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 Libros silenciados: Por qué y cómo me salí del Opus Dei.- Castalio

010. Testimonios
Castalio :

Por qué y cómo me salí del Opus Dei

Castalio, 8 de julio de 2009

 

 

I. Testimonio personal

 

Después de veinticinco años como numerario en el Opus Dei, decidí salirme de esa institución hace apenas dos años, debido a tres razones fundamentales.

 

La primera de ellas es que repruebo la forma tan deshonesta en que se hace proselitismo y se reclutan vocaciones para vivir el celibato apostólico en esa institución, sea como numerario, numeraria, agregado, agregada o numeraria auxiliar. Sin importar si se tienen condiciones verdaderas para llevar una vida tan ardua, se plantea la vocación a cualquiera que se acerque a sus casas y actividades y se le induce para incorporarse a sus filas, introduciéndolo de inmediato a una atmósfera de fidelidades y lealtades condicionantes de la salvación. Todo, siguiendo un método logístico altamente eficaz. La prueba más contundente de que se trata de una cuestión meramente humana y no sobrenatural como se dice, es el estado general de tristeza y desasosiego interior en el que viven la mayor parte de los miembros célibes. Resulta lógico hasta cierto punto que así sea, pues la mayoría de esas personas consiguen la perseverancia gracias a una enorme fuerza de voluntad, misma que en ocasiones desfallece por el exceso de presión para mantener aquel artificio. También la salida de una gran cantidad de miembros célibes puede ser una prueba de esta falacia, pues la mayoría salen decepcionados por la vida tan artificiosa e irracional que han llevado; tanto como lo fue la supuesta vocación o llamada que algún día sintieron.

 

La segunda razón es...



porque me parece que el Opus Dei de los célibes (numerarios y agregados) es una institución claramente pelagiana. Esto lo digo porque a poco que se le observe se comprende la forma en que ha hecho de sus normas, reglas y doctrina (de su espíritu fundacional), un sistema clausurado de religiosidad que ha terminado por apagar en muchos el anhelo de vivir y de correr los riesgos inherentes a la vida.  Dicho de otro modo: no se asume el riesgo de vivir porque se prefiere prevenir la conducta de sus miembros por medio de instrumentos racionales y organizacionales (reglas, notas, avisos, criterios, dirección), antes que confiar en la Gracia.

 

Por último, me salí del Opus Dei, porque los directores de los numerarios y agregados hacen uso constante y sistemático de la mentira en sus múltiples modalidades: simulación, cosmética, fingimiento, dobles verdades, ocultamientos, etcétera. La causa de esta mala costumbre es que se da prioridad al bien antes que a la verdad. Esto lo comprobé viviendo todos esos años en la Obra y formando parte en múltiples ocasiones de sus consejos de dirección y gobierno.

 

Las tres razones me parecieron más que suficientes para abandonar una institución a la que entregué mi vida, mis ilusiones, mis deseos de ser mejor persona y de ayudar a otros a que lo fueran.

 

II. Proceso interior de mi salida

 

Mi proceso interior de salida fue lento y doloroso, aunque no impulsivo ni violento. Empezó en la canonización de Escrivá de Balaguer, en Roma; o quizá antes (mucho antes), pero no fue sino entonces cuando los síntomas se hicieron más patentes. En primer lugar, porque me cansé del triunfalismo de una institución que ha escrito su historia en términos de progreso constante. No hay más que echar un ojo a ese raro y fantástico libro de la historia de su conformación institucional, titulado Itinerario jurídico del Opus Dei —Historia y defensa de un carisma. En este relato, como en todos los que se escriben en la Obra sobre su propia historia, la humildad colectiva fácilmente pasa a un segundo o tercer plano. El discurso sostiene que la Obra siempre triunfa y sale airosa porque Dios así lo quiere, y crece el número de miembros como en ninguna otra institución por la misma razón. Los recesos de esa supuesta natural evolución, sea debido a fracasos o a errores en su gobierno (empezando por el gobierno fundacional), siempre se atribuirán a circunstancias externas y se expresarán en términos de incomprensión: los que no entienden, la contradicción de los buenos, la cola del demonio y cosas por el estilo. Todo ese raro optimismo triunfante, que hacía de la Obra la institución más poderosa de la Iglesia y a Escrivá el santo contemporáneo por excelencia, se dejó sentir como nunca en aquellos días de hiperorganización y derroche en el Vaticano.

