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 Correos: El criterio de una auténtica vocación (III).- Ruta

050. Proselitismo, vocación
Ruta :

EL CRITERIO DE UNA AUTENTICA VOCACION (III)

 Por Marcel Devis Rector del  Seminario de Post-Curé La Cliesnoye-Cuise-la-Motte (Oise).

 

La preparacion de la hora "H"

 

En la mayoría de los casos, el seminarista no habrá tenido, antes de su entrada en el Seminario Mayor, la experiencia interna que hemos intentado descubrir anteriormente. Muy a menudo, no tiene del sacerdocio más que una visión harto confusa, cuando no romántica; su fe se halla lejos de poseer la suficiente madurez; su libertad es más ilu­soria que real. Uno de los papeles del seminario es el encaminarle hacia esta elección, siendo el otro el prepararle espiritual, inte­lectual, técnicamente para su tarea del mañana. Bien entendido, que se ha de tender de conjunto a los dos fines, lo que se hace para provocar la libre opción vocacional conducente a la formación del sujeto, y su preparación al sacerdocio iluminando su elección. Pero todo el mun­do reconocerá que de estas dos tareas, es la primera la que se impone de manera más imperiosa: es preciso no sólo estudiar la vocación, sino también ayudar al seminarista a ponerse interior­mente en tales condiciones que la chispa decisiva pueda saltar cuando haya llegado a una madurez suficiente. Directa o indirectamente, toda la vida del seminario está orientada hacia esta eclosión, y los representantes del foro externo asi como el director de conciencia tienen un papel que desempeñar en esta maduración...



     Primero el conjunto de la vida en el seminario. No es que haya que mantener un clima de tensión colocando constantemente a los seminaristas ante la opción de vida que han de tomar; esto correría el riesgo de crear un clima psicológicamente malsano que no favorecería la libertad de su decisión. Antes al contrario se aspirará a promover una atmósfera sin tirantez, sencilla, confiada, que favorezca la so­lución de los problemas que cada cual lleva dentro de sí.

 

El primer objetivo ha de ser, sin duda, desterrar toda huella de mentalidad colegial. Hay ordinariamente mucho que hacer cuando los seminaristas vienen en número excesivamente grande del mismo colegio o de un mismo seminario menor. Traen consigo todo su pa­sado en común: sus éxitos y fracasos escolares, sus simpatías y an­tipatías recíprocas, el recuerdo de sus follones y de la «pinta» de sus profesores, sus métodos de trabajo a menudo muy escolares, su tendencia a colocarse en una medianía honrosa, a huir de las res­ponsabilidades y a tener en menos a los que quisieran sobresalir; todo esto mezclado a un deseo evidente de obrar bien y a una ge­nerosidad forzosamente un tanto adolescente. Desde su entrada en el Seminario Mayor, tienen casi todos clara u oscura, la impresión de que un gran cambio se ha producido en su vida; están sujetos por un marco exterior diferente, por un régimen de vida espiritual más intenso, y no es raro que se encuentren en este momento frente a un período de fervor religioso. Pero si el clima de la casa no es muy distinto que el de su adolescencia, no será sino un barniz colocado sobre una vida de colegial perpetuo. Los hay que permanecen así hasta su sacerdocio: luego, la vida quita ese barniz... y puede ocurrir, incluso —gracias a Dios— que la madurez que hubiera debido pro­ducirse en el seminario, se logre en el ministerio; pero, ¿no se habrá tentado a Dios?

 

Parece, pues, necesario que se debe hacer todo lo posible para que los aspirantes que llegan al seminario tengan la impresión fun­dada de que entran por fin en el mundo del adulto. Y para llegar a este fin, no hay, según nuestra opinión, más que un sólo método: tratarles como a hombres para ayudarles a llegar a serlo.

