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 Tus escritos: Me acojonaba oír hablar de perseverancia (Cap.8 de 'Entre el camello...).- Epi

010. Testimonios
Epi :


8. De cómo me acojonaba oír hablar de perseverancia

(Cap.8 de 'Entre el camello y el león')
Enviado por Epi el 11-08-2004


Entre tantas indigestiones y prendas incómodas, pero aún con el firme convencimiento y el orgullo de que la Obra era mi madre guapa, yo oía en el centro de estudios la palabra perseverancia y me preguntaba taquicárdico: ¿Perseveraré hasta el final? Esta solemnísima pregunta venía acompañada de un séquito (por no decir diarrea) de deseos y, sobre todo, temores. Y, al final de deseos y temores, siempre la misma conclusión...

En cuanto a los deseos, yo más o menos tenía barruntos, y qué barruntos, de la cantidad de cosas a las que estaba renunciando (sobre todo las barruntaba por la literatura y la imaginación, porque antes de los catorce y medio había vivido bien poco). Y esas cosas prohibidas iban creciendo y rizándose junto con los pelos del pecho; y cuanto más me negaba a ellas, más las deseaba. Para recochineo, eran lícitas para todos menos para un numerario (no vayáis a pensar; al principio yo sólo deseaba cosas como tumbarme de noche bajo un árbol y canturrear despreocupado; en otras cosas no pensaba, porque eran más pegajosas que la pez).

Luego, para enfriarme los deseos, venían los miedos: el miedo a Pepe Botero, oséase, Satanasa (la puñetera me sigue acojonando), al justo castigo divino (me imaginaba, por ejemplo, ahogándome en una playa nudista; mis hermanos numerarios, al verme muerto y con la barriga hinchada en un recorte de prensa, si es que no lo habían censurado, dirían: "Es lo que tiene ser ex". Y de nada servirían sus plegarias por mi alma condenada), a decepcionar a mi familia (como esos seminaristas de carrera eclesiástica prometedora que se convierten en un baldón para la familia porque preñan a la sirvienta), a arrepentirme de la claudicación y no poder volver a la Obra y ser olvidado por ella (yo iría por la calle vestido ya con pantalones vaqueros y con pendiente y los coleguitas con los que ahora me reía fingirían no verme por la calle, como yo hacía por entonces con algunos ex, porque ¿qué les vas a decir?: ¿Por esto te has salido, so salido? ¿Para ponerte unos vaqueros y un pendiente de mariconazo?), a perder el norte (por ejemplo, dándome al porro o a la coca) y convertirme en un desgraciado que no encontraría jamás una mujer ni un buen trabajo; miedo a perder, en fin, la seguridad que la Obra me proporcionaba, la seguridad del perro doméstico que sólo sale fuera a cazar bajo las órdenes de los cazadores.

Había también otro miedo difícil de describir: el pánico a convertirme en un ex. A los ex me los imaginaba resentidos, marcados como Caín con una señal, amargados, buscando el placer sin conseguirlo, pues no habían sido capaces de seguir la estrella, habían renegado de lo más santo… no logro explicar qué sentía yo al pensar en ellos. A veces también un poco de envidia. Eran como los Judas de las películas, que, antes de ahorcarse, aparecen en la oscuridad retorciéndose las manos de puro remordimiento. En mi imaginario tenían un rictus de desengaño y malicia, incapaces de creer ya en las buenas intenciones y deseando encontrarse con uno de la Obra para verter sobre él su bilis y hacerle la zancadilla en el camino. Contribuía a esa imagen el silencio extremo que se guardaba al respecto en la Obra. Ese silencio sólo se rompía para hablar de perseverancia y asustarnos con lo del rejalgar y el acíbar, que con tanto ingenio describe Satur. Por eso, mi aún inconfesado deseo de largarme me acojonaba (perdonad que use otro taco, pero es que esa es la palabra exacta). Ya me veía como un ángel caído alzando el puño contra el cielo, mientras mis actuales hermanos, con sus espadas flamígeras y el rostro sereno, me contemplaban desde arriba con la misma cara que el Cristo imberbe de la Capilla Sixtina, con una solemne mano alzada en gesto de rechazo. Y, de hecho, mi salida algo tuvo de eso y fue traumática.

