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 Tus escritos: MIS AÑOS DE OPUS DEI.- Pepito

050. Proselitismo, vocación
pepito :

Jamás he escrito a esta página, pero un tanto desconcertado, por no decir asombrado, ante ciertas novedades que, al parecer, el Opus Dei ya venía practicando desde hace muchos años, y que sólo ahora nos consta que profesa y aplica, no resisto la tentación de hacerles llegar estas líneas con mi modesta historia.

Yo estudiaba en un buen colegio de provincias (de España, se entiende), por el que un día aterrizaron unos médicos neurólogos, uno de ellos buen amigo del director del centro, para hacernos una encuesta-investigación a los alumnos de mi curso (6º del antiguo Bachillerato). Prácticamente todos aceptamos prestarnos a la prueba, pues comportaba librarnos de una tarde de clases. Después de varios cuestionarios y encefalogramas, ellos debieron de sacar sus conclusiones, seguramente teniendo en cuenta también los datos que, con más ingenuidad que responsabilidad, supongo que les proporcionó el director del colegio; datos en los que, para mi desgracia, yo solía figurar como el nº 1 de la clase...



Pasada la fase neuro-psicológica, llegó la ascético-mística, previsible porque aquellos dos médicos eran conocidos por su pertenencia al Opus Dei. Comenzó en enero, con una oferta de unos días de “Ejercicios Espirituales” (así, como suena, pues, al parecer, Escrivá aún no había patentado la plena originalidad de su carisma propio), una tanda, como entonces se decía, que sería impartida en un Colegio Mayor del Opus Dei. Teníamos los alumnos de 6º favorables informaciones de los compañeros de Preuniversitario que nos habían precedido en la experiencia; sobre todo, la de que allí se podía fumar cuanto uno quisiera. Además, el costo de la tanda era módico y ya puede suponerse que para la mayoría de los padres no era mala idea la de que a sus hijos, en aquella peligrosa edad, les dieran un repaso conforme a los piadosos principios de san Ignacio.

Al llegar a la entonces aún llamada “Casa de ejercicios” de aquel Colegio Mayor, a todos nos llamó la atención su confort, por no decir lujo: imperaba en ella el aroma de la madera de roble que forraba sus suelos y paredes, con el contrapunto del que venía de la chimenea de la sala de estar en la que ardían nobles leños. Las habitaciones y los baños eran individuales; y la cotidiana pitanza, aunque sin excesos, era francamente buena. Allí estuvimos cuatro días en obligado silencio, asistiendo a las meditaciones del cura, Vía Crucis y otras devociones, trufadas de alguna que otra charla de los “laicos” que nos acompañaban, vestidos bastante a la moda de la calle Serrano de entonces.

Ya antes de concluir los Ejercicios –incluso sospecho que ya antes de empezar los mismos- yo estaba fichado. No me percaté en el primer momento, pese a la exageración con que los evidentes numerarios de la casa me invitaban sin cesar a ir por allí, a estudiar, a los actos piadosos y a confesarme con su cura (no a merendar; según luego supe, en razón del cutre principio, tan propio de Escrivá, del apostolado de no dar, lo cual no dejaba de parecerme una grosería; pero más contento quedaba yo con el buen bocadillo que me preparaba mi madre).

Por entonces experimenté lo que mis compañeros de colegio llamaron mi conversión: aunque en rendimiento académico yo solía ser o el primero o de los primeros de la clase, era bastante gamberro; y ello porque la compañía de otros por el estilo me atraía más que la de los chicos ejemplares a los que mi buena madre solía ponerme como ejemplo. A partir de los famosos Ejercicios todo cambió: me levantaba hacia las 7.15, y tras darme la preceptiva ducha fría, marchaba al colegio, donde había misa a las 8 (los internos podían elegir entre oírla o quedarse en el estudio). Luego aún volvía a casa, para desayunar de cualquier manera, e irme a mis clases.

Y en esto llegaron los días fatales, a principios de abril (ya decía T. S. Eliot que “April is the cruelest month). Y es que entonces me cayó encima el famoso paquete; mejor dicho, el paquete de cuatro paquetes que sin el menor escrúpulo de conciencia le arrearon sucesiva y alternativamente a un ingenuo chavalete que aún tenía 15 años, cuatro pesos pesados de aquella casa: Subdirector, Secretario, Director y….. el cura, al que aquel pardillo, pensando que era un cura como los de toda su vida, acudió como para resolver un clásico casus conscientiae; pero nada: él no tuvo el menor reparo en confirmar lo dicho por sus tres colegas: que yo era un caso claro de vocación al Opus Dei, a la que tenía que responder como Dios esperaba. Es decir, cuatro adultos, como cuatro lobos, se lanzaron a la par sobre aquel cordero que yo era entonces. Mi madre y mi padre eran universitarios cultos y católicos, que seguramente sabían más de religión que aquella pandilla de los cuatro; pero nada pude comentarles por la tajante prohibición que me dictaron, seguramente en virtud del “dulcísimo precepto” impuesto por Escrivá para cuando les robaba los hijos a las “familias de sangre” (término un tanto veterinario, también muy suyo), salvo para la suya propia, que luego nos tuvimos que tragar a título de “abuelos” ,“tíos” y vete tú a saber qué más parentela.

Yo lloré entonces lo que no es para contar, pues me veía metido por aquellos desaprensivos en una barca que no era la mía. Y lo que más me hacía sufrir era que hubieran cultivado mi amistad arteramente para luego fabricarme, como a tantos otros, el gran paquete de la vocación, que a ellos les habrían colocado en su día otros de la misma catadura..

Pero yo, y con diferencia, era más legal que todos ellos, y así aguanté unos cuantos años, aunque pronto convencido de que aquello no era lo mío. Y a este respecto me acuerdo de los pobres Miguel Fisac y Antonio Pérez, santos varones, que desde el día siguiente de haberse metido querían marcharse. Creo que entre las primeras pruebas de mi falta de idoneidad estuvo mi absoluta incapacidad para el proselitismo –no así para el apostolado, algo que a aquella gente no le interesaba para nada-, pues yo no quería someter a nadie a lo que yo había padecido. Sospecho que ahí hay algo del famoso rito de iniciación que describen los antropólogos: si a mi te han dado, también tenemos que darte a ti y tú a los que vengan.

Y al fin, no sé si la Fortuna o la Providencia, o una combinación de ambas, me brindaron la oportunidad de desengancharme sin conflicto alguno de aquellos hermanos indeseados aunque algunos muy queridos, con algunos de los cuales sigo manteniendo una relación amistosa y llena de afecto.

Pepito




Publicado el Monday, 15 April 2013



 
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