 

En primer lugar es el reglamento de la casa lo que debe concurrir a ello. Y la primera cualidad de un reglamento, es que se pueda aplicar, y según esto, que sea estrictamente aplicado. Un hombre comprende que la vida de comunidad tiene sus propias exigencias, que no se acomoda a un horario caprichoso, que el bullicio y el aje­treo son enemigos del trabajo y de la reflexión. Además, un semina­rista comprende fácilmente que su vida debe estar marcada por cierta ascesis, que no se educa uno con el dejarse llevar, que la unión con Dios necesita ser ayudada con momentos de silencio absoluto, que los demás tienen derecho a que se respete su recogimiento. Pero todo superior comprende igualmente que la disciplina se enerva dán­dole un aspecto quisquilloso, que se agota el espíritu de fe hacién­dole intervenir para justificar lo injustificable, que se empequeñece la Voluntad divina haciéndola responsable de todas las rutinas y de todas las arbitrariedades, que se mata la personalidad o que se la exaspera negándole el derecho a ejercitarse, que se desvaloriza el reglamento colocándole a alturas que solamente una minoría po­dría alcanzar.

 

Lo ideal nos parecería que fuese ese reglamento una regla mínima, pero intransigente, una regla exigente, pero que no impidiera respirar, una regla inflexible sobre un reducido número de puntos y bastante amplía para los demás, con el fin de que el sentido de responsabilidad personal pueda ejercerse. Ni que decir tiene que tal regla no puede, sin daño manifiesto, sufrir de esclerosis y matar en los responsables el espíritu de iniciativa; es un error muy corriente sostener que en este campo lo que era bueno (lo que se cree bueno) hace cincuenta años lo es igualmente hoy: las mentalidades han cambiado y el nú­mero de seminaristas también; querer aplicar a dos docenas de jó­venes un reglamento que ha sido ideado prudentemente para una comunidad de 150 es colocar un motor de tractor en una mobylette: la mobylette quedará aplastada y la comunidad no lo será menos. La educación de la libertad no se hace a ritmo acompasado. Lo que decimos del reglamento en general nos parece también verdadero de los métodos de trabajo o de control intelectual. Ciertamente no se trata de suprimir los exámenes, sino de no prolongar una men­talidad escolar a la cual tienden infaliblemente algunos procedi­mientos. Bien está que el seminarista sepa que su tarea no es pre­parar un examen ni incluso «ver un texto», sino buscar la Verdad, que es Dios; y, ¿cómo lo sabrá si cuando dice sus lecciones y hace sus composiciones lo hace con el mismo aspecto colegial que cuando . hacía el bachillerato, más o menos conscientemente?

 

El reglamento está muy lejos de ser indiferente. Pone las con­diciones externas para hacer hombres libres o esclavos o revolucio­narios. Pero considerado en sí mismo, no será sino «letra que mata». Una comunidad es un conjunto de personas humanas, y no hay re­lación verdadera entre personas humanas donde no haya confianza. La confianza no se crea haciendo confianza, sino teniendo confianza. Algunos educadores sonríen ante esta afirmación como ante una inconcebible simpleza y, en su interior, agradecen a Dios haberles ahorrado esta candidez. ¿Será tan inocente sin embargo tener confianza en jóvenes que han recibido educación cristiana, que han acep­tado libremente un género de vida al que no se puede negar la aus­teridad, que no piden sino tomar conciencia de su responsabilidad frente al conjunto de la comunidad, que cada día se alimentan en las fuentes de vida espiritual, las más tonificantes, y que a cada instante son llamados a la seriedad por mil detalles acerca de su destino en el mundo? Y lo paradógico, lo que ni se puede pensar, ¿no será que no se pueda tener confianza en ellos?

 

Sin duda esta confianza no será ciega porque entre ellos, los hay que no se conocen a sí mismos y que no son todavía hombres res­ponsables. Pero una cosa es tener el ojo abierto (¡tan bien abierto por lo demás que se sea capaz de cerrarlo a sabiendas!), y otra colo­carse por principio en una postura sospechosa con pretexto de que «hay que estar preparado para todo», y que «no hay que extrañarse de nada». Estos educadores pueden, por otra parte, estar seguros de  una certeza absoluta de la cual los hechos les darán la razón: infa­liblemente, se acabará por darles realce y eso les dará la ocasión que buscan para triunfar. Sólo ignorarán que estas mixtificaciones (o peor) son ellos quienes las han provocado, que han corrompido la atmósfera de su comunidad hasta el punto de que las aptitudes e incluso las palabras han perdido su valor de signos, que han en­señado a sus subordinados a «tomar y dejar», y que corren el riesgo de que el torcimiento de las relaciones entre personas humanas se extienda al diálogo con Dios. Puede uno arrepentirse una y otra vez de haber sido demasiado confiado, pero es precisamente de valientes el poder arrepentirse; nunca se arrepentirá uno de haber sido de­masiado desconfiado, porque son los demás quienes tienen que so­portarlo.

