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 Tus escritos: Recuerdos sobre el tema del sacerdocio en el Opus Dei (y III).- Haenobarbo

010. Testimonios
Haenobarbo :

 

Recuerdos sobre el tema del sacerdocio en el Opus Dei
(Parte III)

Haenobarbo, 31 de julio de 2009

 

 

 

Al terminar mi escrito anterior, he vuelto a pensar en esa barrera que existía, procurada y concientemente querida, entre los seminaristas de la Prelatura y los otros alumnos de las facultades eclesiásticas que, o bien pertenecían de algún modo a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz o sólo eran clérigos diocesanos, lo que no es poco decir. 

 

Es verdad que cuando algunos de esos seminaristas de la Prelatura se ordenaban, parte de su actividad se volcaba en ellos. De pronto eran sus amigos y de algún modo sus colegas: eran su encargo apostólico, con toda la carga de interés que eso supone para el espíritu del Opus Dei.

 

No es extraña así, la prevención que en algunos ambientes clericales existe frente a los sacerdotes de la Prelatura: ellos forman grupo con los suyos, o con los que pueden ser suyos. Dejan de lado a los que no dan esperanza de “entender” y lo que es más grave, separan a los suyos de los que no lo son...



Los ambientes clericales suelen ser muy densos, en ellos hay pocos grises, casi siempre sólo blancos y negros: el que no está conmigo está contra mi; los bandos solapadamente enfrentados, son frecuentes y los abiertamente enfrentados también. En el caso concreto del Opus Dei, en el medio de esos bandos, están los seminaristas diocesanos (todos los religiosos están absolutamente excluidos, son sapos de otro pozo) tironeados por ambos: así, muchos, ocultan deliberadamente su simpatía con el Opus, para poder terminar sus estudios en paz.

 

En Roma hay muchos colegios eclesiásticos: los colegios nacionales, donde los obispos suelen mandar a sus mejores aspirantes al sacerdocio, para formarse y obtener sus grados en las diversas universidades y ateneos pontificios. Recuerdo haber oído comentar, que en prácticamente ninguno, dejaban entrar a los sacerdotes del Opus Dei –a los seminaristas ni se nos ocurría ir por esos lugares– para tratar a los alumnos. La explicación que se daba es que los directores por lo general “no entendían” y los respectivos obispos tampoco. 

 

Alguno que había logrado hacer amistad con un alumno del Colegio Francés, tenía que hacer malabares para encontrarse con él, sin que los vieran. Los del Colegio Español, ni se diga, esos no solían servir, porque si sirvieran para el Opus, sus obispos no los hubieran mandado ahí. El Pío Latinoamericano estaba casi excluido de las miras apostólicas de los sacerdotes de la Prelatura: su dirección estaba confiada a los jesuitas, por lo cual era casi seguro que todos sus alumnos fueran cuando menos heterodoxos.

 

Quizá esto fue lo que movió a la Prelatura a crear sus propios colegios eclesiásticos, donde obispos amigos, u obispos pobres a los que se les aseguraba la formación gratuita de sus seminaristas, mandaban a sus alumnos: así se creaba una cantera propia de vocaciones y de futuros obispos amigos. Algo parecido a la política de los colegios.  Pero eso vino cuando yo ya no estaba.

 

Los días en el Colegio Romano transcurrían entre normas, clases y medios de formación en el propio Colegio, clases en las facultades, ensayos de coro para la misa solemne de los domingos y fiestas especiales, tertulias en cada una de las casas, tertuliones generalmente con el Padre uno o dos domingos al mes, tertulias pirata –que de todo había dentro de este género–,  encargos materiales por las tardes, entre los que se incluía la atención a portería, que ahí no atendía la administración, un paseo semanal por Roma los domingos en que no había tertulión (no más de dos o tres juntos y con corbata), de no mas de dos o dos horas y media (había que llegar a comer en punto), charla fraterna, una vez cada quince días otra con el sacerdote del grupo y una vez cada uno o dos meses, otra con el director espiritual del Colegio, estudio y poco más, si es que todo esto es poco.

 

Algunos, además, cumplían sus encargos en Villa Tevere, o en la sede de verano en San Felice d´Ocre, un lugar paradisíaco, ahora quizá medio devastado por el terremoto que hace poco azotó a L`Aquila.

