La espiritualidad del Opus Dei

Autor: Gervasio

 

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         1º La espiritualidad del Opus Dei es la propia de personas sometidas a una regla.

         Basta leer las páginas iniciales de las antiguas Constituciones de 1950 o de su actualización de 1982. Afirman que la santidad personal se consigue mediante la observancia de esas constituciones, de ese Derecho peculiar. El fundador expresó esa concepción de la santidad repetidamente:

         Puedo decir que el que cumple nuestras Normas de vida —el que lucha por cumplirlas—, lo mismo en tiempo de salud que en tiempo de enfermedad, en la juventud y en la vejez, cuando hay sol y cuando hay tormenta, cuando no le cuesta observarlas y cuando le cuesta, ese hijo mío está predestinado, si persevera hasta el fin: estoy seguro de su santidad. (“Crónica”, Del Padre, febrero, 1968, p. 10).

         Al fundador no le gustaba demasiado la palabra observancia, por cuanto pueda sugerir el cumplimiento puramente mecánico y poco amoroso de una regla de vida; pero, como en este caso, la usaba. Prefería cumplimiento de normas.

         Más sintético es en la “Crónica” de septiembre de 1960 p. 25: Un hijo de Dios en la Obra que cumpla las normas, tiene la salvación asegurada.

         Otra cita más: Sentid el deber de ser santos: santos, que no es hacer cosas raras. Si lucháis cada día por cumplir bien las Normas, vais por camino de santidad" (De nuestro Padre, “Noticias” junio del 58, p. 18).

         Los del Opus Dei deben hacer examen de conciencia todas las noches acerca del cumplimiento u observancia de esas normas: ofrecimiento de obras; dos medias horas de oración, una por la mañana y otra por la tarde; misa; comunión; lectura espiritual; lectura del evangelio; a las doce de la mañana rezo o del ángelus o del regina coeli, según el tiempo litúrgico; visita al Santísimo Sacramento;  rezo de las Preces de la Obra; examen particular; examen general; mortificación por el Padre; santo rosario; tres avemarías con los brazos en cruz antes de acostarse; rociar de agua bendita la cama antes de meterse en ella; etc. Para facilitar ese examen sobre el cumplimiento de las normas, se proporciona una llamada “hoja de normas” en el que están enumeradas. Hay un casillero para cada una de ellas y para cada uno de los días del mes (Vid. Hoja de normas).

         Lo propio sucede con la charla fraterna, en su momento llamada confidencia, de carácter semanal. En ella se debe dar cuenta del cumplimiento de esas normas y de su posible incumplimiento. De nuevo en el Círculo semanal se efectúa otro examen de conciencia sobre este particular, al que sigue la enmendatio, ceremonia consistente en que alguien poniéndose de rodillas ante el director del Círculo y en presencia de los asistentes al Círculo dice:

         En la presencia de Dios nuestro señor me acuso de. Y se señala el incumplimiento cometido, para concluir:

         Por estas culpas pido perdón y penitencia.

         Yo no veo demasiado claro eso de alcanzar la santidad mediante el cumplimiento de ciertas prácticas, que no pasan de devociones, inventadas por los hombres. Jesucristo más bien parece criticar la conducta de contemporáneos suyos —conocidos como fariseos— que cumplían minuciosamente ciertas prácticas —pagar el diezmo incluso el de la menta y del comino— y descuidaban deberes elementales de caridad y de justicia. Esos deberes de caridad y de justicia no son invento humano.

         El prelado del Opus Dei tiene la facultad de dispensar del cumplimiento de esas prácticas ascéticas, denominadas en el Opus Dei normas de vida, o más brevemente normas. Durante una temporada —en los años cincuenta— era frecuente que el fundador, haciendo alarde de su poderío, dijese a quien acababa de llegar a la Casa central en Roma:

         Si te queda alguna norma por hacer, te dispenso de ella. De lo que no te dispenso es de la tertulia, que tiene la importancia de una norma. De manera que ¡Hala, a la tertulia!

