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 Tus escritos: Del apóstol y el bañador (Cap.4 de 'Entre el camello...).- Epi

010. Testimonios
Epi :


4. Del apóstol y el bañador

(Cap.4 de 'Entre el camello y el león')
Enviado por Epi el 11-08-2004

El apostolado era harina de otro costal. En verdad, en verdad os digo que era una de las prendas que peor me sentaban. De adscrito lo pasé canutas con ese asunto, sobre todo en los dos años que sufrí de estudiante en un colegio de fomento. Allí los alumnos antiopusinos eran legión y me hacían la vida imposible, con violencia verbal y física o estampándome en los ojos revistas donde algunos hijos de Dios realizaban el acto conyugal...

Todo el afán del director de mi centro era que no se me arrugara el ombligo y lo que rima con badajo, enseñándome a dar puñetazos en la nariz. "La sangre les asusta mucho y te dejarán tranquilo". Pero a mí me iba el rollo de Let's the sun shine. Mi charlista, un universitario que no tenía que vérselas con niñatos de puño fácil, se tomaba a chacota el suplicio que para mí suponía ser el blanco de los antiopusinos. "Vencer los respetos humanos" era una coletilla habitual en él. Y para que los venciera (supongo), me envió en cierta ocasión a casa de un chico cuya existencia yo desconocía hasta el momento, para invitarlo, qué díver, a un curso de retiro. El muchacho, muy formalito, soportó con paciencia mi perorata y como quien no quiere la cosa, llamó a su padre para pedirle permiso. El padre, un tiarrón engominado, sin mirarme a los ojos, le dijo a su amantísimo hijo: "Ya sabes: primero la obligación y luego la devoción" o algo parecido, mientras su vástago me miraba triunfante. Y yo allí como un pasmarote haciendo el panoli y comprendiendo que me invitaban a salir de su casa. Si con esta terapia de choque no superas los respetos humanos, eres pariente de ET.

¡Oh feliz adolescencia!

Por eso, cuando me visitan los testiguillos de Jehová, me gusta polemizar y llevar la conversación al terreno de la libertad. Les digo que, tan jovencitos y con espinillas, no tienen por qué ir enchaquetados de puerta en puerta a fastidiarse y a fastidiar a los cristianos los polvos del domingo por la mañana; que actúan con soberbia si, después de que les dan con la puerta en las narices, se limpian el polvo de sus sandalias; que no es ningún pecado asistir a romerías y celebrar navidades; que ser testiguillo no es mejor que no serlo; que Cristo nos quería felices, no jodidos; que el hombre no está hecho para el sábado, sino para el sabadete… En fin. Ni me entienden.

Volviendo a lo mío, mis posibilidades reales de ejercer el tan cacareado proselitismo eran tan limitadas, que mediaba un abismo entre la realidad y el deseo de incendiar los caminos de la tierra, a no ser, claro está, que me hiciera testiguillo de Jehová. Si incendiar los caminos se traducía en invitar a fulanito a la meditación, es normal que nunca me entusiasmase el panorama.

Los demás no debían de ser mucho más eficaces que yo porque pocas veces presencié un lleno en una labor apostólica, como no fuese una excursión chachi piruli a los Pirineos (id est, Turris Civitatis) o a Sierra Nevada a chorrearnos por la nieve con refinadísimas bolsas de plástico. "Por sus frutos los conoceréis", resonaba en mí una voz de ultratumba. Pero luego, recordando lo de la comunión de los santos y la teoría de que en la Iglesia somos todos como vasos comunicantes, salvaba la bondad de esas labores apostólicas imaginándome yo por mal apóstol como el escape de esos vasos. Por culpa mía hacían pipí por algún sitio.

Lamentables eran las catequesis en la parroquia de mi barrio. Comprometidos con el párroco, entre tres numeraritos tuvimos que dar catequesis a chorrocientos niños cada semana porque sólo encontramos a amigo y medio que colaborase. Tuvimos que pedir ayuda a una santa varona medio monja. Y, claro, en el centro, dale que dale, toma que toma, con llegar a más gente. Y el caso es que esforzarnos nos esforzábamos. Pero en Málaga lo que mola es la vida muelle, la playa, los espetos de sardinas, y no dar catequesis a niños de un barrio proletario. Aunque aquella labor que hacíamos era encomiable, la única entusiasmada con ella era la santa varona, la única que lo hacía sin obedecer órdenes de nadie, sólo porque le salía del corazón.