 

La elección definitiva en la que no dejamos de pensar, exige una claridad sin sombras; si se deja a las tinieblas introducirse en una comunidad y enfriar las relaciones entre subordinados y superiores y entre los mismos seminaristas, no lo dudemos, acabarán por pe­netrar en las almas. Para elegir libremente, el seminarista necesita, no una euforia engañosa que le ocultase las deficiencias, sino una sinceridad íntegra que se extiende a todo, un diálogo sincero donde las palabras son a la vez inequívocas y no solapadas, una compren­sión cordial y franca que no sea sino el fruto de gran humildad e igual amor. Tratados como hombres de quienes se respeta la palabra y el silencio, de quienes no se dramatizan las incertidumbres del lenguaje propio de su edad, ni los errores que son de todas las edades, a quienes se reconoce sin impaciencia el derecho a titubear y a tener retrasos, con quienes, en una palabra, se habla de igual a igual, sin escamotear jamás la necesaria jerarquía de funciones, llegarán a ser hombres si no lo son ya. ¿Y por qué, después de todo, algunos de entre ellos no lo van a ser ya ahora tanto o más que nosotros?

 

En  fin, es preciso  decir que no se llega a adulto continuando indefinidamente midiéndose con los problemas de niños, sino abor­dando con valentía los problemas de los adultos. Estos problemas —se dirá— no faltan en el seminario: la orientación de la existen­cia y el tratar del reino de Dios, el cuidado del perfeccionamiento espiritual e intelectual, la preocupación por la vida de la Iglesia, ¿qué cosa más seria que todo esto? Es verdad. Pero todo esto tam­bién corre el peligro de quedar demasiado en la superficie y tiene necesidad de ser completado con las aberturas al mundo que Pío XII recomendó con insistencia en su exhortación «Mentí Nostrae». Ape­nas se encontrará en la hora actual un seminario donde los aspi­rantes al sacerdocio estén alejados de las preocupaciones de sus con­temporáneos, del movimiento general de ideas, de la acción apostó­lica de la Iglesia y del ambiente sociológico en el que está inmerso: la prensa, las revistas, a veces el cine, las conferencias, los contactos con los militantes laicos, todo esto se admite ahora con toda natu­ralidad, y es muy bueno. Si se vela cuidadosamente para que eso no se quede en la mera información, sino para que sirva verdadera­mente a la formación (lo que evidentemente no conseguirán ellos solos), la madurez de los seminaristas se beneficiará grandemente.

 

Mas esto no es aún suficiente para hacerles vivir en un mundo de adultos. Los adultos están incluso en el seminario, e importa que discretamente den el tono. Evidentemente son los mayores de la casa, pero son sobre todo los directores. Se prescribe en los principios fundamentales de S. Sulpicio que los directores lleven la misma vida que los seminaristas; y desde que se intenta conseguir un seminario modelo, aunque no se inspire directamente en las tradiciones sulpicianas, se impone espontáneamente esta primera exigencia. Allí donde, leal e inteligentemente, se ha intentado la experiencia de una vida común tan total como ha sido posible (incluso en la comida), no ha habido más que felicitaciones. No se acabarán de enumerar las ventajas de tal sistema. Permite a los directores, cosa infinita­mente valiosa y difícil, conocer a los seminaristas mucho mejor que pudieran conocerles en su habitación y en el curso, y por consiguiente dar una advertencia más fundada cuando se les llama. Ensancha feliz y muy naturalmente la gama de conversaciones, haciendo que unos participen de las experiencias pastorales y de las preocupacio­nes intelectuales de los otros. Reabsorbe las antipatías recíprocas que provienen casi siempre de un imperfecto conocimiento mutuo (¡es extraordinario cuan fácilmente se detesta la imagen caricaturesca que se ha hecho de otro y cómo, por otra parte, es muy fácil amarse verdaderamente cuando se conoce bien!). Para los directores es una ascesis y una vacuna contra el envejecimiento prematuro que acecha a toda la gente seria o importante, y esto no es nada despreciable. Permite matizar y completar muchas ideas demasiado simples ex­puestas por los seminaristas, pero también corregir al menos aquellas que uno se hace sobre ellos y que apenas valen nada.