         Es que, además de normas, hay costumbres. La tertulia no es una norma es una costumbre. Las costumbres son innumerables; muchas de ellas no son diarias, por lo que es fácil omitirlas por olvido. Me viene a la cabeza el pobre Miguel Fisac, al que agobiaban tantas devociones de las que acordarse. No es ni mucho menos el único en sentir agobio. Se nos aseguraba que incumplir una norma no es pecado; pero había que hacerlas. Cabe la dispensa. La dispensa presupone una obligación. Una obligación que obliga, sin obligar. Cabe acusarse en confesión sacramental de no haber cumplido una determinada norma, no porque sea pecado por sí mismo, sino por la falta de amor que puede suponer. Total, que también en la confesión te encuentras con las normas. Esa finura del alma me hace recordar una narración autobiográfica de Tolstoy. Cuando tenía unos doce años, Tolstoy se había preparado a conciencia —nunca mejor dicho— para confesarse. Estaba embargado de sentimientos sublimes y buenos propósitos. Y mientras se encaminaba a la iglesia en coche de caballos, hacía  partícipe al cochero de su interioridad:

         — ¡Bah! Esas cosas son cosas de señoritos; no de nosotros, le comentó.

         En fin, uno se compromete a observar una regla, unas normas de vida, unas devociones. Y por cierto, nunca pude saber —ni me he atrevido a preguntarlo, por vergüenza— si cuando el 26 de junio Escrivá falleció al mediodía había o no rezado el ángelus, que es norma que debe practicarse a las doce de la mañana. ¿Lo sabe alguien? ¿Lo rezó alguien de los allí presentes ese día?

         Total que volvemos a estar como en tiempos de Jesucristo y de los fariseos. Mucho cumplimiento de minuciosas normas y costumbres inventadas por los hombres y esa alma, a decir de Escrivá predestinada, falta a la verdad, a la justicia y a la caridad gravemente.

         Tradicionalmente el clero se ha dividido en secular y regular. Clero regular es el que vive conforme a una regla de vida, como sucede con los religiosos. Clero secular es el que no vive conforma a una regla. Tal sucede con el clero diocesano. Quienes no son clérigos también pueden ser clasificados conforme a este criterio. Los legos de una comunidad religiosa también tienen su regla de vida y se santifican mediante su observancia. Los laicos no tienen regla. Eso de que los del OD son cristianos corrientes no es creíble. Los cristianos corrientes no viven sometidos a una regla, a unas normas de vida. Sólo están sometidos a aquellas normas y exigencias que son comunes a todos los cristianos.

         La vida monacal y sus reglas de vida no son un fenómeno derivado del cristianismo. Viene del Oriente, donde siempre hubo y continúa habiendo comunidades no cristianas de monjes. Las más famosas son las de los monasterios budistas, con sus diversas ramas y prácticas. En los primeros siglos del cristianismo fueron cristianizadas esas modalidades de vida. Y tuvieron mucho éxito en Occidente. De la vida monacal está tomada la idea misma de santificarse mediante la observancia de una regla.

 

         2º Es una espiritualidad inspirada en prácticas conventuales.

         Muchas normas y costumbres están tomadas de la vida monacal. La enmendatio, los silencios mayor y menor, el expolio, el uso de cilicio —hay que comprarlo en los conventos—, el escapulario del Carmen, la tertulia, que en lo conventos se suele denominar recreación, etc. son casos llamativos. No tan llamativamente de origen monacal son otras prácticas como el examen particular, el examen general, el rezo del rosario, el carácter diario de la asistencia a misa, etc. El rosario como devoción mariana proviene de Santo Domingo de Guzmán. Como instrumento para contar el número de rezos es anterior y no exclusivo del cristianismo. Los llamados cursos de retiro espiritual provienen de los ejercicios espirituales de San Ignacio. Respecto a los Ejercicios Espirituales, un buen día, allá por los años sesenta, como consecuencia de un ataque de secularidad, el fundador decidió llamarlos cursos de retiro. La Casa de Ejercicios de Villa Tevere fue rebautizada con el nombre de Casa de Retiros. Durante la misma pataleta al Chiostrino le tocó llamarse Galería de Abajo, para que no recordase algo monacal, cosa que puede sugerir la palabra claustro. Sus ataques de secularidad eran frecuentes. Incluso en el Vaticano más de una vez  montó el número. Y la verdad es que algún resultado daba.

         — ¡Nosotros no somos religiosos! chillaba. Y lo recalcaba a continuación con alguna excentricidad.

