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 Tus escritos: Recuerdos sobre el tema del sacerdocio en el Opus Dei (II).- Haenobarbo

010. Testimonios
Haenobarbo :

Recuerdos sobre el tema del sacerdocio en el Opus Dei (Parte II)

Haenobarbo, 29 de julio de 2009

 

 

Pues ya estaba hecho. Había hablado a solas con el Padre y le había manifestado mi disponibilidad para ordenarme. Todos lo sabían, pero al mismo tiempo nadie sabía nada. En el Opus Dei la disimulación es cosa que se aprende pronto.

 

Yo pensaba que la cosa había terminado ahí, total había hablado con el Padre en persona y le había dicho lo que había que decir. Pero estaba equivocado otra vez.

 

Por la noche, antes de la tertulia, me llamó el director de mi centro (porque hay que saber que en el Colegio Romano cada uno dependía de un centro compuesto por Director, Subdirector, Secretario y cura) y me preguntó si no tenía nada que decirle. Me lo pensé un poco y la verdad no, no tenía nada que decirle. Me miró con una sonrisa burlona y me dijo: pero... que no has hablado con el Padre?. Pues sí, tal como me dijiste he hablado con el Padre hoy. -Y bueno, no te parece que eso es algo que debes decírselo al Director? Y yo: pues no, tenía entendido que las cosas que se hablan con el Padre, no hay que decírselas a nadie... -Vamos, -me replicó-, no se trata de que me digas lo que le dijiste ni lo que te dijo, sino simplemente que has hablado con él...



Yo a veces soy un poco tozudo, lo reconozco, sobre todo cuando la lógica no parece estar presente, así que recuerdo perfectamente que me atreví a decirle algo así como: mira, la semana pasada viste que no había hablado con el Padre; hoy has visto que he hablado, así que he pensado que no sería necesario decírtelo, pero bueno, te lo digo ahora: hablé con el Padre. 

 

No sé qué efecto le hizo mi respuesta, pero lo cierto es que nunca nos terminamos de llevar bien, de hecho no era de los de su círculo, aunque ahora recuerdo que poco antes de terminar mi estancia en el Colegio Romano, y quizá para dejarme un buen recuerdo, me invitó, con mucho secreto, a un paseo absolutamente extraordinario, que organizó con otros cuatro, para ir a los Castelli, a comer porqueta y a beber el famoso vino de la zona. Pero esto es otra historia.

 

La charla terminó con la indicación de que sin pérdida de tiempo, debía escribir una carta al Padre, diciéndole lo mismo que le había dicho por la mañana.

 

Ya escribí en otra ocasión sobre la necesidad imperiosa que tiene el Opus Dei, de tener todo por escrito, aunque ellos nunca escriban nada como respuesta. La carta debía estar escrita esa misma noche, para lo cual el Director, a quien debería entregársela personalmente ese mismo día, me permitía hacerlo después del examen de la noche. Escribí la carta: ya tenía el opus Dei, la prueba escrita de que yo había manifestado con absoluta libertad, mi disponibilidad para ordenarme. Supongo que la conservarán aun por si algún día se necesitara como prueba.

 

Desde luego no recibí ninguna respuesta: eso sí, como me advirtió el Director, el Padre me lo agradecía y estaba muy contento de mis buenas disposiciones.

 

Mi estancia en el Colegio Romano, coincidió con la primera etapa de la andadura de la Prelatura. Todo era aun algo confuso, no había experiencia, pero si había la seguridad de que poco a poco, había que ir saliendo a la superficie, sobre todo para que, en los ambientes eclesiásticos, se fuera notando que la Obra, con su nueva configuración jurídica, era un organismo vivo, que se adecuaba perfectamente a su nuevo traje.

 

No se trataba por supuesto de ir por la calle con aires de seminarista y pasos de gacela enamorada –de hecho jurídicamente yo no lo fui hasta casi un año después, cosa que por entonces no sabía–, pero si de mostrar, con mucha discreción, que un grupo de tipos jóvenes, profesionales todos, hacían sus estudios eclesiásticos en la recién abierta, Sección Romana de las Facultades Eclesiásticas de la Universidad de Navarra.

 

Eso si, no había que hacerlo en pelotón. En esa época las facultades funcionaban en el edificio anejo a la iglesia de San Girolamo Della Caritá, edificio que desde antiguo ocupaban unas buenas religiosas, a las que poco a poco se fue arrinconando en un ala del edificio, hasta que se las convenció de que era mejor que se trasladaran a un local más conveniente que, lógicamente, la Obra no les regaló: a lo sumo gestionó que la Santa Sede se lo alquilara o se lo prestara. Eso si, estoy seguro, que al menos en los primeros tiempos, ellas se ocupaban, como un servicio a la prelatura y a los futuros sacerdotes, de la limpieza y de algunas otras tareas por decirlo así “domésticas”. 

