-Desde el punto de
vista literario, es indispensable un preámbulo. La acción se desarrolla en el
siglo dieciséis, época en que, como sabes, existía la costumbre de hacer intervenir
en los poemas a los poderes celestiales. No me refiero a Dante. En Francia, los
cleros de la basoche y los monjes daban
representaciones teatrales en las que aparecían la Virgen, los ángeles, los
santos, Cristo y Dios Padre. Estos espectáculos eran por demás ingenuos. Según
nos cuenta Victor Hugo en su Notre-Dame
de Paris, durante el reinado de Luis XI, para celebrar el nacimiento del
delfín, se ofre ció en Paris
una representación gratuita del misterio Le bon jugement de la tres sainte et gracieuse Vierge Marie. En
esta obra aparece la
Virgen y emite su bon jugement.
En Moscú se daban de vez en cuando representaciones de este tipo, tomadas especialmente del Antiguo
Testamento, antes de Pedro el Grande . Además, circulaban una serie de relatos y poemas en
los que aparecían los santos, los ángeles y todo el ejército celestial. En
nuestros monasterios se traducían y se copiaban esos poemas, a incluso se
componían algunos originales, todo ello durante la dominación tártara. Uno de
tales poemas, sin duda traducido del griego, es «La Virgen entre los
condenados», que nos ofrece escenas de una audacia dantesca. La Virgen visita
el infierno, conducida por el arcángel San Miguel. La Virgen ve a los
condenados y sus tormentos. Le llama la atención una categoría de pecadores muy
interesante que está en un lago de fuego. Algunos se hunden en este lago y no
vuelven a aparecer. «Éstos son los olvidados incluso por Dios»: he aquí una
frase profunda y vigorosa. La Virgen, desconsolada, cae de rodillas ante el
trono de Dios y pide gracia para todos los pecadores sin distinción que ha
visto en el infierno. Su diálogo con Dios es interesantísimo. La Virgen
implora, insiste, y cuando Dios le muestra los pies y las manos de su Hijo
horadados por los clavos y le pregunta: « ¿Cómo puedo perdonar a esos
verdugos?», la Virgen ordena a todos los santos, a
todos los mártires y a todos los ángeles que se arrodillen como ella a imploren
la gracia para todos los pecadores. Al fin consigue que cesen los tormentos
todos los años desde el Viernes Santo a Pentecostés, y los condenados dan las
gracias a Dios desde las profundidades del infierno y exclaman: «¡Señor, tu
sentencia es justa!»... Mi poema habría sido algo así si lo hubiese concebido
en aquella época. Dios aparecería y se limitaría a pasar sin decir nada. Han
transcurrido quince siglos desde que prometió volver a su reinado, desde que su
profeta escribió: «Volveré pronto. El día y la hora ni siquiera el Hijo la
sabe, sólo mi Padre que está en los cielos», repitiendo las palabras de Cristo
en la tierra. Y la humanidad le espera con la misma fe de antaño, una fe más
ardiente todavía, pues hace ya quince siglos que el cielo no ha cesado de
conceder gajes al hombre.
-Cree lo que te
dicte tu corazón,
pues los cielos ya no dan gajes.
»Verdad es que
se producían entonces numerosos milagros: los santos realizaban curaciones
maravillosas, la Reina de los Cielos visitaba a ciertos justos, según cuentan
los libros. Pero el diablo no dormía: la humanidad empezaba a dudar de la
autenticidad de tales prodigios. Entonces nació en Alemania una terrible herejía
que negaba los milagros.
«Una gran
estrella, ardiente como una antorcha (la Iglesia, sin duda), cayó sobre los
manantiales a hizo amargas sus aguas». Con ello se
acrecentó la fe de los fieles. Las lágrimas de la humanidad se elevaban a Dios
como en otras épocas: se le esperaba, se le quería, se cifraban en Él todas las
esperanzas como en otros tiempos... Hace tantos siglos que la humanidad ruega
con fervor: «Señor, dígnate aparecer ante nosotros», tantos siglos que dirige a
Él sus voces, que Él, en su misericordia infinita, accede a descender al lado
de sus fieles. Antes había visitado ya a justos y mártires, a santos
anacoretas, según cuentan los libros. En nuestro país, Tiutchev,
que creía ciegamente en sus palabras, ha proclamado que
»Abrumado bajo
el peso de su cruz,
el Rey de los
Cielos, bajo una humilde apariencia,
te ha recorrido,
tierra natal,
en toda tu extensión, bendiciéndote.
»Pero he aquí
que Él ha querido mostrarse, aunque sólo por un momento, al pueblo doliente y
miserable, al pueblo corrompido por el pecado, pero al que Él ama ingenuamente.
La acción se desarrolla en España, en Sevilla, en la época más terrible de la
Inquisición, cuando a diario se encendían las piras y
»En magníficos
autos de fe
se quemaban
horrendos herejes
»No es así como
Él prometió venir, al final del tiempo, en toda su gloria celestial,
súbitamente, « como el relámpago que brilla des de Oriente hasta Occidente» . No, no ha venido así; ha venido a ver a sus niños,
precisamente en los lugares donde crepitan las hogueras encendidas para los
herejes. En su misericordia infinita, desciende a mezclarse con los hombres
bajo la forma que tuvo durante los tres años de su vida pública. Vedlo en las
calles radiantes de la ciudad meridional, donde precisamente el día anterior el
gran inquisidor ha hecho quemar un centenar de herejes ad majorem Dei gloriam,
en presencia del rey, de los cortesanos y los caballeros, de los cardenales
y las más encantadoras damas de la corte. Ha aparecido discretamente,
procurando que nadie lo vea, y, cosa extraña, todos lo reconocen. Explicar esto habría sido uno de los más bellos pasajes de
mi poema. Atraído por una fuerza irresistible, el pueblo se apiña en torno de
Él y sigue sus pasos. El Señor se desliza en silencio entre la muchedumbre, con
una sonrisa de infinita piedad. Su corazón se abrasa de amor, en sus ojos
resplandecen la luz, la sabiduría, la fuerza. Su mirada, radiante de amor,
despierta el amor en los corazones. El Señor tiende los brazos hacia la
multitud y la bendice. El contacto con su cuerpo, incluso con sus ropas, cura
todos los males. Un anciano que está ciego desde su infancia grita entre la
muchedumbre: «¡Señor: cúrame, y así podré verte!» Entonces cae de sus ojos una
especie de escama, y el ciego ve. El pueblo derrama lágrimas de alegría y besa
el suelo que Él va pisando. Los niños arrojan flores en su camino. Se oyen
cantos y gritos de «¡Hosanna!» .
