El
enmarañado lenguaje de los numerarios del Opus Dei
Por todas estas
cosas he resuelto de fabricarte este lampión
contra palabras
morciélagas y razonamientos lechuzas.
Todo bajo la
corrección de los clarísimos de Venecia. Y no es pulla.
Francisco de Quevedo
La culta latinparla (1626)
El sociolecto del
Opus Dei
Uno de los señalamientos que la Iglesia católica ha
hecho reiteradamente a las sociedades secretas, como los clubes de ideas, algunas sectas o las logias de la masonería, es el
referente a la forma arbitraria de tratar el lenguaje con fines particulares de
cohesión interna y manipulación de la verdad. El deslizamiento de significados
en el lenguaje de este tipo de sociedades forma una variedad lingüística a la
que se conoce como sociolecto, es
decir, una forma de hablar cerrada o privativa de un grupo o clase. Por
principio esto no es raro ni antinatural sino sólo en la medida en que la
incorporación creciente de palabras y expresiones, llega a formar un sistema
cerrado de connotación gramatical, dando lugar a formas más finas de
estratificación, adscripción y exclusión.
Algo parecido a lo que ha denunciado la Iglesia con
respecto a este tipo de sociedades ocurre en el Opus Dei. Todo en esa
institución se habla, como dice Quevedo, nublado
y en retazos. Especialmente entre los numerarios, a quienes me referiré
aquí de modo especial, pues lo cierto es que la mayor parte de los
supernumerarios ignoran este lenguaje o lo hablan mal; y esto por la sencilla
razón de que forman un estrato diferente –muy diferente– del numerariado
opusdeíno.
La codificación lingüística y la abolición de
significados constituyen las claves del proceso reductivo del sociolecto de los numerarios. Baste
recordar la enorme cantidad de siglas, iniciales y abreviaturas que se emplean
en la jerga de sus comunicaciones internas, escritas en una enorme cantidad de
cuartillas y octavillas que semanalmente se envían a los centros de la Obra por
correo interno, como el uso de la
expresión procedan (c) para
significar que se destruyan documentos o escritos que no conviene guardar. Esa
y muchas otras siglas y claves pueden llegar a hacer ilegible un documento
interno del Opus Dei, en el que se comunican cosas tan simples como que un
numerario pasará un tiempo en otra ciudad, cambiará de residencia, vivirá en
otro centro o tiene el deseo de estudiar un curso y lo ha consultado a las instancias superiores. Tratándose de los llamados informes ascéticos, el lenguaje se
vuelve más recóndito: los directores los escriben numerando los temas sobre la
vida íntima de los numerarios, con papeles anexos de referencia que vienen a
completar la información del escrito principal. En este tipo de documentos se
usan también gran cantidad de abreviaturas y claves, como N para decir normas de piedad, n
para referirse a los numerarios, y B10-
III- 28, que es el código
de la castidad, derivado del lugar que le corresponde al tema en un documento
normativo interno.
Fue el mismo fundador quien creó la mayor parte de
esta forma críptica de comunicación institucional, instruyendo a los directores
acerca de la manera de decir las cosas y expresarse, de modo oral y por
escrito, en la práctica burocrática de las delegaciones y comisiones del Opus
Dei.
Pero no me quiero detener mayormente en esas fórmulas
de simplificación, que quizá podrían llegar a justificarse por una especie de economía del lenguaje, sino en la forma subrepticia como se dicen muchas
cosas sin decirlas, especialmente cuando se comunican los numerarios entre sí
de modo verbal. Se trata de un proceso de connotación o imposición de un
segundo sentido al mensaje, parecido al que se emplea en los códigos semánticos
de ciertas sociedades secretas o grupos ideológicos, que oscila entre el
esteticismo ridículo y la alteración por medio de una variable sobreañadida a
los significados del lenguaje. Dicho de otra manera, buena parte de la
terminología que se usa como medio de comunicación entre los numerarios remite
a significados funcionales y a valores institucionales de mayor complejidad que
no corresponden con el uso denotativo común. Creo que sería necesario realizar
una ardua tarea de decodificación e interpretación de tales expresiones para
comprender su sentido profundo.
No contando con el tiempo ni el espacio para realizar
esa tarea, me conformaré con destacar en estas notas el recurso constante de
los numerarios del Opus Dei al empleo de un lenguaje rarificado, cuyo origen
las más de las veces es la funcionalidad práctica y no la prescripción formal.
Para ello me valgo fundamentalmente de la descripción de determinadas
situaciones de hecho y de su connotación lingüística, las cuales, en mi
opinión, constituyen una tópica muy expresiva de su comportamiento y lenguaje,
es decir, de su rara mentalidad.
Advierto al lector, además, que por tratarse de un
tema relacionado con el lenguaje, podrá encontrar matices diferenciales según
la región de la Obra donde se use la terminología o el sociolecto opusino. Aquí haré referencia especialmente al que se
habla y escribe en México, uno de los países done más se ha extendido la
actividad de la Obra (aunque ahora muy venida a menos). No obstante el posible
regionalismo en el uso de los vocablos a los que me referiré, creo haber
escuchado y leído muchos de ellos sin demasiados cambios en varios países de
Europa y América Latina, e incluso en Estados Unidos.
Ser muy de casa y estar en buen plan
La más conocida y recurrida de las expresiones que son
asimiladas funcionalmente por los numerarios, es aquella con la que se expresa
la lealtad institucional y la correspondiente discreción de un miembro en el
desempeño de sus encargos. Por ejemplo, cuando están dos numerarios del Opus
Dei reunidos, se refieren a otro de ellos, como una persona muy de casa, para dar a entender que no
hace sino acatar ciegamente las reglas y los criterios interpretativos de éstas
tal cual son emitidos por la infinita cadena de mando con que cuenta la
institución. Se dice en ocasiones que
alguien es muy de casa, porque no se
atreve a hablar otro lenguaje que no sea el de la Obra; porque no cuestiona
nada o porque no tiene criterio personal, o bien, si lo tiene jamás lo expresa.
Se es muy de casa, porque en lugar de
tener amigos verdaderos (lo cual sería altamente sospechoso) se tienen
candidatos a numerarios o pitables,
es decir, compañeros o conocidos a los que se trata para que piten, que es la expresión que en la jerihabla proselitista
de la institución se emplea en vez de referirse a lo que en buen romance no es
sino la típica inducción táctica que se realiza para que quienes rodean a un
miembro, se hagan numerarios o supernumerarios sub specie vocationis.
Alguien es muy de
casa porque hace constantes referencias a lo que dijo o no dijo el prelado
en su última carta mensual; o porque,
estando en la sede central de Roma, se coloca astutamente en lugares
estratégicos para encontrarse con el
padre y contarle espontáneamente
una anécdota apostólica de la región
a la que pertenece; o porque ríe nerviosamente en una tertulia cuando el
Excelentísimo señor o los que con él hacen
cabeza cuentan algún chiste, aunque éste no tenga la menor gracia o sea una
auténtica simplonería; dicho en otros términos, porque se ríe cuando considera
que debe reír o que conviene hacerlo para dar un cierto tono a una conversación
o a una tertulia de casa.
Otra muestra de ser muy de casa es usar agenda para tomar notas en las tertulias y en
los círculos semanales para numerarios, siempre con enorme interés; de
preferencia cariacontecido por sus defectos contrastados con lo que ahí se dice
o con gesto de profunda piedad filial. Se dice que esta práctica no es una obligación ni una costumbre (en el sentido jurídico del término), pero tras afirmar
tal cosa se ponen ejemplos contundentes, como afirmar que el consiliario la
usa, o que alguien que vivió en Roma vio
la forma en que el prelado mismo o los
mayores en Casa lo hacían con toda
humildad y sencillez. Luego, es muy
de casa quien funcionalmente lo haga aunque nadie lo prescriba formalmente.