 

A los pocos días de regresar de Roma, llegó al centro donde vivía una fotografía de una vista aérea de la ingente multitud de asistentes a la canonización en San Pedro. Rápidamente se enmarcó y colgó en la pared de la sala como un emblema del poder del nuevo santo. Aquello me resultó contrario a la humildad colectiva que predicó Escrivá y a la autenticidad del espíritu laical que hasta entonces había entendido. Pero en la Obra las excepciones, cuando conviene, se hacen y nadie, jamás, dice nada.

 

No me detengo mayormente a describir las innumerables situaciones de cursilería y de vanagloria que observé en aquel evento, pues son bien conocidas por la mayoría. Me conformo con decir que cada una fue alimentando en mí un cierto hastío debido a los excesos de sus formas y al triunfalismo al que antes me he referido. Esto se reflejaba en una clara falta de autenticidad en las emociones y manifestaciones de fidelidad al padre y al nuevo santo por parte de muchos jóvenes. Fue tan falso que en mi país, al regreso de aquel evento, vinieron muchas deserciones; la flama de la canonización pronto se vio reducida a un centelleo de recuerdos y repaso de fotografías de viaje. Y pronto vino el desencanto.

 

En mi búsqueda de una explicación al malestar creciente que veía y a la vez negaba, pero que se hacía más evidente al observar la salida de tantos, así como la ausencia de verdadera alegría y de una auténtica cultura cristiana, me llevó a leer y estudiar algunos libros de autores como Romano Guardini, Ives Gongar, Hans Urs von Balthasar, Henri de Lubac, Luigi Guisiani y Joseph Ratzinger, entre otros. Todo en esas lecturas me hablaba de algo que no veía en la Obra: la inclusión de la dimensión temporal del hombre en su vida cristiana. Me explico un poco más.

 

A diferencia del Opus Dei, donde la historicidad humana parece haber sido derrotada por un sistema de espiritualidad atemporal, perfectamente trazado y reglamentado, y con respuestas para todo y para siempre, elaborado bajo la luz divina por Escrivá de Balaguer, la nueva Teología desarrollada por estos autores, me ofrecía una visión más humana, más temporal, más a la medida de nuestra condición existencial siempre efímera y perecedera. Cristo no es un concepto abstracto o un referente mental, ni fundó un sistema ahistórico de salvación, sino que, sabiendo nuestra condición limitada en todo momento por el tiempo, nos dio los medios para el Encuentro histórico con Él (momento a momento, día a día), a través de la Gracia. De ahí la primacía de la Gracia, de la que ha hablado reiteradamente Benedicto XVI.

 

El Opus Dei, en cambio, confía ese Encuentro entre Dios y el hombre a al cumplimiento y ejecución de un sistema acabado, formado por un sinfín de reglas y directrices. De ahí la sombra que se cierne sobre la vida de la mayor parte de los numerarios y agregados. Poco hay por hacer, pues prácticamente todo está dicho. Percibí entonces que ahí estaba buena parte de la causa de su falta de anhelos, de ilusiones, de iniciativas, tanto en mí como en mis hermanos de la Obra. Lo dije a un director de la delegación que se decía abierto y comprensivo y de nada sirvió. Ni él ni nadie podían hacer nada, pues, en efecto, todo, absolutamente todo, está dicho. Me di cuenta que la felicidad y el reencuentro de mis tristes hermanos con la alegría no podía darse sino en la medida en que se instalaran o reinstalaran en el sistema y se sometieran a la praxis derivada de éste. En otras palabras: no había nada que hacer sino cumplir las normas del plan de vida, no complicarse demasiado pensando y dedicarse a buscar posibles miembros (vocaciones) para hacer que el sistema continuara vivo.

