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 Tus escritos: Los engendros y el salto de la rana.- Para-guayo

105. Psiquiatría: problemas y praxis
para-guayo :

En sus escritos, Heraldo ha comentado varias veces que le parecía repulsivo ir a vivir a un centro de mayores. A mí me sucedió lo mismo. Quiero compartir con ustedes mis experiencias al respecto y las reflexiones que ellas suscitaban en mí.

Al poco tiempo de pitar, oí decir al director del centro que los numerarios jóvenes parecen santos pero no lo son, y que los mayores parece que no son santos, pero lo son. Cuando los numerarios mayores no son más que una idea, cuando todo el conocimiento que se tiene de ellos es exclusivamente verbal, es posible creer lo anterior. Con el paso del tiempo la vaciedad de esas palabras se hace más y más patente.

Antes de desarrollar esta idea, permítanme, a modo de digresión, unas palabras sobre el director que dijo esto.

El pobre estaba a cargo de un centro con club a pesar de que las excursiones, el fútbol, la música y en general el mundo bullicioso de los niños y adolescentes le era ajeno y hostil. Decía —en broma— que los niños no le gustaban ni siquiera disecados. Los días que había actividad en el club se encerraba con llave en su cuarto y oía música con un walkman mientras leía algo. Necesitaba aislarse para no morir del estrés que le suponía la vorágine de la tribu. Cuando lo conocí, se había graduado recientemente como licenciado en derecho. Obtuvo mención honorífica y su tesis recibió un premio que sirvió para terminar de instalar el centro que él mismo, junto con otros pocos aventureros hechizos, estaban poniendo en pie. Quería ser notario, como su padre, y arañaba los minutos para poder seguir preparando —eternamente— las oposiciones a una plaza; dentro del cajón central de su escritorio tenía un libro abierto en la página que se había quedado la última vez que le habían dejado cinco minutos libres. Era muy elegante. Vestía de tweed, siempre con corbata y perfectamente combinado. Le gustaban los cuartetos de Beethoven —gusto que me contagió— y la música de Brahams. Padecía terribles migrañas y se quedaba dormido en todos lados, hasta en el comedor mientras la doncella le ofrecía la sopa. En una ocasión se le ocurrió negarse a sí mismo subiéndose a una bicicleta. A los pocos metros aterrizó y se fracturó la cabeza del húmero. Tuvo que estar tres meses con una escayola gigante que le cubría todo el tórax y el brazo roto completo. Él representaba, pensaba yo, una excepción a su propio dicho: era joven, parecía santo y lo era. Lo sacaron de su purgatorio en vida para hacerlo director de no sé qué en una delegación. De ahí a otra, con más responsabilidad todavía. Después se alejó de los cargos internos y al poco tiempo dejó de ser de la Obra. Entonces pudo lograr lo que tanto quería desde joven. Le tengo mucho aprecio y le perdono su mentira, de la que muy probablemente estaba convencido y engañado a su vez...

Al principio, como les decía, creí a pie juntillas que los mayores eran santos a pesar de que a veces no lo parecían. Era fácil. No conocía numerarios mayores. Para mí la Obra era el centro con su feliz vida que iba del partido del fútbol al estudio en la biblioteca, pasando por el oratorio.

Con el tiempo la labor del centro creció y varios grupos de supernumerarios llegaron. Esto fue muy mal visto por el personal. Nada más llegar los viejos, nos pusieron hora para abandonar el centro. Éramos expulsados como parias a las ocho de la noche. Los viejos no querían oír que gritáramos o corriéramos por las escaleras. Junto con los supernumerarios, llegaron también los numerarios mayores que los atendían, provenientes de otro centro cercano.

Ese fue mi contacto real con los numerarios mayores. Aún para un joven preuniversitario eran evidentes las rarezas de carácter: la rigidez rayando en lo nazi de uno, la extravagancia paranormal de otro y el silencio casi permanente uno más. Los supernumerarios y ellos llegaban cuando se acaban las actividades para jóvenes. Solo los veía unos minutos. La vacuna de mi primer director todavía tenía posibilidades de prevenir pensamientos pesados.

El contacto con los mayores se va haciendo paulatinamente ineludible. En el Centro de Estudios se aparecen de vez en cuando para contar cosas en las tertulias o para dar una charla. En los cursos anuales de jóvenes igual. Aquí lo extraño es que siempre se invita a los mismos, es decir a los que son presentables.

Salir del Centro de Estudios es una primera ruleta rusa. Te puede tocar cualquier cosa, desde volver al centro de donde saliste hasta ir al cementerio de los elefantes para cuidarlos y estar pendiente de que se tomen sus antidepresivos y ansiolíticos, aunque esto es poco probable, pues supone un enfrentarse de modo súbito con la realidad última, con los novísimos de la Obra. En la secundaria realizamos un experimento en la clase de biología. Si tiras una rana viva en un recipiente con agua hirviendo, la rana da un salto para salvarse de morir, pero si metes la rana en agua al tiempo y subes paulatinamente la temperatura, la rana permanece dentro del agua hasta morir hervida. Algo así es lo que sucede con el contacto con los mayores en la Obra —y con la Obra en general—. Salir del Centro de Estudios para ir directo al centro de mayores es como tirar la rana en el agua hirviendo. Debe evitarse siempre que sea posible, o provocarse, si lo que se quiere es que el chico se vaya pronto y por su propio pie.

