IRSE DE CASA
Dedicado a los
que se van de “Casa”
Chispita, 12 de marzo de 2007
Uno de los hábitos que se han incorporado a mi vida
ha sido el de escuchar música clásica. Sí, he descubierto a Johann Sebastián
Bach, y todas las noches después de cenar, le escucho, mientras hago oración
con un libro piadoso. Es uno de los hábitos de limpieza de la mente que he
aprendido en los escritos de Anselm Grün, En efecto, “cuando se deja uno envolver por la
música, luego se siente como purificado. La persona pierde la armonía consigo
misma. Pasa a estar regida por una disonancia espiritual. La música restablece
el ritmo interior y lleva a la persona a recuperar la armonía perdida”[1]. Y más adelante comenta que
“cuando, con los cascos puestos y los ojos cerrados oigo una cantata de Bach, a
veces experimento una depuración interior. La música invade todo mi cuerpo. La
música de Bach es para mí una música reparadora”. Yo pienso que en el fondo de
esas sinfonías late la ternura infinita de un Dios amante. Pienso que algo de
eso deben oír los santos y los ángeles en el Cielo, y me siento cerca de ellos,
y siento a Cristo más cerca de mí, y oigo su Palabra, y siento su Amor, y
entonces todo lo padecido estos años se olvida, mientras noto como Él me va
serenando por dentro, me va limpiando y curando las heridas de los mobbings que he sufrido por parte de algunos directores de
la Prelatura del Opus Dei.
Como les decía, no hago esto sin leer y sin elevar
mi mente y mi corazón a Dios. Y estas noches pasadas me he reencontrado con un
libro que llevé a la oración en uno de mis últimos cursos de Retiro: “El
regreso del hijo pródigo. Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt”,
de Henri J.M Nouwen[2]. Nouwen fue
un profesor de Harvard que dejó su profesión y una
brillante y prometedora carrera universitaria para integrarse en “El Arca”, una
Institución católica que se dedica al cuidado de enfermos mentales. Su vida
había sido la de un hombre piadoso, pero agitada, y en el fondo estaba muy
descontento de ella. Hasta que un día tropezó con el famoso cuadro de Rembrandt, en el que aparece el padre, un viejo achacoso y
medio ciego, rodeado de varios personajes, con el hijo pródigo arrodillado
delante de él. En el estudio iconológico –muy emocionante- que Nouwen realiza y que fue fruto de muchas horas de estar
sentado ante el cuadro en el Ermitage de San Petesburgo, hizo un viaje a un mundo que él a pesar
de ser católico practicante, desconocía.
Nouwen reflexiona sobre la
marcha del hijo pródigo de la casa paterna tras haber pedido la herencia a su
padre. El hijo pródigo se marcha de casa. Es al
historia de una rebelión, ¿verdad? Es una ingratitud con el hogar donde nació y
fue educado. Su marcha a un país lejano nos habla “de un corte radical con la
forma de vivir, de pensar y de actuar que le había sido transmitida”[3]. Es la marcha a todo lo que en el
hogar se consideraba sagrado. Pero luego el hijo vuelve. Nouwen
se fija en ese abrazo del padre al hijo. Esos brazos que se apoyan fuertemente
sobre los hombros del hijo. El hijo, reclinado en silencio y descansando en los
brazos de su padre.
En la Prelatura del Opus Dei se utiliza esta
parábola en un sentido aleccionador. La casa es la Obra. El hijo pródigo es el
miembro que se lo piensa y vuelve a la disciplina interna de la Institución, y
el padre es la Obra, que encarna a dios mismo, que perdona y acoge. Se usa para
prevenir no perseverancias, puesto que en la Obra “casa” es la propia Obra.
Quien está en la Obra está cerca de Cristo, y si se aleja de ella, emprende el
camino del exilio que el hijo pródigo recorrió al irse de la casa paterna.
Sin embargo, Nouwen le da
a todo un giro radicalmente renovador e ilusionante.
Para este autor, “el hogar es el centro de mi ser, allí donde puedo oír la voz
que dice: “Tu eres mi hijo amado, en quien me complazco (…). La misma voz que
habla a todos los hijos de Dios y los libera de tener que vivir en un mundo
oscuro, haciendo que permanezcan en la luz”[4].