         Lo del examen particular proviene inmediatamente, me parece, de San Antonio María Claret, que tampoco debió de ser su inventor, sino heredero de alguien. Escrivá probablemente lo aprendió de las monjas del Patronado de Santa Isabel a las que confesaba, o quizá de las Damas Apostólicas o de su época de seminario. Decía:

         —Al suscitar el Señor su Obra, nos ha dado una ascética, un espíritu plenamente secular y unos medios que no son como una adaptación de los métodos de las familias religiosas (Meditaciones, VI, p. 345).

         Ante la obviedad de que la ascética del Opus Dei constituye una adaptación de los métodos de las familias religiosas, E.B.E. en Los daños del Opus Dei: La mentira ni siquiera se molesta en rebatir la afirmación, sino que entra directamente a preguntarse por qué el fundador miente y en qué medida es consciente de su mentira. Trae a colación a Jacinto Choza. Choza trata de la conducta gravemente injusta más que de las mentiras. Y elucubra a propósito de la “inocencia” de los directores del Opus Dei, entendiendo por “inocencia” el no sentirse culpable cuando se actúa injustamente. No analiza el fenómeno cinismo, sino el de no ser consciente de que se miente o de que se actúa injustamente. El tema se plantea también a propósito de dictadores, que han sido crueles y hasta sanguinarios con algunos y tiernos y complacientes con otras personas, demostrando sentimientos de gran delicadeza. Asesinar, eliminar derechos humanos sin ton ni son es considerado por ellos servicio a una causa noble y no se sienten culpables o avergonzados por ello, antes al contrario héroes que eliminan el mal. Históricamente tampoco hay que juzgar a la luz de la idea de cinismo a los que quemaban herejes, apedreaban adúlteras, eximían de impuestos a los ricos, practicaban la esclavitud, mutilaban o condenaban a muerte a los seres humanos, etc. Eran “buenas personas”; capaces de sufrir ante la muerte de un pajarillo y sensibles a la sonrisa de un niño.

         Como es frecuente en Escrivá, atribuye sus inventos a Dios. El me dio a mí los medios concretos para ser santos en nuestro camino del Opus Dei, y la Iglesia aprobó esos medios (Del Padre, Crónica II-1968, p. 7). Los medios salvíficos atribuibles a Dios son sólo los sacramentos. Al menos a esa conclusión llegaron en el concilio de Ferrara-Florencia. Y no se los confió a Escrivá. Además de los sacramentos, la Iglesia instituyó sacramentales, como el uso de agua bendita, y aprobó o recomendó, según los tiempos y las circunstancias, diversas prácticas de piedad procedentes muchas de ellas de la vida monacal. Sanjosemaría simplemente incorporó a su regla —a sus Constitucionesunas prácticas ascéticas previamente existentes y aprobadas por la Iglesia.

         En el caso del rezo del rosario, hubo un momento en que la autoridad eclesiástica consideró oportuno acortar esa devoción consistente en la repetición obstinada del avemaría. El Opus Dei, como otras instituciones, hubo de acomodarse a lo indicado. A partir de entonces la norma consiste en rezar sólo una parte del rosario y considerar mentalmente —sin repetición de avemarías— los restantes misterios.

         Nos quedamos con la contemplación, que es lo nuestro, le oí decir al fundador a propósito de la modificación de esta norma de piedad.

         Le modificaron la norma. No la modificó él. Lo propio hay que decir del escapulario del Carmen, que ha tenido sus cambios, del viacrucis y en general de la liturgia. No las regula el Opus Dei. Tampoco el ángelus, ni el rezo de la salve.

         El Opus Dei no tiene sacramentos propios ni siquiera unas “normas de vida” propias. Son patrimonio común de los cristianos. No las inventó Escrivá, como tampoco inventó la sopa de ajo. Simplemente seleccionó algunas prácticas. Superaron el casting las que a él le gustaban más. Sus gustos constituyen el “espíritu del Opus Dei”. “Mi espiritualidad”, como decía con orgullo. Pero es que tener espiritualidad propia está al alcance de cualquier cristiano. Es más, cada cristiano corriente tiene que construir su propia espiritualidad, acomodada a sus personales circunstancias, que varían en razón de la edad y de otros factores.

