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 Correos: Para Andrómeda: conservar la fe.- José Carlos

040. Después de marcharse
jose_carlos :

Querida Andrómeda:

Después de muchos años de no escribir en opuslibros, me decido a mandar esto porque has tocado una fibra que me afecta mucho – podemos decir que la que más me duele de todo lo que se habla aquí. Me parece sumamente trágico que personas generosas, idealistas, valientes y buenas hayan decidido un día entregar su vida a Dios, y tras pasar por la Obra se encuentren ahora con dificultades para vivir su fe, confiar en la Iglesia o encontrar solaz, paz y consuelo en las mismas prácticas que antes les acercaban a Dios. Así que superando la despedida que publiqué tras una etapa un tanto turbulenta en este portal, me inclino a responderte...

Comienzo con una anécdota personal. Teniendo yo 18 años, y llevando ya tres de Numerario, preparaba mi traslado de España a Estados Unidos para estudiar la carrera. Mis padres tenían bien claro que mi marcha podía ser definitiva, y que mi pertenencia a la Obra tenía algo que ver con ello. Mi padre me invitó a tomar algo semanas antes de mi partida, y en esa conversación entrañable de despedida me dijo, con la sabiduría que da la experiencia y el cariño de un padre creyente: “José Carlos, ten en cuenta que el camino de la Iglesia es muy ancho, y hay muchas formas de ir hacia Dios. Quizá algún día te hará falta recordarlo”. Yo, seguro de mi vocación y con el convencimiento monolítico de mi juventud, lo archivé como el típico consejo prudente y cauto de alguien que no percibe del todo lo absoluto e inmutable de mi dedicación. Ahora, al paso de los años y tras tantas vueltas de mi vida, veo qué razón preclara tenía, y constato lo mucho que me ha ayudado esa temprana advertencia paternal.

Como ya conté aquí varias veces hace más de una década, mi salida de la Obra fue mucho menos traumática que la de otros. Creo que mucho se debe a cómo se viven estas cosas en USA. Pero el caso es que sigo practicando la fe, voy a misa diaria, rezo el rosario cuando ando de un sitio a otro, me siento protegido, amado y redimido por Dios, y aunque no sigo varias de las normas tradicionales del plan de vida a las que nos acostumbramos, mantengo mi conexión con la Iglesia y su Magisterio. Habiendo evolucionado en mi perspectiva y creyendo que hay muchos aspectos de la praxis del Opus Dei que necesitan reforma, no encuentro un conflicto insalvable entre esa certidumbre y mi compromiso como católico practicante.

Creo que mis reflexiones sobre reencontrar la vida de fe después de haber dejado la Obra se centran en tres puntos:

1. Jesucristo. Dios hecho Hombre. Ese Jesús a quien se supone que teníamos que encontrar en todos esos actos cronometrados que llenaban nuestra agenda y estructuraban nuestra contabilidad. Qué pena si entre tanta práctica y tanta prédica al final no supimos establecer una amistad personal, directa, real, con ese Hermano que vive. Que acampó entre nosotros, que amó, rió, lloró y sufrió como nosotros, y hoy todavía ríe y ama y comprende y perdona y anima… y misteriosamente porque en Él no hay tiempo, sufre cuando sufrimos y carga con nuestro yugo, asumiéndolo en su totalidad en ese momento central de la historia que ocurrió hace dos mil años en la colina del Gólgota y se revive cada día. Yo no tengo duda de su persona histórica, cuyo nacimiento acabamos de conmemorar; me convence la argumentación de que si declaró ser Dios lo era, pues ni estaba loco ni mentía; y por tanto creo en su Resurrección, y acepto que fundara una comunidad de personas aquí en la tierra cuyo núcleo y fundamento persiste hoy en la Iglesia. Y sobre todo, tengo constancia tangible de su presencia en mi vida, de su cercanía, de su providencia, de su optimismo, de su perdón, y de su esperanza. Creo que ante todo hay que empezar por ahí, y reavivar esa relación en la que se funda todo, y en la cual nuestros primos protestantes tantas veces nos dan cien mil vueltas.