En el centro de estudios tampoco hubo los llenazos apostólicos que los de delegación tenían siempre en sus bocas incendiarias, pero, claro, con ochenta bulliciosos numerarios, se notaba menos. En fin, este desfase atroz entre las exigencias de la Obra y mis verdaderos frutos era desalentador.

El perfil de chico majo que puede ir a medios de formación no abundaba tanto. En mi fácul los pocos mirlos blancos nos lo disputábamos mi compañero numerario de estudios y yo para sendas listas. El que tenía buen corazón no tenía buena cabeza; el que tenía buena cabeza no tenía buen corazón; el que tenía buen corazón y buena cabeza, hacía con la cabeza de abajo cosas que a la Iglesia le da por condenar. Una vez pillé a uno por banda en un pasillo de la facultad y lo invité a una meditación y me dijo por toda respuesta: "Me voy a estudiar". Y desde entonces ni me saludó. Así que en la facultad yo era un bicho raro que no hablaba con el noventa por ciento de la clase para que no se me desmandaran las cabezas; y en el otro diez por ciento, o sea, en los varones, sólo había una decena que soportasen con estoicismo mis invitaciones. Por eso los amigos que llevé al colegio mayor eran casi todos extranjeros incautos y algunos otros que conocí en otros ambientes.

Chicos ligados a otros grupos religiosos conocí bastantes. Ponían miles de amables excusas para no venir al colegio mayor conmigo. Los recuerdo encantadores, más naturales que yo, se emborrachaban si encartaba, buscaban o tenían novia y no tenían horarios estrictos ni daban la vara hablando de su grupo religioso a diestro y siniestro ni me decían la tontada esa de guardar la vista en la playa, pero si les preguntabas, te respondían, con la naturalidad que a mí me faltaba, que hablaban con Dios y que lo llevaban en el corazón, íntimamente. Uno de ellos era novicio y como era bastante atractivo y debía dar bastante morbo, estaba todo el día rodeado de niñas. Yo, qué cerril, en vez de imitarlo, pensaba de él que no vivía bien su celibato. Lo que hace la envidia… En fin, estos chicos tan discretamente cristianos un buen día te sorprendían yéndose a las misiones. Yo, sin embargo, tan agobiantemente cristiano, un buen día, los sorprendí a todos dejando de pronto de hablar de Dios.

Mi charlista era un pesado de tomo y lomo que, dos o tres veces al día (y me quedo corto), me acorralaba en las esquinas con mi lista de amigos en su agenda. Yo veía tal desfase entre sus pretensiones apostólicas y la realidad de mis amigos, que me echaba a temblar cada vez que lo veía. Pero él daba la tabarra, como la vieja al juez inicuo. ¿Por qué no vas a ver a menganito y lo invitas a este curso de retiro? Es que menganito vive en Marchena (a bastantes quilómetros de Sevilla). Pues llámalo. Es que no tiene teléfono. Pues coge el tren y hoy mismo se lo dices. Total, que, por no oírlo más, allá iba yo, como un alma en pena, a un pueblo desconocido a removerle el alma a un chico que, más que un amigo, era un nombre en mi agenda. Las caras que ponían estos chicos y su familia al verme aparecer sin permiso en su pueblo o en su lugar de veraneo a hablarles de retiro y de confesión y de guardar la vista en la playa y de no tocarse la minga más que para mear, eran para ser fotografiadas por Satur. Después de esto, algunas amistades se resentían o te dejaban claro que amigos sí, pero que el Opus a mil quilómetros. Sé que otros numerarios se lo montaban mejor, lo hacían con más desenfado y soltura, pero no era mi caso desde luego.

Yo por entonces daba clases particulares a un bachiller para sacarme unas perras. Este chico era muy buena persona e impresionaba de lo educado y guapetón que era. Según un subdirector, era tan buenapinta, mirliblanco y majete, que me dijo que, a pesar de no ser bachiller, lo invitara al Univ. El chico se entusiasmó con la idea. Pocos días antes de la partida, este subdirector, que lo organizaba todo, no me dejó ir, sin darme ninguna explicación. Supongo que se debía a mis problemas económicos, que, sin embargo, no impidieron que me dejara ir el año anterior. Mi amigo se presentó, pues, al autobús con sus maletas, pero se negó a subir al enterarse de que yo no iba. El autobús repleto miraba estupefacto cómo el subdirector trataba en vano de convencerlo. Yo consideré el hecho un homenaje a mi amistad; o tal vez el chico presentía que sin mí, que era menos cañero que otros en eso del apostolado, se iba a encontrar más indefenso. Para colmo, tuve que decirle a este chico que era yo quien había decidido en el último momento no ir, porque en la Obra las órdenes de los directores tienen que presentarse como decisiones propias. Lo malo es que no eran propias, sino que yo intentaba convencerme de que lo eran, y, claro, se me revolvían las tripas mientras mentía como un bellaco.