         ¡Ya cumple todas las normas! ¡Qué bien! Ya es prácticamente del Opus Dei, se dice de alguien apunto de pitar.

         Ser del Opus Dei se identifica con cumplir las normas.

         Al fundador le horrorizaba algo que ha sucedido en muchos institutos de vida consagrada. A veces hay una rama llamada de la estricta observancia y otra que no se presenta como de estricta observancia. En el siglo XVI muchos carmelitas se hicieron descalzos y reformados; otros —calzados y sin reformar— se integraron en otras órdenes. Los agustinos recoletos se desgajan en 1588 de la Orden de San Agustín a iniciativa de algunos religiosos que deseaban vivir una vida más recoleta. Su forma vivir —regla, estatutos, constituciones o como se llame— fue redactada nada menos que por Fray Luis de León.

         Entre nosotros nunca ocurrirá eso. Ya estamos recoletos, ya estamos reformados, ya estamos observantes, nos decía el fundador en cierta medida suplicante.

         Para prevenirnos frente a los peligros de reformas y escisiones, no dejaba de reconocer que éramos un instituto religioso más, dotado de método —método, regla, camino, norma, estatuto— para alcanzar la santidad.

        

         3º Es una espiritualidad poco compatible con “un trabajo  laical”.

         Hijas e hijos míos, si alguna vez el trabajo —aun disfrazado de celo apostólico— os impidiese cumplir con amorosa fidelidad las Normas de nuestro plan de vida, ya no estaríais haciendo el Opus Dei: lo vuestro entonces sería obra del demonio, opus diaboli (Del Padre, Crónica, febrero, 1968, p. 10).

                La santidad queda situada en el cumplimiento de las normas; no en el ejercicio de las virtudes cristianas en el trabajo. En caso de colisión entre el trabajo y las normas de piedad, aquél debe ceder a favor de éstas. Quien logra que triunfen las normas sobre el desempeño de tareas laicales, ése es el que es santo. La santidad no consiste en tratar de vivir la virtud de la justicia como juez, político o comerciante, en servir a la sociedad desde la propia ocupación, procurar el bienestar de las personas con nuestra tarea, beneficiar a los destinatarios del propio trabajo, renunciar a egoísmos, ser buen compañero, tener espíritu de servicio, comunicar alegría, etc. La santidad consiste en cumplir las normas.

         Y a decir verdad, las normas y costumbres donde mejor se cumplen es  viviendo en la sede de una delegación o comisión regional. Allí no hay que compatibilizar un trabajo profano con acudir al Círculo breve. Resulta hacedero asistir a misa, cumplir normas en el oratorio, encontrar días disponibles para asistir al Curso Anual, etc. Debe de ser por eso por lo que los Directores Mayores son tan santos o por lo menos eso nos aseguran. Cumplen muy bien las normas. A los sucesivos prelados del OD les tiene que resultar todavía más fácil practicar la visita al Santísimo Sacramento, pues Villa Tevere tiene varios oratorios con el Santísimo reservado e incluso uno para uso exclusivo del prelado. No tiene las dificultades de quien se encuentra en Estambul. Debe de ser por eso por lo que a los prelados se les pone en lista de espera para ser canonizados conforme se van muriendo. Cumplen muy bien las normas. Un prelado el tercer domingo de cada mes recita el Quicumque vult salvus esse, sin tener que hacer mayores esfuerzos memorísticos. Y para hacer la oración de la tarde de nuevo gran facilidad. Puede elegir entre veintitantos oratorios. Y en ellos no hay que aguantar continuos rodillazos que distraigan. No tiene que pasar por el trance de ordenar a su secretaria, como aconsejaba el fundador:

         — No me pases llamadas durante la próxima media hora.

         Hacer media hora de oración por la tarde teniendo a disposición veintitrés oratorios es más fácil que teniendo como profesión la recogida de la patata temprana. ¿Cómo va uno a pedirle al de la patata temprana que se haga santo conforme al espíritu del Opus Dei? El que tiene secretaria particular también tiene ciertas facilidades para hacer con amorosa fidelidad —no a salto de mata, de cualquier manera— la oración de la tarde. Pero ¿qué pasa con los que no tienen oratorios a mano, ni secretaria particular? Infelices ellos. ¿Estarán predestinados? Si uno pasa su vida en un perpetuo curso anual o en un perpetuo curso de retiro es muy fácil cumplir las normas de piedad. Es fácil salvarse así. En el siglo XIV llegó a haber en la península ibérica conventos con más de mil frailes cumpliendo normas de piedad diariamente. Practicaban una regla tan salvífica —es de suponer— como la de Escrivá. Porque Sanjosemaría no fue el único en tener doses de octubre. De visiones de santos cuentan y no acaban.