Fue en un curso de retiro, precisamente, donde
empecé a tener una clara conciencia de que vivía espiritualmente en un mundo
oscuro. Un Director de la Prelatura quiso hablar conmigo. Y en la conversación,
en la que quedó de manifiesto el tremendo materialismo y fanatismo del
personaje, percibí de modo nítido y claro que estaba en una secta. Esa
noche, fue una de las noches más espantosas de mi vida, porque, de repente,
todos mis esfuerzos por comprender el comportamiento sectario que yo vivía y
que yo veía, y disculparlo, y mirar hacia otro lado, quedaron deshechos. Había
sido tratado como un enemigo de la Obra, había sentido la desconfianza de los
directores hacia mi persona y sus intenciones y planes –horriblemente
materialistas- respecto a mi persona. Había sido tratado como una cosa, no como
un hijo de Dios. De repente todo se vino abajo. Sí. En aquella noche. En aquel
curso de Retiro. Aquella noche en la que mi cabeza sintió la presencia de algo
Maligno escondido en aquella conversación. Sentí toda la fuerza del Mal
encerrada en una persona que tenía que haber llevado paz a mi vida. Sentí Miedo
en estado puro. Un Miedo y una agonía imposibles de ser descritas. Sentí una
agonía terrible y una espantosa soledad intelectual y espiritual que se iban
incrementando al correr de las horas, mientras me removía en la cama,
intentando conciliar un sueño que no quería venir. También notaba que mi Angel Custodio seguía allí, pero como si estuviera
impotente, como si su poder angélico hubiera quedado encadenado y disminuido.
Era la hora de las Tinieblas.
Como les he dicho otras veces, yo ahora me he ido
de la Obra. Pero en ningún modo me he ido de Casa. Quiero decir que he
descubierto que verdaderamente Dios había hecho su Casa en mí, porque he
seguido escuchando “la voz del amor que no deja de llamar, que habla desde la
eternidad y que da vida y amor dondequiera que es escuchada. Cuando la oigo, se
que estoy en casa con Dios y que no tengo que tener miedo a nada”[5].
Para mí, Casa es estar junto a Cristo. Para mí,
Casa es sentir las manos de mi Padre que me perdonan en la Confesión mientras
el sacerdote mueve sus manos bendiciendo. Para mí Casa es escuchar la voz del
sacerdote que en ese momento es Cristo, consolándote y animándote. Para mí,
Casa es sentir “la voz del amor, que es una voz muy suave y amable que me habla
desde los lugares más recónditos de mi ser. No es una
voz bulliciosa que se impone y exige atención. Es la voz de mi Padre, casi
ciego, que ha llorado mucho y ha librado muchas batallas. Es una voz que solo
puede ser escuchada por aquellos que se dejan tocar”.
Es una voz que ama incondicionalmente. Es una voz
que no me dice: “si haces esto o lo otro, podrás volver. Si entregas tu
opinión, tu capital, tu cabeza, si cuentas tu intimidad en la Charla, entonces
te quiero”. “Sí, te quiero si eres guapo, inteligente y gozas de buena
salud. Te quiero si tienes una buena educación, un buen trabajo y buenos
contactos. Te quiero si produces mucho, vendes mucho y compras mucho”. Ese es
el amor de la Casa de la Obra por ti. Te quieren cuando todo va bien. Pero
cuando hay problemas te dicen: “oye, no nos cuentes tus problemas”.
Para mi irme de Casa no es irme de la Obra.
“Cólera, resentimiento, celos, deseos de venganza, lujuria, codicia,
antagonismos y rivalidades son las señales que me indican que me he ido de
Casa”[6]. También me voy de Casa cuando me
encuentro a mí mismo preguntándome por qué alguien me ha hecho daño, por qué me
ha rechazado, o por qué no me ha prestado atención. Sin darme cuenta me veo
obsesionado por el éxito, por mi soledad y por la forma como el mundo abusa de
mí. Cuando tengo miedo a no gustar, a que me censuren a que no me tengan en
cuenta, a que me dejen de lado, a que me persigan, cuando quiero defenderme y
asegurarme el amor que creo que necesito y merezco. Entonces es cuando me voy a
un país lejano[7].
“Casa” para mí es estar con Dios, es estar en la
Iglesia, es tratar a Cristo, oír su voz, sentir sus manos y los latidos de Su
Corazón. Es recibir la Gracia y perdonar, y comprender. Es sentir la propia
debilidad y volver a sentir que El está allí dentro, esperando, para perdonar.
Es sentir las lágrimas del Padre que llora porque sabe lo que sus otros hijos
te han hecho. Es sentir el recado del Padre: “eh, sube a mi cuarto, donde yo
estoy postrado. Cuéntame por qué tus hermanos ya no te quieren”.
Es sentir que el Padre sigue confiando en ti. Es
sentir sus palabras, dulces e insistentes: “adelante, adelante”. Es escuchar
Sus planes sobre mí, y sus explicaciones. Es ver al Padre enfermo y achacoso,
levantarse, ponerse el abrigo, calzarse las sandalias, y decirte que El tiene
otras casas, que Él tampoco se siente a gusto en la vieja Casa, y que no
bendice a sus hijos mayores, y que se va de la casa de los hijos mayores
orgullosos para recorrer el desierto contigo, para decirte que todo lo suyo es
tuyo, para hacerte sentir que nunca ha dudado de que tú volverías. Es sentir,
las manos grandes del Padre anciano, que cogen las tuyas y te llevan. Que te
sacan del engaño y de la mentira. Que te hacen llegar a descubrir la verdadera
Casa. La Casa que está en ti, donde El mismo habita y reina.
Chispita.