Además, siendo yo un tierno adscrito, quedé marcado por dos experiencias que me produjeron un terror irracional a ingresar alguna vez en el informe pelotón de los ángeles caídos, esa raza tenebrosa y oscura de hombres malditos y venidos a menos que eran los ex. La primera experiencia fue con un director que vino provisionalmente, no sé por qué, a mi centro de adscritos a sustituir a todos los jefes y subjefes. Lo recuerdo sentado en dirección, en mal plan, riéndose en mi presencia de la mierda de centro que le había tocado, de la caca de labor que allí se hacía, y de la hez que era el director al que tenía que sustituir. Demasiado incomprensible para un quinceañero. Años más tarde me enteré de que este numerario había despitado por aquella época. La segunda experiencia fue aún peor. Había en mi centro de adscritos un residente que era el más simpático y marchoso y por el que más gente pitaba. Un buen día desapareció y algún adscrito me comentó que no sé quién lo había visto en discotecas. La versión que me dio el director fue más espiritual. El caso es que un día me lo encontré en la calle y se paró a saludarme. No fue tan amable como yo lo conocía. Me debió de notar nervioso y tenso y se ensañó conmigo, se rió de verme tan adscritito. Entre los ex habemos de todo; unos semos asín y otros semos asá.

Ver a un ex por la calle me ponía nerviosito perdido. Era una sensación extraña de explicar. Si iba acompañado de una muchacha en su moto, mientras yo iba a una moraga célibe (en Málaga una moraga consiste en pasar la noche en la playa comiendo, riéndote y bañándote), sentía no sé qué terror y atracción. Si no iba acompañado de mujeres o no había cambiado aún su vestimenta, era en apariencia el mismo de antes, pero en realidad no era el mismo. Ahora, tan mediatizados como estábamos por la Obra, no teníamos nada de qué hablar. Era una situación violenta que yo evitaba dependiendo de los casos. Me sorprendía que estuvieran en la calle, ahí tan panchos y tan normales, tan aparentemente felices. Así que no me enfado demasiado cuando algún nume me esquiva por la calle. También se daba el caso de que eran los ex los que evitaban saludar y encontrarse. Yo, de ex, lo he hecho, incluso con otros ex con los que he coincidido en algunas circunstancias. Hay un exceso de prevención entre dos ex. El uno no sabe cómo salió el otro ni qué piensa de la Obra, si se fue con conciencia de traidor o si la sigue frecuentando. Todo esto es normal. La Obra marca mucho.

En fin, que, como decía, acuciado de todos esos miedos y deseos que, por irracionales nunca hasta hoy había analizado, terminaba siempre implorando a Dios las fuerzas de las que yo andaba escasito para esa vocación a la que creía sentirme llamado.

Dos años y medio tardé, los que aguanté en el centro de estudios, en descabezar esos miedos, esa hidra policéfala. Era como si entre la Obra y el resto del mundo hubiese una línea roja y hacía falta valor o desesperación para traspasarla. A un lado, la seguridad; al otro, la oscura y ansiada libertad. Sólo tuve agallas para ello cuando me percaté de que no me hacía tilín la sustancia de la Obra, sino sólo los accidentes o, como he leído en algún escrito, lo periférico: los coleguitas, el nocturneo, las convivencias, el bullicio del centro de estudios, los cumples, los lugares que visitaba, el sentirme importante en las agendas y en las medias horas de oración de los directores…, accidentes que no me podían retener para siempre ni se iban a mantener cuando me enviasen con ciertas responsabilidades a un centro con menos gente, donde estaría obligado a sentar la cabeza. En concreto, imaginarme en centros de san Gabriel me bajaba la tensión; en cuanto a los centros de san Rafael, guardaba yo muy mal recuerdo de mi época de bachiller en mi centro de san Rafael: el director y mi charlista estaban más preocupados por formarme y exigirme que por ganarse mi afecto. Yo esperaba secretamente escapar de todo eso haciendo la labor en un país extranjero, para que mis hazañas circulasen luego de anécdota en anécdota, u ordenándome sacerdote, para no tener que ir en busca de la gente. Hasta me echaron los Reyes Magos un método de finlandés, que me desalentó a la primera página.