Pero a mí lo que se me daba muy bien era invitar a mis amigos a comer conmigo en la piscina. Luego era un auténtico problema explicarles qué hacían treinta tíos salmodiando y paseando por el jardín. Es que están rezando el rosario, explicaba yo como podía, mientras nosotros hacíamos el bestia en la piscina. En dos de estas ocasiones, mi charlista me dijo que les hiciera una corrección fraterna a mis amigos por sus bañadores ajustados. A mí esto de decirle a un chico que marcar el paquete era una falta contra el pudor, me hacía sudar sangre, sobre todo porque así era la moda de los bañadores por entonces y ellos los llevaban inocentemente, se los compraban sus madres. El que no era inocente era yo. Además, ¿qué amigos hay en el mundo que se digan por ejemplo: "Te voy a comentar una cosilla. He observado que miras a las niñas babeando y dándome codazos. Debes cuidar la vista…"? Con mi experiencia actual, sé que los amigos no se corrigen unos a otros esos gustazos: los comparten. Pero, en fin, menos mal que, en mi sabiduría, opté por no usar con este amigo mío la fórmula introductoria de la corrección fraterna y, supongo que saqué el tema de la moda veraniega como quien no quiere la cosa y, como es materia más pegajosa que la pez, acabé hablando de bikinis. La imagen de los bikinis debió de estropearme los silogismos que tenía preparados y acaso me hice un lío. El caso es que terminé con la siguiente sentencia: "Llevar bikini es de furcias" (bueno, usé otra palabra, porque "in illis diebus" se le había pegado a mi antes tan casto vocabulario la santa desvergüenza). Pero, quién lo iba a pensar, resulta que la cuñada de este amigo mío, a la cual él quería como a su hermana, usaba bikini y si yo insistía en llamarla furcia, él me partía la boca allí mismo. El caso es que este chico, (un buenazo, entre otras cosas, porque me soportaba), se presentó otro día con un bañador modelo cartujo que le cubría hasta las rodillas, para que yo pudiera guardar la vista. La verdad es que eso era una prueba de amistad.

Y a propósito de bañadores, en una convivencia varios numerarios aficionados a la fotografía nos hicieron fotos en la piscina y, cuando las revelaron, se las repartieron a todos, menos a mí. Al parecer la foto era indigna: parecía que yo estaba en pelota picada y la postura en que me habían pillado contribuía a ello enormemente. No hubo manera de conseguir también yo mi foto. La orden venía de arriba. Así que mi mal rollo con los bañadores es de órdago. Dos bañadores de nadador que me han regalado duermen el descanso de los justos en mi armario. Por cierto, si vierais mi armario...

Pero, en fin, volviendo a mis proezas apostólicas, contaré que, al empezar el curso, mi buen compañero el filólogo y yo decidimos organizar una conferencia en el colegio para atraer a gente de nuestra facultad. Bueno, sobre todo la organizó él; yo lo seguía como un comparsa. El subdirector nos regañó por el título, que echaba atrás al más forofo. "Concepto y función de la filología". Lo malo es que las invitaciones ya estaban impresas y que disertaba, ni más ni menos, ¡el mismísimo catedrático de indoeuropeo!, toda una celebridad. El título atrajo nada más que a dos o tres incautos y hubo que rellenar la sala con varios numerarios de Económicas; estos, para darme ánimos, me preguntaban si la conferencia iba a ser en indoeuropeo. El pobre catedrático disertó con brillantez de tema tan ameno ante aquel público escaso e incapaz de entenderlo y cuando llegó el turno de preguntas, yo me quería morir. ¿Cuándo empieza el plazo de matriculación? ¿Hay becas para irse a estudiar a un país extranjero? El catedrático nos respondía con toda cortesía que de tales cuestiones se encargaba la secretaría de la fácul; y en busca de preguntas más pertinentes, empezó a indagar en otros chicos. Oyó con estupor respuestas como esta: "Bueno, yo soy de Económicas, pero me interesan mucho el concepto y la función de la Filología".

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Publicado el Wednesday, 11 August 2004



 
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