La multitud
exclama: «¡Es Él, no puede ser nadie más que Él!» Se detiene en el atrio de la
catedral de Sevilla, y en este momento llega un grupo de gente que transporta
un pequeño ataúd blanco donde descansa una niña de siete años, hija única de un
personaje. La muerta está cubierta de flores.
»De la multitud
sale una voz que dice a la afligida madre:
» -¡Él
resucitará a tu hija!.
»El sacerdote
precede al ataúd y mira hacia la muchedumbre, perplejo y con las cejas
fruncidas. De pronto, la madre lanza un grito y se arroja a los pies del Señor.
»-¡Si eres Tú,
resucita a mi hija!
»Y le tiende los
brazos.
»El cortejo se
detiene y depositan el ataúd en las losas. El Señor le dirige una mirada llena
de piedad y otra vez dice dulcemente: “Talithakoum.”
Y la muchacha se levanta . La muerta, después de
incorporarse, queda sentada y mira alrededor, sonriendo con un gesto de
asombro. En su mano se ve el ramo de rosas blancas que han depositado en su
ataúd. Entre la multitud se ven rostros pasmados y se oyen llantos y gritos.
»En este momento
pasa por la plaza el cardenal que ostenta el cargo de gran inquisidor. Es un
anciano de casi noventa años, rostro enjuto y ojos hundidos, pero en los que se
percibe todavía una chispa de luz. Ya no lleva la suntuosa vestidura con que se
pavoneaba ante el pueblo cuando se quemaba a los enemigos de la Iglesia romana:
vuelve a vestir su viejo y burdo hábito. A cierta distancia le siguen sus
sombríos ayudantes y la guardia del Santo Oficio. Se detiene y se queda mirando
desde lejos el lugar de la escena. Lo ha visto todo: el ataúd depositado ante
El, la resurrección de la muchacha... Su semblante cobra una expresión sombría,
se fruncen sus pobladas cejas y sus ojos despiden uña
luz siniestra. Señala con el dedo al que está ante el ataúd y ordena a su
escolta que lo detenga. Tanto es su poder y tan acostumbrado está el pueblo a
someterse a su autoridad, a obedecerle temblando, que la muchedumbre se aparta
para dejar paso a los esbirros. En medio de un silencio de muerte, los guardias
del Santo Oficio prenden al Señor y se lo llevan.
»Como un solo
hombre, el pueblo se inclina hasta tocar el suelo ante el anciano inquisidor,
que lo bendice sin pronunciar palabra y continúa su camino. Se conduce al
prisionero a la vieja y sombría casa del Santo Oficio y se le encierra en una
estrecha celda abovedada. Se acaba el día, llega la noche, una noche de
Sevilla, cálida, bochornosa. El aire está saturado de aromas de laureles y
limoneros. En las tinieblas se abre de súbito la puerta de hierro del calabozo
y aparece el gran inquisidor con una antorcha en la mano.
Llega solo. La
puerta se cierra tras él. Se detiene junto al umbral, contempla largamente la
Santa Faz. Al fin se acerca a Él, deja la antorcha sobre la mesa y dice:
»-¿Eres Tú, eres
verdaderamente Tú?
»No recibe
respuesta. Añade inmediatamente:
»-No digas nada;
cállate. Por otra parte, ¿qué podrías decir? Demasiado lo sé. No tienes derecho
a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste en otro tiempo. ¿Por qué has
venido a trastornar nos? Porque tu llegada es para nosotros un trastorno, bien
lo sabes. ¿Qué ocurrirá mañana? Ignoro quién eres. ¿Eres Tú o solamente su
imagen? No quiero saberlo. Mañana te condenaré y morirás en la hoguera como el
peor de los herejes. Y los mismos que hoy te han besado los pies, mañana, a la
menor indicación mía, se aprestarán a alimentar la pira encendida para ti. ¿Lo
sabes?... Tal vez lo sepas.
»Y el anciano
queda pensativo, con la mirada fija en el preso.
-No acabo de
comprender lo que eso significa, Iván -dijo Aliocha,
que le había escuchado en silencio-. ¿Es una fantasía, un error del anciano, un
quid pro quo extravagante?
Iván se echó a
reír.
-Quédate con
esta última suposición si el idealismo moderno te ha hecho tan refractario a lo
sobrenatural. Puedes elegir la solución que quieras. Verdad es que mi
inquisidor tiene noventa años y que sus ideas han podido trastornarle hace ya
tiempo. Tal vez es un simple desvarío, una quimera de viejo próximo a su fin y
cuya imaginación está exacerbada por su último auto de fe. Pero que sea quid
pro quo o fantasía poco importa. Lo importante es que el inquisidor revele
al fin su pensamiento, que manifieste lo que ha callado durante toda su
carrera.
-¿Y el
prisionero no dice nada? ¿Se contenta con mirarlo?
-Sí, lo único
que puede hacer es callar. El anciano es el primero en advertirle que no tiene
derecho a añadir una sola palabra a las que pronunció en tiempos ya remotos.
Éste es tal vez, a mi humilde juicio, el rasgo fundamental del catolicismo
romano: «Todo lo transmitiste al papa: todo, pues, depende ahora del papa. No
vengas a molestarnos, por lo menos antes de que llegue el momento oportuno.» Tal es su doctrina, especialmente la de los jesuitas. Yo
la he leído en sus teólogos.
»-¿Tienes
derecho a revelarnos uno solo de los secretos del mundo de que vienes?
-pregunta el anciano, y responde por Él- : No, no
tienes este derecho, pues tu revelación de ahora se añadiría a la de otros
tiempos, y esto equivaldría a retirar a los hombres la libertad que Tú
defendías con tanto ahínco sobre la tierra. Todas tus nuevas revelaciones
supondrían un ataque a la libertad de la fe, ya que parecerían milagrosas. Y
Tú, hace quince siglos, ponías por encima de todo esta libertad, la de la fe.
¿No has dicho muchas veces: “Quiero que seáis libres”?
