Nadie nos gana en ambición, porque nosotros ambicionamos el Cielo. Así es que todo lo demás: títulos, honores, dinero, posición… Son nada y menos que nada para quien quiere ser santo. ¡Puaj! Palabras más, palabras menos, así le decía yo a mi tía Lola, que veía con preocupación que su sobrino, que siempre había dicho que iba a ser ingeniero, ahora juraba que había nacido para las letras, y quería estudiar Filosofía.

“Pero hijo, ¿de qué vas a vivir? Antes querías estudiar otra carrera con más futuro. Ahora te has vuelto místico o poeta, no sé… Pero que sepas que de eso no se vive, ¿eh? Mira el esfuerzo de tus padres para que estudies, y tú me sales con que vas a cristianizar la cultura. Menuda sandez”...

Es que mi tía no se enteraba de nada. No veía el impulso arrollador de la Universidad de Navarra, que estaba llamada a ser la semilla de la nueva intelectualidad cristiana en España, y Europa, y el mundo… Yo ya había ingerido algún ensayo de Jacinto Choza (bromas aparte, todavía hoy disfruto del “Elogio de los grandes sinvergüenzas”), pero sobre todo me encaminaba al maravilloso mundo de la Metafísica. ¡Es que una Metafísica sana es la base para una adecuada Antropología y para una Ética como la que necesita este mundo descarriado! El binomio Alvira-Melendo eran Batman y Robin. Leonardo Polo, una especie de semidiós (aunque no le entendía nada, o quizá por eso), y recuerdo textos de Ángel González que merecían –a mi juicio de entonces– dos orejas, rabo, y salida en hombros por la puerta grande. Tengo que reconocer que, a veces, Llano, Inerarity, Choza e Higinio Marín me producían alguna inquietud, y llegué a considerarlos sospechosos. En algún caso –“el celo de tu casa me consume” – hube de hablar, muy serio, con un cura que vivía en mi centro, por si se podía controlar un poco más a estos sujetos. El buen sacerdote agrandó los ojos (así lo hacía cuando olía a heterodoxia) y me dijo que hablaría con alguien que él conocía, porque yo llevaba razón. Tengo para mí que era la reencarnación de Torquemada.

Mi condición de adscrito espabilado y que quería ser más entregado que don Javier, “que es muy bueno, y muy sacrificado en el trabajo”, fue tierra fértil para las palabras de un vocal de San Miguel que un buen día pasó por mi centro a darnos la tertulia. Que el que tenga condiciones, que estudie Letras, y que piense en el apostolado que se puede hacer desde los colegios, las universidades, y aun los libros que luego podría escribir.

En fin, en charla aparte con el subdirector del centro, apareció claro que mis buenas calificaciones hacían pensar que sí, que tenía madera de filósofo, y que ya vendrían las becas o lo que hiciera falta, y que nunca me faltaría trabajo… porque con todo lo que hay que hacer… ¡No alcanzan los brazos! ¡Hay que llamar a los de la otra barca para que nos ayuden con los peces, mira que vas a estar tú sin trabajo, cuando lo que faltan son buenas cabezas, apostólicas!

A los 17 años, después de que uno de 30, majo, abogado (aunque oficial de la Delegación por toda experiencia profesional) te haga ver todo eso… Y que el cura del centro te lo confirme, despejando toda duda con anécdotas redondas, perfectas, con protagonistas que conoció en el Colegio Romano… Pues es muy fuerte. Hay quien lo resista, quizá, pero yo no fui uno de ellos.

Resultado: que estudié Filosofía, y de la buena, porque a los autores nos sanctos hube de tratarlos a través de recensiones que eran tan crípticas que nunca entendí del todo qué decían (creo que sus autores tampoco). Pasó el tiempo, fui profesor de Fomento, apóstol a tiempo completo. Luego, como pasa tantas veces en la Obra, me invadió la depresión, digerí kilos de antidepresivos y, tras mucha pelea, conseguí que el Opus Dei se convirtiera en historia para mí.

Mi tía Lola a veces me mira con pena, y estoy seguro de que se pregunta qué me pasó por la cabeza cuando dije que lo mío era la Filosofía.

Yo creo que tiene un corazón 5 estrellas, como diría Sabina, y por eso cada tanto pone cara seria y me pregunta con pausas, como si fuera a meterse en honduras, cosas como ésta: “Hilario, cómo puedo ir a Nuevos Ministerios?” Me encanta que me pregunte eso. Yo le contesto con detalle, y siempre le doy dos o tres opciones, con un cálculo aproximado del tiempo que le tomaría cada una. Ella sonríe y me dice: “¡Es que eres ingeniero hasta la médula, aunque no lo quieras!”

Esas noches duermo como un niño, feliz.

<<Anterior – Siguiente>>