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 Correos: Carta apócrifa de Pablo, el Apóstol, a su discípulo Dionisio.- Josef Knecht

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Josef Knecht :

Carta apócrifa de Pablo, el Apóstol, a su discípulo Dionisio, el Areopagita

Querido Dionisio (23.11.2012):

Permíteme que te escriba al cabo de casi dos mil años de nuestro feliz encuentro en la ciudad de Atenas, en el Areópago, donde en cierta ocasión osé dialogar con sabios y filósofos griegos, que me vapulearon verbalmente y me hicieron quedar en el mayor de los ridículos; uno de ellos, seguidor de las teorías atomistas de Demócrito y Epicuro y llamado por eso Atomito, fue el que con más contundencia me rebatió (21.11.2012 y 23.11.2012). Sólo tú, una mujer llamada Dámaris y poca gente más me hicisteis caso y os convertisteis a la fe en Jesucristo, y así consta en el relato que Lucas hizo de mi estancia en Atenas en su libro sobre los Hechos de los Apóstoles (17,16-34). Con el paso del tiempo tus tratados teológicos llegaron a ser tan universalmente leídos como mis cartas y muy valorados por los sabios filósofos de la época medieval y posteriores. Me alegro, pues, de que mi predicación en Atenas en el siglo I, a primera vista un fracaso, diera frutos tardíos a través de ti y tu filosofía...



Te escribo ahora no sólo para agradecer tu inmensa labor de pensamiento, sino también para manifestarte la preocupación que siento ante los muchos desmanes intelectuales de los siglos XX y XXI. Parece que nadie admira hoy en día tu ingente labor intelectual, la que está recopilada en los libros que los estudiosos recientes denominan Corpus Aeropagiticum. Tu visión del universo, tan ordenada y jerarquizada, tan clara y lógica, se ha desmoronado, y los científicos actuales optan por teorías que me dejan perplejo por su difícil comprensión. ¿Cómo se atreven éstos a rechazar aquel orden cósmico que gentes como tú y yo, enraizadas en los mejores astrónomos y cosmólogos del helenismo, admirábamos con clarividencia? Ya sabes que, en nuestra lengua materna, “cosmos” significa “orden”: el universo es un cosmos porque es orden. Fíjate, pues, ¡qué desgracia!: ese orden se ha transformado en un galimatías veinte siglos después; pareciera que en manos de estos nuevos sabios el mundo se haya convertido en un desorden cósmico –valga la contradicción terminológica–. 

¡Cuán admirable era la visón que del universo ofrecías en tus libros! Siguiendo a Aristóteles, enseñas que la materia de todas las sustancias del mundo sublunar está compuesta por los cuatro elementos de la física (fuego, aire, agua y tierra) y que tales elementos se mueven “naturalmente”, de acuerdo a su propio impulso natural, y así tienden a ocupar su lugar natural: el fuego hacia arriba del todo, la tierra hacia abajo del todo, el aire y el agua en los lugares intermedios (el aire más cerca del fuego, y el agua más cerca de la tierra). La distinta combinación de esos cuatro elementos da lugar a la compleja variedad de los cuerpos que pueblan el mundo sublunar y que, en atención a la fragilidad de su composición elemental, están sometidos a la generación y la corrupción. En cambio, lo propio del mundo supralunar es el movimiento circular de la multitud de esferas astrales superpuestas –Aristóteles, como también tú, admitisteis hasta 55 esferas celestes– que rodean el mundo sublunar. Estas esferas tienen por materia el llamado “quinto elemento” o “quinta esencia”, el éter, que es algo divino, inengendrado e incorruptible y cuyo movimiento, a diferencia de los elementos terrestres que se mueven de modo rectilíneo, es circular. En virtud de su materia etérea, los astros se mueven también de modo circular y eterno. No obstante, tal movimiento es gobernado por una ley necesaria –lo contingente pertenece sólo al mundo sublunar con la generación y corrupción de los cuerpos– y proviene del impulso uniforme del Primer Motor que mueve a modo de causa final. Aristóteles pensaba que cada astro estaba animado por un motor o “inteligencia separada” (separada de un cuerpo corruptible, a diferencia del alma humana o el alma del perro bueno, que están unidas a un cuerpo mortal) y que su movimiento circular, perfecto y exacto, se debe en última instancia al Primer Motor, Acto Puro. Tú, Dionisio, cristianizaste el pensamiento aristotélico y consideraste que las inteligencias separadas eran los ángeles, revelados por Dios en la Biblia. 