Pues bien -añadió el viejo, sarcástico-, ya ves lo que son los hombres libres.
Sí, esa libertad nos ha costado cara -continúa el anciano, mirando a su
interlocutor severamente-, pero al fin hemos conseguido completar la obra en tu
nombre. Nuestro trabajo ha sido rudo y ha durado quince siglos, pero al fin
hemos logrado instaurar la libertad como convenía hacerlo. ¿No lo crees? Me
miras con dulzura y ni siquiera me haces el honor de indignarte. Pues has de
saber que jamás se han creído los hombres tan libres como ahora, aun habiendo
depositado humildemente su libertad a nuestros pies. En realidad, esto ha sido
obra nuestra. ¿Es ésta la libertad que Tú soñabas?
-Tampoco esto lo
comprendo -dijo Aliocha-. ¿Habla irónicamente, se
burla?
-Nada de eso. El
anciano se jacta de haber conseguido, en unión de los suyos, suprimir la
libertad para hacer a los hombres felices. «Pues hasta ahora no se ha podido
pensar en la libertad de los hombres, dice el cardenal, pensando evidentemente
en la Inquisición.
Y añade: «Los
hombres, como es natural, se han rebelado. ¿Y acaso los rebeldes pueden ser
felices? Se te advirtió, los consejos no te faltaron; pero Tú no hiciste caso:
rechazaste el único medio de hacer felices a los hombres. Afortunadamente, al
marcharte dejaste en nuestra mano tu obra. Nos concediste solemnemente el
derecho de hacer y deshacer. Supongo que no pretenderás retirárnoslo ahora.
¿Por qué has venido a molestarnos?»
-¿Qué significa
eso de que «se te advirtió, los consejos no te faltaron» ?
–preguntó Aliocha.
-Es el punto
capital del discurso del anciano, que sigue diciendo:
»-El terrible
Espíritu de las profundidades, el Espíritu de la destrucción y de la nada, te
habló en el desierto, y la Sagrada Escritura dice que te tentó. No se podía
decir nada más agudo que lo que se te dijo en las tres cuestiones o, para usar
el lenguaje de las Escrituras, tres tentaciones que Tú rechazaste. No ha habido
en la tierra milagro tan auténtico y magnífico como el de estas tres
tentaciones. El simple hecho de plantearlas constituye un milagro. Supongamos
que hubieran desaparecido de las Escrituras y que fuera necesario
reconstituirlas, idearlas de nuevo para llenar este vacío. Supongamos que con
este fin se reúnen todos los sabios de la tierra (hombres de Estado, prelados,
filósofos, poetas) y se les dice: “Idead y redactad tres cuestiones que no
solamente correspondan a la importancia del acontecimiento, sino que expresen
en tres frases toda la historia de la humanidad futura.” ¿Crees que este
areópago de la sabiduría humana lograría discurrir nada tan fuerte y profundo
como las tres cuestiones que te planteó en tus tiempos
el poderoso Espíritu? Estas tres proposiciones bastan para demostrar que te
hallabas ante el Espíritu eterno y absoluto y no ante un espíritu humano y
transitorio. Pues en ellas se resume y se predice toda la historia futura de la
humanidad. En estas tres tentaciones están condensadas todas las
contradicciones indisolubles de la naturaleza humana. Entonces no era posible
advertirlo, ya que el porvenir era un misterio; pero ahora, quince siglos
después, vemos que todo se ha realizado hasta el extremo de que es imposible añadirles
ni quitarles una sola palabra. Ya me dirás quién tiene razón, si Tú o el que te
interrogaba. Acuérdate de la primera tentación, no de las palabras, sino del
sentido. Quieres ir por el mundo con las manos vacías, predicando una libertad
que los hombres, en su estupidez y su ignominia naturales, no pueden
comprender; una libertad que los atemoriza, pues no hay ni ha habido jamás nada
más intolerable para el hombre y la sociedad que ser libres. ¿Ves esas piedras
en ese árido desierto? Conviértelas en panes y la humanidad seguirá tus pasos
como un rebaño dócil y agradecido, pero, al mismo tiempo, temeroso de que
retires la mano y se acaben los panes. No quisiste privar al hombre de libertad
y rechazaste la proposición, considerando que era incompatible con la
obediencia comprada con los panes. Respondiste que no sólo de pan vive el
hombre; pero has de saber que por este pan de la tierra el espíritu terrestre
se revolverá contra ti, luchará y te vencerá; que todos le seguirán, gritando:
"¡Nos prometió la luz del cielo y no nos la ha dado!" Pasarán los
siglos, y la humanidad proclamará por boca de sus sabios que no se cometen
crímenes y, en consecuencia, que no hay pecados, que lo único que hay es hambrientos. “¡Aliméntalos y entonces podrás exigirles que sean
virtuosos!”: he aquí la inscripción que figurará en el estandarte de la
revuelta que derribará tu templo. En su lugar se levantará un nuevo edificio,
una segunda torre de Babel, que sin duda no se terminará, como no se terminó la
primera. Habrías podido evitar a los hombres esta nueva tentativa y miles de
años de sufrimiento. Después de haber luchado durante mil años para edificar su
torre, vendrán a vernos. Nos buscarán bajo tierra, en las catacumbas, como antaño,
donde estaremos ocultos (porque otra vez se nos perseguirá) y nos dirán:
“Dadnos de comer, pues los que nos prometieron la luz del cielo no nos la han
dado.” Entonces terminarán su torre, pues para ello sólo hace falta
alimentarlos, y nosotros los alimentaremos, haciéndoles creer que hablamos en
tu nombre. Sin nuestra ayuda, siempre estarían hambrientos. No existe ninguna
ciencia que les dé pan mientras permanezcan libres; por eso acabarán por poner
su libertad a nuestros pies diciendo: “Hacednos vuestros esclavos, pero dadnos
de comer.” Habrán comprendido al fin que la libertad no se puede conciliar con
el pan de la tierra, porque jamás sabrán repartírselo. Y, al mismo tiempo, se
convencerán de su impotencia para vivir libremente, por su debilidad, su nulidad,
su depravación y su propensión a la rebeldía. Tú les prometías el pan del
cielo. Y vuelvo a preguntar si este pan se puede comparar con el de la tierra a
los ojos de la débil raza humana, eternamente ingrata y deprava da. Millares,
decenas de millares de almas te seguirán para obtener ese pan, ¿pero qué será
de los millones de seres que no tengan el valor necesario para preferir el pan
del cielo al de la tierra? Porque supongo que Tú no querrás sólo a los grandes
y a los fuertes, a quienes los otros, la muchedumbre innumerable, que es tan débil
pero que te venera, sólo serviría de materia explotable.