Para ser muy de
casa se necesita, en suma, hablar y comportarse según estereotipos
comúnmente aceptados entre los numerarios y aplaudidos por los directores. No
importa si se tiene una vida personal más o menos disipada o alguna conducta
sexual anormal (como algunos casos que conozco); tampoco si se es injusto o
torcido en las relaciones laborales o mediocre en el estudio (como muchísimos
casos que conozco); incluso, como suele suceder en la región a la que
pertenecía, si se es un déspota redomado con sus hermanos por el hecho de ser cura o vicario judicial de una
diócesis. Lo importante –lo único importante– es hablar el sociolecto opusino
con cierta apariencia de convencimiento o de preferencia con tono dogmático.
Eso sí, para ser muy de casa, ha de
renunciarse a cualquier forma de libertad expresiva; a la libertad de criterio
y de pensamiento, salvo si se es delegado del prelado o privilegiado de una
delegación. Por ello, muchos numerarios se convierten en verdaderos actores
desde su más temprana juventud. No hace mucho tiempo que tuve la desagradable
experiencia de estar en una convivencia de vocaciones
recientes, en la que todo cuanto ahí se decía y hacía por parte de los que
mandaban estaba enderezado a hacer de unos pobres adolescentes, personas muy de casa. Eso no me parecería mal si
se dijeran las cosas claras como en los noviciados o juniorados de los
religiosos, pero el afán que se tiene en el Opus Dei de revestir todo de falsa
normalidad laical es lo que hace de esa institución un anfiteatro de
apariencias y contradicciones. Además, se ha creado un molde de conducta tan
universal que cabe cualquiera. Es para cualquiera. Por eso entra quien sea, con
tal de que sea capaz de uniformar su vida y su pensamiento a través de un
lenguaje ridículo y afectado, o sea, muy
de casa.
El proceso inductivo para que la gente sea muy de casa es parecido al de cualquier
fenómeno de cooptación masiva en el que las personas no tienen que hacer otra
cosa que imitar, repetir, reproducir formas de ser y de comportarse. Recuerdo,
por ejemplo, en esas convivencias a las que me he referido, a jóvenes de 15 ó
16 años, usando agenda con cuadritos de control y lista cuadricular de mortificaciones,
de cumplimiento de normas, de nombres de amigos
y del seguimiento apostólico que debían reportar en la confidencia semanal con el director de su centro. Era como ver a un
niño vestido de corbata y chaqueta de adulto; como una comedia de opereta que
ocasionaba risa y lástima. Era notorio como todo se les iba a los pobres
chavales en aquellas convivencias, en aprender el papel que se les asignaba en
ese teatro –Gran teatro– llamado Labor de san
Miguel. Todo apariencia,
todo ficción. Cristo, su Figura y su Imagen, se iban difuminando paulatinamente
en la cuadrícula de la charla
fraterna, en los diez mil criterios de la urbanidad de la piedad (modos de apagar velas, de prenderlas, de
hacer genuflexiones, de ayudar a misa, etc.), en el hacer como que se hacían correcciones fraternas, en hablar el
lenguaje de casa. En fin, un
verdadero proceso de traducción del
Evangelio y de la vida real al cursi sociolecto espiritual de Escrivá y sus
exégetas.
Después de la calificación de los muy de Casa, podríamos hablar de los miembros que están en buen plan, que es otra expresión
de esas que tienen gran versatilidad integradora y que se emplea a menudo en el
lenguaje connotativo de los numerarios del Opus Dei; al menos en México. ¿Qué
significa esa expresión? Estar en buen
plan es que, aunque no se sea muy de
Casa, se tiene al menos buena disposición (externa) para acatar lo que
digan los directores de la prelatura, aun cuando lo que digan no sean sino
necedades o simplezas, como ocurre a menudo. También se dice de una persona que
está en buen plan cuando al menos
guarda silencio y no pregunta nada que pueda resultar incómodo, aunque sus dudas provengan de su profunda incertidumbre
acerca de la existencia real de la vocación que dice tener o cosas por el
estilo. Y es que en el Opus Dei de los numerarios (que, insisto, no es el mismo
que el de los supernumerarios), hacer preguntas, a menudo se confunde con cuestionar, esto es, con poner en tela
de juicio algún dogma fundacional o algún aspecto que afecte a la fundolatría
institucional. De ahí que la mayoría de la tropa numeraril prefiera callar
antes de ser señalado como una persona que no está en buen plan o, lo peor, que no
tiene buen espíritu, expresión
ésta que equivale a la proscripción y al destierro y se suele usar como
anatema.
Lo contrario, estar
en mal plan, significa que un numerario expresa en la charla fraterna o en
la dirección espiritual sus dudas personales, sus objeciones a aquellas
disposiciones que percibe contrarias a su libertad, a su conciencia o al
sentido común; en suma, que habla con veracidad o con lo que entiende como sinceridad salvaje.
El que está en
mal plan por regla general no tiene buen espíritu. Y aquí cabría detenernos
antes de seguir adelante: ¿qué significa eso de tener buen espíritu en el sociolecto
del Opus Dei? Pues para un numerario,
en primer lugar es una forma de encarnar la fidelidad,
que se traduce, sobre todo, en hablar sin pensar demasiado o, mejor dicho, en
dejar que el lenguaje institucional hable a través de él, aunque sea de manera
inconsciente. La muestra más clara de ser un numerario en buen plan y con buen
espíritu es que habla el lenguaje de los de casa, con el cual, además, siempre tiene o cree tener respuestas
para aquellos que lleguen a cuestionar los significados de las palabras y
expresiones de la Obra, sean éstas formalmente sancionadas o funcionalmente
correctas. Tener buen espíritu
significa también, y en un sentido más amplio, actuar normalmente bajo los
códigos hermenéuticos de la institución; por ejemplo, se dice que un numerario
puede confesarse con quien quiera, pero que es de buen espíritu hacerlo con los
sacerdotes del Opus Dei. Esto, dicho en términos prácticos, significa
que si algún miembro se confiesa en una iglesia cualquiera, lo ha de hacer
avergonzado, pues al margen del perdón y de la gracia que recibe del
sacramento, lo que ha hecho no es de buen
espíritu.
Hay numerarios (sobre todo aquellos que han pasado los
treinta años de edad o han ocupado cargos en las diversas instancias de gobierno
de la Obra) que se vuelven expertos en el uso y abuso del lenguaje con el que
se expresa el buen espíritu y el estar en buen plan. Normalmente lo usan
cuando están frente a un director con la finalidad de sentirse bien o de ser
aprobados por la jerarquía de la que dependen en su vida diaria. Es entonces
cuando hablan de pitables, del ambiente positivo de los centros y del
éxito de las convivencias de cooperadores;
de alguna insignificancia de la última
carta del padre, o traen a colación lo que decía nuestro padre [sic] acerca de las cosas más nimias, como, por
ejemplo, el uso de las corbatas, los deportes, el orden de los libros o la
forma de colocar un cuadro en la pared. La expresión común es esta: A nuestro padre no le gustaba que se hiciera
así. Incluso algunos de estos viejos
lobos son capaces de citar al fundador para salirse con la suya, amoldando alguna
de las muchas frasecillas o los miles de dicterios normativos de Escrivá de
Balaguer para hacer una interpretación conveniente a sus intereses. Estos
numerarios pueden llegar a citar un punto
de Camino sobre la cultura, para conseguir de los directores la
autorización para asistir a un concierto o a una función de cine (a los cuales
no les está permitido asistir a los numerarios) por razones profesionales o para fomentar la amistad, es decir, por razones
apostólicas.