         A mi modo de ver, la santidad de quien desempeña una profesión laical tiene poco que ver con practicar un conjunto de devociones tradicionales, llamadas normas y costumbres. Si así fuese, Jesucristo y su Iglesia nos las hubiesen impuesto. La Iglesia impone muy pocas prácticas ascéticas y de piedad: la misa dominical y poco más. Esas prácticas no obligan si su cumplimiento causa incomodidad grave. Es el propio interesado el que debe juzgar acerca de su obligatoriedad por razón de incomodidad.

         Hay muchos deberes de justicia, derivados del desempeño de tareas profanas, que no pueden ser eludidos con excusas de piedad o de apostolado. En el Opus Dei jamás se nos habla de esos deberes. Cabe volver la oración del fundador por pasiva para que suene así:

         Hijas e hijos míos, si alguna vez el cumplimiento de las normas de piedad  —aun disfrazado de celo apostólico o afán de santidad — os impidiese cumplir con amorosa fidelidad los mandamientos de la ley de Dios, daos cuenta que estáis haciendo obra del demonio.

            Al pobre Fisac, en su trabajo como arquitecto para una institución estatal, le hacían quedarse para entregarlos a la Obra de Dios con unos dineros que a su juicio no le correspondían. Defraudar al fisco, escurrir el bulto en el trabajo laical —que no sea para la Obra—, es algo fomentado por una institución empeñada en lograr la santidad mediante el cumplimiento de normas de piedad y no  mediante la honradez. Normas de vida en vez de vida honrada.

            Lo propio de un laico es desempeñar tareas profanas y santificarse y sacrificarse en el ejercicio de esas tareas. No asumir compromisos ascéticos y de piedad incompatibles con su profesión. Cada laico es un caso distinto. No cabe aplicar a todos la misma regla. Una regla cuadriculada, como la hoja de normas (Vid. hoja de normas).

            Sin embargo, lo de menos es compatibilizar normas con trabajo profesional. Con un poco de disciplina, puede hacerse. Pero es que el trabajo profesional laical sigue estorbando para hacer el Opus Dei, aunque se cumplan todas las normas.

         Los numerarios —clérigos y laicos— se dedican a las peculiares tareas apostólicas de la Prelatura con todas sus fuerzas y la máxima disponibilidad, leemos en los estatutos del 82. Con esta definición de numerario —es de don Álvaro; las constituciones de 1950 no lo definen así—, los agregados y supernumerarios quedan muy malparados, pues son los que no se dedican a las tareas apostólicas de la Prelatura con todas sus fuerzas y máxima disponibilidad. ¡Pobres!

          Las tareas apostólicas de la Prelatura no consisten en profesiones jurídicas —abogado, juez, registrador, etc. — o urbanísticas o marítimas o agrícolas o políticas, etc. ¿Cómo pueden entonces los numerarios dedicarse simultáneamente a esas tareas y las tareas peculiares de la Prelatura? Estableciendo una ecuación. A saber, dedicarse a las  tareas peculiares de la prelatura es equivalente a desarrollar una tarea profesional.

         —Sí. Así esta escrito: equivalente. En latín aequipollens.

         Tal dicen los estatutos. En la glosa a la Instrucción de San Miguel se explica así. Todos los Numerarios están siempre dispuestos a abandonar la actividad profesional más floreciente, para seguir sirviendo a Dios y a las almas en el sitio más oculto. Puede ser necesario, en ocasiones, que algún Numerario recorte la actividad profesional, para dedicarse más intensamente a un encargo apostólico determinado. Entonces esa labor será su verdadero trabajo profesional, su medio de santificación y de apostolado, que realizará con sentido sobrenatural y con perfección humana.