También los
débiles merecen nuestro cariño. Aunque sean depravados y rebeldes, se nos someterán
dócilmente al fin. Se asombrarán, nos creerán dioses, por habernos puesto al frente
de ellos para consolidar la libertad que les inquietaba, por haberlos sometido
a nosotros: a este extremo habrá llegado el terror de ser libres. Nosotros les
diremos que somos tus discípulos, que reinamos en tu nombre. Esto supondrá un
nuevo engaño, ya que no te permitiremos que te acerques a nosotros. Esta
impostura será nuestro tormento, puesto que nos habrá obligado a mentir. Tal es
el sentido de la primera tentación que escuchaste en el desierto. Y Tú la
rechazaste por salvar la libertad que ponías por encima de todo. Sin embargo,
en ella se ocultaba el secreto del mundo. Si te hubieras prestado a realizar el
milagro de los panes, habrías calmado la inquietud eterna de la humanidad -individual
y colectivamente-, esa inquietud nacida del deseo de saber ante quién tiene uno
que inclinarse. Pues no hay para el hombre libre cuidado más continuo y
acuciante que el de hallar a un ser al que prestar acatamiento. Pero el hombre
sólo quiere doblegarse ante un poder indiscutible, al que respeten todos los
seres humanos con absoluta unanimidad. Esas pobres criaturas se atormentan
buscando un culto que no se limite a reunir a unos cuantos fieles, sino en el
que comulguen todas las almas, unidas por una misma fe. Este deseo de comunidad
en la adoración es el mayor tormento, tanto individual como colectivo, de la
humanidad entera desde el comienzo de los siglos. Para realizar este sueño, los
hombres se han exterminado unos a otros. Los pueblos crearon sus propios dioses
y se dijeron en son de desafío: “¡Suprimid vuestros dioses y adorad a los nuestros!
Si no lo hacéis, malditos seáis vosotros y vuestros dioses.”
Y así ocurrirá hasta el fin del mundo, pues cuando los dioses hayan
desaparecido, los hombres se arrodillarán ante los ídolos. Tú no ignorabas, no
podías ignorar, este rasgo fundamental de la naturaleza humana. Sin embargo,
rechazaste la única bandera infalible que se te ofrecía, la que habría movido a
todos los hombres a inclinarse ante ti sin rechistar: la bandera del pan de la
tierra. La rechazaste por el pan del cielo y por la libertad del hombre. Ya ves
el resultado de haber defendido esta libertad. Te lo repito: no hay para el
hombre deseo más acuciante que el de encontrar a un ser en quien delegar el don
de la libertad que, por desgracia, se adquiere con el nacimiento. Mas para
disponer de la libertad de los hombres hay que darles la tranquilidad de
conciencia. El pan te aseguraba el éxito: el hombre se inclina ante quien se lo
da (de esto no cabe duda); pero si otro se adueña de su conciencia, el hombre
desdeñará incluso tu pan para seguir al que ha cautivado su razón.
En esto acertaste,
pues el secreto de la existencia humana no consiste sólo en poseer la vida,
sino también en tener un motivo para vivir. El hombre que no tenga una idea
clara de la finalidad de la vida, preferirá renunciar a ella aunque esté
rodeado de montones de pan y se destruirá a si mismo
antes que permanecer en este mundo. ¿Pero qué hiciste? En vez de apoderarte de
la libertad humana, la extendiste. ¿Olvidaste que el hombre prefiere la paz a
incluso la muerte a la libertad para discernir el bien y el mal? No hay nada
más seductor para el hombre que el libre albedrío, pero también nada más
doloroso. En vez de principios sólidos que tranquilizaran para siempre la
conciencia humana, ofreciste nociones vagas, extrañas, enigmáticas, algo que
superaba las posibilidades de los hombres. Procediste, pues, como si no
quisieras a los seres humanos, Tú que viniste a dar la
vida por ellos. Aumentaste la libertad humana en vez de confiscarla, y así
impusiste para siempre a los espíritus el terror de esta libertad. Deseabas que
se te amara libremente, que los hombres te siguieran por su propia voluntad,
fascinados. En vez de someterse a las duras leyes de la antigüedad, el hombre
tendría desde entonces que discernir libremente el bien y el mal, no teniendo
más guía que la de tu imagen, y no previste que al fin rechazaría, a incluso
pondría en duda, tu imagen y tu verdad, abrumado por la tremenda carga de la
libertad de escoger. Al fin exclamaron que la verdad no estaba en ti, ya que
sólo así se explicaba que hubieras podido dejarlos en una incertidumbre tan
angustiosa, con tantos cuidados y problemas insolubles. Así llevaste a la ruina
tu reinado; por lo tanto, no acuses a nadie de ella. ¿Acaso fue esto lo que se
te propuso? Sólo hay tres fuerzas capaces de subyugar para siempre la
conciencia de esos débiles revoltosos: el milagro, el misterio y la autoridad.
Tú rechazaste las tres para dar un ejemplo. El Espíritu terrible y profundo lo
transportó a la cúspide del templo y dijo:
“¿Quieres saber
si eres el hijo de Dios? Arrójate desde aquí, pues está escrito que los ángeles
deben sostenerlo y llevárselo, de modo que no sufrirá el menor daño. Entonces sabrás
que eres el hijo de Dios y, además, de mostrarás que tienes fe en tu Padre.”