Otra forma de retorcer el lenguaje y expresar el buen espíritu,
es el que se refiere al cumplimiento de los criterios y normas,
es decir, del sinfín de reglas y prescripciones, especialmente en lo tocante a
las prácticas de piedad y a la mortificación. En tal caso el barroquismo llega
a extremos inauditos. Todo sea por tener buen
espíritu. Por ejemplo, si es un día
de fiesta (que en el Opus Dei los hay por montones) [Ver Tomo de Meditaciones
V y VI,
sobre los días de fiesta], hay que distinguir si se trata de una fiesta A, B,
o C y aprenderse de memoria los
innumerables criterios sobre las excepciones que comportan esas fechas para el uso
del cilicio, de las disciplinas y del dormir en el piso una vez por semana. Si
es A… (y empieza el casuismo y el lenguaje enredoso de los que tienen el buen espíritu) entonces no se usa el
cilicio ni las disciplinas; si es B,
pero cae en sábado, la mortificación especial de los sábados se puede sustituir
por… si ese día hay retiro mensual,
entonces… si es fiesta el que da el círculo no se pone el cilicio, pero se ha
de procurar… ¡Vaya artificios y
enredos en los que han envuelto el mensaje del Evangelio!
Los Gramáticos del Opus Dei
Hay algunos numerarios que se erigen en los
intérpretes especializados en resolver de modo apodíctico la infinita
casuística de las normas de piedad y de los criterios a seguir en la vida de
los atormentados numerarios. Su distintivo es el dominio del lenguaje de casa y la cursilería aneja a éste. A
éstos podríamos asignarles con toda propiedad el título de Gramáticos del Opus Dei. Por lo general son numerarios mayores en casa, con muchos años de fidelidad, o bien
los que han estado viviendo en Roma, junto
al padre, sean laicos o curas. Conozco a un laico, experto en finanzas, que
se envejeció prematuramente por el ejercicio continuo y desgastante de su
oficio de gramático-elector. Aunque por lo general son los curas los más autorizados
en la gramática oficial o los que se sienten con mayor capacidad
interpretativa. Recuerdo en este sentido haber escuchado muchas veces consultas de los numerarios acerca de
los criterios a seguir con respecto a las normas de piedad, en el caso de que
hubiera habido retiro mensual.
Normalmente esta actividad se tiene los domingos y dura prácticamente todo el
día. Además de la charla que da un
laico, se dan tres meditaciones en el
oratorio: dos en la mañana y otra en la tarde. La meditación, que da un
sacerdote, cuenta como oración. Y
como los numerarios tienen que hacer todos los días media hora de oración en la
tarde, entonces los días en los que hay retiro mensual y, por tanto,
meditación, se da por hecha la media hora obligatoria. El problema viene cuando
concuerdan los días de retiro con una fiesta,
pues entonces la actividad concluye antes de la comida y no se dieron sino dos
meditaciones en la mañana. Pues bien, en esa terrible y peliaguda tesitura, los
numerarios jóvenes y a veces los no tan jóvenes se plantean la siguiente
cuestión: La última meditación, que fue al filo del mediodía, ¿valió por la oración de la tarde, o habrá que hacerla
aparte? Ante tal cuestión, tan esencial a la práctica auténtica del amor a
Dios, vienen los curas sabelotodo o, como he dicho, los Gramáticos y dicen con cara
de circunstancia y buen espíritu: No. No vale, hay que hacer la oración de la
tarde, como está dicho. Y se sienta jurisprudencia. Incluso hay quienes,
para reforzar su fallo, traen a colación, como precedente jurisprudencial, lo que se hacía en el Colegio Romano en
circunstancias similares. Esta era la especialidad, entre muchos, de un
cura-ingeniero-tardío a quien luego me encontré en la puerta de salida
ejerciendo fría e inhumanamente el mismo oficio gramatical.
Como se ve, el lenguaje en el Opus Dei requiere de un
código semántico muy especial en el que las palabras, validez, tiempo, normas, criterios, mortificación y piedad, no
pueden ser entendidas de acuerdo a ningún diccionario o según el sentido común
de nadie, sino según el sentido de la
intrincada sistémica institucional, de la jurisprudencia de los Gramáticos o lo
que indique ese no se qué que tienen
algunos numerarios-directores, llamado buen
espíritu.
Entender y no
entender
Otra palabra que requiere todo un estudio de semiótica
profunda para ser comprendida en los laberínticos campos semánticos de la Obra,
es entender. Así, por ejemplo, cuando
alguien no está de acuerdo con tal o cual aspecto de la doctrina o de los miles
de criterios protomorales, morales y metamorales del Opus Dei, nunca se dirá de
ese modo, es decir, que no está de acuerdo, sino que se trata de una persona
que no nos entiende. Así, con ese
tono de víctima incomprendida por la obstinación de algunos necios. En sentido
inverso, si alguien (especialmente si forma parte del clero diocesano o
religioso) es un admirador de Escrivá de Balaguer y llega a citar sus textos en
una conferencia o en el sermón dominical, entonces se dice que entiende muy bien (la Obra, por
supuesto). Si alguien no está de acuerdo con la Obra o no es admirador del
fundador, o simple y sencillamente le cae mal él y la institución, entonces se
le proscribe con la sutileza de esta expresión: No entiende nada. O sea, la Obra en sí es perfecta y los que no estén
de acuerdo con ella o no simpaticen con sus cosas es porque tienen un problema
de entendimiento. Esto lleva a pensar
a muchos numerarios que algún día, los que no entienden, entenderán; especialmente sus padres y su familia de sangre, si ese es el caso. Y en la labor apostólica de los numerarios, el posible entendimiento de su amigo es lo que puede llevarlo a pedir su admisión pronto. Se dice
así que una persona ya va entendiendo,
para referirse a que empieza a aceptar lo que se le dice en los medios de
formación o en la dirección espiritual sin poner objeciones, o si las pone, lo
hace en buen plan según la percepción
metasensorial y suprarracional del numerario que lo trata apostólicamente. Los jóvenes recién pitados, es decir, los que han pedido su admisión de modo
reciente, avanzan en la primera formación que se les imparte en la medida en
que van entendiendo, que en realidad
eso no es sino aprender a hablar un lenguaje formal de gueto y adoptarlo como
idiolecto. Como he señalado, conozco innumerables casos de jóvenes numerarios
(especialmente del Centro de Estudios) e incluso de aspirantes que, ya desde la adolescencia temprana, empiezan a
hablar la lengua oficial de la Obra, y algunos más adelantadillos ya saben
hablar también la funcional u oficiosa aunque no formal, como a la que aquí
estamos aludiendo, agrandando de este modo su sentido de pertenencia y de
miembro avanzado de la institución. Desde luego, y casi sobra decirlo, que la
mayoría ignoran el significado de este tipo de lenguaje integrador. Sólo lo
hablan. Ya lo irán entendiendo.
Entender, pues, dentro de los esquemas lingüísticos de la Obra, no radica en el
entendimiento o en la inteligencia, sino en la voluntad adherente, pues entiende el que aprueba todo y se
adhiere sin más, con un dogmatismo
ingenuo y hasta infantil, en el sentido que lo entiende Popper, es decir,
de imitación o remedo y repetición de actos (en este caso, los actos del
lenguaje). No entiende, por tanto,
quien disiente por desacuerdo o cuestiona lo que habla. Desde luego, el
prejuicio de las entendederas está especialmente arraigado, según suelen
afirmarlo los numerarios, en los religiosos: los religiosos no nos entienden, se dice; y esto por una razón muy
simple: porque no pueden entender el espíritu laical del Opus Dei. Se genera
de este modo una creencia muy particular que la mayoría de los numerarios suele
aceptar sin más: el campo semántico de la Obra es del exclusivo dominio de
aquellos que lo pueden entender. Es
cuestión de poder, no de comprender.
