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 Tus escritos: Del cómo me trasladé a vivir a un Centro de la Obra.- Nicanor (XI)

010. Testimonios
Nicanor :

Los cursos anuales en Cañete, suponían pues, para los numerarios con administración ordinaria un suplicio. Aclaro esta parte por una errónea construcción castellana en mi anterior escrito que, seguramente Álvaro no hubiese permitido.

Las “señoras gordas”, término que empleábamos abiertamente para designar a las señoras de servicio, cocina y limpieza, hacían lo que podían. Vale decir, hacían lo que hacían en sus respectivas casas y cocinaban como cocinaban para sus hijos. Eso lo sabíamos perfectamente y… ¡Qué nos quedaba sino manifestar nuestra comprensión para con ellas! Del mismo modo como se manifiesta “comprensión” para con los que se marchan de la Obra. Aunque es irse por las ramas, me recuerda una frase muy interesante de Manolo, uno de los directores regionales, al respecto a los que se marchaban de la Obra. Dijo: ”así como todo organismo sano expulsa lo que le enferma, ya sea en vómitos o diarreas, del mismo modo los que no quieren perseverar en casa se evacuan naturalmente para mantener el cuerpo sano”. Célebre frase que me impactó por lo explícito de la… ¿analogía?...



Retornando al grano de las “quejas” respecto a la comida que se nos servía en Valle Grande, Cañete. Las numerarias auxiliares que son adiestradas en Condoray para los servicios de cocina en “casas” de la Obra lo hacen de modo poco más que extraordinario y varios, al entrar a vivir en “familia” empezamos a engordar.

Tomaré el punto de la obesidad como referencia para la explicar la crisis de trasladarme de casa de mis padres a la “casa” de la Obra “de Dios”.

Ya era tiempo que me mudase al Centro de Estudios. Inclusive Claudio, hijo de acaudalados supernumerarios, menor que yo, ya vivía allí. Pero ¿cómo superar la incomprensión de mis padres? Se me hacía un embrollo en el cerebro más que el corazón, puesto que el corazón ya lo había entregado a “su Obra”. De hecho, me dolía horrores cuando mi madre me pillaba haciendo la oración a puertas cerradas en el dormitorio y me cuestionaba qué hacía y porqué. Aunque ella respetaba mis decisiones, sabía que cada vez estaba menos en casa y más en lo otro. Ni con decirle que me iba a la Universidad como “mentira piadosa” para ir por el Centro… ella, ya lo intuía. Los rumores que el Opus Dei acaban “llevándose a sus hijos” se presentaban ya como una realidad. Así pues, me aclaró: “tú de esta casa no te vas hasta que no termines tus estudios universitarios”. ¡Eso era demasiado! El plazo transado por mi Director era mudarme a fines del curso anual del 93, creo, ya con veinte años cumplidos.

El curso anual de ese año fue muy duro. La presión de saber que tenía la exigencia de enfrentarme duro con mi madre para dejarla – cabe mencionar que de sus hijos siempre fui el más cariñoso -, la amenaza de dejar de pagar mis estudios universitarios si me mudaba antes a una “casa”, dejar la Universidad puesto que no pensaba ser una “carga” para la Obra y conseguir un empleo hasta reunir el capital suficiente para continuar con mis estudios… todo ello provocó un estado emocional de perturbación que, intuyo, sería anorexia, puesto que de los sesenta y cuatro kilos que pesaba llegué a los cincuenta y ocho. Me convertí en hueso y pellejo. Ciertamente mis “hermanos” tenían tanto qué hacer que no se dieron cuenta, seguramente porque… ¿tendrían también que cuidar la vista en esos rubros? Mis padres, al visitarme en Sierralta, donde se desarrolló ese curso anual quedaron más que espantados al verme. “¡Por Dios Santo estás hecho un esqueleto!” manifestó frente al Director del curso anual que no le quedó otra que percatarse que, efectivamente, mi físico había cambiado “un poquito”. “¡Te vienes inmediatamente con nosotros!” fue el forcejeo de mi madre a lo que el Director le dijo que le prometía “hacerme” comer. Y así lo hizo, me dijo: “Nico, tienes que comer más” punto.

Poco se puede decir del dolor que experimenta una madre – que no es supernumeraria – de un hijo al que ve deteriorarse, alejarse y modificar su forma de ser. El “dulcísimo precepto” como diría el Fundador era ahora muy amargo. Al retornar al Centro de Estudios se acordó que el Director, Carlos y Jae Hyung, fueran invitados a cenar en casa de mis padres para explicarles que los numerarios vivía en una “casa” de la Obra. Así fue. Acabada la cena, me retiré a mi dormitorio. Mi madre subió y me preguntó directamente: “¿te has hecho numerario?”. “Sí” le respondí. “Y… ¿por qué me lo has ocultado?”. “Porque tenía miedo que rechazases la vocación que Dios me ha dado”. “Es decir que en el Opus Dei te enseñan a mentir ¿eh?”. Me quedé callado y sollozando porque mi madre tenía los ojos empañados con lágrimas mientras me hablaba con firmeza. “No me opondré y maldigo el día que conociste el Opus Dei. Tonta fui en no hacer caso de lo que decían de esa institución pero te veía feliz” respondió. “No te marchas de esta casa hasta que culmines la Universidad”. “Lo siento mamá, ya tomé la decisión, me voy mañana”. “Ya veremos” y cerró la puerta de un golpe.