Pero Tú rechazaste esta pro posición: no te quisiste arrojar. Demostraste
entonces una arrogancia sublime, divina; pero los hombres son seres débiles y
rebeldes, no dioses. Tú sábías que
al dar un paso, al
hacer el menor movimiento para lanzarte, habrías tentado al Señor y perdido la
fe en Él. Te habrías estrellado, para regocijo de tu tentador, sobre esta misma
tierra que venias a salvar. ¿Pero hay muchos como Tú? ¿Puedes tener la más
remota sospecha de que los hombres tendrían la entereza necesaria para hacer
frente a semejante tentación? ¿Es propio de la naturaleza humana rechazar el
milagro y en los momentos críticos de la vida, ante las cuestiones capitales,
atenerse al libre impulso del corazón? ¡Ah! Tú sabías que tu entereza de ánimo
se describiría en las Sagradas Escrituras, subsistiría a través de las edades y
llegaría a las regiones más lejanas, y esperabas que, siguiendo tu ejemplo, el
hombre no necesitara el milagro para amar a Dios. Ignorabas que el hombre no
puede admitir a Dios sin el milagro, pues es sobre todo el milagro lo que busca.
Y como no puede pasar sin él, se forja sus propios milagros y se inclina ante
los prodigios de un mago o los sortilegios de una hechicera, aunque sea un
rebelde, un hereje, un impío recalcitrante. No descendiste de' la cruz cuando
se burlaban de ti y te gritaban entre risas: “¡Baja de la cruz y creeremos en
ti!” No lo hiciste porque de nuevo te negaste a subyugar al hombre por medio de
un milagro. Deseabas una fe libre y no inspirada por lo maravilloso; querías un
amor libre y no los serviles transportes de unos esclavos aterrorizados. Otra
vez te forjaste una idea demasiado elevada del hombre, pues los hombres son
esclavos aunque hayan nacido rebeldes. Examina los hechos y juzga.
Después de
quince siglos largos, ¿a quién has elevado hasta ti? Te aseguro que el hombre es
más débil y más vil de lo que creías. En modo alguno puede hacer lo que Tú
hiciste. El gran aprecio en que le tenías ha sido un perjuicio para la piedad.
Has exigido demasiado de él, a pesar de que le amabas más que a ti mismo. Si le
hubieses querido menos, le habrías impuesto una carga más ligera, más en
consonancia con tu amor. El hombre es débil y cobarde. No importa que ahora se
levante en todas partes contra nuestra autoridad y se sienta orgulloso de su
rebeldía. Es el orgullo de los escolares amotinados que han apresado al
profesor. La alegría de estos rapaces se extinguirá y la pagarán cara.
Derribarán los
templos e inundarán la tierra de sangre; pero esos niños estúpidos advertirán
que su debilidad les impide mantenerse en rebeldía durante mucho tiempo. Llorarán
como necios y comprenderán que el Creador, haciéndolos rebeldes, quiso tal vez burlarse
de ellos. Entonces protestarán, sin poder contener su desesperación, y esta blasfemia
les hará aún más desgraciados, pues la naturaleza humana no soporta la blasfemia
y acaba siempre por vengarse. Así, las consecuencias de tu amarga lucha por la libertad
humana fue la inquietud, la agitación y la desgracia
para los hombres. Tu eminente profeta, en su versión simbólica, dice que vio a
todos los seres de la primera resurrección y que había doce mil de cada tribu . A pesar de ser tan numerosos, eran más que hombres,
casi dioses. Habían llevado tu cruz y soportado la vida en el desierto, donde se
alimentaban de saltamontes y raíces. Ciertamente, puedes estar orgulloso de
esos hijos de la libertad, del amor sin coacciones, de su sublime sacrificio en
tu nombre. Pero ten presente que eran sólo unos millares, y casi dioses. ¿Y los
demás qué? ¿Es culpa de ellos, de esos débiles seres humanos, no haber podido
soportar lo que soportan los fuertes? El alma débil no es culpable de no poseer
prendas tan extraordinarias. ¿Viniste al mundo sólo para los elegidos? Esto es
un misterio para nosotros, y tenemos derecho a decirlo así a los hombres, a
enseñarles que no es la libre decisión ni el amor lo que importa, sino el misterio,
al que deben someterse ciegamente, incluso contra lo que les dicte su conciencia.
Esto es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra, fundándola en el milagro,
el misterio y la autoridad. Y los hombres se alegran de verse otra vez conducidos
como un rebaño y libres del don abrumador que los atormentaba. Dime: ¿no hemos
hecho bien? ¿Acaso no es una prueba de amor a los hombres comprender su debilidad,
aligerar su carga, incluso tolerar el pecado, teniendo en cuenta su flaqueza,
siempre que lo hagan con nuestro permiso? Por lo tanto, no has debido venir a
entorpecer nuestra obra. ¿Por qué callas, fijando en mi tu mirada tierna y
penetrante? Prefiero que te enojes; no quiero tu amor, porque yo no te amo. No
hay razón para que te lo oculte. Sé muy bien con quién estoy hablando, pues leo
en tus ojos que sabes lo que voy a decirte.
No tengo por qué
ocultarte nuestro secreto. Tal vez quieras oirlo de
mis labios. Pues lo vas a oír. Hace ya mucho tiempo que no estamos contigo,
sino con él. Hace exactamente ocho siglos que hemos recibido de él aquel
último don que Tú rechazaste indignado cuando él te mostró todos los
reinos de la tierra. Aceptamos Roma y la espada de César, y nos proclamamos
reyes únicos de la tierra, aunque hasta ahora no hayamos tenido tiempo de
acabar nuestra obra. ¿Pero de quién es la culpa? La empresa está aún en su
principio, su fin está todavía muy lejos, y la tierra tiene ante sí aún muchos
padecimientos; pero alcanzaremos nuestro fin, seremos Césares, y entonces
podremos pensar en la felicidad del mundo. Tú habrías podido empuñar la espada
de César. ¿Por qué rechazaste este último don? Si hubieras seguido este tercer
consejo del poderoso Espíritu, habrías dado a los hombres todo lo que buscan
sobre la tierra: un dueño ante el que inclinarse, un guardián de su conciencia
y el medio de unirse al fin cordialmente en un hormiguero común, pues la
necesidad de la unión universal es el tercero y último tormento de la raza humana.