Y ¿qué se necesita para entender? En
primer lugar, dejar de pensar por cuenta propia, luego traducir todos los
pensamientos y ocurrencias a los códigos lingüísticos de la institución o a su gramática; en fin, hacerse violencia
para disociar, si es necesario, lo que se dice de lo que se ve, se piensa o se
cree.
Cuando algún numerario osa cuestionar esa gramática
institucional e integradora y se va de
Casa, por lo general se dirá, o mejor dicho, dirán algunos directores y
Gramáticos del Opus Dei, que, aun después de muchos años de servicio, aquella
persona no acabó de entender. Es de
suponerse que lo que no entendió fue
el sentido profundo de la entrega o el misterio de la cruz, y es probable que
así sea en ocasiones, pero me parece que en la mayoría de los casos no
entendieron lo que en la más elemental gramática cristiana y en castellano
castizo es, simple y sencillamente, inentendible,
como, por ejemplo, ideologizar el cristianismo por medio del lenguaje. A
propósito, unos meses antes de dejar de
ser de casa, hablé con el delegado
del prelado en la región a la que pertenecía, y éste, tras hablar mal de muchas
personas con la justificante de que no habían
entendido, concluyó con esta fachendosa afirmación (dicha a alguien que
tenía 25 años en la Obra): El Opus Dei es
una cosa muy compleja que no cualquiera entiende.
No conozco en la historia de la Iglesia una
institución más controladora del lenguaje que el Opus Dei. Quizá los Caballeros
del Temple, pero de ellos y de sus modos de proceder se sabe poco y mal. La
Compañía de Jesús y la Orden de los Oratorianos en la época barroca se le
acercan un poco; sin embargo, creo que el barroquismo lingüístico de estas
instituciones se refería más bien al casuismo y al probabilismo ético (de las
monarquías), trabajado a partir de amplios esquemas retóricos y teológicos. En
cambio, en el Opus Dei, buena parte de los avisos que se dan en los retiros y
convivencias para numerarios, así como en sus medios de formación, consisten en inducir el lenguaje correcto de Casa de acuerdo a una lógica
estrictamente autorreferencial. Lo que un numerario aprende en los primeros
años de formación, como he señalado, es como
decir según el buen espíritu y la
normativa opusdeína. Es toda una gramática, todo un lenguaje cerrado o sociolecto que constituye un sistema
clausurado de significaciones cuya lógica es, dicho en palabras de Baudrillard,
la de la discriminación y exclusión. Por tanto, no importa
demasiado si ese decir es contrario
al sentido común o si directamente contradice a la significación más
generalizada de las palabras, e incluso a la verdad. Para todo hay mil
explicaciones, matices, precisiones y enredos lingüísticos de por qué se ha de
decir de un modo y no de otro. Y no hay opción. A tal grado llega este control
que no es raro que en una tertulia de
casa, o sea de numerarios en un centro o en una casa de convivencias, se
interrumpa la conversación cuando alguno de los ahí presentes llega a decir cosas inconvenientes, como opinar sobre
algo que no es opinable; como decir
que alguien sí entiende pero no está de acuerdo con la Obra, o como afirmar que
las actividades del Opus Dei tienen tal o cual defecto; por ejemplo, que las
meditaciones suelen ser profundamente aburridas o que empiezan tarde. Es
entonces cuando el director, siguiendo la praxis interpretativa de la gramática
institucional que aprendió de sus hermanos
mayores o de los Gramáticos del Opus
Dei, cambia de tema sutilmente, y en no pocas ocasiones llega a imponer al
ingenuo numerario que cree que una tertulia es libre (es decir, que es tertulia), el silencio y cambio de tema a rajatabla. Una
expresión común en este sentido es que el director diga algo así como: Bueno, pues mejor cambiemos de tema... Y tú
Fulanito, qué nos cuentas de tu visita a pobres. Quizá debería decir más
bien, Bueno, volvamos a hablar en nuestro
sociolecto.
No niego que la prudencia implique el cuidado del
lenguaje. Con esa virtud se practica especialmente la caridad para no decir
cosas que puedan herir o afectar a los demás. Pero en el Opus Dei, el criterio
que orienta esa prudencia en el uso del lenguaje es, sobre todo, la Obra misma;
es la disciplina institucional; es el buen
espíritu, que, como he dicho, radica sobre todo en la adopción de un
lenguaje aprobado y sancionado por las autoridades de la institución, sea de
modo funcional o formal. Hay expresiones muy comunes en la vida cotidiana de
los numerarios que resultan especialmente expresivas de esta tendencia al
control excesivo del lenguaje. Una de estas, por ejemplo, es aquella que se suele
escuchar sobre todo en los centros de jóvenes: Esto no conviene que se diga por ahí, pues pueden malinterpretarlo,
sobre todo aquellos que no nos entienden. Tal es, por poner un ejemplo, el
que se haya dado hospedaje a un obispo en un centro de la Obra. Los directores
piensan que si los numerarios jóvenes cuentan a sus amigos que se hospedó un obispo en su centro, entonces podrán
confundirlos con religiosos o ver su casa como casa parroquial o consistorial,
como si acaso los jóvenes de hoy comprendieran esas sutilezas canónicas y
eclesiásticas. Pero, por si las dudas, mejor
no comentarlo por ahí, se suele decir en forma de aviso.
Esas son las preocupaciones jurídico-pastorales de
muchos directores: la apariencia del Opus Dei, es decir, lo que los demás
puedan llegar a pensar o percibir de la institución. Por ello, hay que cuidar la forma en que se dicen las
cosas, dicen algunos apologistas de muy buen
espíritu.
Cultura
Otra palabra que requeriría de un análisis semántico, semiótico
y de otros enfoques más arduos y peliagudos de la lengua, para llegar siquiera
a atisbar su significado en los gatuperios de la Obra, es cultura. La cultura no es
en modo alguno la expresión del espíritu humano tal como se ha dado en la
historia. Tampoco es un vehículo de reflexión personal acerca del sentido
cristiano de la vida o algo por el estilo. La cultura es, antes que nada, un
dispositivo para el apostolado. A los numerarios jóvenes se les inculca la
lectura para que adquieran cultura,
pero no con otra finalidad que la de expresarse mejor en los círculos o impresionar a sus oyentes en
las charlas o en clases que les asignan. La cultura se convierte así en un
revestimiento superficial, en un instrumento más con el que el numerario cuenta
para expresar el mensaje de la Obra. Incluso, llega a tal grado de inmanencia
el significado de esta palabra, que para no pocos numerarios y sacerdotes, la
cultura no es sino una cantera de
anécdotas para ilustrar el espíritu de
casa. Por ello la cultura se suele almacenar en frases sueltas, tipo Camino, con las que algunos miembros de
la institución expresan ideas inconexas, citas descontextualizadas, datos
pespunteados, puestos siempre, como he dicho, al servicio de los medios de formación que se dan en casa.
Incluso, leer un libro, también sirve para llevar algún tema de nivel a la tertulia.
Eso quiere decir que en ocasiones se lee para entretener a los demás numerarios
y evitar así, que digan tonterías o
se les vaya la tertulia en arrojarse cojines, decir pullas a los contertulios o
caer en la ordinariez. Esto no me parece mal en sí mismo; el problema es cuando
a eso se limita el significado de la cultura. Así, palabras como cultural (tertulia cultural), lectura,
museo, biblioteca y otras de ese jaez no expresan una necesidad real de
acercarse a Dios, al mundo y al hombre, sino medios puestos al servicio de la
Obra, que deviene siempre fin en sí misma. A los numerarios mayores se les
insta a que se cultiven para que aprendan algunas historias fantásticas y anécdotas
simpáticas que puedan narrar en las tertulias
de San Rafael,
que suelen tener lugar en los centros de jóvenes. De este modo se evita que
al terminar la meditación y la bendición, los asistentes externos se vayan con
sus novias o con sus amigos, pues la cultura deberá atraerlos y retenerlos. La tertulia cultural a cargo de un mayor de Casa, servirá de gancho en el apostolado. Así pues, cultura ≈ gancho… ¡He ahí otra
expresión maravillosa del disparatorio opusino!