No comprendo bajo ningún aspecto cómo esta tan bella –profunda y sencilla a un tiempo– explicación del cosmos haya sido puesta en entredicho por distintos sabios (o, mejor, pseudo-sabios). Todo empezó con los astrónomos heliocentristas, que desplazaron la Tierra del centro del universo, y también con Isaac Newton (siglo XVII), que con su teoría de la gravedad desplazó al olvido la teoría aristotélica de los lugares naturales de los cuatro elementos. Los cuerpos, según Newton, no se mueven por su propio motor natural, sino por la atracción de unos a otros a tenor de la mayor o menor masa de su materia: ¿quién entiende tal disparate, amigo mío? ¿No estaba loco Newton? Pero el colmo de males no termina aquí. A comienzos del siglo XX ha surgido un nuevo paradigma, la así llamada teoría de la relatividad, elaborada por un tal Albert Einstein que, pese a sus disparatadas investigaciones, siguió siendo creyente en Dios: ¿cómo es posible que alguien (¡judío como yo!), habiendo relativizado la estructura más profunda del cosmos, siga creyendo en Dios creador? No se entiende un Dios absoluto que haya creado algo tan relativo y alejado de su providencia; esto es lo más opuesto a la cosmología de Aristóteles, por ti compartida y mejorada, y a la del libro del Génesis, por ti brillantemente comentada. 

Pero, para sorpresa cósmica, tampoco Einstein ha convencido del todo a sus colegas. Después de él han surgido nuevos paradigmas que aún me resultan más incomprensibles. Se trata de la mecánica cuántica, que se desarrolló durante la década de 1920 por Louis de Broglie, Erwin Schhrödinger, Werner Heisenberg, entre otros. Un descubrimiento considerado importante de la teoría cuántica es el principio de incertidumbre, enunciado por Heisenberg en 1927, que pone un límite teórico absoluto en la precisión de ciertas mediciones. Como resultado de ello, la asunción clásica de los científicos de que el estado físico de un sistema podría medirse exactamente y utilizarse para predecir los estados futuros tuvo que ser abandonada, lo que supuso una revolución filosófica y dio pie a numerosas discusiones entre los más grandes físicos de la época. Si te soy sincero, Dionisio, no me puedo creer que hayan llegado a tal extremo disparatado los así llamados físicos, que, abanderando la incertidumbre, se entrometen en ámbitos filosóficos; pero, si dicen que todo es incierto, ¿para qué discuten sobre filosofía?, ¿para ahondar en la incertidumbre adentrándose en un callejón sin salida? Insisto en que no los comprendo. 

Pese a sus críticos rivales, la teoría de Einstein ha echado raíces, de modo que los partidarios de la relatividad han llegado, para mi más total desconcierto, a describir un universo en expansión y contracción, homogéneo e isótropo. Sólo de pensar en esto me horrorizo: ¿me voy a contraer algún día? Debe de ser muy agobiante. Así, los pseudo-sabios, aplicando ininteligibles ecuaciones físico-matemáticas, han elaborado la teoría de que el universo proviene de una gran explosión, que en inglés, lengua bárbara a diferencia del griego, se llama “big bang”. Por otra parte, no se contentan con los conceptos clásicos de materia, elementos, movimiento, espacio, tiempo, energía, luz, átomo; esos pseudo-sabios hablan ahora de antimateria, agujeros negros, campos eléctrico-magnéticos, partículas subatómicas, entre las que destaca una que causa terror, el neutrino, porque corre mucho y, además, es tan ínfimo de tamaño que atraviesa todos los cuerpos sin que estos se den cuenta. Por tanto, la materia, que a simple vista parece dura y consistente, ha pasado a ser más bien esponjosa, medio volátil. En fin, Dionisio, mi mente no puede asimilar estas evidentes barbaridades. 

Aquí no se acaba la historia. Recientemente dicen haber descubierto el denominado “bosón de Higgs” o –casi no me atrevo a pronunciarlo– “partícula de Dios”. ¡Jamás me lo hubiera imaginado!: todo un Dios troceado y desperdigado en particulillas minúsculas que actúan a modo de cuajo para que las demás partículas subatómicas se puedan agrupar hasta que, debidamente engarzadas gracias al bosón de Higgs, dan subsistencia material a los astros y demás cuerpos. ¡Este panteísmo de pacotilla roza la blasfemia! 