2. El segundo punto se centra en los medios que sustentan esa relación. No se los apropió la Obra, ni mucho menos los creó. Los asumió como bases de la vida cristiana, y sí que los infundió de una forma particular de vivirlos, que quizá por vivencias personales ahora nos generan rechazo. Pero sigue siendo Jesús que se une a nosotros en lo más íntimo de nuestro ser en la Comunión, diariamente si queremos; que nos espera, con su presencia real, en cualquier sagrario para charlar, desahogarnos, saludar, echar un exabrupto o una lágrima, y recobrar fuerzas; la oportunidad de unirnos a su sacrificio perenne en la misa en cualquier parte del mundo; las cadencias familiares y reconfortantes de oraciones que nos ponen en contacto con la divinidad, especialmente las que se compusieron en el Cielo mismo; la certeza de saberme perdonado cuando Él es quien me absuelve, y me anima sonriendo a intentar no caer más, sabiendo que volveré; la alegría indescriptible de comprobar que mi amor por mi mujer lo santifica con su sacramento, que a mi modo de ver supera cualquier contrato o vínculo institucional… hay mucho escrito y vivido en nuestra tradición cristiana que precede y trasciende a la Obra, y muchas espiritualidades ricas que llenan, entusiasman y realizan.

Entre esos medios que Jesús mismo nos dejó y sigue compartiendo con nosotros, creo que se incluye esa estructura que alberga a la comunidad que fundó, y que persiste de modo más genuino y auténtico en la Iglesia Católica. Conozco la argumentación que puede socavar tu confianza, y muchos de los que aquí escriben la culpan de la protección que pueda otorgar a la Obra, que ven como la fuente de muchos de sus males y como institución dañina. Yo escribí mucho en su día sobre cómo pienso que las ideas madres de la espiritualidad de la Obra (santificación del trabajo ordinario, vida de piedad, evangelización, ascetismo) me parecen buenas, y que quizá lo que haya desvariado sean elementos de su praxis y la conducta de seres humanos falibles con cargos de dirección; no quiero volver a enzarzarme en disputas de ese tipo. Pero veo razonable aplicar a la Obra (o a los Legionarios de Cristo, por las mismas) lo que se aplica a la Iglesia, por ejemplo con el escándalo de la pedofilia clerical. Lo más horroroso, lo más deleznable, lo más condenable puede existir en una institución inspirada por Dios. Aquí sigo lo de “por sus frutos los conoceréis”, con un matiz: si veo frutos de santidad, de heroicidad, de amor extremo, de excelencia humana (tipo Madre Teresa o Maximiliano Kolbe), me basta para descubrir la presencia divina: un espíritu viciado de raíz no genera tales testimonios, es incapaz de producir santidad. Mientras que la presencia de pecadores, de miseria, de escoria es de recibo, conocida la pasta de que estamos hechos. Es decir, para mí conocer a una persona santa que vive el mensaje es suficiente, y supera el toparme con mil pecadores. Evidencia de santidad es evidencia de Dios; presencia de pecado es evidencia de humanidad, pero no ausencia de Dios. En la Iglesia veo santidad, como la veo en muchas personas que pertenecen a la Obra; y eso me vale para constatar que por ahí anda Jesús, y por ahí se le puede encontrar y seguir, sabiendo que hay muchos obstáculos que sortear, cizaña que segar y ciénaga que vadear, que no son creación suya sino triste aportación nuestra. De hecho, incluso me confirma en la fe ver que a pesar de tanto lastre y a través de tanta porquería puede brillar su mirada.

3. Y el tercer punto se basa en el perdón. Todos hemos sufrido, algunos de vosotros lo indecible. No es justo. Uno se puede sentir estafado, robado, malquerido: comportamientos inexcusables. Pero el poder llegar a perdonar me parece ineludible para la sanación personal; beneficia más al que perdona que al perdonado. El perdón abre un mundo nuevo y permite pasar página. Ahí una vez más nos marca la senda el Inocente por excelencia, que muere perdonando y perdona amando. Termino con otra anécdota: octubre de 1936, mujer joven, con tres hijos pequeños y embarazada del cuarto. Intentando proteger a su familia del fragor de una lucha fratricida, en la ciudad de Madrid asediada por las tropas sublevadas de Franco. Por delación del portero, que sabía que en esa familia se practicaba la fe, una mañana arrancan los milicianos a su marido de su presencia. Nunca supo más de él, aunque días más tarde muchos de los presos que llenaban las cárceles políticas de Madrid terminaron en las fosas comunes de Paracuellos del Jarama. Ese cuarto hijo que nunca conoció a su padre hoy cuenta cómo su madre, desgarrada por el dolor de una viudedad injusta y prematura, marcada por años de amarga incertidumbre sobre el paradero de su marido, hizo jurar a sus cuatro hijos que perdonarían siempre y de corazón a los asesinos de su padre. Y ese hijo póstumo es el que me espetó, una mañana primaveral casi 50 años después: “José Carlos, ten en cuenta que el camino de la Iglesia es muy ancho, y hay muchas formas de ir hacia Dios. Quizá algún día te hará falta recordarlo”.

Un abrazo muy fuerte,
José Carlos

P.D. Si quieres mi correo personal, te lo pueden facilitar.


Publicado el Monday, 02 January 2017



 
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