La humanidad ha tendido siempre a organizarse sobre una base universal. En la
historia ha habido grandes pueblos que, a medida que han ido progresando, han
sufrido más y han experimentado más profundamente que los otros la necesidad de
la unión universal. Los grandes conquistadores, como Tamerlán
y Gengis-Kan, que
recorrieron la tierra como un huracán, encarnaban también, sin darse cuenta de
ello, la aspiración unitaria de los pueblos. Si hubieses aceptado la púrpura de
César, habrías fundado el imperio universal y dado la paz al mundo. ¿Pues quién
mejor para someter al hombre que aquel que domina su conciencia y dispone de su
pan? Nosotros hemos empuñado la espada de César y, al empuñarla, te hemos
abandonado para unirnos a él. Aún transcurrirán algunos siglos de licencia
intelectual, de vanos esfuerzos científicos y de antropofagia, pues en esto
caerán los hombres cuando hayan terminado su torre de Babel sin contar con
nosotros. Entonces la bestia se acercará, arrastrándose, a nuestros pies, los lamerá
y los empapará de lágrimas de sangre. Y nosotros cabalgaremos sobre ella y levantaremos
una copa en la que habrá grabada la palabra «Misterio».
Sólo entonces. La paz y la felicidad reinarán sobre los hombres. Estás
orgulloso de tus elegidos, pero éstos son sólo unos cuantos. En cambio,
nosotros daremos la tranquilidad a todos los hombres.
Además, entre
los fuertes destinados a figurar en el grupo de los elegidos, ¡cuántos han llevado
y cuántos llevarán todavía a otra parte las fuerzas de su espíritu y el ardor
de su corazón! ¡Y cuántos acabarán por levantarse contra ti fundándose en la
libertad que tú les diste! Nosotros haremos felices a todos los hombres, y las
revueltas y matanzas inseparables de tu libertad cesarán. Ya nos cuidaremos de
persuadirles de que no serán verdaderamente libres hasta que pongan su libertad
en nuestras manos. ¿Será esto verdad o una mentira nuestra? Ellos verán que les
decimos la verdad, pues recordarán la servidumbre y el malestar en que tu
libertad los tuvo sumidos. La independencia, la libertad de pensamiento, la
ciencia, los habrá extraviado en tal laberinto, colocado en presencia de tales
prodigios y tales enigmas, que los rebeldes furiosos se destruirán entre sí, y
los otros, los rebeldes débiles, turba cobarde y miserable, se arrastrarán a
nuestros pies gritando: “¡Tenéis razón! Sólo vosotros poseéis su secreto.
Volvemos a vuestro lado. Salvadnos de nosotros mismos.” Sin duda, al recibir de
nuestras manos los panes, verán que nosotros tomamos los suyos ganados con su
trabajo y que luego los distribuimos, sin realizar milagro alguno. Se darán
perfecta cuenta de que no hemos convertido las piedras en panes, pero recibir
el pan de nuestras manos les producirá más alegría que el simple hecho de
recibir el pan. Pues se acordarán de que antaño el
mismo pan, fruto de su trabajo, se les convertía en piedra, y verán que, al
volver a nosotros, la piedra se transforma en pan. Entonces comprenderán el
valor de la sumisión definitiva. Y mientras no lo comprendan serán
desgraciados. ¿Quién ha contribuido más a esta incomprensión? ¿Quién ha
dispersado el rebaño y lo ha enviado por caminos desconocidos? Pero el rebaño
volverá a reunirse, volverá a la obediencia y para siempre. Entonces nosotros daremos
a los hombres una felicidad dulce y humilde, adaptada a débiles criaturas como ellos.
Y los convenceremos de que no deben enorgullecerse, cosa que les enseñaste tú
al ennoblecerlos. Nos otros les demostraremos que son débiles, que son
infelices criaturas y, al mismo tiempo, que la felicidad infantil es la más
deliciosa. Entonces se mostrarán tímidos, no nos perderán de vista y se
apiñarán en torno de nosotros amedrentados, como una tierna nidada bajo el ala
de la madre. Experimentarán una mezcla de asombro y temor y admirarán la
energía y la inteligencia que habremos demostrado al subyugar a la multitud
innumerable de rebeldes. Nuestra cólera los hará temblar, los invadirá la timidez,
sus ojos se llenarán de lágrimas como los de los niños y las mujeres, pero
bastará que les hagamos una seña para que su pesar se convierta en un instante
en alborozo infantil. Desde luego, los haremos trabajar, pero organizaremos su
vida de modo que en las horas de recreo jueguen como niños entre cantos y
danzas inocentes. Incluso les permitiremos pecar, ya que son débiles, y por
esta concesión nos profesarán un amor infantil. Les diremos que todos los
pecados se redimen si se cometen con nuestro permiso, que les permitimos pecar
porque los queremos y que cargaremos nosotros con el castigo. Y ellos nos
mirarán como bienhechores al ver que nos hacemos responsables de sus pecados
ante Dios. Y ya nunca tendrán secretos para nosotros. Según su grado de obediencia,
nosotros les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres o con sus amantes,
tener o no tener hijos, y ellos nos obedecerán con alegría. Nos expondrán las dudas
más secretas y penosas de su conciencia, y nosotros les daremos la solución,
sea el caso que fuere. Ellos aceptarán nuestro fallo de buen grado, al pensar
que les evita la grave obligación de escoger libremente. Y millones de seres
humanos serán felices. Sólo no lo serán unos cien mil, sus directores; es
decir, nosotros, los depositarios de su secreto.
Los hombres
felices serán millones y habrá cien mil mártires abrumados por el maldito cono
cimiento del bien y del mal. Morirán en paz, se extinguirán dulcemente,
pensando en ti. Y en el más allá sólo encontrarán la muerte. Pues si hubiera
otra vida, es indudable que no se concedería a los seres como ellos. Pero
nosotros los mantendremos en la ignorancia sobre este punto, los arrullaremos,
prometiéndoles, para su felicidad, una recompensa eterna en el cielo... Se profetiza
que volverás para vencer de nuevo, rodeado de tus poderosos y arrogantes
elegidos. Nosotros diremos a los hombres que los tuyos sólo se han salvado a sí
mismos, mientras que nosotros hemos salvado a todo el mundo. Se afirma que la
ramera, que cabalga sobre la bestia y tiene en sus manos la copa del misterio,
será envilecida, que los débiles se levantarán de nuevo, desgarrarán su púrpura
y dejarán al descubierto su cuerpo impuro. Entonces yo me levantaré y te
mostraré a los millares de seres felices que no han pecado. Yo, que por bien de
ellos he cargado con sus faltas, me erguiré ante ti, diciendo: “No te temo.