 

Por esa época nos hacían encomendar la nueva sede de las Facultades Eclesiásticas: como siempre, los numerarios de a pié especulábamos con diversos lugares, en base a comentarios de pasillo. A veces, en los paseos dominicales, nos acercábamos hasta los lugares probables –porque no teníamos ningún dato cierto– como por ejemplo el Palacio Altieri, o la sede de la Embajada del Brasil, en la que el fundador, según se sabía, había pensado alguna vez.

 

Un día, por fin nos enteramos que la nueva sede sería el Palacio del Apolinar, un edificio con mucha historia. 

 

En su momento alojó el Pontificio Colegio Germánico-Hungárico. Fundado por San Ignacio de Loyola, en 1552, durante el pontificado de Julio III, como Colegio Germánico, para formar en él a seminaristas provenientes de la Alemania protestante; en 1580 Gregorio XIII le adjuntó el Colegio Hungarico, fundado por él mismo en 1579 para cumplir la voluntad de San Ignacio, que ya para entonces había muerto, adquiriendo su actual denominación de Germánico Hungárico. Sus alumnos, por privilegio pontificio, vestían una sotana rojo cardenal, por lo que eran conocidos en Roma como “los gambas rojas” o “los gambas cocidas”. Mas tarde, alojó el Pontifício Ateneo Romano, convertido luego en Seminario Romano.

 

Nuestra incursión en el edificio, fue lenta pero segura. Al principio, la Prelatura había conseguido dos o tres salas que pronto fueron convertidas en las primeras aulas. El edificio muy espacioso y de varias plantas, estaba ocupado en su totalidad por las más variopintas instituciones: pequeñas comunidades de monjas y frailes –desde luego en zonas separadas–, instituciones de caridad, músicos y hasta un taxidermista que, entre otras cosas relativas a su especialidad, se ocupaba de la preservación de los restos de santos y beatos para ser expuestos a la veneración pública.

 

Se nos recomendó que subiéramos y bajáramos del venerable edificio, sin algarabía, para no hacernos molestos a sus habitantes. La idea era conseguir que esa gente se vaya contenta y agradecida, cuanto antes. Recuerdo que en una pequeña tertulia, un cura numerario que trabajaba en el Vaticano, contó que un prelado de la Curia lo había felicitado por la noticia del Apolinar, y le había comentado en tono jocoso: pronto será todo vuestro: ustedes hacen como los jesuitas, llegan a un lugar, ponen un clavo en la pared, cuelgan un cuadro y cuando menos se acuerda, se apoderan de todo. Y esto lo contaba en medio de las risas de todos los presentes.

 

Por lo general, los alumnos, sean seminaristas, diáconos o sacerdotes, de los distintos colegios eclesiásticos de la Urbe, emplean sus vacaciones, porque así les está recomendado, en hacer prácticas pastorales en sus países de origen o en diversas diócesis italianas o en la propia ciudad de Roma. La idea es que no se aparten de la realidad que les tocará vivir, permaneciendo encerrados en sus colegios, durante los años de formación.

 

Los seminaristas de la Prelatura, invierten sus “vacaciones” en hacer su curso anual, que en Roma dura mas de lo normal. Por lo general un mes lo pasan en la sede de verano, Tor d´Aveia, en la localidad de San Felice d´Ocre en los Abruzaos. Transcurrido el mes, el grupo vuelve a Cavabianca, para seguir estudiando los dos meses siguientes, en un clima un poco mas distendido: más horas de deporte, tertulias musicales, algo de cine, desde luego los encargos materiales de verano y poco mas. De salir a la calle nada de nada: de prácticas pastorales tampoco. De hecho, la asignatura de pastoral sólo se cursa, por lo general, después de la ordenación.

 

En esa época –no sé si se siga haciendo–, el Padre invitaba a algún Cardenal a pasar unos días de descanso en la zona de invitados del Colegio Romano. No eran muchos días. Por ahí estuvieron el Cardenal Baggio, Prefecto entonces de la Congregación de Obispos y por tanto directamente involucrado en el tema de la Prelatura, el Cardenal Koenïng, Arzobispo de Viena, o el Cardenal Sing, arzobispo de Manila. Otras veces los invitaba solo a pasar el día y a darse un chapuzón en la piscina. En esas oportunidades, se procuraba que los españoles desaparecieran de la vista; los “exóticos” en cambio tenían la consigna de hacerse –en pequeñas dosis– los encontradizos.