Lo que me dejó más consternado fue saber que, entre los promotores de la teoría del “big bang”, se encontraba el sacerdote católico belga Georges Lemaître. Si este cura hubiera hecho caso a la encíclica Humani generis del Papa Pío XII, que marca, como apuntas (16.11.2012), lo que el católico ha de creer, no se hubiera metido en esos berenjenales tan estúpidos. ¡Con lo hermosa que es la explicación del cosmos que distingue entre el mundo sublunar y el supralunar! ¿Cómo es posible que haya sacerdotes católicos tan díscolos, que, puenteando la Humani generis, se montan un cristianismo a la carta y coquetean con descerebrados como Einstein? (Está demostrado que el cerebro de Einstein no era como el de una persona común). Mis cartas, agrupadas en el Nuevo Testamento, y tus tratados teológicos, querido Dionisio, son las obras que esos católicos debieran leer, además de la Humani generis, y no debieran bajo ningún aspecto atreverse a caminar por vericuetos de las ciencias naturales y, mucho menos, de las ciencias humanas, porque estas últimas, especialmente la hermenéutica, son más incontrolables que la física, aunque, a la vista de cómo se ha desarrollado la física en el último siglo, tampoco esta ciencia es de fiar hoy en día, pues cada vez se parece más y más a la hermenéutica. 

Y es que tampoco entiendo la hermenéutica moderna, que se me asemeja a una bruja perversa. ¡Con lo sencillas que eran las reglas de interpretación de textos antiguos que aprendíamos en nuestras escuelas! Mi maestro, el rabino Gamaliel, me enseñó en Jerusalén las reglas interpretativas del derash, de los targumim y de los midrashim, para actualizar las enseñanzas de la Biblia judía, la Torá, a las circunstancias de nuestra época. Además, aprendí por mi cuenta la “alegoría” que los filósofos estoicos propugnaban para mejor entender a los poetas antiguos de la literatura griega: Homero, Hesíodo y otros más como Arato, a quien cité en el discurso que me escuchaste en el Areópago ateniense. Pertrechado con esta formación, me esforcé, después de mi conversión al cristianismo camino de Damasco y en el ejercicio de la misión apostólica que Jesucristo me encomendó, por explicar en mi epistolario lo mejor que pude los libros sagrados del pueblo de Israel, mi pueblo, para hacerlos inteligibles a los gentiles conversos a la fe en Cristo. 

También yo hice mis pinitos cosmológicos en ese epistolario que tú, caro Dionisio, tan bien conoces. Permíteme, puesto que somos amigos, la confianza de citarme a mí mismo trayendo a colación un parágrafo, de contenido cosmológico, de mi carta dirigida a la comunidad cristiana de Roma, que tras mi muerte se hizo muy famoso e incluso controvertido: “Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se va a manifestar en nosotros. En efecto, la espera gloriosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios. Porque la creación se ve sujeta a la vanidad, no por su voluntad, sino por quien la sometió, con la esperanza de que también la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime y sufre con dolores de parto hasta el momento presente. Y no sólo ella, sino que nosotros, que poseemos ya los primeros frutos del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de nuestro cuerpo” (Rom 8,18-23). 

Soy consciente de que mis pobres palabras no hacen la competencia ni a Aristóteles, ni a Newton, ni a Einstein, ni a Heisenberg, ni a Higgs, ni a Lemaître. De ellas no se puede extraer un nuevo paradigma cosmológico; no era ni podía ser ésa mi pretensión. Pero es justo reconocer que, aunque mis limitadas enseñanzas no estén a la altura de estos astrofísicos, tampoco están mal del todo, pues me limito a describir la situación de padecimiento que en el cosmos sublunar hemos vivido y viven todos los seres, sometidos a la corrupción: deterioro de la naturaleza, enfermedades, muerte y otras limitaciones, incluidas las corruptelas morales y político-económicas, todo lo cual dificulta la felicidad de nuestra existencia. Confío, como judío y cristiano, en que el Espíritu de Dios nos haga eternamente felices cuando nos transforme en hijos de Dios y que esa inmensa alegría liberadora sea compartida por la creación entera. 

He citado este pasaje mío siguiendo la traducción castellana de la Biblia de Navarra, elaborada por los teólogos hijos de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Quizá no sepas que este pasaje se lee como segunda lectura en la celebración litúrgica que conmemora a san Josemaría, cuya festividad cae el 26 de junio del calendario terreno. 