También yo he vivido en el desierto, alimentándome de saltamontes y raíces,
también yo bendije la libertad con que Tú obsequiabas a los hombres, y me
preparé para figurar entre tus elegidos, entre los fuertes, ardiendo en deseos
de completar su número. Pero volví en mi y no quise servir a una causa
insensata. Entonces me reuní con los que han corregido tu obra. Dejé a los orgullosos
y vine al lado de los humildes para darles la felicidad. Lo que te he dicho se cumplirá,
y entonces habremos construido nuestro imperio. Te lo repito: mañana, a una señal
mía, verás a ese dócil rebaño traer los leños ardientes a la pira sobre la que
te pondremos por haber venido a entorpecer nuestra obra. Pues nadie ha merecido
más que Tú la hoguera. Mañana lo quemaré. Dixi.”
Iván se detuvo.
Se había ido exaltando en el curso de su narración. Cuando hubo terminado, en
sus labios apareció una sonrisa. Aliocha había
escuchado en silencio, con viva emoción. Varias veces había estado a punto de
interrumpir a su hermano.
-¡Todo eso es
absurdo! -exclamó enrojeciendo-. Tu poema es un elogio de Jesús y no una
censura como tú pretendes. ¿Quién creerá lo que dices de la libertad? ¿Es así
como hay que considerarla? ¿Es ése el concepto que tiene de ella la Iglesia ortodoxa?
No, lo tiene Roma,y no toda
ella, sino los peores elementos del catolicismo, los inquisidores, los jesuitas...
No hay personaje más fantástico que tu inquisidor. ¿Qué significa eso de cargar
con los pecados de los otros? ¿Dónde están esos detentores
del misterio que se atraen la maldición del cielo por el bien de la Humanidad?
¿Cuándo se ha visto todo eso? Conocemos a los jesuitas, se habla muy mal de
ellos, pero no se parecen en nada a los tuyos. Tú te has imaginado un ejército
romano como instrumento de futura dominación universal, un ejército dirigido
por un emperador: el Sumo Pontífice. Éste, y sólo éste, es el ideal que tú
imaginas. No hay en él ningún misterio, ninguna tristeza sublime, sino la sed
de reinar, la vulgar codicia de los bienes terrenales; en suma, una especie de
servidumbre futura en la que ellos serán los terratenientes. Quizás esos
hombres no crean en Dios. Tu inquisidor es un personaje ficticio.
-¡Cálmate,
cálmate! -exclamó Iván, echándose a reír-. ¡Cómo te acaloras! ¿Has dicho un
personaje ficticio? De acuerdo. Sin embargo, ¿de veras crees que todo el
movimiento católico de los últimos siglos no se ha inspirado exclusivamente en
la sed de poder, sin perseguir otro objetivo que los bienes terrenales? Esto es
lo que te enseña el padre Paisius, ¿no?
-No, no; al
contrario. El padre Paisius dijo una vez algo
semejante, pero no exactamente lo mismo.
-¡Bravo! He aquí
una revelación interesante a pesar de ese «no exactamente lo mismo» . ¿Pero por qué los jesuitas y los inquisidores se han de
aliar únicamente con vistas a la felicidad terrena? ¿Acaso no es posible
encontrar entre ellos un mártir dominado por un noble sentimiento y que ame la
humanidad? Supón que entre esos seres sedientos de bienes materiales hay
solamente uno semejante a mi viejo inquisidor, que se ha alimentado sólo de
raíces en el desierto, para ahogar el impulso de sus sentidos y alcanzar la
libertad y, con ella, la perfección. Sin embargo, ese hombre ama a la humanidad.
De pronto, ve las cosas claramente y se da cuenta de que conseguir una libertad
perfecta representa una pobre felicidad cuando millones de criaturas siguen
siendo desgraciadas al ser demasiado débiles para aprovecharse de su libertad,
que estos pobres rebeldes no podrán acabar nunca su torre y que el gran
idealista no ha concebido su armonía para semejantes estúpidos. Después de
haber comprendido esto, mi inquisidor se vuelve atrás y se reúne con las
personas de carácter. ¿Acaso es esto imposible?
-¿Qué personas
con carácter son ésas? -exclamó Aliocha con cierto
enojo-. Las personas a que tú te refieres no tienen carácter, no constituyen
ningún misterio, no poseen ningún secreto... El ateísmo: ése es su secreto. Tu
inquisidor no cree en Dios.
-Perfectamente.
Es eso, no hay más secreto que ése; ¿pero no significa esto un tormento, cuando
menos para un hombre como él, que ha sacrificado su vida a su ideal en el
desierto y no ha cesado de amar a la humanidad? Al final de su vida ve
claramente que sólo los consejos del terrible y poderoso Espíritu pueden hacer
soportable la existencia de los rebeldes impotentes, de «esos seres abortados y
creados para irrisión de sus semejantes». Mi
inquisidor comprende que hay que escuchar al Espíritu de las profundidades, a
ese espíritu que lleva consigo la muerte y la ruina, y para ello admitir la mentira
y el fraude y llevar a los hombres deliberadamente a la ruina y a la muerte, engañándolos
por el camino para que no se enteren de adónde los
lleva, para que esos pobres ciegos tengan la ilusión de que van hacia la
felicidad. Observa este detalle: el fraude se realiza en nombre de quien el
viejo ha creído fervorosamente durante toda su vida. ¿No es esto una desgracia?
Si se encuentra un hombre así, uno solo, al frente de ese ejército «ávido de
poder y que sólo persigue los bienes terrenales», ¿no es esto suficiente para
provocar una tragedia? Es más, basta un jefe así para encarnar la verdadera
idea directriz del catolicismo romano, con sus ejércitos y sus jesuitas.
Francamente, Aliocha, estoy convencido de que ese
tipo único no ha faltado jamás entre los que encabezaban el movimiento de que
estamos hablando. Y a lo mejor, algunos de esos hombres figuran en la lista de
los Romanos Pontífices. Tal vez existan todavía varios ejemplares de ese maldito
viejo que ama tan profundamente, aunque a su modo, a la humanidad, y no por azar,
sino bajo la forma de un convenio, de una liga secreta organizada hace mucho tiempo
y cuyo objetivo es mantener el misterio, a fin de que no conozcan la verdad los
desgraciados y los débiles, y así sean felices. Así tiene que ser; esto es
fatal. Incluso me imagino que los francmasones tienen un misterio análogo en la
base de su doctrina, y que por eso los católicos odian a los francmasones: ven
en ellos a los competidores de su idea de que debe haber un solo rebaño bajo un
solo pastor... Pero dejemos eso. Defendiendo mis ideas, adopto la actitud del
autor que no soporta la critica.