 

Fue así como el aburrimiento se fue apoderando de mí. Y cuando digo aburrimiento, lo digo en su sentido más pleno. Me pareció que aquella forma de entender y vivir el cristianismo era poco lúdica, poco viva, poco creativa y nada interesante. No me refiero, claro está, a la iniciativa de realizar tal o cual actividad apostólica, sino al fondo de la cuestión: la vida del espíritu. Es ahí donde el aburrimiento echa raíces y se va germinando la salida de la Obra y, más aún, la decepción de la entrega. La expresión más clara del aburrimiento espiritual de un numerario está en la charla fraterna. Es ahí donde todos los anhelos se van apagando como la llama de una vela; donde se diluyen poco a poco hasta quedar en el olvido. Es ahí, en ese encuentro semanal entre un director y el numerario, donde la vida se reduce y se empobrece. Es ahí, en esa ausencia de verdadera dirección espiritual, donde la supuesta vida interior se vuelve tan exterior como cualquier sistema mecánico, en el cual el comportamiento del individuo se subsume en formas exteriores y aprienciales. Lo importante en esas charlas no es ayudar al numerario o agregado a que encuentre el sentido personal del juego del espíritu, sino inducirlo a reproducir en su vida un único juego posible: el de la espiritualidad de Escrivá de Balaguer; juego por demás restrictivo, intrincado y tortuoso, y en no pocas ocasiones plagado de ñoñerías como cantarle y bailarle al Niño Jesús. 

 

Poco a poco el aburrimiento, el horror (de ahí el sentido de la voz aburrimiento formada por las palabras latinas ab y horrere) de vivir una vida espiritual sin historia, sin sentido de mi realidad personal, se fue trocando en tristeza. Pero no lo acepté. La tristeza era la alida del enemigo, como suele decirse en la Obra, y no estaba dispuesto a aliarme a esa mala e indeseable compañía. Por así decirlo, me autoaliené. Inventé mil explicaciones para tratar de disimular lo que me ocurría y, como hablaba muy bien el lenguaje de la Obra, continué por un tiempo haciendo la charla fraterna…

 

Me encontré por entonces con el único director espiritual que he conocido en mi vida. Un sacerdote numerario que no hablaba de lucha, ni de un sistema de virtudes ad hoc, sino del Corazón de Jesús, del caminito de Teresa de Lisieux y de la contemplación verdadera del Amor. Un sacerdote –casi sobra decirlo– proscrito por sus directores; apestado por hablar de un modo incorrecto, esto es, por no citar a Escrivá de Balaguer en lugar del Evangelio o por atreverse a hablar en sus meditaciones de santos y místicos más allá del aragonés. Debido a estas charlas inolvidables, sentí que era posible recuperar la alegría de vivir, de jugar en mi relación con Dios dentro de la Obra. Pero no pasó mucho tiempo para que se fuera a vivir a otra ciudad. Y vino para mí, nuevamente, el aburrimiento vital. Mi charla fraterna la llevó entonces un numerario más o menos joven e inexperto, recién llegado del Colegio Romano, formateado como ninguno. Buen hombre sin duda. Pero se acabó para mí la dirección espiritual; la única que había tenido en los más de veinte años que llevaba en la institución.

 

Vivía por entonces en un centro de universitarios de la ciudad de México, y al ser mayor que ellos y no tener cargos de dirección, fácilmente se acercaban a mí para preguntarme sus dudas o externarme sus profundos aburrimientos. Creí que mis respuestas podían seguir siendo las mismas que había dado por años a cientos de jóvenes universitarios. Pero mis malabarismos lingüísticos, mi enredoso lenguaje, bien aprendido a través de los años en la Obra, empezaron a fallar. Los jóvenes que me rodeaban no aceptaban mis fórmulas fáciles y la fraseología sacada de los guiones y de los innumerables escritos del fundador. Algo estaba fallando. Pensé que quizá me faltaba actualizarme para dar más vitalidad a mis argumentos. Fue entonces cuando me puse a estudiar a los autores que he mencionado anteriormente. Pero los cuestionamientos que hacían empezaron a rebasarme. Creí que me faltaba profundidad en el conocimiento de la Fe, pero entre más estudiaba la Nueva Teología (especialmente la Teodramática de Balthasar) menos podía responder a las preguntas y cuestiones de mis hermanos más jóvenes, como lo hacía unos años antes. Me sucedió, como dice el poeta uruguayo, que cuando creí tener todas las respuestas, habían cambiado las preguntas.