 

Un buen día, nos íbamos enterando de quienes se ordenaban ese año: nada clamoroso, todo de a poquito y casi en voz baja. A partir de ese momento, los encargados de portería veían un inusual desfile de salidas a Roma: los ordenandos salían de a pocos para mandarse a hacer las sotanas y adquirir el resto del ajuar sacerdotal. Como siempre de eso no se hablaba: no recuerdo que nadie contara en la tertulia de la noche cómo le había ido con el sastre que le tomaba las medidas o qué le había hecho las primeras pruebas.

 

El coro y el corito, empezaban a ensayar los cantos gregorianos de la ceremonia de ordenación. Los últimos días, los ensayos se hacían en el coro alto de la Basílica de San Eugenio, sobre todo para ajustar el volumen del canto. Hasta que llegaba el gran día….

 

Recuerdo la reticencia de algunos a salir de sus habitaciones vestidos con la sotana. Algunos, en previsión de lo inevitable, se habían afeitado los bigotes o las barbas días antes, apareciendo irreconocibles en las tertulias, otros se mantenían en sus trece hasta el mismo día, protegiendo sus pilosidades hasta el último momento.

 

Luego de la ordenación diaconal, empezaba lo que para la Prelatura sería la práctica pastoral de los nuevos clérigos: a puertas cerradas y con la sola presencia de un o dos curas experimentados, daban sus primeras meditaciones. Acompañados de algún sacerdote provecto, pasaban a la administración a dar meditaciones: personalmente no recuerdo que nos las dieran a nosotros, aunque es posible que alguna vez sucediera.  Poco a poco se les encargaba la bendición con el santísimo los sábados y diaconaban revestidos de espléndidas dalmáticas en las misas solemnes de los domingos o días de fiesta.

 

No me olvidaré del revuelo y la perplejidad que se produjo, cuando un cardenal de algún país europeo, le pidió al Prelado un diacono de su misma nacionalidad, para que lo asistiera en la misa que debía celebrar en una basílica romana: el revuelo y la perplejidad se produjo en las altas cúpulas de la Prelatura, porque aquella petición podía sentar un precedente funesto. ¿Qué tenía que hacer un diácono de la Prelatura asistiendo a un cardenal en una misa que no tenía nada que ver con la Prelatura? ¿Y si ahora se dedicaban los cardenales a pedir diáconos cada vez que celebraran alguna solemnidad en Roma? ¿acaso los clérigos de la Prelatura estaban para esas cosas?. Cualquier colegio eclesiástico de Roma estarían encantado de que se tome en cuenta a sus alumnos para ese servicio. Desde luego no hubo manera de negarse, sobre todo porque el cardenal no era cualquiera.

 

Disgusto semejante se produjo cuando un cardenal de la curia, que seguramente había asistido a alguna misa solemne en San Eugenio, pidió el coro del Colegio Romano para una misa que iba a celebrar en una de las Basílicas Patriarcales. Si mal no recuerdo, fue una serie de misas celebradas por distintos cardenales, cada una de las cuales contaba con la presencia del coro de un colegio eclesiástico distinto, no era propiamente una competencia, pero casi. ¿Cómo podían estar los alumnos del  Colegio Romano metidos en el mismo saco de los demás colegios eclesiásticos si los alumnos del Colegio Romano eran laicos?. Además había un agravante, el coro debía cantar en el mismo presbiterio, a la vista de todos los asistentes: pecatto!!!!!. El coro fue, y cantó como los ángeles, no hubo modo de evitarlo, pero debía quedar claro son cosas que no pueden ni deben ser tomadas como precedentes.

 

¿Pero éramos o no éramos seminaristas? Los alumnos de los otros colegios ciertamente lo eran. Los del Colegio Romano, no estaba tan claro por lo que se verá.

 

Dije en uno de los escritos anteriores, que luego de la conversación en el rincón y de la subsiguiente carta reiterativa de lo mismo que le había escrito al Padre, yo pensaba que ya estaba todo hecho, pero no era así.

 

Algo mas de un año después de mi llegada al Colegio Romano, de la conversación y de la carta, un día me llamó el rector a su despacho y no recuerdo bien como, me vino a decir que era el momento de oficializar mi estancia en el Colegio Romano, y que a tal hora debía pasarme por uno de los oratorios, donde un cura me estaría esperando, de eso lógicamente no había que hacer comentarios con nadie. Por mas esfuerzos que hago, no logro recordar que oratorio era: desde luego no el de mi grupo, ni el de ninguno de los otros. No fue tampoco en el del Santísimo, que da al óculo del gran oratorio de Santa María de los Angeles, aunque tengo la impresión de que fue en esa zona.