Cuando yo salí del centro de estudios conocí por primera vez en mi vida una persona deprimida. En realidad eran dos personas, ambos mayores. Estaban en el centro de universitarios al que fui a dar. Ahora comprendo que muchos mayores permanecen en centros de jóvenes simplemente porque se rehusan a ir al centro de mayores. Eran buenas personas, no tenían rarezas demasiado pronunciadas, pero estaban enfermos, y muy enfermos.

Después de un tiempo, me preguntaron si aceptaba trabajar en la delegación como oficial. Acepté gustoso de saber que podía colaborar en grande. Ahí vi, poco a poco y desde la distancia, la condición del hombre viejo en la Obra, algo que es bien conocido en estas páginas: depresiones, frustración, rarezas de carácter, vaciedad. Cuando un joven ve a los mayores desde la delegación lo más estridente sin duda son las compensaciones, los sapos como dicen por ahí. Un día, por ejemplo, llegó un informe sobre el extravagante que mencioné al principio. Para mí fue un auténtico schock. Estaba dejando la Obra. Llamaba por teléfono desde otro continente para pedir que le dieran la dispensa de los compromisos. Se le pedía que fuera a Roma para hablar con algún director del consejo general (él decía que estaba en Asia). El interés por retenerlo era grande. Se trataba de uno de los que habían vivido en el Pensionato a lado del fundador, de los que se trasladaron a Terracina para hacer el primer curso anual de Colegio Romano, uno de los primeros de la región, emblemático: trabajaba por libre, parecía feliz y daba clases de filosofía a los jóvenes en las convivencias y cursos anuales. Yo leía, como una tragedia, los correos que iban y venían hasta que se fue de la Obra. Perdí el sueño y el apetito por la impresión que me causó esto. El vicario se dio cuenta de que estaba bajando de peso y me preguntó si me pasaba algo. En la conversación me devolvió la paz y me dotó nuevos elementos para soportar lo que me quedaba por conocer antes de convivir intensivamente con los mayores. Luego pasaron por mis manos los informes de otros mayores que eran santos, aunque no lo pareciera; otro de los pocos que no tenía trabajo en obra corporativa se fue con su secretaria. Otro, que era inscrito, no se fue de la Obra, si no de putas, al menos en dos ocasiones, a pesar de que en ello le iba la vida, pues estaba mal del corazón. De este caso me asombró sobre manera una de las cosas que dijo después de fuera descubierto; cuando le preguntaron por qué lo había hecho, respondió que pensaba que era una compensación por su “frustración profesional”. No entendí en su momento a qué se refería, pero se me quedó grabada la expresión. Había otro que se sabía que era propietario de un rancho, le pedían que vendiera y él daba largas indeterminadamente. Este último hoy me da especial pesar. ¿Qué tiene de malo tener gusto por la vida del campo? La obra hizo que esa persona sintiera remordimiento por algo que cualquier persona normal puede disfrutar. Para él tenía que ocultarse literalmente el campo. En aquel entonces estas cosas me escandalizaron y me obligaron a endurecerme para poder perseverar. Hoy las comprendo. Nadie está para llevar una vida vacía. Con el paso de los años, las compensaciones aparecen ineludiblemente y a veces brutalmente. Nadie está para llevar una vida vacía, si se te niega lo que es bueno para cualquier persona, como lo son: los amigos, la familia, el trabajo, la ropa —la que tú quieres a tu total gusto sin que te supervise otro—, el descanso, la diversión, terminan teniendo un valor absurdo las cosas que están dentro de sus posibilidades: ver una película, la agenda electrónica, la computadora, el coche, y últimamente para algunos el celular. (Ya me imagino los criterios para usar celular: no se puede tener en la agenda teléfonos de mujeres, lugares y tiempos donde no usarlos, cómo reportar los gastos en la cuenta de gastos, no comprar uno con cámara fotográfica, ni pantalla a color, ni conexión WiFi, ni GPS… PUERTAS AL CAMPO).

Hasta ahora, aún conociendo por dentro lo que pasaba con muchos de los viejos, me faltaba el elemento más fuerte para hacer el cuadro completo: la convivencia intensiva.

Todavía estaba en la universidad cuando fui a mi primer curso anual de mayores. Ya les conté que trabajaba en la delegación. Si eres oficial, tienes que ponerte de acuerdo con tu jefe en las fechas de retiro y curso anual para no desatender la oficina en ningún momento. En el reparto caí en un curso anual en el que era el más joven de todos con diferencia de veinte años de edad con el que me seguía. Para colmo, me nombraron secretario del curso anual. Nada fue igual después de esta experiencia.

Los primeros días cometí el error de llegar al comedor antes del resto del consejo local. No podía hacer que los demás entraran a comer porque el director estaba en la casa. Me di cuenta de que varios tenían ansiedad por entrar a comer y me incomodaban con la presión. Al segundo día de esto comencé a llegar deliberadamente tarde.

