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 Correos: Si yo fuera Satur.- Kaiser

100. Aspectos sociológicos
Kaiser :

Querido Satur:

De mayor quiero ser como tú. Punto.

Queridos todos: 

¡Ay, si yo fuera Satur! La de cosas que contaría. Dice que no tiene nada más que decir y yo creo que no, que si se le ha acabado el repertorio le alimentemos como a una vaca sagrada con nuestras vivencias u ocurrencias, las digiera y nos las devuelva aquí en su inconfundible e insuperable estilo.  Concretamente, la anécdota de Torreciudad aquella del "¡ni paz ni pollas!" es que me parece sencillamente sublime. Semanas enteras estuve riéndome con ella. Me la repetía a solas en voz alta. La reproducía una y otra vez en mi tarado cerebro en presencia de otros que se quedaban estupefactos a medida que la expresión de mi rostro iba sufriendo la transformación progresiva que la vivencia interior reclamaba.  Toda una terapia, sí señor. Desmitificadora. Reparadora. Salvífica. Uno se veía allá en aquellos años en que Torreciudad era poco más que un sueño. Apenas un proyecto inacabado. Trufado de inconvenientes. Más que utópico, ucrónico diría yo. Porque yo viví allí también un curso anual, queridos. En El Grado. Tomad nota, Bastián, Hércules y compañía, que allí también estuve. Haciendo patria frente a los de Secastilla en el secarral arado, tras un balón mimético y cobarde como una liebre, sorteando canillazos brutales con el ojo puesto en los garrotes de la concurrencia del otro lado de la cal. Y, más tarde, con la anochecida, trasegando el vino y los chorizos espartanos y sonriendo, uno que era abstemio y frugal por entonces, no por cortesía, sino porque se le subía a uno todo con sólo olerlo, pero uno era muy macho y no un chico fino de ciudad. Que un numerario es lo que haga falta allá donde haga falta. Y a los mozos de Secastilla había que dejarlos como señoritas de Aviñón a nuestro lado. Pues decía que conocí Torreciudad cuando era sólo misterio y todo misterio.  Tertulia hubo con el escultor que habló de las dificultades de encajar la dimensión sobrenatural de aquella obra en la mezquina  y cicatera dimensión terrena de las cosas. Que no le cabía, vaya, en la nave donde la estaba esculpiendo. Y que no veía la forma de transportarla desde su sede hasta aquel lugar. Pasados los años he vuelto donde solía. Y me he llenado de la paz del lugar por los alrededores y he vuelto a vivir el recogimiento espeso en la penumbra del templo. La solemnidad de todo aquello, el valor divino de lo humano, la trascendencia de todo ser alcanza allí su punto álgido. Se toca. Pónganse todos en situación. Misa concelebrada. Olor a incienso. Máxima concentración. Instante sublime, el de la paz. El de la comunión física con el otro. "Daos fraternalmente la paz". Despiertas, sales de tu ensimismamiento, miras a un lado, acechas su gesto en la confianza de que bastará un simple ademán, un leve cabeceo. Te preparas por si te extienden la mano. Todo es silencio, salvo el inevitable y cálido fragor de la masa corpórea que se agita levemente en las bancadas. Y, de repente, se hace la luz, la voz lo dice alto y claro: ¡ni paz ni pollas! Oye, que aquí no nos andamos con chiquitas, majo. Déjate de mariconadas. Esto es lo que hay. En el Opus: ni paz ni pollas. En otro tiempo se diría que al celebrante se le había caido la careta. Ahora era un micro la vía de expresión del subconsciente al mundo externo. Todo un capítulo inapreciable para otra "Psicopatología de la vida cotidiana". de S. Freud. Y Satur lo deja pequeño.

Si yo fuera Satur, decía, contaría lo de aquel adscrito imberbe que en tertulia inesperada con el director de la residencia y cuatro adscritos más, prevista inicialmente para compartir con prosélitos que no acudieron a la meditación del sábado, se llenó de balón en vista de que el tema improvisado giró acerca de cómo pitó cada cual y, cuando le llegó el turno espetó: "pues yo pité de penalty". Inútil decir que se acabó la monotonía. Unos por el suelo, otros pateaban resueltamente el piso. Otros pasmados de ver a los más mayores por una vez como si efectivamente estuvieran divertidos. Quien, reía a mandíbula batiente. Quien, lloraba sin compasión del prójimo. El pobre adscrito no entendía nada. ¿Que había sido de la armonía, la discreción en el tono, el trato afable y distendido propio de sus hermanos? ¿Eran cosas de otro planeta? ¿Dónde estaba el error? Su expresión de estupor no habría sido mayor si la habitación se la hubiera tragado la tierra. Iba a explicar que le cazaron por el fútbol... Pero nadie prestaba ya atención. El director se incorporó del parquet, se sentó con la compostura y la ropa que fue capaz de reunir, con el faldón de camisa fuera y la barriga asomando bajo el suéter, y dió por concluida la tertulia.

Contaría la que lió en el oratorio de Aralar, el del corredor de las cristaleras, aquel joven numerario en una tarde plomiza de verano, tras una larga tertulia que obligó a retrasar el horario, juntando la merienda con la media hora de oración, que unos hacían peripatética por el jardín y otros sedentaria, y en la que  era costumbre concentrarse todos allá y terminarla en familia con la acción de gracias. Cuando hay más de uno, como es sabido, la oración la hace el de mayor rango o, en su defecto, el mayor en Casa. Sucedió que el oratorio fue llenándose paulatinamente de gente. que iba tomando asiento en silencio, previas las oportunas genuflexiones y saludos al sagrario. Llegado el momento, el director se arrodilla, secundándole todos, salvo uno que ya se había arrodillado al llegar y permanecía así, sin sentarse, estimando que por el poco tiempo que mediaba hasta el final, no merecía la pena cambiar de postura, o por mantener una mayor concentración o, vaya usted a saber. El caso es que el director estaba a su lado y éste no se apercibió de ello. Se limitó a darse por enterado de que la oración había llegado a su fin a juzgar por el sonido de los cuerpos en movimiento hacia los reclinatorios. aguardó a oir la voz del director. Pero se hizo un largo silencio.  La cosa se prolongaba. El hambre arreciaba ya. Notó una presión  en el brazo. Era el director, que le había indicado que rezara él, pero no se enteró. La presión se repitió acompañada de un "acaba tú". Sorprendido, acertó a balbucear: "te damos gracias Señor, por los alimentos que acabamos de recibir"... Huelga cualquier comentario. En lugar de "Te damos gracias, Señor, por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que..." Le salió la llamada de la selva.  

Un abrazo a todos.

Kaiser.




Publicado el Sunday, 27 February 2005



 
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