Recuerdo las duchas frías por las mañanas “para estar alejado del pecado mortificando al cuerpo” ¿por qué se hace? Una vez más no exponerse al peligro, huir con miedo, anticipar la tentación del cuerpo, etc. Se trata de poner “la lucha” cuanto más lejos posible, manteniendo el pecado lo más lejos posible; es decir, cuanto más mortifique mi cuerpo, más lejos estoy del pecado que el cuerpo me puede producir si no lo mortifico. Semejante miedo al pecado es el que causa que caigamos precisamente en ellos, porque no hay una renuncia positiva a partir de una realidad positiva, la virginidad. Lo que hay es una vocación entendida como “rechazo del pecado” aunque se insistiera mucho en los escritos de san Josemaría que el celibato era una afirmación de la naturaleza humana, algo positivo. Pero en la práctica se partía del miedo al pecado, del alejamiento por miedo. Y del miedo solo nace el miedo.

De la época del Opus conservo un hábito casi inconsciente de examinar cualquier acción que haga para ver si la hubiera podido hacer mejor. Por ejemplo si tardo en llegar al autobús de la misa, en seguida me culpabilizo pensando que algo he hecho mal y que por eso puedo “pedirme cuentas” de por qué he llegado tarde al autobús. Esta torturadora conciencia de examen constante es mi mecanismo de autodefensa para saber que estoy en el camino de los que luchan, he incorporado este hábito tras años de examen constante. Este examen no tiene misericordia alguna conmigo, y siempre encuentra una falta que justifica el que lo haya “hecho mal”: siempre podría haber priorizado otras tareas o comido otra comida que me sentara menos pesada y así no me dolerían las heridas que tengo y así podría ir en el autobús, etc. Un sinfín de relaciones de causa-efecto de mi día a día que más que hacerme progresar en la virtud, me deja siempre con un vacío e incomprensión hacia mis debilidades o a que no haya sabido hacerlo mejor.

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