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 Tus escritos: Numeraria auxiliar durante 35 años (9).- Maripaz

010. Testimonios
Maripaz48 :

NUMERARIA AXULIAR DURANTE 35 AÑOS (9)

Maripaz, 12 de mayo de 2008

 

Nosotras hacíamos nuestro trabajo sin saber para quien. No veíamos jamás a los residentes. Es verdad que algunas servían el comedor y les veían, yo, por entonces, me limitaba a planchar. Pero un día necesitaban una doncella y pensaron en mi. Me llamó la directora y como si de un ceremonial se tratara, me explicó que iba a salir al comedor a servir la mesa. No podría mirar a los residentes, ni comentar nada de lo que oyera en el comedor, ni siquiera con las otras doncellas, en fin que era un encargo especial.

Yo me asusté, no quería salir. Me parecía que me caería al suelo, que tiraría la bandeja de la comida, temblándome el brazo al poner la fuente. En fin que no lo sabría hacer. Me insistió que lo haría bien y no hubo nada que hacer...



Ni aún con el paso de los años logré superar del todo el nerviosismo que acompaña a la salida al comedor y servir la comida. Era como si tuviera un perro mordiéndome el estomago con grandes dentelladas ¡que nervios! ver tanto hombre junto... Pasado el primer momento, se pasa, aunque solo sea por la responsabilidad de dar de comer a aquellos jóvenes residentes de entonces, que habían consumido sus fuerzas en agotadoras clases y sin haber probado bocado desde el desayuno ¡qué apetito ¡madre mia!.

Yo me sentía muy guapa con el uniforme azul y el delantal blanco, impecable ¡ah! y zapatos de tacón alto .

Un día me pasó a mi personalmente  lo siguiente. Para cambiar los platos del primero al segundo, llevábamos una bandeja metálica e íbamos poniendo apilados los platos sucios que quitábamos de las mesas. Iba cargada con la bandeja llena y había una loseta en el suelo que tenia un pequeño agujero, con tan mala suerte que mi tacón se quedó metido dentro. Me quedé aprisionada en mitad del comedor sin saber qué hacer. Mis colores subieron de tono y me puse roja explosiva. Como nadie acudía a salvarme, dejé la bandeja en el suelo, saqué mi zapato del agujero dejando mi pie al aire, me lo puse de nuevo, recogí la bandeja y con mi dignidad al hombro, seguí mi camino hacia el oficce. De reojo, veía caras sonrientes...

Otro dia recuerdo que servía la mesa de dirección y estaba sirviendo una carne que llevaba una salsa aparte. Con la mano izquierda, ponía la fuente al comensal y con la derecha sujetaba la salsera . Había que hacer verdaderos equilibrios y como no estaba muy suelta en este arte le solté mas de media salsera al sacerdote, por la espalda abajo, que tuvo que marcharse apresuradamente a cambiarse de sotana, con la intriga del resto del comedor que le vieron marcharse con el cuello rojo, abrasado.

Oí contar a una muy divertida que en una convivencia de sacerdotes, os podéis imaginar todo el comedor negro, había de guarnición unos tomatitos pequeños al horno y la doncella al servirlos, no se percató que uno se cayo encima del hombro de un comensal y nadie se dio cuenta. Otra doncella miraba de reojo al residente y pensaba para sus adentros qué cargo tendría en la curia aquel sacerdote, que tenía en el hombro aquel distintivo rojo, por lo menos era vicario castrense.

En aquella época contábamos con pocas maquinas para trabajar. Por ejemplo, no teníamos secadora y los residentes eran alrededor de cien. Viene a mi memoria cuando tendíamos los calzoncillos uno a uno en un tendedero que había detrás de la casa. Eran cienes y cienes...

La limpieza de la residencia era agotadora. Cruzábamos el túnel hasta llegar a unas escaleras angostas por las que subíamos a los distintos pisos. La casa era rehabilitada pero respetando su arquitectura natural por lo que las ventanas, suelos y puertas eran muy viejas y difícil de mantener limpias. Los techos enormes parecían no tener fin. Las telarañas confeccionaban verdaderos metros de tela nada más nos descuidábamos .

Había una escalera de mármol que limpiábamos de rodillas con estropajo y Vin. Cuando nosotras llegábamos, los residentes ya no estaban allí. Pero alguna vez un rezagado se quedo incomunicado, sin poder bajar al oratorio con el resto. La escena era de tebeo. Hacía la escalera una andaluza, jovencita, con unos enormes ojos. De repente, aparecía un numerarito muy joven también, que le había pillado el toro. Indeciso, miraba a la niña de reojo y no se atrevía a pisar el peldaño recién fregado. Ella enfurruñada y sin mirarle, le decia: Uzte, quiere pazá, pue paze. Y el otro corría escaleras abajo como si le persiguieran los indios.

El ultimo piso se llamaba El Torreón y era donde ya nuestras fuerzas no daban para más. Me encantaba desde sus ventanucos mirar asombrada La Avenida de la Palmera donde el sol andaluz lucia con esplendor, cuando nadie me veía.

Habíamos tomado la administración antes de tiempo, por fuerzas mayores. El curso había empezado en la universidad y los residentes estaban repartidos por varios centros. Necesitaban con urgencia su propia residencia. Pero claro, la zona de la lavandería no tenía la instalación terminada y no podíamos utilizar las maquinas. Pensaban que lo solucionarían con rapidez, pero no fue así. Pasada una semana el lavadero sufrió un colapso de bolsas de ropa sucia para lavar. El problema era grave. Nos enteramos que bastante cerca habían puesto una lavandería, algo novedoso por entonces, importado de Estados Unidos. La gente hacía su colada por un módico precio. Se llamaba La Estrella y allí nos fuimos la encargada de planchero y yo. Era divertido vernos aparecer los lunes en un taxi con enormes cestos de mimbre y plástico llenos de ropa sucia.

Nuestra familia no era normal y nuestra colada, tampoco. Cogíamos todo un ala de lavadoras solo para nosotras. Pasábamos la mañana entera allí. En un cuartito que había al lado, pintábamos uno a uno los cuellos de las camisas con una pasta de jabón especial, antes de meterlas en la lavadora para que quedasen totalmente limpias. Luego íbamos secando toda la ropa y como a las tres de la tarde habíamos terminado y nos íbamos a comer.

Al principio, los demás clientes nos miraban con curiosidad. Lo inundábamos todo. Más tarde se acostumbraron a vernos y éramos un clásico en la vida de la lavandería.

No se imaginaban los residentes que su ropa era tan viajera...

Para repartir la ropa teníamos algún carro, no muchos. Se oían el ruido de sus ruedas por todo el túnel mientras íbamos avanzando. Era como la invasión de Polonia. Recuerdo  transportar en unas enormes cestas de mimbre, las camisas primorosamente planchadas y depositadas una a una con un papelito comprobando que eran del mismo residente, encima de la cama. Si no tenias cuidado, podías entregarlas cambiadas y con lo despistados que son algunos chicos, la aventura de reencontrarse con su camisa de nuevo, podía tardar semanas.

Un abrazo,

MARIPAZ

 

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Publicado el Monday, 12 May 2008



 
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