 

Mi conciencia escindida no pudo más. Viví los dos últimos años gracias a las técnicas de la Selbstinszenierung, como le llaman los alemanes a la autopuesta en escena. Negué la realidad con mil enredos de los que cada vez estaba menos convencido. El cura de la casa en la que vivía es una buena persona pero, como la mayor parte de los sacerdotes de la Obra en mi país, no creo que haya leído un libro completo en su vida. Jamás hablé con él de mí ni de lo que les ocurría a los jóvenes residentes desilusionados. Aquel buen hombre era un campeón de la praxis ciega y no había nada de que hablar con él. El director se apoyaba en mí, pues quizá mi Selbstinszenierung le resultaba atractiva para sobrevivir en aquella triste casa. Todos los residentes jóvenes se fueron yendo, uno a uno, en poco menos de un año: decepcionados, tristes, cansados, aburridos, e incluso, muchos de ellos con profundas dudas de fe. Nos quedamos puros viejos en la casa pero nada… no pasaba nada: a seguir haciendo la labor de san Rafael. No recuerdo haber conocido en ese entonces a un muchacho de los que seguían asistiendo a los círculos y demás actividades que se organizaban, que tuviera una verdadera preocupación por el estudio y por el cristianismo. Aunque me resulte duro decirlo, creo que el tenor general de los chicos de san Rafael en aquella última época de mi vida en un centro, era la medianía más lamentable que había visto: jóvenes sin personalidad, sin deseos de arriesgarse por nada, aunque sin duda bienintencionados y algunos con cierta inquietud por llegar a ser algún día supernumerarios. 

 

Pero nadie parecía aprender la lección. Cinco años sin que llegara una vocación al principal centro de universitarios de la Región, y las cosas siguieron igual o peor. Los cargos de dirección se dieron y se siguen dando a los que no ocasionan problemas, a los aburridos, a los resignados, a los que hablan bien el  lenguaje opusdeíno, aunque no tengan la más remota idea de lo que significa trabajar en serio o estudiar verdaderamente, pues los que no provenían de las comisiones y delegaciones, estaban prestados por el Colegio Romano, antes de ordenarse. Recuerdo una época en ese centro, en la que hubo un director raro como él solo, que había pasado muchos años en la comisión. Su labor de dirección se limitaba a encerrarse en su cuarto a escribir libros dizque de historia contemporánea, sin hablar con nadie. Era agresivo, raro y neurótico como pocos. Además, no se le conoce hasta la fecha un amigo auténtico, más o menos normal. Sin embargo, he de reconocer que dentro de aquellos aburridos años de mi última etapa en la Obra, esa no fue la peor, pues se organizó un ambiente de clandestinidad que nos permitía tener algo de alegría a los pobres numerarios que ahí vivíamos bajo el mando del Raro. Había como dos tertulias: la oficial, comandada por el Raro y otra en la que nos divertíamos hablando con cierta libertad y sin ser abiertamente desleales o críticos. Con todo, no llegaba nadie a las actividades que organizábamos con cierta desgana; ni una mosca se paraba en esa triste casa de universitarios.

 

Había un numerario de mi edad que, gracias a esa situación de clandestinidad y sentimiento de crisis institucional, rompió un poco con sus rígidos esquemas heredados de Cavavianca. Otro, ingeniero joven y muy inteligente, aprendió a tener amigos ahí donde estaba prohibido. Uno más joven, abogado culto e inteligente, fue el único que logró mantener la careta de secretario del Consejo Local, si bien mostraba su perplejidad ante aquella situación tan rara, de tener por director a un ser casi inhumano. Los más jóvenes, entre los cuales estaba un filósofo geniecillo, entendieron que aquello era todo menos un hogar, y pronto abandonaron la casa. Yo, mientras tanto, conservaba una calma falsa, casi onírica, con la esperanza de que las cosas cambiaran. Todavía creía en eso, aunque cada vez menos.

