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 Tus escritos: Apuntes para una historia.- Itaca

010. Testimonios
Itaca :

Mis compañeros y mis profesores

Enviado por Itaca, 13 de febrero de 2006



En 1960 el Estudio General de Navarra tenía en Pamplona las facultades de Derecho (creo que fue la primera que se montó), Filosofía y Letras, Medicina y Periodismo, más la escuela de enfermeras. Al año siguiente montaron la rama de Artes Liberales, una corta carrera de tres años, no reconocida en los estudios españoles, dirigida especialmente a alumnos extranjeros. Corrían también por allí unos curas que estudiaban Derecho canónico, una docena o así, pero no sé a qué nivel.

Derecho y Filosofía estaban en el ya citado Museo de Navarra; Periodismo y los curas compartíamos las dos aulas y la biblioteca de la Cámara de Comptos, y Medicina y Enfermeras estaban instaladas en el Hospital Provincial de Pamplona y hacían sus prácticas en el llamado Pabellón F.



En total debíamos ser unos ciento y pico, no sé cuánto pico, pero seguro que no llegábamos a doscientos. Era un colegio más que una universidad, lo cual tenía sus ventajas –y sus inconvenientes-. Las ventajas, que más que catedráticos teníamos profesores particulares y un trato muy directo con ellos; al no haber masificación, los medios puestos a disposición de los alumnos eran más asequibles (recuerdo que Nuria, mi compañera de habitación, estudiante de Medicina, explicaba encantada que ¡tenía un muerto entero para ella sola! en las prácticas de Anatomía). Los inconvenientes, el ser un coto cerrado, sin contactos con otras universidades públicas, elitistamente marginados de los problemas o reivindicaciones que se planteaban ya en aquellos años en la universidad española, y la perduración en los alumnos de un cierto comportamiento infantil, no se sufría el –conveniente, a mi parecer- choque de pasar de una educación implantada (el colegio) a una educación asumida (la universidad).

La procedencia de los alumnos era muy diversa: en algunas facultades había una gran mayoría de navarros (muy patente en filosofía y letras) y vascos, en medicina muchos alumnos venían de otras partes de España y en Periodismo abundaban los extranjeros. Concretamente, en mi clase de Filosofía y Letras la práctica mayoría éramos mujeres, todas de Pamplona excepto dos de Bilbao, una de Logroño, una de Ceuta (de padres catalanes) y yo, catalana. El componente masculino estaba formado por un chico de Pamplona, otro de Cascante y cuatro numerarios del opus: “Pipe” Areta, Rafa Alvira, José Luis Moralejo y Ángel Martínez de Velasco. Completaban el elenco una monja y un escolapio. En cambio, Periodismo estaba copado por los hombres, miembros del Opus en su mayoría y muchos de ellos extranjeros. Creo que sólo éramos siete mujeres; de ellas, una numeraria ya mayor (Carmen Castillo) y una supernumeraria (Paquita Castilla). Recuerdo los nombres de Rosa Echevarría, Pepa Marzo, Marité Dolset y Yeyes Martín de Rosales. No eran del opus Iñaki Gabilondo, Joaquín Ibarz, un chico de Extremadura del que sólo recuerdo que se llamaba Carlos y un sacerdote secularizado que llegó a ser, años después, director de El Pensamiento Navarro. También era compañero nuestro un chico guineano encantador, Saturnino Ibongo, que se costeaba sus estudios trabajando en Correos; desgraciadamente, años después fue asesinado por Francisco Macías en una de sus siniestras purgas. Entre los del Opus estaba un mexicano, Juan Francisco López (creo que llegó a ser Consiliario de su país), dos colombianos, dos venezolanos (de uno de ellos, Abraham Mustafá, de familia libanesa, espero hablar más adelante), un portugués con un nombre interminable (Carlos Albano Mamedes Pontes de Sousa y no sé qué más), un alemán, un norteamericano... y un agregado, Roger Jiménez.

Todos los numerarios estaban en Aralar, haciendo el centro de estudios. Ramón Pí, Juan Kindelán, Juan Pablo Villanueva, Pedro Oriol Costa, Covadonga O’Shea, Guadalupe Ferchen, Paola Arnaldo, todos del opus, eran de un curso superior.

Había dos clases de numerarios: los que nosotras llamábamos “normales” (hablaban contigo en clase, incluso te prestaban apuntes) y los que miraban a través de ti, como si fueras transparente. En Filosofía, Rafa y Ángel eran “normales”, Pipe enrojecía hasta el púrpura si le dirigías la palabra y Moralejo era intragable, iba por el mundo de superdotado (ciertamente, sabía más griego y latín que nadie, cosa lógica porque su padre era catedrático de Griego en Santiago) y nos miraba a todos, mujeres y hombres no del opus, como si fuéramos miserables cucurachas sólo dignas de ser aplastadas con el pie: jamás nos hizo un favor, jamás habló con nosotros.

Los de Periodismo eran casi todos “normales”, excepto alguno: cuando ya estábamos en tercero, uno de los colombianos (creo que se llamaba Alberto Vázquez) vivía en Belagua, y yo en Goimendi. Cogíamos la villavesa (el autobús) a la salida de clases y bajábamos en la misma parada. Un día, al bajar, llovía a cántaros, pero a cántaros muy cántaros; él llevaba paraguas, yo no. Avanzó delante de mí y dejó que me remojara a conciencia, sin permitirme compartir el paraguas o, al menos, dejarme a mí el paraguas y mojarse él. Fuera de clase, yo no existía.

De los profesores recuerdo a Antonio Fontán, decano de Filosofía y de Periodismo; se le valoraba mucho y, realmente, se lo merecía: cuando en el segundo año de mis estudios en Pamplona cambiaron los horarios de Periodismo a la mañana, me encontré que me coincidían todas las clases. Fui a hablar con Fontán y él, con toda paciencia, me distribuyó los horarios: “vaya a esta clase, falte a ésta...”. Gracias a sus consejos pude seguir las dos carreras. Bastantes años después, con motivo de un viaje profesional a Madrid, lo ví en un bar, hacia la hora de comer: estaba solo y su cara y su actitud denotaban un derrumbamiento profundo: eran los momentos del cierre del diario Madrid. Estuve en un tris de acercarme a él, recordarle que había sido alumna suya y hacerle compañía, pero comprendí que era imposible.
Ángel Benito, más estirado que el palo de una escoba, era el director de Periodismo y su mano derecha era José Luis Martínez Albertos, expansivo, cordial, muy humano. Los dos formaban un buen equipo y eran excelentes profesores. Los dos dejaron el Opus.

Completaban el cuadro académico Francisco Gómez Antón, José Luis Comellas, Alberto de la Hera (apodado “de la Pera” porque te reías con él a mandíbula batiente), Anton Wurster (un croata que tuvo que huir de su país después de la guerra; murió de cáncer de hígado antes de acabar mi primer curso), Luka Brajnovic, también croata, los sacerdotes Ferràn Blasi (culpable de que me fuera al cine después de su clase de religión, porque era un rollo absoluto) y Víctor Reina, Willhemsen, un filósofo norteamericano que tenía la costumbre de intentar fumarse la tiza y escribir con el cigarrillo, Alfredo Floristán (también profesor en Filosofía) y un economista de Pamplona que se llamaba Reyero.

Bueno, ya seguiré con el rollo otro día. Un abrazo, Itaca

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Publicado el Monday, 13 February 2006



 
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