actitud. Pero precisamente porque no se conoce bien, ignora que existen otras razones de su actitud, que ya no son tan sanas. Protesta de que las generaciones anteriores “no le dejan paso ni sitio” en la vida, pero no analiza si sus pretensiones no son demasiado ambiciosas, queriendo gozar, desde los principios, de las grandes prebendas y de los puestos de éxito. Condena los males del mundo, pero no toma conciencia de que en esta condenación se halla una repulsa a trabajar por su remedio, y lo que pretende es un mundo sin dificultades y lleno de delicias. Acusa a los hombres que se rigen de incompetencia, pero no ve que los remedios propuestos por él son de simplismo infantil, al estilo de quienes siempre tienen en los labios las fórmulas impenitentes: “esto se arreglaría fusilando a unos cuantos”. Son tan intolerantes como los otros, aunque enarbolen la intolerancia de la libertad.

Pero sobre todo su actitud frente al éxito y frente al fracaso proviene de una ambivalencia contradictoria no integrada en una disposición racional. La visión de los males sociales, especialmente los de aquella parte del mundo en la que ellos han de actuar, por una parte les indigna, porque es injusta, pero también porque “se les ha hecho difícil”, obligándoles a luchar con más intensidad. Por otra, el sentimiento de debilidad e impotencia antes estos males, superiores a sus fuerzas, provocan en ellos una reacción de ira, de simple protesta estéril, que se manifiesta como rebeldía y crítica.

Pocos son quienes, integrando perfectamente estas impresiones, sacan la conclusión de ver en la existencia de la injusticia y del desorden un campo fecundo de trabajo, para lo cual se aplican, en lugar de protestar solamente, a prepararse y trabajar en silencio. Esos pocos son los maduros. Estos son los que saben aceptar a los demás como seres imperfectos, sin culparles agriamente de ello; quienes no se hacen la ilusión de que en la Iglesia todos son buenos y rectos, dejando su fe pendiente de la falsa aureola con que han rodeado a alguno de sus admirados representantes. Por el mismo criterio, tampoco cree que “los otros”, los “de la acera de enfrente” son malos por definición. Sabe que el bien y el mal está distribuido por todas partes y que el corazón humano, del cual emanan siempre, los están produciendo en todas partes y simultáneamente.

Es curioso observar que esta actitud de madurez es la única verdaderamente adecuada para comprender con visión sobrenatural los aconteceres humanos. Tiene que ser así, porque es la postura genuina de la caridad. Sólo con esta disposición se tiene misericordia con los pecadores y los extraviados, sólo así se puede remontar la personalidad sobre las incidencias del halago del éxito y de la depresión del fracaso. El santo, porque lo es y ha llegado a la cúspide de una vida superior, desde la cual tiene otras perspectivas de lo humano, desconfía de los éxitos y se siente más seguro en los fracasos. Esto parece a primera vista antihumano, porque es simplemente sobrehumano, es decir, sobrenatural. Ahora bien; pedir esto, como disposición de entrada para ser numerari@ o agregad@ o sacerdote del Opus Dei, es sin duda demasiado. De igual manera que la santidad es una meta que se alcanzará después de muchos años de lucha y de esfuerzo, la madurez humana que es la perfección del hombre, también es un objetivo lejano. Lo que sí puede pedirse es una “disposición de madurez”, que dé la esperanza de ser alcanzada. La comparación con la santidad y la madurez es la misma, no se pide la santidad ni la madurez para ser numerari@ o agregad@ , pero sí una disposición virtuosa, un deseo sano de alcanzarla, rechazando como inepto a quien tiene algún vicio grave o quien no presenta unos afanes legítimos de ser numerari@ o agregad@. Así en su madurez humana no se puede exigir haber alcanzado la misma, pero sí estar dotado de un equilibrio de las fuerzas de la personalidad, de un dominio de las correspondientes al momento de la juventud, en el cual se da el paso definitivo de la vocación, que normalmente hagan esperar que esa madurez se alcanzará.

Examinando, por último, la escala de las disposiciones de obediencia y de mando, cuyos resortes en la personalidad son idénticos, ambas son exponentes de la madurez. No en vano, en toda la tradición ascética cristiana, está colocada la obediencia en lugar destacadísimo, como la gran virtud, cuya posesión implica una elevada perfección. El análisis de lo que pudiéramos llamar la “estructura de obediencia” del numerari@ o agregad@ puede servir para conocer a fondo su grado de madurez.  

Es preciso eliminar, ante todo, las formas falsas de obediencia: la obediencia servil y temerosa, la obediencia irracional, la obediencia reservada y parcial. El famoso tercer grado de obediencia de San Ignacio, con su «rendimiento de juicio» es un maravilloso acierto psicológico, además de ascético, porque retrata la disposición perfecta de una sumisión que no es limitación o renuncia de la libertad, sino todo lo contrario, el máximo uso de la misma, un saber «comprometerse», poniendo toda la personalidad al servicio de otro. Nada hay más difícil que aceptar como centro a otro, poniéndonos a su servicio: para ello se requiere el dominio de las propias iniciativas y el control de las fuerzas interiores de manera muy amplia. De lo contrario no se obedece, solamente se “ejecuta” —sin tratar de hacer un chiste, en su sentido de matar la orden ajena, es “ejecutada” la iniciativa del superior, que ya no sale según su propio espíritu— el mandato. Hace falta una ductilidad de ánimo, que es riqueza, no dejación; hace falta fe, humildad, confianza, todas las virtudes que implican madurez y plenitud del alma. Porque es tan difícil, existen tan pocos perfectos obedientes: es muy duro este renunciamiento al propio yo, para convertirse en instrumento de otra voluntad.

Quien no sabe obedecer o quien obedece “chirriando”, como rueda poco engrasada, es un inmaduro, porque demuestra una personalidad pobre, incapaz de renunciar a sus propios criterios, o temerosa de perderse si no destaca y se diferencia en la discrepancia con el superior no puede tener vocación ni idoneidad para ser numerari@ o agregad@ aunque directores y sacerdotes se empeñen en que sí tiene vocación.

Solamente quien sabe obedecer bien sabe mandar bien, ya que las mismas disposiciones de flexibilidad, necesarias al súbdito, deben resplandecer en el superior. La inflexibilidad en el mando, que no se aviene nunca a retractar o modificar la orden dada, el temor a no ser obedecido, imponiendo un control tiránico o unas formas autoritarias, son exponentes también de inmadurez. El hombre de energías limitadas, teme que sus reservas no alcancen a continuar suavemente la presión necesaria para llegar al final de lo ordenado, y entonces, lo impone, desde el principio, con modos destemplados. Porque quien manda también obedece, en primer lugar a la ley, y además a la adaptación a las posibilidades de sus subordinados.

Solamente en el juego perfecto de estas fuerzas de la personalidad, se demuestra la madurez y la posibilidad de ser alcanzada. El proceso de la obediencia no es puramente intelectual, sino ante todo afectivo, porque es el temor el que impide la soltura de los elementos interiores en la mala obediencia y el amor el que los suaviza y perfecciona.

Los dos ejes de la madurez, son los afectos correspondientes a los campos de los apetitos concupiscible e irascible, a la libido y a la agresividad, si queremos emplear lenguaje más moderno. Ambos tienen unas zonas elementales de instintos que necesitan no ser negados, sino subsumidos e integrados por fuerzas superiores del espíritu, preparando un equilibrio, que el desarrollo ulterior de la personalidad no alterará, sino que irá progresivamente enriqueciendo

 

Que Dios os cuide

 

Ruta de Aragón.







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