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 Correos: Datos para la dirección espiritual de la mujer (V).- Ruta

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Datos para la dirección espiritual de la mujer (V)

 

Por César Vaca, O. S. A.

Vicepresidente de la Comisión asesora Nacional de Pastoral

 

Si bien la sola enumeración de las características propias de la emotividad sería suficiente para sacar consecuencias de orden pastoral, no creo superfluo llamar la atención sobre alguna de ellas.

 

La primera es la dificultad que encuentra siempre la mujer en establecer su escala de valores en relación con una moral o una ascética excesivamente racionalizada. Ella se siente mucho más a su gusto con una moral pensada y valorada desde el amor, desde la caridad; y más que pensada, yo diría expresada en formas de entrega, de atenciones y respuestas de amor a otro amor. Para el varón la religiosidad gira ante todo alrededor de la fe, del deber, del quehacer; para la mujer es la respuesta íntima, el diálogo amoroso, la dedicación tierna y delicada en las menudencias, por medio de las cuales es capaz de expresar un gran amor. Hay sin duda contemplativos, pero la cantidad de religiosas de clausura que en unos metros cuadrados encuentran suficiente espacio para desarrollar su ansia de santidad, contrasta con los horizontes misioneros que necesita el hombre para manifestar a Dios su amor y emplearse en su servicio...



 

El ideal sería que el director espiritual tuviese un tacto tan delicado que fuese capaz de presentar a la mujer el cuadro religioso adaptado a su condición, sin perder un átomo de su sensibilidad y al mismo tiempo sin caer en el extremo de cultivar demasiado su corazón, con riesgo de hacer de ella una sentimental. Es necesario desarrollar en la mujer el núcleo de lo racional, pero sin pretender convertirla en un hombre. No todas las mujeres responden al cuadro que ha quedado dibujado. Las hay tan parecidas a los varones en el juego de razón y emotividad como hay varones de sensibilidad femenina. La mayoría, sin embargo, son como queda dicho.

 

Para completar su actitud religiosa con una doctrina sobre la cual reposen los sentimientos, no es necesario obligar a un estudio farragoso de textos o tratados. Se trata menos, si cabe, de una instrucción y más de una educación, de conseguir un dominio de las emociones y sentimientos por parte de la voluntad, de tal modo que no sean las primeras impresiones las que dirijan la conducta, sino los juicios más reposados. Pero una vez que la dirección del comportamiento está bien marcada, es preciso dejar que el temperamento femenino actúe con toda la riqueza de sus capacidades: que vuelque en su diálogo con Dios y en la atención a sus prójimos toda la ternura, la delicadeza, la abnegación, el gusto estético por los menores detalles, la compasión por los que sufren, en una palabra, el amor de que están llenas unas almas que han nacido sobre todo para, amar a un hijo engendrado en su propio ser y que, incluso cuando no lo tienen, son madres de todos y para todos. La segunda consecuencia pastoral, de particular importancia hoy, es defender a la mujer de su propio menosprecio. El tema requeriría largas reflexiones, para las que me falta ahora tiempo y espacio, pero pueden ser resumidas. La mujer actual está sometida a una corriente de reivindicación y de superación. No está conforme con el papel que la sociedad tradicionalmente le ha asignado, considerándose menospreciada y sometida en su papel de «segundo sexo». Quiere ocupar un puesto, por lo menos igual, si no superior, al del hombre. En semejante intento existen elementos positivos: preparación cultural y profesional de la mujer, incorporación a las tareas sociales, igualdad de derechos privados y políticos, etc. Pero hay también juicios y criterios negativos. Muchas creen que lo femenino es un lastre y que, para llegar al triunfo es necesario masculinizarse. La «protesta viril» de que habla Adler se convierte en movimiento y actitud masiva. Es preciso salvar a la mujer, incluso a pesar suyo, de semejante riesgo. Los sacerdotes pueden hacer mucho en ello. Han de convencer a las mujeres de que la renuncia a cultivar sus cualidades femeninas, por brillantes que puedan parecer las otras, es una pérdida; que la grandeza de la mujer es continuar siéndolo, ocupando su puesto, no de subordinación sino de colaboración, el puesto que las ha designado Dios al hacerlas como las hizo, con su particular sensibilidad, con su capacidad maternal biológica temperamental y espiritual, con su intuición emotiva, su ternura, su sentido del orden, de la belleza y del cuidado, con su aptitud para comprender y aliviar los sufrimientos de todos. Lo primero que esta labor exige del sacerdote es, naturalmente, abandonar cualquier forma de menosprecio por la mujer en cuanto tal; cualquier idea de que la perfección está en la línea de lo mas­culino; cualquiera condenación del sentimiento como disposición religiosa. Es cierto que todavía quedan muchas mujeres, a las cuales no ha llegado el nuevo estilo, propensas al sentimentalismo, con­fundiendo la emotividad con los remilgos, la ternura con la mimosidad y la atención con la pegajosería. Son ellas las que provocan los juicios y las actitudes duras de los hombres en relación con las mujeres. A las que son así es preciso tratarlas, no con dureza, pero sí enseñándolas a ser más fuertes, a dominar sus impresiones, a obrar guiadas por la razón. A las otras, que son una gran parte de la juventud femenina, es preciso salvarlas del desconcierto en que las está colocando su huida de lo femenino —al menos de lo que tradicionalmente se entendía por femenino—; huida que es empobrecimiento de sus propios valores, despojo estéril de sí mismas, inevitable experiencia de vacío, insatisfacción y hastío de la vida.

 

 

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Publicado el Friday, 06 March 2009



 
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