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 Tus escritos: Mi encargo interno: cortar y pegar.- Manzano

060. Libertad, coacción, control
Manzano :

Esto que ahora es tan rutinario, esas inocentes manipulaciones que realizamos de textos e imágenes con nuestros modernos dispositivos informáticos, ya lo hacíamos a mitad pasada del siglo XX en algunos centros del Opus Dei. La diferencia estriba en que entonces sólo disponíamos de tijeras y cola adhesiva para perpetrar tan santa labor y dicho sea de paso, no eran nada inocentes.

 

A lo que nos cuentan recientemente ElCanario, Mediterráneo y demás colaboradores, quiero añadir mi experiencia en ese campo, concretamente la que viví en un colegio mayor, el centro de estudios (noviciado encubierto) exclusivo para jóvenes socios numerarios de la institución, cuya estancia coincidía de ordinario con los dos primeros cursos de la carrera universitaria. Allí aprendí a cortar y pegar películas de 35 mm., el mismo formato universal que usaban entonces los cines abiertos al público en general...



Al menos una vez al mes se proyectaba en la sala de actos –perfectamente dotada y acondicionada- una película comercial, era sábado o fiesta señalada. En todo caso un acontecimiento muy celebrado. Todos estaban muy inquietos antes de empezar la sesión, gritos, comeduras de uñas, una mezcla de distintos afloramientos de nervios infantiles descontrolados. Lo que yo veía, a través del agujero de la cabina de proyección, se parecía a una excitada aula de niños de primaria en un momento de descuidada ausencia del docente encargado de curso.

 

Unos días antes yo ya había visionado el film, y no sólo eso, lo había travestido todo lo que me habían indicado. Me había llevado unos meses aprender y perfeccionar la técnica, la que me enseñó el anterior responsable de esa faena. Por cierto, lo hizo de muy mala gana, no sé si por desconfianza hacia mi o por qué olía la cercana extinción de su privilegio. O ambas cosas. Suponía que ese delicado y goloso encargo se daría a gente con muy buen criterio y sólida formación, además de poseer habilidad suficiente para la cirugía de fotogramas. Yo era consciente de mis habilidades técnicas pero, a mis diecinueve años, en absoluto recuerdo tener criterio alguno ni formación. Tampoco tenía “buen espíritu”, el escribariano me refiero, pues nada me hacía más feliz que poder visionar películas “enteras” y sin tener que confesarme de ello, pues lo hacía por indicación de mis directores e incluso del sacerdote, que también estaba en el ajo. Más que visión sobrenatural, diría que lo mío era visión panorámica.

 

Recordaré un poco el proceso, me queda lejos pero lo intentaré:

 

El título seleccionado, creo que se alquilaba a una distribuidora cinematográfica al uso, era proyectado anticipadamente y me avisaban de que tal día a tal hora tendríamos sesión previa. Daba igual si yo tenía clase o no en la universidad, ese encargo tan apostólico era lo primero y además era mucho mejor que todo lo demás. Qué digo, seguro que me cambio de carrera si ello hubiera podido ser un oficio compatible con lo de ser numerario, daba gusto santificarse en el trabajo con esa labor.

 

La cabina de proyección era mi territorio, me sentía dueño y señor de la situación. Abría ceremonialmente las redondas y planas cajas metálicas que contenían las cintas de celuloide. Inspeccionaba con devoción todos los detalles e identificaba lo que estaba establecido y era de menester. No fuera que nos hubieran colado  “El últimomango en París” dentro de una lata con la caratula de “Sonrisas y lágrimas”, entre otras comprobaciones.

 

Montaba el primer rulo en el gran proyector pasando la cinta por los intrincados laberintos de los rodetes de la compleja maquinaria, regulando tensión y velocidad. Calentaba los electrodos de carbono que generaban una gran potencia lumínica, la suficiente para enviar las imágenes a través del haz de luz que colisionaba con la gran pantalla, teniendo que ajustar inevitablemente la óptica para un visionado nítido. El sonido de la banda magnética tenía que ampliarse con el equipo adecuado. Me detengo en esos detalles porque así se hacía antes, nada que ver con lo actual y por tanto, cuanto menos, curioso poder rescatar esas antigüedades contemporáneas.

