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 Correos: Andrés Trapiello cuenta una experiencia.- Ana Azanza

100. Aspectos sociológicos
Ana Azanza :

Queridos Orejas, he encontrado esta vivencia de un conocido escritor español que narra en uno de sus libros y quería compartir con vosotros. Me ha hecho sonreír, espero que os guste.
 
Ana Azanza
 

Del libro “Siete moderno”, Andrés Trapiello, editorial Pre.Textos, Valencia 2003, pp. 262-265.

 

Estella es un pueblo precioso, y debió de ser aún más bonito hace cuarenta o cincuenta años. Como todo.

Primero llegué a Pamplona, donde la comisión de festejos tenía en el programa una conferencia, que acabó echando uno en la Universidad de Pamplona, célebre por ser del Opus. Es la segunda vez que le llaman a uno. La primera fue hace cuatro o cinco años. Es gente muy amable, de maneras, a veces, un poco balagosas y escurridizas. No sabe uno si la unción es parte de aviesas tácticas de proselitismo o sencillamente efusiones naturales. En cualquier caso, le gustaría a uno un poco más de naturalidad y contención...



Los chicos y el profesor que le llevaron a uno a comer se mostraban atentísimos, de esos que mientras vas hablando, se vuelven de medio lado y si tú caminas de frente, ellos, para el agasajo, lo hacen de costado como cangrejos de playa o incluso se vuelven del todo y caminan de espaldas para que les tengas delante. Estaban todo el tiempo con una corrección ejemplar, aunque uno lo achaca, no sabe bien por qué, lo mismo que esa limpieza escrupulosa de sus personas, tan repulidas, a una represión que ha debido hacer estragos por dentro, y así, cuando se hablaba un poco de todo, le daban a uno ganas por hacer la obra de caridad, de arrimarles unas collejicas, por si se les caían de la cabeza como caspa las creencias y los remordimientos. Parecían tener todos ellos esa seguridad no ya de los que creen en Dios, sino de los que van a ir al cielo con un carguito y una buena localidad, en palco o platea.

Uno de los chicos, en realidad un hombre de treinta y un años, aunque su aspecto era el de eterno cadete que la hacía parecer todavía un monaguillo, estaba muy interesado en conocer la opinión de uno respecto de las posibilidades de publicar en España una biografía que lleva preparando desde hace cinco años sobre Julián Green, a quien ha consagrado igualmente otros cinco años y una tesis doctoral.

No sé por qué le pareció a uno que la otra vez que estuvo en Pamplona se había encontrado con otro alumno que había contado esas mismas cosas. Aseguró que él no había sido y se alarmó mucho pensando que acaso en España hubiera habido alguien que se le hubiera adelantado. Le calmé y le hice ver que con esas cosas ocurre lo que a veces con ciudades en las que no habíamos estado jamás y que, llegados a ellas, nos resultan tan familiares que acabamos creyendo que ya las conocíamos.

Íbamos paseando por Pamplona. Les había pedido uno si podían acompañarle a ver anticuarios y almonedistas de la localidad. También esto se le mezcló a uno en la cabeza, porque mientras entrábamos en aquellas tiendas, tenía la impresión de haber estado allí, si no en una vida anterior, al menos en el primer viaje, y que Parménides y Heráclito se habían puesto de acuerdo en todo. Entre anticuario y anticuario entramos en una iglesia. Al cruzar el pórtico hicieron una cosa que yo no había visto desde los tiempos del colegio. Se mojaron los dedos en la pila de agua bendita, se persignaron con piadoso recogimiento, un tantico afectado, e hicieron una genuflexión muy tiesecitos, sin doblar la espalda, como si, estando de pie, quisieran recoger del suelo una billetera ajena sin que se notara mucho. Creo que fue entonces cuando más se advertía que precisaban, como pocos, veinte duros de espabilas. Quizá se condujeran con uno de ese modo para dar testimonio de su fe ante un descreído empecatado, una pequeña lección que podía enunciarse de la siguiente manera: mira, uno ha leído los diarios de Green, partidario del pecado nefando, y ha leído también muchos otros, incluidos los tuyos, pero aquí me tienes, genuflexo ante el poder y la gloria de Nuestro Señor, con toda la humildad. Y eso hicieron, ponerse de rodillas, mientas yo miroteaba los altares, y musitar muy píos un padrenuestro. Uno comprende que alguien entre a rezar a una iglesia si va solo, ahora si va acompañado y de turista, en visita improvisada, toda esa puesta en escena discordante se la podían haber ahorrado. Cuando me vieron que volvía de retirada, se santiguaron con la misma mueca anudada, se pusieron de pie, volvieron a mojarse en la pila de agua bendita, volvieron al garabato pulido sobre la cara, a la genuflexión, y, hale, otra vez a la calle.

Yo estaba un poco irritado con toda aquella función de genuflexiones. Sospeché incluso que con la excusa de enseñarle la iglesia a uno, lo que habían querido hacer era un experimento. Quizá pensaban también que se iba a caer uno allí fulminado por la gracia divina, y que postrado de hinojos iba a juntar las manos, levantar la cabeza al Altísimo y reconocer al fin, ya levitado: ¡Creo!

Creo que fue en el paseo de Sarasate; le pregunté al de Green cómo es que hacía una biografía de alguien que era tan poco ortodoxo, por eso de que sin dejar de ser cristiano era homosexual. En realidad uno no dijo homosexual, sino “un poco sodomita”, y no tanto para faltarle al respeto a Green o por homofobia, como seguramente estará creyendo en este momento mi amigo X, sino por escandalizarle a él. Son de esas reacciones absurdas que tiene uno de vez en cuando como atavismo. Mi amigo X dice que se trata de brotes genuinos de homofobia, como de rabia. Yo le digo que no, pero quien sabe. Esas cosas salen por donde menos se espera. Quiero decir que le parecía a uno que sobre Green tenía derecho a ocuparse todo el mundo menos un tipo tan… no sé, que genuflexiona tan bien. El interpelado, he de confesar, reaccionó muy bien, y le dio a uno una lección de elegancia, como se llevara esperando por esa pregunta otros cinco años también.

La abordó como un teólogo, o mejor, como un entomólogo que ha de enfrentarse con un individuo de una especie rara. Por un lado parecía ese teólogo que trata de explicarnos desde un punto de vista científico la virginidad de María, antes de la concepción, durante la concepción y después del parto, o más bien, el papel de san José en todo eso y, por otro, el científico que trata de estudiar un caso de hermafroditismo atípico en una lombriz de tierra.

Pero cuanto más encantadores estaban ellos y más correctos, más ordinario y grosero iba poniéndose uno, furioso de tener que hablar de esos asuntos. ¿Y  por qué no se hablara de otras cosas? Me decía también ¿por qué no seré lo bastante rico como para no tener que venir ya nunca más a estos sitios? ¿Por qué tendrá uno que ganarse la vida de una manera tan cruel, mientras todo el mundo se cree con derecho a desbarbarle el alma de virutas que jamás recuperaremos?

Por suerte, a la salida de la conferencia estaba esperando un taxi, para llevarle a uno a Estella, gran pueblo. Y todo lo mortificante que fue Pamplona, resultó grato y admirable Estella…


Publicado el Sunday, 17 July 2005



 
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