 

Tras la salida de los más jóvenes y el cambio de centro de los demás, aquella casa se volvió para mí una auténtica guarida de desolación. Llegar ahí en las tardes, cansado después de mi trabajo, era como entrar a una celda obscura de caras tristes, saludos lánguidos y una atmósfera de aburrimiento, abatimiento y melancolía. Los medios de formación para los numerarios siguieron siendo tan aburridos como siempre. No interpelaban a nadie. En alguna ocasión se lo dije a un director joven de la delegación, con quien solía llevarme bien y hacer excursiones de vez en cuando (un paisano de Chihuahua), y me dejó de hablar como consecuencia de mi espíritu crítico. Nunca más lo volví a ver ni a saber nada de él, a pesar de que lo ayudé a ser abogado, profesor y todo lo poco que es. Digo que no interpelaban a nadie porque eran discursos que poco o nada tenían que ver con la realidad, y menos aún con la gente joven. Recuerdo, por ejemplo, que el subdirector de la casa, un centroamericano bienintencionado pero desfasado de la realidad, dio un círculo para numerarios sobre la Novena a la Inmaculada en el que habló de cómo hacer para que los jóvenes de la universidad asistieran a esa actividad. Habló de tácticas, como por ejemplo, estudiar junto con sus amigos para luego plantearles la asistencia a las meditaciones, y dio algunos tips para mejorar el proselitismo con motivo de la novena. En fin, habló de todo, con mil frases y ejemplos llenos de aparente vitalidad… de todo habló, menos de la Inmaculada Concepción. Se lo comenté a un director y, como de costumbre, me respondió que quizá debería hacerle la corrección fraterna. Quizá… pensé.

 

En los últimos meses que pasé en aquel centro de San Rafael, como le llaman a las casas en las que se hace proselitismo con la juventud, y habiéndose marchado todos los jóvenes como he dicho, llegó un adolescente de 17 años a vivir ahí, proveniente de la delegación de Guadalajara. Había entrado a la Obra, como aspirante a numerario, a los catorce años y medio. No hablaba, sólo hacía ruidos con la boca, como si estuviera privado del habla. Intenté conversar con él varias veces pero nunca lo conseguí, pues sus respuestas eran ruidos aislados, como onomatopéyicos. Y no exagero. De verdad que no hablaba el castellano, o si lo hacía, sería quizá en la intimidad familiar. Creo que ahora debe estar en el Centro de Estudios. Quizá ese pobre muchacho nunca lo sepa, pero fue entonces, gracias a él, cuando tomé la decisión de dejar la Obra. Aquello era inexplicable, absurdo: numerarios de probeta. Lo único que me faltaba.

 

III. La salida

 

He de decir que aquella decisión me hizo sufrir, y mucho. No podía creer que después de tantos años, tuviera que abandonar aquella forma de vida que, aunque rara y en muchos sentidos ridícula, era la única que conocía. Fue entonces cuando di los primeros pasos para estar un poco más seguro de lo que debía hacer.

 

Primero fui a hablar con el delegado del prelado en la región, Carlos Llano. Un hombre viejo pero no por ello sabio. Más bien me pareció obstinado y extraordinariamente crítico y duro en sus juicios hacia las personas que se habían ido de la Obra. El tema que le propuse para nuestra conversación fue el de las vocaciones y el de la necesidad de propiciar una labor apostólica con personas más estudiosas e intelectuales. No hubo respuesta, solo contestación: frases a la defensiva, críticas a todos los numerarios que en su opinión no eran humildes y no podían ser intelectuales. Con un tono dogmático me dijo, además, que en mi país no había intelectuales, lo cual no sólo es una apreciación superficial sino absolutamente alejada de la realidad. Y al final, como lo he contado en otras ocasiones, me dijo que el Opus Dei es una cosa muy compleja que no cualquiera entiende. Literal.

 

Tiempo después escribí una larga carta de más de treinta páginas dirigida al consiliario de la Región, don Francisco Ugarte. Es un hombre seguramente bienintencionado pero más que inhumano, superficial aunque sea filósofo. Un hombre para el que las personas no tienen ninguna importancia; para él los numerarios no son otra cosa que piezas de recambio de un mecanismo que le ha tocado en suerte maniobrar y dirigir. Sacerdote sin demasiada casta sacerdotal; más bien se comporta como un empresario de la religión. La carta tenía un tono crítico pero positivo y propositivo. Por lo que pude darme cuenta no la leyó sino en diagonal, pues no se enteró que le decía, entre otras cosas, que tenía una profunda crisis de vocación. O si la leyó, quizá no le entendió, pues sus respuestas fueron impersonales, desganadas, pacatas.   