Alguien podría objetarme que en todas las órdenes e
institutos religiosos se enseña retórica, historia, gramática, oratoria y demás
disciplinas con las cuales los predicadores del Evangelio aprenden a hablar mejor
y, por ende, a transmitir con mayor efectividad la palabra de Dios. Cierto,
pero en el Opus Dei no hay tiempo para ese tipo de formación sesuda ni para
latines en serio; el tiempo apremia y basta con una untadita de todo por encima
para estar en condiciones de ostentarse como un laico instruido en la cultura
universal. Incluso si un numerario llegara a dedicar demasiado tiempo a la
lectura de los clásicos o al menos a leer algún best seller, sería visto con sospecha. Esto, porque en el lenguaje
del Opus Dei, el aprovechamiento del
tiempo (que es otra expresión de esas que tienen enorme fuerza en el sociolecto) no tiene nada que ver con la
cultura personal, si acaso con la cultigracia
de la que hablaba Quevedo, siempre superficial y frívola. No es necesario sino
recordar la forma tan poco seria en la que algunos numerarios mexicanos y
centroamericanos realizan sus estudios de posgrado o sus doctoradillos al
vapor. Con un poco de cultura es
suficiente. Por ello no es raro encontrar numerarios que, tras haber pasado
años como miembros de las delegaciones o de las comisiones regionales, ostentan
su incultura y su pobreza intelectual como parte del trofeo de guerra por su entrega y buen espíritu; como el merecido reconocimiento por no haber tenido
tiempo mas que para hablar el lenguaje de la jerigonza institucional,
escribiendo por años cientos y cientos de notas
de criterio y demás papeles de la infinita burocracia. Al menos eso es lo
que he visto, especialmente en algunos países tercermundistas en los que trabaja
la Obra.
Si los numerarios viajan, la cultura es un accidente del que fácilmente se puede prescindir. No
importa si se trata de los Museos Vaticanos o de las expresiones más sublimes
de la civilización cristiana en Occidente. Por ejemplo, si van a Madrid o a
Roma, antes que ir a admirar esas expresiones estéticas e históricas de la
humanidad, es de buen espíritu hacer
una pequeña excursión, siguiendo los recorridos
de nuestro padre paso a paso por tales y cuales calles hasta pasar por
Diego de León o Villa Tévere (sin entrar, por supuesto, pues sería correteo inútil). En fin, experimentar
un poco las anécdotas de casa con la
esperanza de llegar a ser un día el hablador,
como dice Vargas Llosa; esto es, el que cuenta los mitos y leyendas gracias a su
experiencia de conocimiento, salpimentada con algo de imaginación fantasiosa y
protagónica. Ese es el raro lenguaje
de la cultura en el Opus Dei.
Otra forma de entender la palabra cultura en el lenguaje de la Obra, es como práctica de aburrimiento ofrecida como mortificación extraordinaria. Admirable,
sin duda. En los centros de la Obra en los que viví durante los muchos años en
que fui numerario, especialmente en los de universitarios, los residentes,
estoicamente, se quedaban los viernes en la noche (viernes culturales, les llamaban) a ver un video de Turandot, oyendo con sorprendente
resignación los alaridos de Eva Marton y Plácido Domingo, o los tonos sublimes
de la Callas en alguna presentación filmada en blanco y negro durante la década
de los cincuenta. Por eso se entiende que para muchos numerarios jóvenes, este
sentido de la palabra cultura, llega
fácilmente a confundirse con el de martirio. Y así lo dicen y lo expresan
muchos. En fin, todo es artificio.
Tono humano
Una de las más complejas expresiones del intrincado y
oscuro lenguaje de los numerarios de la Obra, relacionada con la cultura y formada por reglas escritas y
no escritas, es el tono humano. Quizá
sea la expresión más cargada de connotaciones en ese silicio de gramaticales cerdas, como dice Quevedo, que constituye
el opaco y enredoso lenguaje que se emplea en la institución.
Se trata, sin duda, de una expresión polisémica que
extiende sus redes sobre todos los ámbitos de la afligida existencia cotidiana
de un numerario. El tono humano, por
principio, no implica mayor problema, pues significa en una primera acepción,
urbanidad (sentarse correctamente, partir el pan y no engullirlo de un tirón,
no entrar desmangado al comedor y cosas por el estilo). Pero luego, tras la
jurisprudencia firmemente sentada por esos sabelotodo que son los Gramáticos
locales del Opus Dei (en las comisiones y delegaciones), el tono humano atrapa en sus terribles
garras al lenguaje cotidiano. El decir de los numerarios se ve así constreñido
por los criterios de buen tono; y no
me refiero sólo a que se evite decir tacos o groserías, sino la necesidad de
decir lo que sea atendiendo siempre y en todo momento a lo que es correcto y
conveniente. En las tertulias, el buen
tono ha de ser el marco de su realización. Nadie puede ir en su habla más allá de unos límites muy
estrechos so pena de recibir una corrección fraterna por falta de tono humano o de delicadeza
en el trato con sus hermanos o con
los directores.
El tono humano es algo así como una atmósfera de comportamiento
aceptado que abarca el lenguaje racional y el gestual, y, como casi todo en la
formación de un numerario, se aprende por imitación. Todo numerario sabe lo que
se puede decir y de lo que no conviene hablar en el comedor, en su casa, y especialmente en una
tertulia. Aprende bien a circunscribir su habla a ciertas voces canónicas, con las que opina, asiente, reprueba, califica y
juzga la realidad. Si acaso rompe las reglas del hablar oficioso, es
reconducido por una reinterpretación que hace el director local con cierto tono
de tolerancia y comprensión de hermano
mayor. Se trata de esas trampas del
diálogo, dicho en palabras de R. Barthes, con las que el lenguaje se va
ajustando a una medida no formal pero sí funcional. Es por ello que buena parte
de la conducción de una tertulia por parte del director local, sobre todo en
los centros de jóvenes, consiste en el cuidado del tono en el decir, de las
formas de hablar de los contertulios, de su manera de conversar, de relatar un
hecho o de opinar; sobre todo tratándose de cuestiones relacionadas con la
Obra. Por eso la forma de hablar oficiosa es la garantía de ser aprobado en
esas reuniones y no salir de ellas con sentimiento de fracaso y marginación, o
con un mal sabor de boca. Conozco a un numerario mexicano que nunca aprendió
ese tono lingüístico. Ahora ya es un numerario mayor, y siempre es observado
(y tratado) como alguien que no tiene bien pescado
el espíritu (me consta que así lo dicen los directores). En realidad dice
lo mismo que todos los demás numerarios, pero no con el lenguaje adecuado y
apropiado. Cada vez que habla en una tertulia, los demás se ponen nerviosos y
lo muestran en sus rostros y actitudes. Algunos Gramáticos suelen acotar sus
relatos con el uso de términos más laicales,
o, cuando ya no pueden más con la excentricidad
de aquél, cambian el tema para evitar que el despistado siga hablando en ese
raro lenguaje de la Iglesia Católica, pues en vez de decir, trato apostólico o amigos
el pobre infeliz dice evangelización
o cosas por el estilo. Muy mal. Debería aprender a hablar en sociolecto, pues
lo más preocupante de esa ausencia de la lengua ad hoc en su habla es que
quizá, el desgraciado, no ha entendido
nada.
