Hace unos días, llegó a mis manos el proyecto de un  libro de recuerdos… y leo:

“Antes de las reformas que siguieron al Concilio Vaticano II, en el colegio habían dos categorías de religiosas:  las madres, que eran las personas de clase alta y cultivadas y las hermanitas, que eran personas humildes y realizaban tareas domésticas.  Puedo asegurar que jamás noté resentimiento en estas.  Eran cariñosas y se les veía sonrientes y nunca amargadas, lo que significaba que recibían un trato muy afectuoso de las madres y un total respeto por nuestra parte como alumnas.

(…) y ya que he contado lo que me gustaba del colegio, diré también lo que me chocaba y donde la justicia les fallaba.  Las hermanitas se ponían en las mañanas unos cepillos, como patines y sacaban brillo al piso encerado de los larguísimos pasillos del segundo piso que tenían parquet o tablones de madera, con sus pies.  Reían y se les veía contentas mientras trabajaban y eso era lo más admirable, o lo mas doloroso según como lo apreciemos.

No podía ser para que hagan ejercicio, porque había otras formas menos humillantes de hacerlo; ni porque hubiesen demasiadas hermanitas, porque podían haberles buscado otra tarea, o haberlas entrenado en muchas artes u oficios.

No me atreví a preguntarlo, pero asumía que las abrillantadoras domésticas (…) no abastecía un area tan grande y que debían limpiarse diariamente (…)  cuando llegué a Hong Kong en 1979 y vi, por primera vez en mi vida, los rickshaws, o trasporte a tracción humana (…) sin quererlo me acordé de las hermanitas (…), máquinas humanas sacando brillo al piso.  Comprendí también porque las madres (…) quisieron ser llamadas “hermanas” después del Vaticano II y que hayan cambiado el parquet por baldosas.”