         Metiendo en un mismo saco las tareas profesionales y las tareas “aequipollentes” los numerarios no son los únicos que santifican la profesión, santifican a los demás en la profesión y se santifican en la profesión. También lo hacen los miembros de muchos institutos seculares, órdenes, congregaciones religiosas y demás institutos de vida consagrada. También estas instituciones llevan a cabo peculiares tareas apostólicas. Es decir, ejercen trabajos aequipollentes.

         En los numerarios que se ordenan sacerdotes la sustitución de la labor profesional por otra aequipollens es irreversible. Cabe exceptuar la profesión de profesor de Universidad, en el caso de la Universidad española, pues es tan poco exigente con su profesorado que permite incluso a los sacerdotes numerarios compatibilizar la profesión con el ministerio sacerdotal. Tal hicieron sacerdotes numerarios tan ilustres y renombrados como Federico Suárez —catedrático de Historia Moderna y Contemporánea — Amadeo de Fuenmayor —catedrático de Derecho Civil— y José Orlandis —catedrático de Historia del Derecho— entre otros. La profesión más adecuada para un numerario es la de profesor universitario, u otro “trabajo” que permita no dar un palo al agua.

         Por lo demás, es poco frecuente que un numerario abandone una actividad profesional. Lo habitual es que se trate de un recién licenciado que no llega a ejercer una profesión. Los sacerdotes numerarios, en su casi totalidad, son personas que nunca ejercieron profesión alguna. Simplemente tienen un título universitario. Pasan directamente de ser estudiantes a desempeñar tareas aequipollentes. Las labores internas desarrolladas por laicos están nutridas igualmente por personas con título universitario, pero sin profesión.

         Al definir la categoría de agregado, los estatutos del 82 señalan que su disponibilidad es menor que la de los numerarios por razón de concretas y permanentes necesidades personales, familiares o profesionales. Es decir, que en el caso de los agregados el trabajo profesional puede dar origen a una menor disponibilidad; en el caso del numerario, no. ¿Por qué? Implícitamente se está clasificando el trabajo profesional en dos categorías: trabajo propio de señoritos —como profesor de Universidad, consejero de un banco, registrador de la propiedad, director de una empresa, rentista que administra su patrimonio, etc.— y trabajo impropio de un señorito, como obrero de la construcción, pescador de bajura, empleado de correos, dependiente de tienda de comercio —como el padre del fundador—, taxista, etc. En suma la vieja distinción entre trabajos serviles y trabajos liberales; trabajos propios de siervos y trabajos propios de hombres libres. Los trabajos liberales dejan mucho tiempo libre; los serviles, muy poco. Pero aun así, mejor renunciar a ellos, porque el verdadero Opus Dei está en trabajar en tareas apostólicas de la prelatura; no en trabajos profanos.

         ¿Cómo dictaminar si alguien tiene vocación de numerario o de agregado? Hubo una época en que se aplicaba el criterio de ser o no ser universitario. Y así en cada ciudad se ponía un centro de San Rafael para universitarios, para que pitasen de numerarios, y más tarde otro para no universitarios, para que pitasen de agregados. Pero llegó un momento en que no sólo los señoritos estudiaban en la Universidad, sino muchos jóvenes de clases trabajadoras. Como consecuencia en un Colegio Mayor de la Obra había dos tipos de residentes: señoritos, a los que todo se lo pagaban sus padres: estudios, ropa, cursos anuales en caso de pitar, etc. Otros pocos debían estudiar y costearse sus propios estudios al mismo tiempo. A estos últimos se les hacía pitar de agregados; a los primeros, de numerarios. El resultado era que los que pitaban de agregados generalmente tenían una calidad humana y sobrenatural  muy superior a los que pitaban como numerarios. Y en ocasiones se los hacía pasar a numerarios. Parecería que el acostumbrado a estudiar y trabajar está mejor preparado para ser numerario que el que está sólo está acostumbrado estudiar, viviendo a costa de papá. ¡Pues no! Es entonces cuando aparece el criterio clasista: los de clase social alta sirven para numerarios; los de clase trabajadora, para agregados. Para pasar de agregado a numerario, cabe perdonar cosas tan poco finas como haberse costeado los propios estudios universitarios. Pero, para compensar esa lacra de haber trabajado, se debe obtener sobresaliente en el resto de requisitos.