 

En una palabra, establecer entre unos y otros relaciones normales, de hombre a hom­bre, que transforman la comunidad y que ayudan a la maduración de cada uno. Todas las objeciones surgidas contra este sistema lo son en nombre de rutinas o de prejuicios, a menos que se deba so­lamente a que son demasiado raros los hombres que aceptan la ser­vidumbre, ¡lo que Dios no quiera!

 

Decimos en fin, que es absolutamente necesario que, en la vida del seminarista, se abran, periódicamente, algunos paréntesis: son las vacaciones, el servicio militar, los otros intervalos que los directores verán como indispensables para permitirles juzgar sobre las rela­ciones que les son hechas; las actitudes del clero joven, tales como se manifiestan en un medio más real que el del seminarlo, no son menos necesarias a los mismos interesados que pueden probar su robustez moral, su sentido apostólico, los sacrificios concretos que se les pedirá. «En cuanto a mí —declaraba el cardenal Petit de Julle-ville—, no ordenaré a un seminarista que no haya medido durante las vacaciones la fuerza de su convicción, de su resistencia y fidelidad». Por otra razón, también el tiempo pasado en el cuartel puede ser muy provechoso.

 

Mas todos los superiores saben, que en ciertos casos, vacaciones y servicio militar son insuficientes. Sucede que un joven, por otra parte bien dotado, queda a pesar de todos los esfuerzos extraña­mente superficial: pasa holgadamente los exámenes pero no llega a interesarse por sus estudios, porque no ve «para qué sirve ésto»; quiere ser sacerdote, pero es difícil para él y para los demás saber por qué; lleva ciertamente una vida religiosa ordenada, pero parece faltarle profundidad y, uno se pregunta, si no estará ligada al am­biente del seminario en el que vive; no parece inepto para la castidad, pero no consta que lo haya probado él mismo. En resumen, es pre­ciso madurar, y la vida encerrada se manifiesta incapaz de procurar esta maduración. Se le envía entonces a un escogido equipo sacerdo­tal donde se medirá con problemas concretos. En primer lugar se verá probablemente desamparado; después progresivamente tomará parte en la preocupaciones apostólicas del equipo al que pertenece, chocará con la dureza de las cosas y de las gentes, verá la gracia en la obra de las almas que se transforman o que resisten, la doctrina que habrá estudiado anteriormente le parecerá no como una lección que se aprende, sino como palabra de Vida, y experimentará la ne­cesidad de ahondar, de volverla a aprender, de asimilarla; su ora­ción se transformará totalmente y se alimentará por la acción; las tentaciones que se presentarán le revelarán su condición humana y le conferirán una combatividad interior que no conocía.

 

Está bien claro que esta experiencia no debe ser intentada si uno acepta como ideal presentar el mayor número posible de seminaristas a la ordenación, pues se trata de una prueba que necesariamente tiene dos puertas de salida. Pero los que rehusan esta experiencia por principio deben saber que difieren la prueba al mañana del sacerdocio, y corren el riesgo de ver al joven sacerdote hundirse... o forzar la puerta de salida, porque, sea dicho entre nosotros, la gracia del sa­cerdocio no tiene por fin directo suplir nuestras audaces inconscien­cias. Al contrario, los que la aceptan cuando se revela necesaria, se alegrarán a menudo de ver ingresar a su seminarista, después de un «experimento», más hombre, más consciente, más decidido; compren­derá las exigencias de la vida de seminario que no aceptaba sino con pena, y se entregará con avidez a un estudio cuya necesidad habrá sentido; trabajará por llenar las lagunas que dolorosamente había comprobado, pensará su vida en lugar de soportarla. Es bien cierto que todo no se desarrolla siempre según este esquema simplificado y optimista: pero no es menos cierto que lleva en sí un bello riesgo que correr, y que en este riesgo, así nos parece, reside la verdadera prudencia.

 

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Publicado el Monday, 26 January 2009



 
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