LA VOZ DE LOS QUE DISIENTEN

Apuntes para san Josemaría

Isabel de Armas

 

 

EPÍLOGO

 

 

 

Monseñor Escrivá -hoy san Josemaría- quería traer «fuego a la tierra» y todos los suyos colaboraron a encenderlo. Estos apuntes vienen a decir que, aunque el fuego continúa encendido, son muchos los que se han ido dando cuenta de que aquel fuego ardía, pero no calentaba ni iluminaba, o iluminaba y calentaba cada vez menos.

Hace poco oí comentar a un conocido sociólogo que los últimos datos que tiene acerca del Opus Dei «en cifras» dicen que, en la actualidad, hay casi el mismo número de miembros que de ex miembros, es decir, que si los datos oficiales hablan de ochenta mil asociados, los ex asociados vendrían a ser, más o menos, otros tantos. Estos datos me llevan a pensar que el prestar atención a la voz de los que disienten no es algo superfluo y que la crítica siempre es positiva y válida para la posible rectificación y mejora de personas y colectivos, de individuos y montajes.

En cuanto a las distintas comunicaciones, orales o escritas, de los que disienten, en muchas de ellas aparece un rasgo común: cada uno de los comunicantes, en un momento determinado, sintió la necesidad de abandonar esa isla en la que habitaba, pero en la que ya le resultaba imposible permanecer. Y abandonaba esa isla, no para trasladarse a otra de las muchas que se divisaban, más o menos cerca, sino para apartarse de todas ellas, con el fin de llegar a conocer mejor la realidad del archipiélago.

Todos sabemos que las islas de un archipiélago son las cimas de las montañas de una misma cordillera submarina (además son inestables, unas desaparecen y otras emergen, lo que permanece es la cordillera submarina). Pero para descubrir esa realidad hay que nadar bajo las aguas, bucear hasta llegar al fondo del mar. Los que disienten desean encontrar ese macizo oculto que unifica el archipiélago, pero para conseguirlo han de dejar las delicias de su isla y bajar hasta lo más hondo, asumiendo los riesgos propios del buceo y dándose cuenta de lo difícil que es llegar a tocar fondo.

La voz de los que disienten manifiesta, como tantas otras voces inquietas, que lo tradicional está en crisis; que en el terreno religioso (y en el simplemente vital) lo «seguro», lo de «siempre», lo más conservador, lo preconciliar, resulta insuficiente (1), se queda corto.

 

(1) Tertuliano percibe ya los problemas que plantea el ser de la Iglesia en el tiempo y alerta sobre una concepción rígida de la «tradición», entendida como mera repetición.

 

«Hoy en día lo tradicional está en crisis -constata el sacerdote y teólogo Raimon Panikkar- y el hombre ya no puede alcanzar su propia conciencia, si no es sometiendo la tradición a una crítica radical (2).»

 

(2) R. PANIKKAR, El silencio de Dios. Una introducción al ateísmo religioso, Madrid, Siruela, 1996, pp. 36 ss.

 

Someter-algo a crítica significa hacerlo pasar por la criba de nuestro espíritu para alcanzar, en virtud de tal discernimiento, una certeza capaz de orientar nuestro pensamiento y, en último término, nuestra propia vida. Ahora bien, la criba de la crítica moderna a la tradición no es tanto el estudio del académico o la mente del intelectual cuanto el dinamismo de la vida misma y el corazón del hombre corriente. Es la existencia humana contemporánea la que se encarga de cribar el legado de la tradición.

Pero, según observa Panikkar, el hombre de sentido común prefiere a menudo renunciar a la crítica por temor a caer en una actitud iconoclasta devastadora, y este hecho no ha dejado de ser explotado por los defensores del statu quo.

El remedio no radica en ninguna revolución, es decir, en volver la situación al revés, sino en emanciparse de la esclavitud de esta misma situación y en crear algo nuevo. Toda revolución, en efecto, es fundamentalmente conservadora. La revolución trastoca la situación, destruye las instituciones, pero preserva las estructuras de base. Dicho de otro modo, el remedio no consiste en un comportamiento iconoclasta, sino en un planteamiento crítico. El primero aspira a la destrucción de todo aquello que le resulte negativo, el segundo pretende discernir toda ambigüedad sospechosa para luego erradicarla.

La actitud iconoclasta suele provocar la reacción opuesta. El planteamiento crítico, al contrario, estimula un cambio que puede ser radical. Confundir la una con el otro resulta mortal. Ni que decir tiene que la palabra «crítica» no se refiere aquí al sentido corriente de «criticar» (emitir un juicio desfavorable, cuando no negativo), ni tan siquiera a un juicio teórico, sino a la praxis que hace pasar las acciones humanas por la criba existencial de la teoría. «No hay crítica sin esta criba -concluye el citado teólogo-, pero tampoco hay criba sin manos que la agiten.»

De las críticas recogidas en este libro, ojalá pueda llegar a decirse lo que J. B. Metz dijo en la homilía pronunciada en el 50 aniversario sacerdotal de Karl Rahner: «Karl Rahner en su teología es siempre abogado más que juez, defensor más que acusador, protector más que desenmascarador. Y su apasionada crítica siempre es, en fin de cuentas, una crítica salvadora». Esperamos que así sea. Que estos apuntes apunten hacia una crítica salvadora.

 

 

 

<<Capítulo VII - Bibliografía>>

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