Siempre me he preguntado por qué los liturgistas del Opus Dei habrán elegido precisamente ese pasaje para conmemorar a su santo fundador. Me asombra esa decisión porque Rom 8,18-23 fue uno de los textos míos más utilizados por luteranos y calvinistas en sus disputas teológicas con los católicos de los siglos XVI y XVII, en la época de las guerras de religión, en las que los cristianos de distintas confesiones se mataban unos a otros abanderando mis cartas como presupuesto doctrinal o ideológico para justificar la contienda bélica. Para los protestantes de entonces, yo hago hincapié ahí en las consecuencias terribles del pecado original, que no sólo afectan a la descendencia de Adán, sino que se expanden a la creación entera, como si en el corrupto cosmos material hubiera ya una predisposición al pecado que atenaza la libertad humana; por su parte, los católicos interpretaban ese texto atenuando la dureza de su literalidad para alejar el libre albedrío de posibles ataduras (a la luz tanto de un caso como de otro, el tremendismo de la Humani generis se queda corto, ¿verdad?). Si yo hubiera sabido en el siglo I que mis cartas servirían de pretexto siglos después para esas guerras fratricidas, no las hubiera escrito; pero, como comprenderás, en aquel momento no se me pasó por la cabeza que la exégesis posterior leyera mis textos al compás de espadas y cañones. Tampoco comprendo cómo católicos y protestantes, que creen en la inspiración divina de mis cartas, las hayan usado unos contra otros como arma arrojadiza, en vez de haber tratado la “Palabra de Dios” con más reverencia. Son intrigas engañosas de la bruja hermenéutica, sin duda alguna. 

Siempre me he preguntado –repito– por qué los liturgistas del Opus habrán escogido ese pasaje, tan polémico en otros tiempos, para celebrar a su santo fundador. Sólo se me ocurre una posible respuesta, aun a riesgo, por supuesto, de equivocarme. Entre sus filas, destaca como teólogo un tal F. O., que me cita mucho por mi nombre, y no me enfado cuando me cita, a pesar de que a veces me hace decir lo que no pensé al escribir mis epístolas, pero ya estoy acostumbrado al cabo de tantos siglos a que los exegetas del mundo sublunar pongan en mis labios lo que ellos piensan; cuando ascienden al Reino de los Cielos, me vienen a buscar para que les aclare sus dudas y entonces se sienten felices. Si no recuerdo mal, la tesis doctoral de F. O. versó sobre la filiación divina. Puesto que ese doctor en teología se sirve de mi epistolario como su más preferida cantera de citas, la perícopa paulina de Rom 8,18-23 –así de rimbombantes son los modernos exegetas cuando se refieren a mis cartas– no podía faltar en ella. Según esa tesis, san Josemaría explica mejor que yo y mejor que nadie eso de la filiación divina. De aquí supongo y concluyo que, cuando llegó el momento de estudiar qué textos bíblicos había que seleccionar para componer la “liturgia de la palabra” propia de la conmemoración de san Josemaría, el especialista monseñor F. O., que manda mucho en el Opus y que en determinados foros exige con contundencia no ser mencionado por su nombre (siempre por problemas hermenéuticos), propusiera ese pasaje como segunda lectura de la fiesta, para que los predicadores pudieran tomarme como pretexto no de arma bélica esta vez, sino de arma apologética y propagandística del pensamiento de san Josemaría. ¡De nuevo la bruja hermenéutica haciendo trampas de las suyas! Hablo de trampas porque dudo que san Josemaría tuviera pensamiento alguno, pero esta es otra cuestión que nos llevaría muy lejos. 

