Otro cuento.- Gómez
Fecha Monday, 28 May 2007
Tema 050. Proselitismo, vocación


Animado con la publicación de ficción del correo anterior, envío un cuento de Fernando Ávila (¡claro, con su autorización!).

(Para los que no lo saben, el ELN es una guerrilla colombiana, que en su momento fue integrada entre muchos otros por sacerdotes, monjas y seminaristas. En sus "buenos" tiempos, su Jefe Máximo fue el sacerdote español Manuel Pérez, que después de haber sido deportado por revolucionario regresó al país en forma clandestina y su contacto -Rómulo- debía conducirlo al campamento de la guerrilla, tras encontrarse en Bogotá el primero de septiembre de 1969.)


 
Rómulo

Por Fernando Ávila (Bogotá, Colombia)


A mediados de 1969 había entrado a cursar mi licenciatura en Artes en la Universidad Nacional. Vivía ya, desde hacía seis meses, en Hontanar, el Centro de Estudios del Opus Dei, donde adelantaba mi bienio filosófico y me preparaba con una veintena de nuevos numerarios a la gran misión que nos esperaba en Colombia, donde la Obra apenas tenía unos pocos centros en Bogotá, Medellín y Manizales, y donde universidad, clínica, colegios y clubes eran poco más que proyectos de papel que había que sacar adelante en los próximos años...

Las clases de acuarela, perspectiva, diseño e historia del arte me tomaban de ocho de la mañana a cuatro de la tarde, de lunes a viernes. Entre clase y clase había que hacer apostolado: ir a tomar tinto con algún compañero al quiosco de doña Anita o a la cafetería nueva en el edificio de Arquitectura. El bendito apostolado tenía que ser algo natural, que fluyera como el agua de su fuente. Un tinto, una palabra de sincero interés por las cosas del otro, algún consejo y, cuando se diera la ocasión, una invitación a conocer la residencia universitaria donde uno vivía, el ambiente de alegría y de trabajo, la sala de estudio, la biblioteca, los grupos de investigación científica, las tertulias culturales, dejando caer de vez en cuando, sin hostigar, pero sin dilatar la oportunidad, una invitación a leer Camino en el oratorio o a asistir a las meditaciones de los viernes a las seis y media de la tarde a cargo del capellán.


Mi apostolado era pobre, por no decir miserable. Sólo logré llevar a tres compañeros a Hontanar. Dos de ellos nunca volvieron después de la primera vez. El tercero regresó una o dos veces más, pero mi empeño por la pesca, que dadas las circunstancias tenía que ser más que milagrosa, me permitió conocer a algún otro potencial objetivo de mi inane misión. Así fue como di con Rómulo Carvajal, un paisa que estudiaba Ingeniería.


Yo había sido elegido por mis compañeros como su representante en los comités estudiantiles, creados entonces para que sirvieran de canal de comunicación entre la Rectoría y el alumnado. Mis compañeros se equivocaron al escogerme, porque mi beligerancia política era nula. Lo hicieron por mera simpatía con el tipo serio, que podía inspirar respeto y credibilidad, y no por ver en mí alguna lejana calidad de líder. A la larga, me sirvió para ganar puntos en la Obra, donde los demás numerarios del Centro de Estudios tenían en mí el ejemplo de un verdadero apóstol, capaz de arrancar afiches insidiosos de los muros de una universidad atestada de marxistas leninistas, llevar a tres de sus compañeros a Hontanar y ser elegido como representante de su facultad. Ecce homo!


Y en esa calidad de representante me crucé alguna vez con Rómulo, mi par de la facultad de Ingeniería. Rómulo hablaba más paisa que cualquier otro paisa viviente en Bogotá. Comenzamos a hacernos amigos por mis bromas sobre sus eses silbadas y sobre su vocabulario. A partir de nuestras conversaciones hice el Diccionario paisa-bogotano, donde cada voz de Carvajal tenía su correspondiente definición y traducción al más puro y castizo español de la capital. En ese documento se aclaraba que cuando un paisa decía maleta se refería al ‘baúl del carro’; que nochero era ‘mesita de noche’; que hablar carreta era lo que en la capital se conocía como ‘hablar paja’; que el adobe era el ‘ladrillo’, y que berraco podía ser cualquier cosa, desde el ‘más más más bueno’ hasta el ‘más más más malo’, pasando por el ‘más más más regular’. Se advertía que a los paisas les sonaba muy mal la palabra bollo, por lo que era mejor decir envuelto delante de ellos, y que la mazamorra paisa con dulce macho era el ‘peto’ nuestro ‘con panela rallada’.


Tanto nos divertimos, que este sí llegó a ser un amigo amigo. Un amigo del que podía decirle a mi director con total convicción en la confidencia semanal que tenía un amigo y que, aunque me faltaban otros catorce para cumplir la meta, este solito hacía por veinte. Rómulo era un tipo preocupado por los demás, por la pobreza de los demás, por la pobreza de los colombianos, por la pobreza del mundo, y varias veces me habló del Manifiesto comunista y de otras obras que había que leer para entender el problema desde el punto de vista político-económico y para empezar a descubrir soluciones reales. Leí el Manifiesto para estar a la altura de nuestras conversaciones y para tener argumentos de equidad a la hora de invitarlo a abordar las encíclicas papales sobre la justicia social, y llegó un momento en el que nos encontrábamos por lo menos en un tinto por día para adelantar temas, el Diccionario, el Manifiesto, los comités estudiantiles, aparte de otros asuntos menos trascendentes pero más divertidos, como los desfiles de señoritas a la última moda, exclusividad de la Facultad de Artes, o los shows de ‘Trapito’, un estudiante de pintura que hacía contorsiones a campo abierto y hablaba de la proximidad del fin del mundo, en discursos donde mezclaba el Evangelio con Feuerbach y Golconda con el Nadaísmo, con profundas inhalaciones intermedias de cannabis.