 

Intentaré abreviar diciendo que en estas previas y en la fila última de la platea se sentaba el sacerdote y siempre algún que otro miembro del consejo local, nadie más. Y digo exactamente la hilera final porque allí estaba el enchufe del telefonillo que conectaba conmigo, dentro de la sala de máquinas. Cuando todo estaba listo empezaba el espectáculo, nuestro pase privée.

 

Yo estaba pendiente de que todo funcionara correctamente, que no era poco. Pero además tenía que estar muy alerta cuando sonaba el telefonillo. El aviso indicaba que tenía hacer una marca en la cinta. Esa marca indicaba el punto dónde posteriormente yo empezar a editar cortando. Un segundo aviso significaba que había que poner otra marca, o sea, la de pegar enlazando con el primer corte y así sucesivamente, excluyendo las escenas más procaces a criterio de los últimos de la fila.

 

El purgado de imágenes empezaba con la primera marca y terminaba en la segunda. Podía ser que la cantidad de fotogramas eliminados fueran exposiciones que duraran pocos o muchos segundos, todo dependía de la escena. Si lo inconveniente, por no llamar indecente un beso apasionado o una señorita en bañador, duraba más de la cuenta o era demasiado “fuerte” para nuestros sensibles y tiernos corazones, el timbre del telefonillo se volvía loco y eso significaba que tenía que poner un cartón delante del objetivo del proyector, oscureciendo por completo la pantalla. Lo tenía que ir retirando de vez en cuando para comprobar que la tormenta sexual había amainado.

 

Y así hasta terminar la película. Y justo entonces es cuando empezaba el laborioso trabajo de purga, allí adquirí el complejo de Eduardo Manostijeras. El consejo local se largaba y vuelta a empezar con los rollos, eso sí, montándolos ahora en una especie de doble torno manual, no en el proyector. Había que darle a una manivela hasta llegar a la primera de las marcas por imperativo del dichoso telefonillo, cortar y seguir con las vueltas necesarias para otra vez cortar y empalmar con la marca del correspondiente segundo timbrazo. A veces quedaban unos retazos considerables, varios metros lineales de celuloide que no sabía ni dónde meterlos. Sin necesidad de exagerar puedo decir que en alguna ocasión el suelo del pequeño cuartito quedaba completamente cubierto por ellos.

 

Con el tiempo fuimos dando con soluciones a todo, o casi todo. Las tijeras se sustituyeron con un aparatito muy ingenioso que tanto servía para cortar cómo para unir, con tanta gracia y perfección que ni se notaba el empalme. Los cuantiosos metros de escenas indecorosas debieron ser repuestas al original cuando recibimos amenaza de demanda de la distribuidora, por tanto, vueltas de manivela de nuevo una vez terminada la proyección general, con todo el personal ya calmado, para recomponer la película. Eran muchas horas de trabajo.

 

Todavía hoy me pregunto cómo detectaron los arrendadores de las cintas la falta de metraje, ¿las pesarían cuando las devolvíamos?. El robo de imágenes de los originales fue el motivo del conato de denuncia, no por haber sido demasiado decentes ni nada parecido. O quizás debían pensar que éramos un centro de universitarios pervertidos. El problema es que si hubiera prosperado la demanda, estoy seguro que me dejan sólo en la estacada.

 

Y para finalizar, contaré que era evidente que yo ya sabía cuándo iba a sonar el artilugio que unía a los censuradores con la cabina. Yo estaba pendiente de todo, que ya he dicho que no era poco, pero me daba para seguir perfectamente el transcurso de la película. Incluso, cuando las señales de alarma del comunicador eran compulsivas y apremiantes, comprobé que el cartoncillo que debía poner delante del objetivo, en vez de colocarlo pegado a éste, era suficiente con mantenerlo unos centímetros separado para convertirlo en una pequeña pantalla exclusiva para mí y poder así visionar en miniatura lo que nos querían escatimar. Eso no me lo enseñó mi instructor, pero estoy convencido que él y sus predecesores también lo sabían. Historietas del opus,...

 

Manzano




Publicado el Friday, 29 January 2016



 
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