En el segundo año del centro de estudios, las charlas sobre la perseverancia aumentaron. Supongo que, como yo, había otros que tenían dudas. Don Aristocréitor era especialmente machacón con ese tema. En una meditación o en varias que en mi memoria son una sola, nos habló de no sé qué numerario que se fugó de su centro para no entregar el coche que sus papás, con diabólicas intenciones, le acababan de regalar. Y esa misma tarde tuvo un accidente y murió en el coche que no había tenido la generosidad de entregar. A continuación nos ilustró, con ejemplos, acerca del poco gusto que tenían los ex para elegir mujeres, se conformaban con lo primero que pillaban con tal de remediar la sensualidad de la carne y luego la vida del matrimonio los desencantaba, porque era una vida también muy exigente y es que el que tiraba la toalla en la Obra no era por falta de vocación, sino por falta de virtudes o de espíritu cristiano y arrastraba en el matrimonio los mismos defectos y vicios que lo empujaron a salir de la Obra. Luego despotricó contra esos cincuentones sudorosos que hacían deporte "para conservar su… bueno, no voy a decir para qué". El caso es que yo me quedé con las ganas de saber qué es lo que esperaban conservar con el deporte esos lamentables cincuentones. Si se refería a la potencia sexual, ¿qué hay de sucio y malo en intentar conservar ese don divino y morirte con las botas puestas? Y por último, nos previno contra una tentación diabólica que a mí sólo empezó a tentarme cuando él la expuso: podía ocurrir que uno, para escurrir el bulto de las miles de obligaciones de un numerario, lamentara no haber pitado de supernumerario. "Que sepáis", nos aseguraba, "que la vida de un supernumerario es mucho más difícil, pues no llegan a mesa puesta, tienen que bregar con los niños y la suegra y, sobre todo, tienen que vivir la castidad teniendo a la tentación al lado en la cama." A mí ese último inconveniente se me antojaba una turgente ventaja: ¡Oh, por favor, yo quiero esa tentación! ¡Una mujer al lado con todas sus figuras geométricas y sus estratégicos lunares! Eso sí que era una tentación y no echarme más o menos mantequilla en la tostada. Oh Señor, ¿por qué tuviste que llamarme como numerario, si incluso el primer Papa dormía con su tentación al lado? ¿Cómo voy a vivir desde ahora en un pisito de solterones sin desfogar, donde la única hembra que entra es la ternera troceada o una gallina muerta y ni siquiera podré darme el gusto de verla sin plumas? Y entonces me daba por desbarrar: ¿Por qué se le metió a Cristo en la cabeza que lo íbamos a querer más si nos hacíamos eunucos? ¿No podríamos instituir en la Obra, conscientes de que Dios no pide peras al olmo, el Desfogue Breve Semanal para que sobreabundase así la perseverancia?

Bueno, pues con todas estas dudas, pero confusas por entonces en mi mente, charlaba yo con don Aristocréitor de perseverancia. Don Aristocréitor me invitaba a hacerme la siguiente pregunta: "¿Cómo es posible que, rodeado como estoy de gente excelente en la vida de familia, no se me pegue al menos por ósmosis el espíritu de la Obra?" Su tesis era lógicamente que mis problemas de vocación no se debían a que yo no viviese bien el espíritu de la Obra, sino simplemente a que no vivía bien las virtudes cristianas, ni siquiera las humanas. Por eso, si me salía, me auguraba no sólo un alejamiento de Dios, sino también una degradación de mi persona. No le discuto lo del alejamiento de Dios, pero en cuanto a que como hombre tampoco era yo válido del todo (no sé cómo expresarlo), caray, yo tenía veinte años. A esa edad, no todos tenemos la personalidad definida. Creo que me exigía demasiado. Algunos maduramos a fuerza de años y batacazos, no a fuerza de voluntad. Pero he de reconocer que entre don Aristocréitor y el director y el psiquiatra numerario que me trató hicieron un diagnóstico justo de mi personalidad: en aquel tiempo yo estaba al vaivén de mis sentimientos, me abandonaba a la melancolía y la ensoñación, era la indecisión y la duda y el desorden con patas, me costaba amoldarme a las situaciones y las personas, había en mí un eterno descontento hacia el mundo y mi persona y un enorme complejo de inferioridad. Quizá esa manera de ser mía era incompatible con las características que deberían ser propias de un numerario: orden, constancia, realismo, voluntad más que corazón, don de gentes… Tal vez, sin la Obra, a mi complejo de inferioridad no le habría dado por llamar la atención intentando ser patéticamente original, o tal vez sí, pero el caso es que el complejo de inferioridad lo he tenido desde niño y sólo la calvicie lo ha domesticado enseñándome a tener cierta dignidad. Pero como salí de la Obra queriendo olvidarla toda, lo bueno y lo malo de ella, me resultó cómodo achacarle a ella esa desastrosa manera mía de ser. Lo importante era no darles la razón y no tener yo la culpa de nada. Muchos años he tardado en darme cuenta de que yo era así porque así me parió mi madre y eso no es malo y ahora lamento no haberme aprovechado de aquel diagnóstico certero de mi personalidad y haber tenido durante tanto tiempo una imagen distorsionada de mi persona. Aunque ellos estudiaron mi personalidad a fin de amoldarla a la Obra y no al mundo al que yo quería pertenecer, dieron en el clavo. La única afirmación de don Aristocréitor con la que yo no estaba de acuerdo (y sigo sin estarlo) era que sólo la Obra podía salvarme de mí mismo y que fuera de ella esos problemas acabarían destruyéndome.