Al día siguiente estarían hablando con el Consiliario sobre mí. De mi carácter afable y manipulable hacia lo que se me presentase como servicio a los demás, de mis estudios y mi carrera profesional más allá de pre grado. El Padre López Jurado les atendió con la sonrisa y mirada más dulce que pudo hallar. “No tienen nada qué temer, la Obra se preocupa intensamente por la formación humana, espiritual y profesional de cada uno de sus fieles” – olvidó mencionar lo apostólico y proselitista. “Pero la decisión es de Nicanor”. Este juego de decisiones es de sumo interés. Personalmente me hubiese quedado en casa de mis padres hasta el fin de mi carrera, pero los Directores veían necesario que para mi formación completa – como un Jedi (Ref. Star Wars) – necesitaba trasladarme inmediatamente por lo que “mi decisión” era “su decisión” que yo había de convertir en “mi decisión”. Y así lo hice, Dios me lo pedía, Él lo arreglaría “porque las aguas pasarán a través de los montes”, frase que al Fundador le gustaba e hizo enmarcar en murales, cuadros, dinteles y otros elementos decorativos en las “casas” de la Obra.

Mientras mis padres despachaban con el Consiliario, hice mis maletas, tomé un taxi y me marché. El dolor atenazaba mi corazón. El sólo pensar ver a mi madre llegar y encontrar mi clóset vacío y no poderle dar un beso y decirle “estaré en el mejor lugar para vivir y para morir”…

Nuevamente despacho con el Consiliario. “Nicanor ha tomado una decisión, ya es mayor de edad y nadie le ha forzado. Como les repito, no tienen de qué preocuparse porque la Obra es como una madre que cuida extremadamente a sus hijos”. Ciertamente mi madre no estaba para tragarse cuentos como ese. Me llamó por teléfono por la tarde. Se me hizo un nudo en la garganta. “Hola mamá”. “Que sepas que, puesto que ya eres mayor de edad, que tu Obra se encargue de pagar tus estudios porque de ahora en adelante quedas desheredado y no vamos a darte ni un céntimo. ¡A ver cómo se las arregla esa madre para cuidarte!” y tiró el fono. Quedé pues de una pieza y fui a buscar consuelo en… no estaba ni el Director ni el capellán así que al Santísimo. Lloré por todo el dolor que les causaba. Ellos también lloraban por el dolor de perderme. Mi hermano – supernumerario – ni se metía. Mi hermana, si bien había asistido de mala gana a un retiro de chicas de la Obra, no le simpatizó para nada el ambiente. Justamente a ella le tenía y tengo especial cariño, tal vez por ser la única mujer y la dolorosa situación que le tocó afrontar. “¿Es que tienes que irte ahora?” me preguntó con tristeza al visitarme. “¡Sí!”, le respondí. “Suele Dios actuar de ese modo, ni Cisneros hubiese sido Cisneros, ni Ignacio, San Ignacio…” y solté la frase de Camino. Creo que no entendió ni pío. Lo que quedaba claro es que ya no había marcha atrás. Un beso y adiós.

Recuerdo que el Director me comentó que todo esto era como un incienso de purificación que acabaría acercando mis padres y hermana al calor de la Obra. Del ejemplo de mi firmeza dependía –en gran parte – la salvación de mis padres, y su retorno a la Iglesia y los sacramentos. Esto me alivió, pero mi fisiología volvió a trastocarse y seguí bajando de peso. Pesaba menos que un pavo navideño, como el Fundador cuando pasó los Pirineos.

Mis compañeros de Universidad me preguntaban si estaba bien de salud y… ¿mis hermanos sobrenaturales de la Obra?, ¿Dónde estaban cuando necesitaba tanto cariño?, ¿Es que había que hacerse fuerte a punta del abandono como Cristo en la Cruz?

Otra que se dio cuenta a la primera fue la numeraria auxiliar que pasaba la bandeja de comida en el comedor. Estaba tan escuálido que se quedaba más tiempo a mi lado y con la bandeja me empujaba el hombro. La miré a los ojos – aunque a las auxiliares nunca, pero nunca, hay que mirarlas porque así lo había establecido el Fundador ¡y era pecado! –, pero con sus ojos me decía “o comes más o te sirvo yo”. Creo que fue la primera vez que percibí que, en el Opus Dei, había un rastro de cariño auténtico.

Aún guardo en mi memoria el rostro de esa bendita auxiliar. Desde aquel momento, aunque no se debía, incluí en mis plegarias de la Misa un especial “memento” por las auxiliares que, como contaré después, las traté estrechamente saltándome todas las “razonadas” del Fundador.

Nicanor Wong

Pd.- agradezco especialmente a los lectores van corrigiendo parte del estilo de la narración y a todos esos cientos de personas de las obras corporativas y personales en las que trabajé que leen mis escritos. Aunque tengan que hacerlos desde cabinas por el hackeo de sus correos oficiales. Quién me diría que esos chicos y chicas, para los cuales va todo mi cariño, entran a esta Web y le hacen promoción.

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Publicado el Monday, 19 April 2010



 
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