El primero de septiembre de 1969 era el día estelar. Ese día llevaría a Rómulo Carvajal a Hontanar. Ese día ganaría puntos en el cielo y en la Tierra, porque Rómulo Carvajal pisaría por primera vez un centro del Opus Dei. Era el único fruto bueno de mi pesca en la Universidad Nacional. Había que entender que a los numerarios que estaban estudiando en los Andes y en la Javeriana les quedaba mucho más fácil hacer apostolado. En esas universidades había gente más afín con el pensamiento y el tono humano de la Obra. Lo mío era un logro fuera de serie, sin contar lo que estaba por venir. Rómulo, con sus buenas ideas y su buena pinta, con su preocupación por los pobres, con su afición al estudio y con su simpatía, era un excelente prospecto para engrosar las filas de nuestro ejército. Hasta en Roma se hablaría de mí, ¡el gran apóstol!


¡A mí me gusta la pesca!,

¡pero pesca submarina!,

que perseguir a los peces

es una cosa divina.

¡A mí me gusta la pesca!,

¡pero pesca submarina!,

que eso de esperar que piquen

no me va, que no me va.

Que eso de esperar que piquen

¡no me va!, ¡que no me va!

Quedamos de vernos en la Plaza del Che, entre cuatro y cuatro y media de la tarde. Yo llegué antes de las cuatro y comencé a esperarlo mientras rezaba rosarios, pasando las pepas de la camándula con la mano metida en el bolsillo de mi chompa. Terminé los gozosos. Eran las cuatro y diez. Terminé los dolorosos. Eran las cuatro y veinte. Terminé los gloriosos. Eran las cuatro y media. Empecé a recitar mentalmente las letanías lauretanas en griego y latín, kirie eleison, intercalando entre una y otra mi petición encarecida a la Virgen María para que hiciera aparecer a Rómulo, Christe eleison. Era mi única oportunidad real, física, de carne y hueso, de presentarme en Hontanar, y hacer méritos, ganar puntos, subir en el escalafón virtual de los directores, merecer que me quisieran, convertirme en modelo, luz y guía.


A medida que avanzaba en las letanías, Regina angelórum, comenzaba a negociar con el cielo la aparición de Rómulo Carvajal, Regina apostolórum, media hora más de cilicio, Regina márthyrum, una semana de tintos sin azúcar, Regina Operis Dei, no volver a mirar el desfile de señoritas a la última moda, Ora pro nobis!


Quedé exento de todas mis ofertas. Rómulo no llegó y yo me tuve que ir solo y con mi frustración apostólica a Hontanar, hola, Rafa, Pax!, Rómulo no apareció, In aetérnum, ¡ánimo!, ya lo traerás mañana...


A este paso, le dije a Jesús en mi oración de esa noche, no voy a lograr nada, no voy a salir nunca de mi fracaso como apóstol, no voy a servir para un comino en la Obra y no voy a tener ni la más mínima oportunidad de ir al Colegio Romano, sacar mi doctorado eclesiástico y regresar de cura, que eso es lo que quiero, lo que en el fondo de mi alma más deseo y lo único que permitiría que mi mamá entendiera por fin algún día lo que es el Opus Dei.


A la mañana siguiente, madrugada, meditación, misa, acción de gracias, salgo del oratorio, me dirijo al comedor, y en la mesa del pasillo por el que me apresuro a ingerir medio café con leche y un pan francés alcanzo a ver los titulares secundarios de El Tiempo y El Espectador. Hablan de la espectacular persecución de un enlace del Ejército de Liberación Nacional, ELN, en pleno centro de Bogotá, hasta darlo de baja de un tiro en la cabeza en la calle veinticuatro con carrera décima. Lo que no entiendo es qué hace la foto de carné de Rómulo Carvajal debajo del mismo titular y al lado de la crónica judicial. Alcanzo a decirle a Rafa, mi director, oye, mira, este es Rómulo Carvajal. Lo que no entiendo es qué hace aquí en primera página..., pero claro, lo entiendo enseguida, cuando una corriente eléctrica me recorre el espinazo de arriba abajo y quedo lívido del susto. El estudiante de ingeniería de la Universidad Nacional Rómulo Carvajal, mi prospecto número uno, el joven por el que había ofrecido horas de cilicio, cantidades de rosarios, infinidad de jaculatorias, y en el que tenía cifrada la única esperanza apostólica de mi carrera, es contacto urbano del ELN.


Y está muerto.


Esa tarde acompañé sus restos en una marcha multitudinaria desde la Universidad hasta el Cementerio Central. Mientras los demás estudiantes gritaban ¡Derecho! ¡Presente!, yo iba pensando en otros posibles desenlaces de la historia. ¡Ingeniería! ¡Presente! Quizá yo lo hubiera convencido de abandonar la lucha armada y pasarse a este otro ejército, al nuestro, y hubiera ganado así más puntos que nadie ante Dios, ante el Padre, ante el Consiliario y ante mi Director. ¡Sociología! ¡Presente! Quizá él me hubiera convencido a mí, ¿por qué no?, de irme para el monte, y yo (primer numerario guerrillero) hubiera terminado dando tiros allá arriba o peor, juzgado y condenado a muerte por inepto, por cobarde, por ser sustancialmente incapaz de accionar el gatillo de mi fusil contra nadie, bueno, malo o peor. ¡Agronomía!, ¡Presente! Quizá él hubiera terminado yendo a Hontanar, encajando de maravilla en la labor y pidiendo su admisión en el Opus Dei y hubiera sido el primer guerrillero numerario, ¡Dios mío, estoy desvariando! ¡Bellas Artes! ¡Presente!







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