-Tal vez tú
mismo eres un francmasón -dijo Aliocha-. Tú no crees
en Dios –añadió con profunda tristeza.
Además, le
parecía que su hermano le miraba con expresión burlona.
-¿Cómo termina
tu poema? -preguntó con la cabeza baja-. ¿O acaso ya no ocurre nada más?
-Sí que ocurre.
He aquí el final que me proponía darle. El inquisidor se calla y espera un
instante la respuesta del Preso. Éste guarda silencio, un silencio que pesa en
el inquisidor. El Cautivo le ha escuchado con el evidente propósito de no
responderle, sin apartar de él sus ojos penetrantes y tranquilos. El viejo
habría preferido que Él dijera algo, aunque sólo fueran algunas palabras
amargas y terribles. De pronto, el Preso se acerca en silencio al nonagenario y
le da un beso en los labios exangües. Ésta es su respuesta. El viejo se
estremece, mueve los labios sin pronunciar palabra. Luego se dirige a la
puerta, la abre y dice: « ¡Vete y no vuelvas nunca, nunca!» Y lo deja salir a
la ciudad en tinieblas. El Preso se marcha.
-¿Y qué hace el
viejo?
-El beso le
abrasa el corazón, pero persiste en su idea.
-¡Y tú estás con
él! -exclamó amargamente Aliocha.
-¡Qué absurdo, Aliocha! Esto no es más que un poema sin sentido, la obra
de un estudiante ingenuo que no ha escrito versos jamás. ¿Crees que pretendo
unirme a los jesuitas, a los que han corregido su obra? Nada de eso me importa.
Ya te lo he dicho: espero cumplir los treinta años; entonces haré trizas mi
copa.
-¿Y los tiernos
brotes, las tumbas queridas, el cielo azul, la mujer amada? ¿Cómo vivirás sin
tu amor por ellos? -exclamó Aliocha con profundo
pesar-. ¿Se puede vivir con un infierno en el corazón y en la mente? Volverás a
ellos o te suicidarás, ya en el límite de tus fuerzas.
-Hay en mí una
fuerza que hace frente a todo -dijo Iván con una fria
sonrisa.
-¿Qué fuerza?
-La de los Karamazov, la fuerza que nuestra familia extrae de su
bajeza.
-Y que consiste
en hundirse en la corrupción, en pervertir el alma propia, ¿no es así?
-Tal vez me
libre de todo eso hasta los treinta años, y después...
-¿Cómo puedes
librarte? Con tus ideas, no podrás.
-Podré obrando
como un Karamazov.
-O sea, que
«todo está permitido». ¿No es eso?
Iván frunció las
cejas y en su rostro apareció una palidez extraña.
-Ya veo que ayer
cogiste al vuelo esta expresión que tan profundamente hirió a Miusov y que Dmitri repitió tan
ingenuamente. Bien; ya que lo he dicho, no me retracto: «todo está permitido». Además, Mitia ha dejado esto
bien sentado. Aliocha le miró en silencio.
-En vísperas de
mi marcha, hermano -continuó Iván-, creía que no tenía en el mundo a nadie más
que a ti; pero ahora veo, mi querido hermano, que ni siquiera en tu corazón hay
un hueco para mí. Como no reniegue del concepto «todo
está permitido», tú renegarás de mi, ¿no es así?
Aliocha fue hacia él y
le besó en los labios.
-¡Eso es un
plagio! -exclamó Iván-. Ese gesto lo has tomado de mi poema. Sin embargo, te lo
agradezco. Ha llegado el momento de marcharnos, Aliocha.
Salieron y se
detuvieron en la escalinata.
-Oye, Aliocha -dijo Iván firmemente-, si sigo amando los brotes
primaverales, lo deberé a tu recuerdo. Me bastará saber que tú estás aquí, en
cualquier parte, para sentir nuevamente la alegría de vivir. ¿Estás contento? Puedes considerar esto, si quieres, como una declaración de
amor fraternal. Ahora vamos cada cual por nuestro
lado. Y basta ya de este asunto, ¿me entiendes? Quiero decir que si yo no me
fuera mañana, cosa que es muy probable, y nos encontráranios
de nuevo, ni una palabra sobre esta cuestión. Te lo pido en serio. Y te ruego
que no vuelvas a hablarme nunca de Dmitri. El tema
está agotado, ¿no? En compensación, te prometo que cuando tenga treinta años y
sienta el deseo de arrojar mi copa, vendré a hablar contigo, estés donde estés
y aunque yo resida en América. Entonces me interesará mucho saber lo que ha
sido de ti. Te hago esta promesa solemne: nos decimos adiós tal vez por diez
años. Ve a reunirte con tu seráfico padre; se está muriendo, y si se muriera no
estando tú a su lado, me acusarías de haberte retenido. Adiós. Dame otro beso.
Ahora, vete.
Iván se marchó
sin volverse. Así se había marchado también Dmitri el
día anterior, bien es verdad que en condiciones distintas. Esta singular
observación atravesó como una flecha el contristado espíritu de Aliocha. El novicio permaneció unos instantes siguiendo con
la vista la figura de su hermano que se alejaba. De súbito, observó por primera
vez que Iván avanzaba contoneándose y que, visto de espaldas, tenía el hombro
derecho más bajo que el izquierdo.
Aliocha dio media
vuelta y se dirigió al monasterio. Caía la noche. Le asaltó un presentimiento
indefinible. Como el día anterior, se levantó el viento y los pinos centenarios
empezaron a zumbar lúgubremente cuando Aliocha entró
en el bosque de la ermita.
«Mi seráfico
padre... ¿De dónde habrá sacado este nombre?... Iván, mi pobre Iván, ¿cuándo te
volveré a ver?... He aquí la ermita... Sí, mi seráfico padre me salvará de él para
siempre... »
Más adelante se
asombró muchas veces de haberse olvidado por completo de su hermano mayor
tras la marcha de Iván, de Dmitri, a quien aquella
misma mañana se había prometido buscar y encontrar aunque tuviese que pasar
la noche fuera del monasterio.