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 Correos: La reforma del Opus Dei (IV).- José Carlos

070. Costumbres y Praxis
Jose_Carlos :

 

4. La Carta de Derechos

 

En algo coincidimos los que se declaran enemigos acérrimos de la Obra, los que querrían verla suprimida o encerrada, los ex-miembros que agradeciendo todo lo bueno recibido reconocemos la necesidad de reforma, los defensores a ultranza del Opus Dei, y sus mismos dirigentes: los miembros de la Prelatura – y esto incluye a los Directores – no son perfectos, cometen errores, y eso puede causar daño a las personas a su cargo.  Recogiendo una respuesta de un blog de internet favorable a la Obra que no me atrevo a citar,

 

El Opus Dei y sus miembros no son infalibles, ni lo serán nunca. Hay errores, lógicamente, en sus vidas… Con respecto a los testimonios en contra del Opus Dei, diré que no todos esos testimonios son "en contra del Opus Dei". En algunos casos, son testimonios en contra del tal o cual persona del Opus Dei, que tuvo una actuación desafortunada.

 

En el capítulo anterior hablé de la necesidad de estudiar rigurosamente qué criterios variables se han ido institucionalizando pero no responden al auténtico mensaje fundacional que nos inspiró en su día.  Hoy quiero abordar el hecho incontrovertible de las cuestionables decisiones puntuales de directores particulares, que tan serias desgracias y tan profundas heridas pueden ocasionar.  ¿Cómo evitarlas?...



En 1789, apenas iniciada la Revolución Francesa, en este lado del Atlántico tomaba cuerpo escrito una de las más grandiosos y duraderos experimentos democráticos.  La redacción de la Constitución de los Estados Unidos de América suponía el triunfo de una sabia filosofía de balances, en la que los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), las tensiones entre el gobierno central y el local, y las rivalidades entre estados grandes y pequeños se resolvían en un sistema que ha producido uno de los modelos políticos más estables de la historia (perdonad el patriotismo).

 

Pues bien, en todo ese proceso los arquitectos de nuestra Constitución intuyeron – en parte debido a la procedencia de la mayoría de los inmigrantes a estas tierras – que había que salvaguardar los derechos del individuo: que a pesar de la democracia popular y los justos balances logrados, la mayoría podía terminar imponiendo su tiranía; y que los seres humanos derivamos nuestros derechos no de las instituciones del estado, sino de nuestra misma naturaleza y dignidad que lo trascienden.  Así surgieron una serie de enmiendas destinadas a proteger al ciudadano individual, impulsadas por Thomas Jefferson, en lo que ahora llamamos “la Carta de Derechos” (Bill of Rights).

 

Cuando uno entra en el Opus Dei, tarde o temprano termina oyendo esa frase bonita del Fundador: “nuestro único derecho es no tener ningún derecho.”  Y al muchacho idealista y generoso le remueve, porque a fin de cuentas uno quiere entregarse a Dios totalmente, abnegándose en su servicio.  Pero esto, que sería estupendo si fuera Jesucristo mismo el que tomara todas las decisiones que nos afectan, puede ser extremadamente problemático cuando son falibles seres humanos los que invocan su autoridad.

 

En el contrato que formulamos con la Prelatura sí que se especifican más derechos que la total ausencia reflejada en esa frase de San Josemaría: se nos dice que la Prelatura se obliga a proporcionarnos toda la formación necesaria para la consecución de los fines de nuestra vocación: nuestro único derecho es el ser formados.

 

Creo que en los Estatutos, parafraseados en partes del Catecismo interno del Opus Dei, se recuentan tersamente los derechos que mantienen los miembros en cuanto a la dispensa de sus compromisos: pero en la docena y media de cursos anuales a los que asistí no recuerdo que se hiciera hincapié en esos capítulos, y la vaga idea que conservo se debe a mi lectura personal por mi propia cuenta.

 

En resumen: que pocos – y poco conocidos por los mismos interesados – parecen ser los derechos positivos que se reconocen a los miembros del Opus Dei.  Yo no los habría sabido enumerar, abandonado confiadamente en manos de los directores en tantas facetas de mi vida.  Y a pesar de las mejores intenciones, de la más acendrada prudencia, de toda la visión sobrenatural del mundo, en la Obra como en la Iglesia se pueden cometer errores.  Errores que mutilen a una persona para siempre, que socaven su misma fe, que lesionen su relación con Dios: algo tremendo.  Por eso, me parece fundamental erigir una serie de salvaguardas que garanticen los derechos de los miembros, para que éstos nunca puedan ser avasallados, aunque sea sin querer. 

 

La colegialidad del gobierno no me parece suficiente: no es difícil imaginarse cómo tres personas que viven en un centro pueden llegar a la misma conclusión sobre un individuo, sobre todo si una de ellas mantiene cierto ascendiente sobre el resto del consejo local por su experiencia, conocimiento de la situación, edad o carácter.  El que haya varios niveles de gobierno tampoco, porque con frecuencia la información que llega a instancias superiores viene filtrada por el prisma del gobierno local.  En este sentido, comparto las dudas mencionadas por otros en estas páginas, sobre si realmente es prudente consolidar la dirección espiritual de las almas y el gobierno institucional en una misma persona.

 

Por todo ello, un componente esencial del proyecto de reforma que propuse en mi anterior entrega, ha de ser una nueva “Carta de Derechos”: en la que se codifique con meridiana claridad a qué tienen opción todos los miembros de la Prelatura, por su propia dignidad como personas.  Que nunca se dejen esos derechos inviolables al arbitrio de otros, pues su juicio puede ser fallido.  Que se articulen llanamente los procedimientos de recurso.  Y esa Carta de Derechos sería explicada con todo detalle durante la formación inicial – antes de ninguna incorporación jurídica –, y comentada en todas las convivencias de directores.

 

¿Es realmente necesario explicitar una serie de disposiciones tan elementales?

 

Ejemplo: No me parece justo, ni caritativo, ni cristiano, ni conducente a la verdadera libertad, que una persona que ha dejado lo mejor de su vida en una institución, que por ello haya sacrificado trabajo y bienes, quizá dedicándose a labores internas o a desgastarse en una obra corporativa; por ver un día en conciencia que su camino vital le lleva a separarse, además del trauma que supone reorientar su proyecto existencial, se quede de la noche a la mañana expuesto, sin vivienda, empleo, relaciones afectivas y garantías sociales, con poco más que un adiós quasi in occulto y el consuelo de saber que se le encomienda.  Y ya no digamos la terrible sospecha de que sus propios familiares, miembros o allegados a la Obra y de cuya acogida depende su propia estabilidad emocional, puedan considerarlo un fracaso.  Ni aunque fuera la excepción: eso nunca jamás, en ninguna parte de la tierra, ni una sola vez, debería suceder.

 

Gracias a Dios, no fue mi caso.  Querría de todo corazón que no fuera el de ninguno de vosotros y vosotras.

 

Un abrazo, 

José Carlos




Publicado el Sunday, 17 April 2005



 
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