         En el caso de la Sección Femenina, el criterio de selección —clase social alta que trabaje poco— es aun más acusado. El fundador partía de que una mujer de clase social alta no tiene por qué tener estudios universitarios ni profesión. Para ser numeraria le bastaba y le sobraba con pertenecer a la aristocracia de la sangre. Así se expresaba el fundador, queriendo más bien decir pertenencia a la nobleza. No procedía, como en el caso de los varones, efectuar una primera selección basada en la exclusión de las no universitarias. Para ser numeraria no es necesario tener profesión alguna. Una chica bien no trabaja. A falta de pertenecer a la nobleza, le basta poner cara de monárquica o ser un poco pija. Si una mujer trabaja con sus manos para ganarse el sustento, sólo puede ser o numeraria auxiliar o agregada o supernumeraria. Tener como profesión un trabajo servil es un estorbo para ser admitida como numeraria a secas.

         ¿Y por qué al Opus Dei le estorba el trabajo profesional de sus afiliados? Porque les quita tiempo para dedicarse a los apostolados de la Prelatura. Un numerario debe de estar siempre recibiendo una charla o dándola. Hay que santificar el trabajo laical; pero en el bien entendido que a ese trabajo hay que dedicarle la menor atención posible, para poder estar dando o recibiendo un círculo, o charla fraterna, o asistir a una  tertulia sobre el a.o.p. Etc. Cuanto menos tiempo se dedique al trabajo laical, mejor. El mejor modo de santificar el trabajo laical consiste en evitarlo. El verdadero Opus Dei, operatio Dei no consiste en realizar trabajos laicales propiamente dichos, sino trabajos aequipollentes. En el caso de los agregados se consigna expresamente: como tienen necesidades profesionales, esas necesidades les impiden realizar con plenitud el Opus Dei. Trabajar impide hacer el Opus Dei. No se trata simplemente de que en el Opus Dei exista una figura —el numerario— dedicado preferentemente a tareas internas. Algo así como un sindicalista liberado. Alguien que deja de trabajar, para trabajar a favor de los trabajan. Eso se entiende y desde cierto punto de vista resulta razonable. Pero es que el trabajo laical, en sí mismo, resulta un estorbo para hacer el Opus Dei. También el agregado y el supernumerario, en la medida de lo posible, deben dedicarse a las tareas apostólicas de la Obra —lo importante—, sin dejarse absorber por su profesión.

         Deja de ser estorbo —incluso el trabajo servil— si se trata de una labor interna. Al fundador le gustaba mucho que niñas bien —no sólo las numerarias auxiliares— se dedicasen a las tareas domésticas dentro de la Obra. Para captar niñas bien se inventaron unas enseñanzas domésticas absurdas. Me parece que se llamaban escuelas hogar o algo así. Enseñaban habilidades domésticas intencionadamente inútiles, tales como planchar corbatas. Quizá lo sigan haciendo. Me refiero a lo de enseñar a planchar corbatas, porque eso de planchar una corbata para que alguien luego se la ponga no se da en la realidad. Si se trata de tareas internas —chofer, oficial de delegación, faenas domésticas— el numerario y la numeraria —auxiliar o no— pueden y deben desarrollarlas. En el caso de las numerarias a las señoritas se les pone bata blanca, a las sirvientas uniforme azul y asunto arreglado. La diferencia de clase queda salvada. Una numeraria no puede efectuar labores de limpieza  o de cocina en una casa que no sea del Opus Dei; una agregada a una supernumeraria, sí. Pueden tener esa profesión. Pero si la tienen no pueden ser numerarias. El trabajo servil es plenamente aceptado en el numerario en la medida en que sea una tarea interna: ser chofer del Padre o del Consiliario, oficinista o recadero en una delegación, etc.

         Lo curioso de estos criterios es que en una institución como el Opus Dei —operatio Dei; el hombre fue creado ut laboraretur— en que supuestamente uno se santifica en el trabajo laical, el trabajo laical estorba y debe ser evitado. Trabajar sí; pero sólo para el OD. El trabajo laical impide a la persona dedicarse con todas sus fuerzas y máxima disponibilidad al Opus Dei. Y es que el Opus Dei ya no consiste —o nunca consistió— en trabajar, si por “trabajar” se entiende lo que entiende el común de los mortales. Trabajar para el Opus Dei consiste en tener un dador de trabajo —la prelatura— que no es laical; un tipo de actividad —charlas, retiros, bendiciones con el Santísimo, círculos, etc.— que no son laicales: y carecer de remuneración por ese trabajo.