Sin embargo, si lo meditamos con calma, no fue mala del todo la elección de ese pasaje para la conmemoración del santo fundador, porque, comprobando la calidad de vida de los miembros del Opus Dei en medio del mundo, mis palabras de la Carta a los Romanos les vienen como anillo al dedo. Cuando desde las alturas celestiales diviso el mundo sublunar, compruebo que los hijos e hijas de Escrivá, sujetos a la vanidad cósmica de este personaje, se pasan el día sufriendo y gimiendo con dolores de parto (y eso que los numerarios son célibes, y las numerarias son vírgenes antes, durante y después del parto). Por eso, mis palabras pueden servirles, sin duda, de esperanzador consuelo. Deseo que las mediten mucho y sobre todo que se cumplan, es decir, que el Espíritu de Dios, el Consolador (y conste que no empleo esta palabra en sentido erótico, no vaya a ser que algún que otro epicúreo que tú y yo conocemos la malinterprete), libere a ellos y ellas de la esclavizadora corrupción del mundo material. Aquí, en los cielos, espero a todos mientras gozo de la gloria eterna de los hijos e hijas de Dios y me entretengo con la compañía del alma del perro, tan simpático, que en cierta ocasión me regalaste, y con la del camello del que me caí camino de Damasco: sí, sí, has leído bien (“camello”), pues te aseguro que con lo del caballo la exégesis mayoritaria y los pintores de todos los tiempos se han equivocado de arriba a abajo. Lo siento, porque sé que te gusta mucho la imaginería tradicional. 

Espero, Dionisio, que me perdones por haberme desahogado tan a fondo contigo. Tenía inmensas ganas de expresarte a ti –que has sido mi discípulo más aventajado (mucho más que otros, innombrables)– la preocupación que siento ante el inmenso desconcierto causado por las ciencias naturales y, más aún, por las ciencias humanas, sobre todo la maldita hermenéutica, entre los mortales a día de hoy. Eso ha provocado que tu sabiduría deje de ser valorada por los pseudo-sabios del siglo XX y del XXI: no te haces idea de cuánto me irrita que F. O. sea más apreciado que tú en determinados ambientes. Las cosas están ahora en el mundo, sobre todo en el Opus, mucho peor que hace dos mil años en el Areópago de Atenas. ¡Ojalá los descendientes de Adán se liberen cuanto antes de la corrupción a la que están abocados desde que el pecado entró en el cosmos material y lo transformó en un galimatías! 

En el Reino de los Cielos la vida se vive con un orden sublime, ya lo sabes por propia experiencia. Pero esto no lo puedo explicar a los mortales porque no disponen todavía de la debida hermenéutica para entenderlo, ya que la “quintaesencia” de la hermenéutica se encuentra aquí arriba y no ahí abajo, y para tener acceso a ella se necesita traspasar el umbral de la muerte. Bien sabes, Dionisio, que los seres humanos sólo somos inmortales a título póstumo, y, mientras uno está sujeto a la vanidad terrena y a las vanidades humanas, tan sólo con la fe y la esperanza se puede vislumbrar un poquito, a duras penas, esa “quintaesencia”. Los agnósticos se burlan de nuestras creencias y nuestras esperanzas, como la del Reino de los Cielos, reino de justicia, paz y verdad, porque las ven demasiado ingenuas, inconsistentes y, sobre todo, inútiles para sobrevivir en medio de los gemidos de parto de la vida cotidiana, en una palabra “etéreas”. Y, a decir verdad, no se equivocan del todo, porque nuestra fe se sustenta en aquella “quintaesencia” que los sabios llamabais hace tiempo el éter eterno y brillante, humanamente Indescriptible y verdaderamente Innombrable. Este es el núcleo de la teología negativa o “apofática” que de manera maravillosa enseñaste en tus libros, que tanto y tanto te agradezco. 

Termino mis reflexiones reconociendo que por desgracia mis epístolas o, mejor dicho, la interpretación de mis epístolas ha suscitado bastantes líos entre los cristianos a lo largo de la historia (aunque también ha causado grandes beneficios, no exageremos pasándonos de rosca), de manera que lo mejor que puedo hacer es callarme y no molestarlos proporcionándoles más escritos doctrinales ni más monsergas. Me despido, pues, cordialmente. 

Desde la esfera primera, la más etérea de todas, te envía a ti, que te encuentras en la esfera 44ª, un abrazo y una bendición el que fue tu maestro

Pablo, el Apóstol 

P.S. Si ves alguna vez a Atomito –no sé en qué esfera gravita, quizás en la menos etérea para que se sienta más a gusto– salúdalo de mi parte y también a Josemaría, de quien he perdido la pista desde hace mucho, mucho tiempo. 

P.S. Se me olvidaba agradecerte que te hayas acordado de mí en tu carta (21.11.2012) dirigida a tu amigo Ramón. Explicas muy bien lo que me pasó en el encarcelamiento de Filipos (Hechos 16,16-38). Estoy de acuerdo con tus comentarios y los suscribo. 

Josef Knecht




Publicado el Monday, 26 November 2012



 
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