La presencia de un director
de la delegación o de la comisión en una tertulia del centro, se ve normalmente
tensionada de principio a fin por el buen
tono en el decir. Los comentarios
de los jóvenes siguen una especie de libreto perfectamente conocido y aprendido
por todos, como he dicho, por vía de imitación y repetición progresiva. Deberán
hablar de apostolado, de amigos pitables, de los círculos a los que
asisten sus amigos o si acaso de
alguna noticia interesante de carácter cultural,
pero sin detenerse demasiado en esto último, pues puede aburrir (al visitante y
a los demás numerarios) o distraer la atención de los temas que realmente
interesan, es decir, las cosas entrañables de
casa. Si son jóvenes han de hablar de los temas convenientes con cierto
gracejo bien estudiado, con el que se aparenta frescura y aires de libertad. Un
comentario fuera de lugar, afectaría
al buen tono en el ambiente del
centro o de la tertulia con el distinguido visitante. Son impresionantes en
este sentido, los niveles de actuación y representación afectada que se llegan a
asumir en tales casos. E igualmente impresionante es lo estudiado de las bromas que hacen los directores de las
delegaciones o de la comisión a los chavales que se inician en la vida
numeraril de los centros. Las bromas tienen un sabor muy de casa. Consisten en meterse
con los interlocutores, haciéndoles comentarios siempre teñidos de esa
alegría propia de los hijos de Dios;
los cuales suelen versar sobre las expresiones poco claras o demasiado modernas
y atrevidillas que emplean los jóvenes. La dinámica es bien conocida y
practicada: el joven dice una palabreja de moda y el jerarca visitante hace
como que no la entiende y luego se ríe, tras la explicación que le da el
sargento-director-local, como si captara en ese momento su sentido. Y es que el
director local en un centro de jóvenes es el puente entre el hablar común y el sociolecto; es un intérprete que
traduce; un guardián del lenguaje; él lo ajusta y lo corrige constantemente
para que los numerarios vayan aprendiendo a usarlo con corrección. Pero volviendo
al decir con el buen tono de casa,
otra posibilidad es que el jerarca de turno, pregunte a alguno por su padre
enfermo o por alguna situación difícil por la que atraviesa su familia de sangre, siempre con un poco
de picardía y una risa más o menos forzada para evitar que el otro vaya a
emocionarse e irrumpir en lágrimas si dice la verdad de lo que le sucede, lo
cual rompería ese sentido elegante y refinado que deben tener las relaciones
entre los numerarios, y especialmente el lenguaje frío e impersonal en las reuniones de familia.
Todo en esas tertulias de encuentro entre los que
mandan y los que forman la cuadrilla de la Obra, debe desarrollarse, pues, en
un marco interpretativo caracterizado por el buen tono. Y no piense el lector que me he desviado del tema, pues
me estoy refiriendo a la coordinación de gestos que acompaña al lenguaje
denotativo de los miembros en este tipo de puestas en escena. Recuerdo a este
propósito, a un director joven de la comisión regional, de poco más de treinta
años de edad, al que conocía como una persona más o menos normal, quien, recién
nombrado, llegó un día al centro de San Rafael en el que yo vivía, para
departir en la tertulia con los residentes. Su comportamiento había cambiado
por completo: su pose era la de un consiliario hecho y derecho; por momentos
ostentaba una prestancia prelaticia o abacial, no sólo en las formas de
expresarse sino en sus actitudes y gestos. Sus bromas, sus comentarios y formas
de relatar anécdotas edificantes
recordaban a las del fundador, y por momentos a las formas desabridas y ariscas
del prelado actual. Y cuando un jovencillo caradura llegó a salirse del margen
permitido por el tono humano con
algún comentario poco afortunado, el director-sargento-local le increpó entre
bromas y veras, y de inmediato le regresó la palabra al jerarca. Éste no se dio
por enterado de aquella salida de tono,
y volvió a ejercer de alto funcionario con sus narraciones pletóricas de
clichés, criterios, frases hechas e impregnadas de triunfalismo, amén de las características
medias verdades (la otra mitad es secreto
de estado), en las que el suspense
de lo que no se puede decir, lo hacía
todo más interesante. A lo máximo, como consuelo a los curiosos de la
cuadrilla, concluía sus historias sobre tal o cual iniciativa apostólica aun en fase de proyecto, con la frase hecha: ya se irá sabiendo. Todo, como he dicho, siguiendo un formato teatral típico,
inspirado en Villa Tévere, y en donde la espontaneidad del lenguaje y la
autenticidad expresiva brillaron por su ausencia.
Me parece que en México y en algunos países de América
Latina, esa forma tan artificiosa, tan teatral de decir la realidad, de vivir la vida a través de su afectada
articulación lingüística, se ha vuelto verdaderamente tiránica.
Esto, en mi opinión, se debe a dos razones
fundamentales. La primera, a que el lenguaje del Opus Dei está hecho a la
medida de una mentalidad aragonesa, madrileña, europea (sobre todo aragonesa),
que casi no tiene relación con la vida y el modo de entenderla en estos países.
De este lado del Atlántico se tiene una noción distinta del decir; del hablar
cotidiano. Me atrevería a decir que los numerarios en México hablan con una
cursilería notoria, derivada quizá de su absoluta falta de libertad, de juego
verbal o del uso de formas propias. Creo que son los únicos que utilizan
palabras y expresiones que aquí resultan sumamente amaneradas, como de casa, tono humano, dirección, poco
ortodoxo, y otras por el estilo.
La segunda razón por la que el hablar con el tono humano de la Obra es tiránico en
estas tierras, es porque esa innegable libertad y cadencia lingüística que nos
caracteriza se ve atrapada por una normativa que la inhibe y la vuelve triste.
Son tantas las reglas que se les imponen a los pobres numerarios acerca de cómo
decir hasta las cosas más insignificantes, que terminan por despojarlos de su
identidad, de su autenticidad, de su vitalidad genuina, telúrica. Y no me
refiero a los giros propios o a los localismos lingüísticos, sino al modo
cotidiano de enunciar las cosas, de comprenderlas a un cierto ritmo. Así, si un
numerario latinoamericano llega a Roma, aprende a hablar con el tono cursi de
lo exótico, de lo ridículo; y eso se nota de inmediato cuando se le ve luego en
Cavavianca o por esos lares, con un tono vital muy de casa, que es tanto como decir, profundamente afectado y
estudiado, como iluminado por su cercanía con el prelado. Por ello fácilmente
se vuelve el juglar de la corte de directores, y su hablar se observa como al
gruñir de un mandril satisfecho en el zoológico. Luego llegará a su país a
contarlo con el orgullo propio de un bufón: el
padre y los directores se ríen de cómo hablamos. Y todos los que lo
escuchan –muy unidos al padre– ríen
también de sus propios modos de decir y pensar. Pero eso sí: si de la Obra se
trata, no hay más que un lenguaje, un tono y un modo de decir cargado de
dramatismo y expresado siempre bajo una atmósfera a la que se llama de modo
genérico tono humano.
Algo sobre la conveniencia
Quizá la más terrible de las expresiones del
intrincado sociolecto del Opus Dei, que recuerdo haber escuchado varias veces
en los muchos años que viví como numerario, sea aquella que emplean normalmente
los directores de las delegaciones y comisiones para informar a un miembro
sobre la denegación de un permiso, sobre un cambio que le implica un gran
sacrificio personal o sobre una remoción de cargo como director-sargento-local.
