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 Correos: El 'numerario chulito'.- Karel

010. Testimonios
karel :

En la Opus que yo conocí había tres tipos de numerarios crack: el terminator, el más-chulo-que-un-ocho y el chulito-de-pura-cepa.

La especialidad del numerario terminator era coger un criterio, ponerlo al microscopio (o llevarlo a la oración, que las dos medias horas dan para mucho) y extraerle las consecuencias prácticas más enrevesadas para exponerlas al hilo de las preguntas del examen del círculo breve. Recuerdo a uno que advirtió severamente contra la costumbre -que se estaba infiltrando subrepticiamente entre los del centro- de mirar por la ventana mientras se rezaba el rosario. Lo típico, estás dando vueltas como un jodido tiovivo, y de repente te paras junto a una ventana y echas un vistazo a la calle... "Ahí, ahí: ¿qué nos puede interesar de la calle? ¿Adónde lleva esa curiosidad? ¿No nos toparemos
alguna vez con una vecinita en el edificio de enfrente que nos llame la atención?".

El numerario más-chulo-que-un-ocho respondía al perfil de tipo bien plantado, con más cara que espalda, de los que van con garbo por la vida y sobrado de confianza en que merece la pena arriesgar (porque lo peor que te puede ocurrir es que te mueras y-para-nosotros-la-muerte-es-vida...). Solía ser un tipo simpático y con un denominador común invariable: gran capacidad de reírse de sí mismo. Conocí a varios. Eran de esa gente con cuyas virtudes, por así decir, te vestías interiormente: te hacían sentirte orgulloso de ser del Opus Dei; pensabas que algún día la gracia supliría a la naturaleza y te parecerías a ellos.

El numerario chulito-de-pura-cepa era idéntico al modelo anterior salvo en la capacidad de reírse de sí mismo. Mala cosa. Espoleado por la buena fe y ardiendo en celo por las almas, se sentía tan seguro en el trono de la gracia de estado (bueno, el trono era casi siempre un sillón con orejas en una sala del centro) que acababa pasando como un pánzer por encima de las susodichas almas.

Años ochenta. Era yo adscrito y en la charla había comentado que una de mis hermanas creía -y practicaba- que el sexo enriquece el noviazgo. Que la encomendaba, vaya. El numerario chulito-de-pura-cepa archivó el dato. Dos semanas más tarde, al concluir los consejos prácticos -o sea, el examen particular- se debió quedar con la duda de si me habían quedado claros los conceptos, así que remachó ilustrativamente: "De que tu hermana sea una puta tienes tú la culpa por no cumplir las normas". Entonces descubrí lo que significa el término "estremecimiento": una descarga que te recorre desde el occipucio hasta la punta de los pies. No sé qué me dejó más paralizado: si que llamase puta a mi hermana o la increíble asociación de ideas que el tío se había sacado de la manga sin cambiar el gesto. Pocos años después perdió el sillón con orejas, la gracia de estado y la pasión por las almas: dejó de ser numerario.

En el centro de estudios conocí a otro ejemplar. No estaba en el consejo local, pero era un poco más mayor que el resto y daba charlas, recibía confidencias, tocaba la guitarra en los festivales, era superhiperapostólico, siempre tenía anécdotas y las contaba con mogollón de gracia... Eso sí, como buen chulito-de-pura-cepa le podía la vanidad y, si surgía la ocasión, te enseñaba cualquier página de su agenda, garabateada de arriba a abajo con todas las gestiones apostólicas o de aop de ese día. Lo peor, con todo, es que nutría las filas de los que se sienten en la obligación de hacer el bien a diestro y siniestro, aprovechando cada minuto. Una de sus maneras de cumplir con tan noble ambición era soltar pullas sin ton ni son: al cruzarse contigo en el rellano de una escalera, por ejemplo.

Como mi condición de numerario arrastrado era evidente -en quince años no me pitó ni una pobre alma-, conmigo ejercía la dirección espiritual de rellano cada vez que podía. Me imagino que después de meterme el rejón se iba contento pensando que ya había hecho algo útil entre la oración de la tarde y la cena...

Años más tarde volví a encontrarlo en un curso anual. Yo subía al oratorio y él bajaba desde esa planta. Según se acercaba percibí cómo se le iluminaba la mirada: le excitaba vislumbrar una nueva ocasión de sembrar con el mínimo desgaste... "Chaval, que te veo meditabundo... ¡A ver si espabilas de una vez, que llevas una caraja...!". Me rebelé interiormente y respondí: "Es que no sabes, tío: me han propuesto irme a Canadá a hacer la labor y tengo una semana para contestar. Comprenderás que no dejo de darle vueltas...".

Era mentira, claro, pero al tío le cambió la mirada. "Oye, te entiendo: pero piensa que esas cosas siempre compensan: al principio cuestan, pero imagina el bien que puedes hacer...". Siguieron cuatro días gozosos: me miraba como alguien que estaba a su altura -"lo que debe haber cambiado este hombre para que le quieran enviar a un país correoso...", debía pensar-, me hablaba con naturalidad y sin pullitas... Fue fantástico. En la charla fraterna debió comentar que me estaba encomendando especialmente para que viese claro y reuniese las fuerzas para decir que sí, que me iba a Canadá. El director le miró ojoplástico y le hizo salir de su error: "¿A Canadá? Pero si a este tío le enviamos a un apeadero en Navalmoral de la Mata y deja de crecer la hierba..." Se cogió un rebote o globo del doce. Me dejó de hablar.

No volví a coincidir con él. Un año más tarde dejó de ser numerario: en una de esas actividades sociales hiperapostólicas con las que llenaba su agenda había conocido a una numeraria y, oye, lo que hace el roce: matrimonio de duberarios. Igual en la cena se sueltan pullas para no perder la forma...

Karel




Publicado el Wednesday, 28 June 2006



 
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