Doy gracias, pues, a las buenas personas que me fui encontrando después en el camino y que acertaron también en el diagnóstico y se encargaron de que esa profecía no se cumpliera (al menos por ahora) ayudándome a mejorar sin pedirme a cambio que me convirtiera en el digno instrumento de una alta causa, sino que simplemente fuera feliz. Además estas personas (y en ellas incluyo a algunos de la Obra) no ponían tanto empeño en cambiarme: yo era así y así me querían.

Realmente las afirmaciones de don Aristocréitor me marcaron; e intuyo que afirmaciones parecidas se les han dicho a muchos ex, porque es un tema común en los escritos afirmar que uno ha triunfado en lo profesional y en lo sentimental y que siguen siendo católicos. Es una manera de decirle a la Obra: ¿Veis cómo os equivocasteis? ¿Comprendéis ahora que me fui no por no vivir bien el espíritu de la Obra ni por ser mala persona sino porque el espíritu de la Obra está viciado o no estaba hecho para mí y que ahora que soy libre, soy una persona normal? Y me gustaría saber que a los ex no les asaltan dudas de perseverancia en su matrimonio en los mismos términos en que se las planteaban en la Obra, porque así le quitaría la razón a don Aristocréitor.

En fin, todo eso me lo decía don Aristocréitor porque, por entonces, yo había manifestado ya abiertamente dudas sobre mi vocación. Aún recuerdo la terrible noche, allí en el centro de estudios, en que decidí dedicarme definitivamente a la vida disoluta, justo el día en que coincidí en el tren con aquella anciana de la que hablé antes. Fue una noche larga e insomne… A mi confusa manera, yo percibía entonces que el nume que era yo no era normal. Tanto rezo, tanto charlismo, tanto consultismo, tanta ropa formalita comprada con alguien designado por el subdire, tanto empeñarme en que me daba la gana hacer cosas que realmente no me daba la gana hacer… me convertían en un bicho más raro de lo que ya era y que espantaba más que atraía a la gente. Ya ni siquiera me retenía allí lo mejor que tiene la Obra: las personas. La vida en familia comenzaba a asfixiarme; mis mejores amigos habían acabado ya el centro de estudios y yo me encontraba como pez fuera del agua. Las tertulias y los cumples eran algo muy guay, muy díver, pero yo tenía la cabeza en otras cosas más dulces y más oscuras. Me sentía, con un poco de fanfarronería por mi parte, como esos niños prepúberes que se encuentra contra su voluntad con niños menores que aún juegan a las guerras cuando lo que a él le gustaría era jugar a los médicos con sus hermanas. Ya me daba igual tirar por el ancho camino lleno de placeres de los malditos ex, aunque me condujera al precipicio.

El subdirector de mi grupo me dijo que me confesara por mis dudas y un cura me vino a decir que nunca podría ir con la cabeza bien alta si abandonaba a Cristo en la cruz, o sea, si despitaba. Debo decir que ahora no soy la beatitud personificada, pero tampoco soy un desgraciadito; todo depende de donde ponga uno el listón de la felicidad. Donde no era feliz de ningún modo era en la Obra. En la Obra, que yo recuerde, conseguía como máximo la satisfacción del deber cumplido, cuando lo cumplía, pero la felicidad no nace de cumplir el deber, sino de hacer lo que uno quiere y le gusta.

Así que mi disyuntiva era: traicionar a Dios para ser feliz o ser fiel a Dios para ser infeliz como hasta ahora. Fue el director del colegio mayor, don Ángel, quien eliminó esa horrible disyuntiva. Él opinaba que yo era buena persona, sólo que simplemente no tenía vocación. Y nunca me auguró desgracias y sólo tuvo para mí palabras de aliento. Sus palabras me confortaron lo indecible: yo me podía ir por esos caminos de Dios sin traicionar a Dios ni a nadie. Supongo que el director estaba en la línea de Luis Usera, y don Aristocréitor en la línea de los reglamentistas, como dice Ñam Ñam en su estupenda clasificación de numerarios.

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Publicado el Wednesday, 11 August 2004



 
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