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 Correos: Una historia que termina bien.- Mediterráneo

040. Después de marcharse
Mediterráneo :

Mucho se ha hablado aquí del tabaco en la sección de varones, y me sorprende que nadie haya dicho nada de otro aspecto que, para mí, es más grave que la incitación a echar humo, y es, ni más ni menos, que la incapacitación a la que se somete a los varones en cuanto sueltan la pluma con la que han escrito la carta de admisión.

La sección femenina está fuera del mundo y fuera de la sociedad y, excepto normales, son cualquier cosa, eso es algo sabido y asumido. Sin embargo, los varones están fuera de los límites del universo conocido, y eso supone un lastre con el que viven toda la vida, a no ser que espabilen a marchas forzadas si dejan la peña.

Voy a contar aquí la historia real de un numerario medio al que, para evitar susceptibilidades, llamaremos Pafnucio [Si alguien piensa que me he inventado el nombre, fue santo y mártir, discípulo de San Antonio, se celebra su festividad el 11 de septiembre o el 19 de abril, dependiendo de los calendarios]. El amigo Paf, ahora en los tempranos cincuenta, pidió la admisión a los catorce años y medio y en cuanto se fue al centro de estudios dejó de escuchar las broncas de sus hermanas para que pusiera la mesa o la recogiera. Y desde ese momento, toda una maquinaria destinada a atenderle se hizo cargo de todas sus necesidades, excepto las afectivas y sexuales, pero como quien tiene el corazón en Dios no las tiene, pues oye, todo perfecto.

Paf llevaba un tiempo planteándose muchas cosas, o mejor dicho, una sola: marcharse de la peña. Tiene un trabajo profesional fuera, nada espectacular, pero con un sueldo que le permitiría vivir, y empezó a darle gracias a Dios 24/7 por eso. Sin embargo, lo que él llamaba “la intendencia” le daba pánico, porque no sabía hervir el agua y era consciente de ello. En los breves segundos en que la empleada con uniforme le tendía la bandeja para que se sirviera, se preguntaba cómo se cocinaría aquello. Se dio cuenta de que las ensaladas tenían pinta de ser lo más fácil, solían tener siempre lo mismo, no debiera ser muy difícil juntar todo eso en un plato y echarle un chorro de aceite.

Cada jueves, cuando encontraba encima de su cama la ropa limpia y planchada, se preguntaba cuánto necesitaría una señora de la limpieza para hacer lo mismo, cuánto cobraría y, sobre todo, dónde encontrarla. Debía contar con ese gasto como si fuera un incremento del alquiler si no quería ir hecho unas pintas. Y había que añadir que la señora debía saber cocinar, o la alternativa sería bar/restaurante/tasca/pizzería todos los días.

Sus padres han muerto. Una de sus hermanas se divorció y vive en pareja, y no se hablaban porque él, fiel a su obligación de dar doctrina, le recriminó que viviera en pecado. La otra hermana dejó de invitarle a las reuniones familiares cuando se cansó de recibir “no” por respuesta. Nunca lo entendieron (últimamente, él tampoco), él consultaba y el director le decía que había que atender la labor primero. Paf recuerda que, en un 90% de veces, se quedó en un centro vacío, envuelto en un silencio solo roto por el crujido suave de la puerta del oratorio al abrirse y cerrarse.

Se preguntaba cuántas cosas más habría que él ignorara y le aterraba pensar que fueran tantas que hicieran imposible su vida fuera. Se acordaba mucho de Walerico [Íd. anterior. Obispo de Amiens y discipulo de San Columbano, dos poblaciones francesas le deben su nombre: Saint-Valéry-sur-Somme y Saint-Valéry-en-Caux], estuvieron juntos en el centro de estudios y ha estado siempre en trabajos internos. Cuando coincidieron en un centro, le tocó recibir su charla. El bueno de Wale se sentía profundamente desgraciado y quería dejar la institución, pero era consciente de no tener ni oficio ni beneficio, de no poder acudir a nadie y, en una palabra, de no tener dónde ir. Paf no lo comentó con el consejo local, solo le dijo a Wale que necesitaba ayuda profesional, aunque se despreció por dentro por optar por la solución facilona. Wale empezó a ir al psiquiatra, que le diagnosticó una depresión y le recetó pastillas; se le puso cara de zombie y engordó, pero el sufrimiento disminuyó y eso alivió un poco el remordimiento de Paf.

Sin saber qué otra opción elegir, Paf decidió que hablar con su hermana la divorciada podía ser una buena idea. Le pediría disculpas y ayuda, todo en uno. Después de todo, siempre se habían llevado muy bien, siempre hasta que él se disfrazó de cruzado, levantó la espada flamígera y fue a conquistar los santos lugares en la sobremesa de un cumpleaños.

Se sentó delante del ordenador, más de una corrección fraterna le había caído por no tener la pantalla mirando a la puerta, de manera que cualquiera que pasara por delante de su habitación pudiera ver lo que estaba haciendo (“es delicadeza en la entrega”, le decían), rebuscó hasta encontrar el correo de su hermana y tecleó “Marta, hola”.

A los pocos meses de retomar el contacto con su hermana, dejó la institución. Vivió durante unas semanas en casa de Marta y descubrió, para su sorpresa, que el compañero de su hermana era un tipo mucho más agradable y buena persona que el que fue su cuñado. Él y Marta le ayudaron a buscar piso y señora de la limpieza. Algunos sábados come con ellos y se lleva recetas de cocina “con explicaciones”. Le han presentado a una montaña de amigos y Paf se ha dado cuenta de la distancia que le separa de la gente normal y de la naturalidad que le falta, pero su hermana le asegura que tiempo al tiempo.

Y hasta aquí la historia real, repito, de Pafnucio. Las preguntas que surgen, ¿Y si no hubiera tenido trabajo fuera?, ¿Y si no hubiera tenido una hermana?, ¿Y si el miedo le hubiera atenazado hasta impedirle dar el paso definitivo?, no vienen al caso porque la historia ha terminado bien, por suerte para su protagonista.

Sin embargo, yo tengo otras preguntas que, volviendo al inicio de este ya bastante largo post, para mí son más preocupantes que el hecho de incitar a fumar. A día de hoy se consultan, no importa la edad ni el sexo ni la situación, todos y cada uno de los planes y si el/la directora/a dice que no, el plan se olvida. No solo no exagero sino que los numerarios y numerarias que aquí me leen pueden dar fe de ello.

¿Qué se ha hecho a la madurez e independencia de un hombre de cincuenta años para que se sienta obligado a consultar si puede ir a comer con su hermana un domingo? ¿Por qué se inutiliza al ser humano hasta ese punto? ¿Por qué se le castra hasta hacerle dependiente en todos y cada uno de los aspectos normales de la vida?

Esto, lectores que habéis llegado hasta aquí con una paciencia infinita, esto es una tragedia.

Mediterráneo




Publicado el Friday, 22 April 2016



 
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