Me refiero a esa especie de plural mayestático: Hemos visto conveniente. El hemos,
le da a la indicación una increíble fuerza oracular y délfica. Se supone que un
grupo inspirado por el Espíritu Santo y por el Fundador, o mejor dicho, por el
Fundador y quizá por el Espíritu Santo, delibera y decide sobre aspectos y
personas que la mayoría de las veces no conoce sino por la referencia de un
frío e impersonal papel escrito, elaborado por alguno de los directores. Y todos ¡lo ven conveniente!
Cabría aquí preguntarnos qué es la conveniencia,
para lo cual no creo que sea necesario remitirnos a un diccionario. Cualquiera
sabe que con esa palabra se expresa algo muy relativo, cual es el beneficio o
utilidad que representa una cosa o idea con respecto a otras o a una persona.
Pero en la Obra nunca se dice le conviene
(a usted) o te conviene, sino que
se utiliza el impersonal e indicativo conviene;
así, en general, sin matices condicionales y como fruto de una especie de
visión transpersonal de la necesidad
de que las cosas se hagan como conviene
(a la institución por supuesto, que es a la única que debe convenir lo que se
decida en las cúpulas). La conveniencia es parte de ese lenguaje siempre
acomodaticio que se emplea en la Obra: rígido cuando sea necesario y maleable
cuando convenga.
Roma
Hay algunas expresiones que son verdaderos talismanes
lingüísticos del Opus Dei. Si alguien las pronuncia en el momento oportuno,
puede llegar a transformar el caos en orden. Su enunciación hace de lo espurio
algo legítimo, de lo oscuro claridad y transparencia, e incluso lo ilícito
puede llegar a justificarse moralmente. La primera y principal de estas
palabras es Roma. Se trata de una
palabra que expresa mucho más que la Ciudad Eterna; que supera la limitada
significación histórica de la capital de los Césares y la cuna de la cultura occidental;
es algo más, mucho más, que el nombre de la ciudad donde se encuentra la Santa
Sede. Roma, es una palabra mágica: es
sinónimo de Villa Tévere, de nuestro
padre, del consejo y, sobre todo,
del padre actual, de quien emanan
efluvios de verdad y luces para los numerarios que caminan por el sinuoso
camino de la Obra. Cuando un numerario va
a Roma, es porque está en buen plan,
y si tiene la suerte de ser recibido por el prelado y escuchar de su boca unas
palabras de aliento para su lucha
(palabras que siempre son las mismas para todos), la palabra Roma adquiere para él visos de
legitimidad y aceptación en la institución; de confirmación en su calidad de fiel de la prelatura, pero no de
cualquier fiel, sino de uno con el
que se puede contar en todo momento y circunstancia. Por ello lo relatará con
lujo de detalles una y otra vez, en cuanta tertulia y charla pueda hacerlo. En
otras palabras, estar en Roma, que
entre los numerarios equivale a estar con
el padre o a ¡ver! al padre, es
como la certificación de ser muy, pero
muy de Casa.
Así se hace en
Roma, es una expresión a la que recurren los Gramáticos
sabelotodo de la prelatura para corregir cualquier posible desviación en la
interpretación y práctica de las costumbres. Un día me dijeron en Roma, es avalar con el sello de garantía
cualquier opinión o modo de hacer las cosas; incluso cuando el que haya dicho
tal o cual cosa ahora se encuentre en el manicomio o felizmente casado y
olvidado de lo que dijo y no dijo. Estando
en Roma, es una expresión con la que un numerario se coloca en un campo
semántico que garantiza la corrección y ortodoxia de cualquier cosa que diga.
Se la usa principalmente para dar inicio a una tertulia entrañable o bien para
dotar de legitimidad a un relato expuesto en una meditación o en una charla. Si
bien, en no pocas ocasiones, puede ser un buen inicio para una reprimenda
avalada por la experiencia romana.
No me parece mal que en una institución de la Iglesia,
sea comunidad, congregación, movimiento o prelatura, se tenga un cierto
lenguaje de familia. Tampoco me parece raro que se empleen expresiones comunes,
derivadas de la convivencia. El problema que en éste como en otros usos
lingüísticos presenta el Opus Dei, desde mi punto de vista, es la forma como
los numerarios emplean esos términos: siempre de modo artificioso; siempre con
un fin cosmético; siempre, en fin, para dotar de cierto carácter dogmático e
ideológico a sus formas de ver y decir el mundo. Y eso sí que me resulta
preocupante, particularmente si estamos hablando de una institución de la
Iglesia que es o dice ser de carácter laical. Dicho en otros términos, el
lenguaje acotado por una estructura interpretativa tan sistemática, tan
cerrada, tan constreñida a una cosmovisión particular, es lo propio de una
secta o de un grupo ideológico, no de una comunidad cristiana.
Por ello la palabra Roma tiene unos significantes y unos significados muy especiales.
Es la ciudad de las pitonisas, de los sabios, de los videntes y, sobre todo, de
los guardianes de la palabra en el
Opus Dei. Es el Monte Sagrado en
donde los de casa, pero sobre todo,
los muy de casa, reciben las luces
para iluminar a sus hermanos a través del criterio acertado y oportuno,
contenido en el sociolecto. Pronunciar esa palabra, independientemente de lo que
haya sucedido en esa ciudad o de lo que se haya dicho ahí, como he señalado,
puede llegar a ser la clave para transformar las realidades más vulgares y
efímeras en cosas muy serias, pertenecientes a ese ámbito de precomprensión
propio del espíritu de Casa.
El bien decir
La obsesión por el decir,
correcta y adecuadamente, es notoria en el Opus Dei. El fundador, cuando leía
libros o periódicos, solía apuntar frases y modos
de decir que le parecían adecuados para comunicarse. Muchos numerarios,
deseosos de mantenerse siempre dentro de los márgenes de la ortodoxia, hacen un
esfuerzo sobrehumano para no decir las cosas sino del modo en que están dichas. Por ello sus charlas y
clases son por demás rígidas, repetitivas y aburridas.
La autocorrección verbal de los numerarios produce
unas formas de hablar verdaderamente cansadas y tortuosas, en las que se dicen
unas cosas dentro de otras, o se afirma y se niega casi de modo instantáneo.
Mil matices, idas y vueltas, bamboleos entre generalizaciones y excepciones,
referencias y citas forzadas, casuismos contemplados como tipos de conducta… en fin, un sinnúmero de retruécanos y artificios
para cuidar lo que dicen. Sólo hay que escuchar al prelado para confirmarlo.