En la delegación me encargaba de la red de ordenadores. Por aquel entonces muchos sacerdotes y mayores estaban comprando ordenadores portátiles y con frecuencia las llevaban a la delegación para que les diera mantenimiento y les arreglara problemas de configuración, les quitara virus, etc. Como me distraían en el tiempo de trabajo, se mandó un aviso a todos los centros diciendo que no era “laical” pedir en la delegación servicio que debía solicitarse a un profesional. En adelante cada quien debería ir con su proveedor a solicitar esos servicios. Varios días del curso anual, a la hora del deporte, llegaban a mi cuarto para pedir que arregle sus ordenadores portátiles, o para que les enseñara para qué coño sirve un ordenador (muchos no tenían idea, pero ya lo habían comprado por la sencilla razón de que otros tenían). El respeto que les tenía me impedía mandarlos directamente a donde debían ir. Le expliqué al director que no estaba descansando, que en el deporte hacía lo mismo que todos los días en el trabajo y que parecía que algunos no se daban cuenta (no me pasaba por la cabeza la idea de que simplemente eran desconsiderados). Habló con los me asediaban. La mayoría hizo caso a regañadientes. Alguno no. A este me animé a decirle que no lo atendería más. ¿Qué hizo? Tratar de hacerse el simpático, el guay. Se sentaba conmigo todas las comidas, me servía, se fijaba qué me interesaba. En una tertulia contaron que el fundador debió estar encerrado durante años en Villa Tevere. Descocía esa parte de la historia de la Obra y pregunté por ella. Nadie pudo dar detalles. Al terminar la tertulia se me acercó y me dijo: “En aquel entonces yo vivía en Villa Tevere. Era el de San Rafael. Si me ayudas con el ordenador te cuento lo que quieras saber”. ¿Qué les parece?

Este cura viejo no tenía desperdicio. Desde hacía tiempo yo quería hacer una excusión a una zona cercana a la casa de retiros. Resultó que él también. Me pidió que arregle todo para ir. Conseguí el coche, los mapas, tracé un itinerario. Finalmente puse el papel para que se apuntaran al paseo otros tres —ya estábamos dos preapuntados—. Resultó que la excursión tuvo éxito y se apuntaron más de los que cabían en el coche. ¿Qué hacer si no cabe uno? Fácil, borramos al niño y así tenemos otro lugar. Cambiaron la hora de salida a más temprano sin avisarme y así me dejaron tirado, con rabia y sin inocencia. Eso sí, celebró su misa antes de irse.

Una última del curso anual. El director me pidió que escogiera una película y que la viera con todos un día por la noche. Él se iría a dormir. Renté “El profesional”, que en la colegio mayor donde vivía había tenido gran éxito. Terminando me di cuenta que no había gustado para nada. “Pues luego vemos otra y santo remedio”, pensé yo. Al día siguiente me buscó el director y me dijo que la mitad de lo viejos no había podido dormir por mi película. Entonces fue explícito. La inmensa mayoría toma ansiolíticos y/o antidepresivos. Una película fuerte trastorna sus frágiles nervios. Quedé pasmado de saber que casi todos estaban enfermos, ya que a muchos no se les notaba, o por lo menos yo no lo notaba. Al día siguiente, una comedia rosa, “Mientras dormías”, lo más apto para un grupo de hombres hechos y derechos.

Terminando ese curso anual tenía una especie de fobia a los mayores. Pensar en ir a vivir a un centro donde las situaciones que mal soporté durante tres semanas fueran lo ordinario, lo de todos los días me provocaba auténtica angustia. Esto lo expresé en todas las instancias que pude. Quería vivir por siempre en centros de San Rafael porque estaba convencido de que no podía perseverar en un centro de mayores, lo que evidentemente era una fuga de la realidad.

Pasaron los años y me llegó el tiempo de partir. Tenía más de treinta años y seguía viviendo en un colegio mayor. Ahí tenía un viejo para recordarme el destino afectivo y psíquico que me esperaba si perseveraba. Nadie lo soportaba. Echaba broncas destempladas estilo Escrivá o Casiaro, que se yo. Presumía que era guapo. Hablo en serio, un hombre de cerca de sesenta años dejaba caer entre estudiantes de universidad comentarios sobre el brillo de su pelo, su estatura, su nariz afilada, su elegancia, etc. En la obra corporativa donde trabajaba era evitado. Acaparaba las tertulias. No se podía opinar distinto a él sin que se ofendiera. Se podía sentir ofendido por cualquier cosa.

Entré en crisis en el último retiro que hice. Le dije al sacerdote que con el que hablé que no había comparación entre las personas casadas mayores que conocía y los numerarios viejos. La gente que ama es capaz de grandes sacrificios sin que ello suponga la destrucción de su psique. Conocía gente enamorada y sinceramente en nada se parecían a los engendros que esconde bien la Obra de los jóvenes recién llegados.

Para-guayo




Publicado el Monday, 21 April 2008



 
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