 

 

         4º Es una espiritualidad personalista.

         Ya en vida el fundador consintió que don Álvaro dijese que el camino reglamentario para llegar a Dios era imitarlo a él. En vez de la directa imitación de Cristo, la imitación de Sanjosemaría. Sanjosemaría decía que los santos no eran para imitar, sino para pedir su intercesión. Pero con él debe hacerse excepción, porque él encarna el espíritu del Opus Dei, un espíritu que Dios le ha dado. Toda su tarea consistió en seleccionar unas cuantas normas de piedad entre las ya existentes y prometer el cielo a quien se apuntase a cumplirlas. Con eso se consideraba a sí mismo poco menos que un nuevo sacramento de salvación que nunca había existido antes.

         —Id y predicad a todas las gentes la nueva modalidad de salvación: imitarme.

         Lo curioso del panorama es que un sacerdote diocesano se ve llamado a imitar a un sacerdote que nunca desempeñó tareas diocesanas. Un laico se ve obligado a imitar, no sólo a un sacerdote, sino además a un sacerdote que por toda tarea profana dio clases en las Academias Amado y Cicuéndez. Se ganaba el sustento como capellán de monjas. Posteriormente, como fundador en olor de santidad. ¿Qué puede hacer uno? ¿Ponerse a fundar algo? Para el numerario, además, representa el ejemplo de quien no se separa de su madre y hermanos, sino que siempre los tiene al lado. Se los lleva a Roma y les pone casa.

         Hay una cosa en que sí me gustaría haber podido imitar del fundador; y es en lo de tener coche con chofer, especialmente en medio de las penurias postbélicas. En las biografías oficiales no se cuenta nada sobre el particular. ¿Sabe alguien desde cuándo y hasta cuándo tuvo el fundador chofer en España? Recuerdo una anécdota edificante de nuestro fundador al respecto. Es muy antigua y no consta  —o no la he encontrado— en las biografías oficiales. Cuando el chofer iba a abrirle la puerta del automóvil, él se adelantaba, de tal manera que muy pocas veces pudo abrirle la puerta. Eso demuestra que el fundador era a la vez humilde y ágil.

         En relación con su automóvil madrileño oí narrar al fundador dos cosas. La primera relacionada con el número —un número muy alto— de kilómetros que hacía al cabo del año o al cabo del mes. Presumía de haber hecho más kilómetros que ciertos políticos que recorrían en campaña política pueblos y ciudades. Me parece que corresponde a una época de gran admiración por Santa Teresa, “fémina inquieta y andariega”. Luego incluso prohibió citarla, no se fuese a pensar que el espíritu del Opus Dei estuviese influido por espiritualidad alguna. De paso también se prohibió citar a San Juan de la Cruz, pese a que leyendo sus escritos en un determinado momento se sintió retratado —ése soy yo— en uno de esos pasajes en que San Juan de la Cruz habla de grandes elevaciones del alma.

         Pero sigamos con el chofer. Eso se lo oí al fundador. El chofer, según contaba, le reconocía que su voto en las elecciones políticas —el de un chofer— debería tener menos peso que el de Escrivá, dadas sus diferencias de nivel cultural. Después de contarlo, miró a la audiencia, compuesta por una cincuentena de alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz. Recuerdo la cara de un venezolano, muy populista, hijo de supernumerario, al escuchar aquello. Pasó del rojo al amarillo, pasando por el violeta. ¡Qué chofer más sensato y humilde! El chofer, sí; pero ¿y el otro?

         Hay un aforismo escolástico que dice: lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente. Había un santo —que me perdonen las feministas; pero eran cosas suyas; del santo; no mías— que todos los días daba gracias a Dios por no haber nacido mujer. Él quería ser santo; pero no recibir la gracia celestial como mujer, aunque haya mujeres que han sido o que son santas. Pues bien, yo quiero ser tan santo como Sanjosemaría o más, pero pareciéndome a él lo menos posible, salvo en ciertos detalles, como el del coche con chofer. Y algún otro.

 

ANEXO

 

 

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