Suele empezar conminando de modo general y bajo el supuesto de que se obra en
contrario: Hijos míos, tenéis que…
luego viene el reconcomio estilístico: no
digo que no lo hagáis… y vuelve al ataque: pero que no podéis dejaros llevar por… hasta que concluye con una
sutileza de ambigüedad como por ejemplo: en
fin, que ya me entendéis. Y este es
el modelo lingüístico de los numerarios, quienes por lo general tratan de
evitar dar su opinión o personalizar lo que dicen y hablan en las charlas y
clases. Para ello distinguen, aclaran y vuelven a aclarar, desarticulan frases,
se hacen violencia y reviran. Cuando traen citas del fundador o del prelado
(entre más largas más reposado para ellos), entonces y sólo entonces, son
capaces de hablar de corrido y con mayor soltura y contundencia. No digo que sea así siempre… pero…
Consecuencia de esta obsesión por el decir
correctamente lo que es del espíritu de
la Obra, es el constante retiro de catecismos y documentos de gobierno de
todos los centros del mundo, cuando los Gramáticos Mayores (de Roma) desean
hacer algunas correcciones a la redacción de los textos, pues uno de ellos
observó bajo la lente de su buen espíritu,
que algo faltaba… algo sobraba. Se dispone así que un párrafo se cambie debido
a que una coma mal puesta puede llegar a variar ligeramente lo que dijo el
fundador o lo que interpretó don Álvaro con su no muy afilado criterio
jurídico-canónico. Se dan constantes avisos
generales a los miembros acerca de como nombrar la realidad, como enunciar la
nomenclatura de la Obra, como referirse a las personas, a las cosas, a los
grados jerárquicos internos, a las costumbres de la institución. Así, por
ejemplo, se previno hace algunos años a todos los numerarios para que no dijeran en sus conversaciones y charlas,
sección femenina, sino las mujeres de la prelatura o algo por el
estilo. No recuerdo la razón por la que se indicó tal cosa, si es que se supo
alguna vez, pero todos obedecimos, y cuando algún ingenuo o distraído olvidaba
la indicación y decía del modo en que había dicho desde hacía años, se le
corregía sutilmente o se le hacía una corrección fraterna en forma. Y es que
cualquier desviación, por mínima que sea, se corrige de inmediato. He dicho que
gran parte de la preocupación de los directores en las diversas instancias de
gobierno del Opus Dei, se centra en el cuidado de su intrincado lenguaje; tanto
del preceptivo como del funcional. Recuerdo que cuando se aprobó la figura de
la prelatura personal en 1982, se
impartieron clases de lenguaje a diestra y siniestra. De hoy en adelante –decían con tono de canonistas, los directores
regionales, y especialmente el delegado-canonista–
debemos decir miembros y no socios. Hemos de procurar –decían otros
empleando esa frasecilla tan simpática– usar
el lenguaje correcto para referirnos a la nueva situación jurídica. Después
han venido mil ajustes más a los modos de decir, de referir, de hablar de la
Obra. Junto a esta transformación lingüístico-jurídica se siguen muchos otros
avisos sobre el modo de decir: de llamarle a los sacerdotes, a las obras
corporativas, al influjo de la Obra en éstas. El Catecismo
de la Obra constituye sin duda el canon para el bien decir las
cosas; y a su vera, la jurisprudencia espiritual de las comisiones y
delegaciones, que siempre velan porque todo se diga bien. Y no faltan algunos
numerarios que afirman con toda frescura y candidez, que no existe sino una
sola y única palabra oficial o privativa de la Obra, que es pitar (escribir la carta para
incorporarse como miembro). Todo lo
demás, según dicen los lingüistas oficiales y los ingenuos, queda a la libertad
de expresión de los miembros; al libre
decir.
El diario
No quisiera concluir estas breves notas sobre los
requiebros lingüísticos del Opus Dei, sin mencionar los diarios de los centros. Volvemos pues a las zonas del lenguaje
escrito. Se trata de unos cuadernos que hay en cada centro, en los que
diariamente un expertillo en la jerigonza institucional escribe algunas verdades,
algunas mentiras, algunas mentirijillas y en ocasiones verdaderas falsedades
sobre lo ocurrido en el día. Todo depende de las necesidades de la narrativa y
de la historiografía oficial.
Ignoro en qué galería, bodega o sacristía se guarda
tal cantidad de cuadernos, si es que se guardan en algún lugar. El caso es que
se llenan páginas y páginas de la vida cotidiana de cada centro con la supuesta
finalidad de registrar la historia de
la Obra. Una historia por demás maquillada y convenientemente corregida. Los
lugares comunes y la jerihabla hacen de esos escritos verdaderos ladrillos. Yo
llevé el diario de muchos centros en los que viví por años, y aprendí bien como
había que decir las cosas para estar a tono con el buen espíritu de casa. Lejos de mí el intentar siquiera escribir
con un mínimo de libertad en el uso del lenguaje y en la forma de la redacción.
Interpretaciones: ni pensarlo. Siempre los mismos clichés, siempre la narrativa
lineal y homogénea. Por ejemplo, si no había asistido una sola alma a la
meditación de los sábados, obviaba deliberadamente el dato numérico de los
asistentes, y asentaba en el diario el buen
ambiente que se había vivido en
el centro después de la Bendición con el Santísimo. Si un día no habían llegado
los numerarios a tiempo al oratorio para estar en la oración de la mañana, por
haberse quedado dormidos (como suele ocurrir), escribía: Iniciamos el día rezando todos el Salmo II, en familia, como se
acostumbra en casa. Por supuesto que el primero en no saber si habían
estado todos era yo.
En una ocasión se me ocurrió escribir que uno de la
casa se había marchado del centro. Entregué el diario el domingo, al director,
para que lo revisara (como está dicho que
se haga), y me lo regresó con correcciones.
Borró esa parte con líquido corrector para textos y me puso una nota anexa que
decía algo así como no se trata de
llorar… O sea, no había que decir la verdad. Aprendí la narrativa oficial,
y nunca más dije cosas que pudieran llegar a desdecir de la vida en casa.
Los diarios se tornan así, como decía Quevedo de
algunos textos escritos en su época, de una prosa
lúgubre, en los que no se escribe sino con el único lenguaje que es
permitido por vía de hecho en la Obra. Nada más aburrido que leer uno de esos
textos en los que nada sucede sino en forma recta y correcta, orgánica,
evolutiva; suavemente tediosa y terriblemente pesada. En una palabra,
tautológica. Así, por ejemplo, si se abre uno de estos cuadernos escrito en
Praga, dirá prácticamente lo mismo y en los mismos términos (mutato nomine) que uno redactado en
Guatemala, en Los Ángeles o en Madrid; sea en 1956, en 1982 o en el nuevo
milenio. En cualquier tiempo y lugar es posible leer frases hechas y lugares
comunes como éste, más o menos: En la
tertulia, Carlos nos platicó que su amigo, Luis G., está cerca de pitar.
Encomendamos para que se anime pronto… Todo inspirado en ese decir tieso y
encogido que caracteriza los artículos de Crónica
y otras revistas internas de la Obra, por no mencionar el estilo cursi que
caracteriza a los avisos y notas de criterio.
Por otra parte, el tono general de estos escritos de
lo cotidiano es el triunfalismo característico del Opus Dei: todo está bien,
nada pasa, todo avanza al ritmo previsto y querido por el fundador, y progresa
minuto a minuto, de hora en hora, día a día, porque la Obra es de Dios y Él así
lo quiere. En fin, la tautología del poder, o, como dice Baudrillard, la virtud dominante del opio: así será
siempre porque así es y así tiene que ser, y punto.
Existen muchas otras palabras y expresiones
ambivalentes que también constituyen augurios de legitimidad y aprobación de buen espíritu para el numerario que las
emplea en su léxico corriente, como son, por ejemplo, padre/consejo,
hermanos/familia, edificante/desedificante, encajado/desencajado,
pitar/despitar, ortodoxia/heterodoxia, selección/vocación, consultar/obedecer,
ordinario/extraordinario, seguimiento/informe, formación/deformación,
amigo/tratar, delicadeza, lucha, encomendar, nota, aviso, criterio, indicación,
cartas, entrega, jurídico, muro sacramental, charla, tertulia, meditación,
costumbres, medios (todos los medios).
Algunas de estas expresiones y palabras provienen del castellano más
castizo, otras de la ascética cristina tradicional, pero todas están matizadas
y desplazadas por el barroquísimo decir
de Escrivá de Balaguer y por los directores
que, con autorización formal, lo han interpretado y afinado con mil sutilezas.
En fin, todas expresivas de una sistema mental y de una forma particular de
entender y enunciar la vida por medio de un sociolecto
o dialecto sectario. Creo que para comprenderlas se requeriría la elaboración
de una catalogación temática y luego de un diccionario en varios tomos que nos
permitiera integrarlas en un conjunto hermenéutico que seguramente nos
arrojaría luces para entender esa cosmovisión;
ese complejo fenómeno lingüístico llamado Opus Dei, que tan alejado se encuentra del lenguaje y del habla de los
cristianos comunes y corrientes.
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