 

Algunos íbamos hasta ahí en el trenino, pero no más de dos juntos, para no parecernos a las alumnas de las hermanas Ursulinas nos decían, así que en la estación de Grotarossa, esperábamos el tren procurando disimular que nos conocíamos, y en el tren tratábamos de no hablarnos, sobre todo si no lo hacíamos en italiano y eso porque así nos lo habían indicado expresamente. Al llegar a la estación en Roma, cada cual cogía por su lado, para llegar caminando a la Facultad.

 

Otros iban en los famosos pullminos, que aparcaban en diversos lugares, cerca de la facultad, para igualmente dispersarnos lo más posible e ir llegando a clases como extraños. Lo mismo para la vuelta.

 

A veces nos anunciaban que tal día habría una visita importante en la Facultad: un Cardenal o un obispo iría por ahí a dar una vuelta y conocer las nuevas facultades que la Prelatura (era mejor dejar de hablar de la Obra) había abierto en la Ciudad Eterna, para el servicio de la Iglesia santa y de todas las diócesis del mundo, detalle éste que no debía olvidarse.

 

Para esas ocasiones se montaba un operativo especial: los alumnos del Colegio Romano debían desperdigarse por todo el edificio: unos debían estar estudiando en la entonces pequeña biblioteca, otros debían discurrir por los pasillos, mejor si lo hacían discutiendo cuestiones de teología, de filosofía o de derecho canónico, otros podrían estar en el patio central charlando. Todo esto no tanto para ver a la visita ilustre, sino para ser vistos por ella. 

 

El que hacía de cicerone, acompañaba al visitante en una gira por el edificio, y de tanto en tanto se detenía junto a alguno, por lo general procedente de algún lugar “exótico” (la verdad es que los españoles, que eran mayoría, estaban casi proscritos de esas presentaciones) y era presentado al Cardenal o al obispo de marras, contándole al visitante cual era su profesión, en qué había trabajado, o alguna anécdota apostólica especialmente significativa. El que hacia las presentaciones se había aprendido un guión de antemano, porque desde luego no tenía por qué conocer las peculiaridades de cada uno. En estas presentaciones se incluían, desde luego, a los alumnos que no eran de la obra, todos ellos clérigos, sin dejar de mencionar la confianza que sus obispos tenían puesta en la Prelatura, para la formación de sus sacerdotes. Tampoco se dejaba fuera a algunas de las numerarias –pocas aún– que hacían ahí sus estudios, aunque era claro que no se ponía especial empeño en que hubieran muchas a la vista y nunca confraternizando con los demás alumnos.

 

Todo esto, sin perder por supuesto, el tono absolutamente laical que debía presidir la vida de un miembro del laico del Opus Dei. Van unos ejemplos. Ya por entonces había en las facultades varios alumnos que provenían de algunas diócesis, generalmente agregados o aspirantes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, es decir o eran propiamente seminaristas o ya eran sacerdotes que hacían una licenciatura o un doctorado. Estos no solían vestir rigurosamente las vestiduras propias de su estado: no solían usar sotana y algunos ni el clergiman, sino apenas una camisa con alzacuello, y en épocas de frío una rebeca o alguna otra prenda de abrigo. Los numerarios íbamos rigurosamente de saco/chaqueta y corbata y los curas de la Prelatura o con sotana o clergiman negro.

 

Mientras el cicerone y los sacerdotes que acompañaban o se encontraban con la visita, lo saludaban rodilla en tierra y besando su pastoral, los laicos debíamos –por expresa indicación– o simplemente darle la mano, o esbozar apenas una inclinación, haciendo ademán de besar su anillo. Desde luego nadie se presentaba como seminarista de la prelatura, eso si, el que hacía de guía, no dejaba de comentarle a la visita que allí se formaban los alumnos del Seminario Interregional de la Prelatura.

 

Recuerdo que a los nuevos, se nos indicaba en alguna charla, que si alguna vez, por casualidad tuviéramos que tratar con algún eclesiástico, sin dejar de decirle muy claramente cual era nuestra profesión y nuestros estudios civiles y de ser posible algunos detalles de nuestro trabajo profesional y de nuestro apostolado personal, no dejáramos de comentarle como de pasada, que éramos ahora, además, seminaristas de la Prelatura, pero sólo como de pasada para que fueran comprendiendo el espíritu laical de la Obra. Todo esto, desde luego no podía omitirse, si alguno tenía la oportunidad de saludar al Romano Pontífice.

 

Si bien se nos animaba a ser amables y estar disponibles para todos los alumnos de las facultades, se nos hacía ver que no era saludable intimar con los clérigos: eso era labor de los curas. Así que los numerarios laicos, formábamos rancho aparte, no obstante tener claro que muchos de los que estábamos ahí, probablemente un día apareceríamos de sotana o de clergiman: este dato da mucho que pensar respecto a las diferencias que existían entonces –no sé cómo será ahora, pero no me extrañaría nada que todo siga igual– entre los seminaristas de la prelatura y los seminaristas diocesanos. Creo que no exagero si digo que una buena parte de nosotros –siempre dejo campo para la excepción– sentíamos verdadero repelús por todo lo que sonara a clerical, sobre todo fuera de la Prelatura.

 

Haenobarbo

 

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Publicado el Wednesday, 29 July 2009



 
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