 

Jamás volví a hablar con nadie de la Comisión regional de México. No les interesó mi opinión ni lo que yo pudiera aportar para la mejora de la situación crítica que se vivía en la Obra. Los dos con los que hablé mantuvieron un tono de desaliento e impotencia, de perplejidad cansina, de un profundo aburrimiento ante las problemáticas que muchos numerarios planteaban. Decidí no volver a hablar con nadie más.

 

Busqué al director de san Miguel de la delegación, que era el encargado de coordinar y, supuestamente, impulsar a los numerarios. Le expliqué mi aburrimiento fatal y mi decepción; mi alejamiento de los directores, mi preocupación por la Obra. Y sus respuestas fueron las propias de un administrador de recursos materiales. Me explicó los problemas organizacionales y de comunicación jerárquica entre la comisión y la delegación, así como algunos detalles de los nuevos estilos de gobierno en la Obra. No le entendí ni me interesó su ridícula respuesta. Tampoco me esperaba otra cosa de una persona a quien conocía bien por su mal planteado maquiavelismo. Le dije que quería una dispensa para dejar de vivir en un centro y lo primero que le preocupó fue el posible escándalo de que un numerario mayor se marchara de un centro de jóvenes. Sobre todo, porque estaba muy reciente la salida de la Obra del director espiritual del Centro de Estudios (que se negaba, aunque todos sabían que había vuelto a Canarias), la del subdirector y la de un grupo de adherentes a éste, así como la de un miembro de la delegación. Me adelanté a sus preocupaciones y le sugerí que me fuera un mes a un centro de mayores para salir de ahí y no del centro de jóvenes donde causaría escándalo.  

 

Fue así como llegué al más aburrido y triste centro en el que viví a lo largo de esos 25 años en el Opus Dei. Una vieja casona en la Lomas de Chapultepec, con aires de aristocracia mal fundada. Ahí nadie se hablaba. La mayoría hombres viejos, amargados, sin mucho que hacer. El cura –don Gustavo– era un hombre por demás ciego y obstinado, además de antipático. Antes de dejar el centro quise recibir algunas palabras de aliento de un sacerdote y tuve la mala idea de buscarlo. La conversación giró en torno a mi inutilidad en la Obra, pues no llevaba charlas fraternas, no me hacía cargo de cosas internas de la institución; en una palabra, me dijo que mi presencia ya no era necesaria. No le respondí, pues es un hombre de muy pocas luces, y cree que es listo. Sé por experiencia que esos son los más sordos, los más necios…

 

El día que salía de la casa, decidí escribir la carta de dimisión. La hice sin ganas, con la frialdad de un hijo que deja su casa para siempre, o con la desgana de un hombre decepcionado por la mentira de que fue objeto. La redacté una sola vez, con mala letra, con palabras amorfas y de agradecimiento formal por todos esos años. La dirigí al prelado a quien nunca quise como padre, porque no es padre. Un hombre bueno pero desfasado de la realidad más elemental de este mundo. Además, pensé que seguramente no iría el papel a Roma, o si llegaba nadie lo leería. Por eso no me esforcé en nada, y la entregué al día siguiente al director, antes de salir en mi coche, en donde estaban mis maletas y libros. La respuesta del director, fue “bueno, pues que se le va a hacer”. Sólo me detuvo en la puerta para darme un papelito en el que venía escrito el número clave de la cuenta bancaria del centro, para que le depositara el equivalente a novecientos dólares, pues no había ingresado nada en ese mes. Sabiendo que no lo haría, le respondí al estilo Opus Dei, con una sonrisa de plástico: “sí, lo depositaré”. Desde luego, me dieron ganas de decirle que se lo cobrara de los ingresos de toda mi vida entregados a la Obra sin reservas, pero preferí mantener el tono humano hasta el último momento.

 

Salí en mi coche y se me salieron las lágrimas. Dejaba toda una vida atrás.




Publicado el Wednesday, 08 July 2009



 
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