 

A la hora prevista, estaba ahí: me esperaba el cura de mi grupo, revestido de sobrepelliz, y con las dos velas encendidas en el altar. Me hizo arrodillar en la grada y empezó una pequeña ceremonia (no, no, no me abrió la coronilla, que eso ya no se estila) provisto de un delgado libro litúrgico: me hizo en latín unas preguntas, a las que obviamente había que contestar que si y luego leyó una oración y me dio la bendición. No había ingresado al estado clerical, pero me había convertido en seminarista, mediante la ceremonia prevista en la iglesia, para la admisión formal de un individuo al seminario.

 

Si yo había hecho esa ceremonia, debía presumir que algunos de los demás alumnos, también la habían hecho. ¿Cuándo? no se. ¿Dónde? tampoco. ¿Varios juntos? tengo la impresión de que no. ¿Era yo el único que no la había hecho hasta entonces? lo ignoro.  ¿Todos los que cantamos en el coro en aquel presbiterio de aquella Basílica, éramos seminaristas? solo puedo asegurar que yo, no. Tampoco había ningún otro de los alumnos esperando a la puerta del oratorio de marras para hacer la ceremonia después que yo.

 

¿En los demás seminarios del mundo esa ceremonia es secreta? no lo sé, sinceramente, pero lo dudo, porque no veo razón lógica para que lo sea. Todo el que va a un seminario, al menos en los tiempos que corren, va a ser seminarista. ¿Por qué debe esconderse de sus compañeros de seminario para serlo oficialmente? es mas, estoy seguro de que en todos los seminarios del mundo, la incorporación oficial, hasta se celebra con algún extraordinario y quizás hasta en grupo. 

 

En la Prelatura es una ceremonia que se hace para cumplir el expediente, porque la Iglesia lo manda, porque seguramente para el expediente de ordenación se necesita un acta en la que conste que el ordenando ha sido oficialmente seminarista, no solo que ha cursado las asignaturas correspondientes, sino que ha manifestado “coram ecclesia” su voluntad de ingresar al seminario.

 

Pero – me pregunto– si debe hacerse porque la Iglesia lo manda, si todos los que van ahí, van al Seminario Internacional de la Prelatura, que es público, es decir que existe erigido como tal, en cumplimiento de lo establecido en los estatutos aprobados por la Santa Sede, ¿por qué debe hacerse en secreto? Y se hace en secreto, porque jamás me enteré que ninguno de los 200 que estábamos ahí la hubiera hecho, jamás nadie lo comentó, al menos en mi presencia, ni jamás vi. que nadie la hiciera.

 

¿Que se hace así porque no todos se van a ordenar?... en los demás seminarios del mundo tampoco se ordenan todos los que entran. Si la admisión oficial al seminario, produjera, como antes lo hacia la prima tonsura, el ingreso al “estado” clerical, lo entendería, porque entonces dejaríamos de ser laicos y para volver a serlo probablemente se necesitaría dispensa. Pero si la admisión al seminario no cambia el estado del que es admitido, ¿por qué tanto secreto? ¿Es que a los que estábamos ahí, y que sabíamos donde estábamos y que discretamente debíamos decirlo en determinadas circunstancias y a determinadas personas, entre esas el propio Pontífice, nos daba vergüenza ser seminaristas? Francamente no lo creo. ¿Es que ser oficial y públicamente seminarista es contrario al espíritu inviolable del Opus Dei? ¿Es que temen que seamos menos laicos por ser seminaristas y saberlo entre nosotros?

 

Es más, sospecho que para el permiso de soggiorno, requerido por el Estado italiano para permanecer en su territorio, se nos presentaba en esa calidad. Digo que lo sospecho, porque nada mas llegar al Colegio Romano, se nos requisaban los pasaportes, que no volvíamos a ver hasta que nos íbamos, y de esos trámites seguramente se encargaba algún experto.

 

También firmábamos en esa calidad las becas que pedíamos a diversos organismos diocesanos o supradiocesanos, para costearnos los estudios.

 

En resumen, en la Prelatura, solo han sido oficial y públicamente seminaristas los que se han ordenado, solo entonces aflora su condición de seminaristas, aunque los demás también lo hayamos sido oficialmente, en virtud de la citada ceremonia, y aunque hayamos cantado en un coro públicamente en calidad de tales.

 

El que lo entienda, ¡¡que me lo explique!!

 

Haenobarbo

 

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Publicado el Friday, 31 July 2009



 
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