La fe después de la Obra.
Heraldo, 12 de noviembre de 2008
En
formato PDF (134Kb)
Imagen: Edward Hopper, "Primera fila"
Planteamiento del
problema
En un escrito
reciente, Atomito nos sugiere que la
mejor manera de ser felices después de nuestro paso por el Opus Dei, sería
librarnos no sólo de sus muy peculiares posturas doctrinales, sino de todo
cuanto implique catolicismo e incluso de todo cuanto implique tener fe en algo
sobrenatural. En este sentido se ha movido su discurso, promoviendo una suerte
de positivismo y empirismo que, como es claro, conduce finalmente al ateísmo.
Desisto de abordar el tema desde un punto de vista filosófico, pues eso nos
llevaría necesariamente a un tratamiento que, además de aburrir al público de
Opuslibros, no haría sino repetir temas sobre los que ya ha corrido mucha tinta
a lo largo de la historia del pensamiento humano. Haré, en cambio, algunas
reflexiones con un enfoque pragmático, que considero podrían ser útiles a nuestros
lectores.
Atomito es uno de los colaboradores que
nunca dejo de leer. Aunque no suelo compartir sus puntos de vista, sus
argumentaciones me resultan interesantes, ingeniosas y divertidas. Están
formuladas al más puro estilo de Hume o B. Rusell. En cambio, sus artículos
sobre el lado gay
y nazi
del Fundador me pareció poco sólido por excesivamente conjetural. A mi modo de
ver, no existen datos suficientes como para sostenerlo en un escrito serio. Sin
embargo, coincido bastante con su tesis central, aunque más que por las razones
ahí aludidas, me parece que el fundador mostró una marcada debilidad afectiva
hacia algunos de sus hijos varones que era por lo menos sospechosa. Dicha
debilidad se enmascaraba de amor sobrenatural. Los documentos y testimonios
escritos que lo avalan fueron oportunamente destruidos. Pese a todo, me parece
un asunto de muy escaso o nulo interés, pues en tales condiciones no pasaba de
ser un motivo de lucha. Vayamos al asunto que me interesa.
No creo que sea una buena idea la sugerencia
de Atomito de “cortar por lo sano” y alejarnos de la Obra –el
enemigo dentro- a base de abandonar las creencias religiosas y en
particular la fe católica. Muchos nos acercamos a la Obra precisamente desde la
fe, y el hecho de haber tenido una mala experiencia con la Obra no tiene por
qué conducirnos a un rechazo en redondo del catolicismo. Ese paso no me parece
justificado, de un modo semejante a como una mala experiencia en un hospital
tampoco da suficientes razones para rechazar en redondo a la medicina
alopática.
El enfoque pragmático es este: el rechazo de
la fe traería en muchos de nosotros más perjuicios que beneficios. Siempre ha
habido en la historia humana personas proclives al escepticismo de Atomito
(abundan estos enfoques en pensadores ingleses), como también ha habido
innumerables personas (en número aún mayor) constitutivamente proclives a la
creencia en lo espiritual, siendo o no afines a la ciencia. La gran mayoría de
los que hemos pertenecido al Opus Dei pertenecemos a este segundo grupo; por
eso nos hicimos de la Obra. Por tanto, para nosotros, prescindir de la fe
significaría renegar de algo no sólo en lo que hemos creído siempre, sino que
nos sale de dentro y forma parte de nuestra íntima estructura. En consecuencia,
el abandono total de la fe significaría ir contra nosotros mismos, en un
desgarramiento interior que nos dejaría existencialmente perplejos.
Resolveríamos de tajo nuestros problemas surgidos con la Obra para ver aparecer
problemas mucho mayores. Mi propuesta es, por tanto, que la mejor manera, para
el común de los ex, de superar el episodio Opus Dei es desde la fe, aunque esta
solución tampoco esté exenta de dificultades.
No necesitamos abandonar la fe porque
nuestro problema no fue con la fe. Al menos no lo es con la fe en su sentido
profundo, que no equivale a la fe en la Iglesia visible ni mucho menos a la
Iglesia-jerarquía. La fe es, para la mayoría de los ex, una necesidad radical.
En mi historia personal, por ejemplo, la filiación divina es un presupuesto de
la fe que no sólo no me estorba, sino que fue un importante resorte desde el
que me fue posible abandonar el Opus Dei, y que sigue dándome fuerzas para
existir sonriendo. No sé en dónde podría encontrar un sucedáneo.
He podido comprobar que no pocos de los ex
que han dejado de practicar, conservan la fe íntegramente. Es una necesidad
psicológica y existencial. La describo así: como una fe-a-la-espera. Me parece
un estupendo modo de vivirla (y aún de practicarla).
Quizá han dejado la práctica de los sacramentos y la asistencia a la Misa
dominical, por las heridas contraídas en su estancia en el Opus Dei, pero se
mantienen a la espera de la
misericordia de Dios, pues quien actuó con rectitud y abandonó la Obra
interiormente destrozado, no puede ser abandonado.
No hay que olvidar que la visión de la fe desde la Obra es algo distinto de la
visión de la fe desde la fe (tampoco,
como veremos, es lo mismo la visión de la fe desde la fe-eclesial). Si esta
diferencia se aclara, se puede abandonar la Obra sin necesidad de abandonar la
fe. Se trata de una operación más difícil –para algunos de microcirugía- que la
solución del ateísmo, pero mucho menos riesgosa en términos de salud mental, y
desde luego en términos de salud existencial. Se trata es de conservar, después
de tantos años en el Opus Dei, una identidad biográfica que desaparecería si la
fe se abandona. Es más, sostengo la tesis de que la fe puede hacerse más
radical y profunda después de nuestra experiencia en la Obra, al quedar purificada
de las apoyaturas humanas que la sostenía: el falso triunfalismo de la Obra y
el falso “prestigio” de la Iglesia-institución.
El
integrismo de la Obra
¿Qué hay de distinto en la visión de fe
desde la Obra y la visión de la fe desde la fe? Basta entender que el
planteamiento de la Obra es, como certeramente señala Von Balthasar, una caída
en el integrismo. Es
claro que el integrismo no es evangélico ni forma parte de la doctrina de la Iglesia.
La Iglesia no ha caído en el integrismo e incluso se ha alejado cada vez más de
él en el último siglo. El integrismo es cambiar el foco de atención desde Dios
y su misterio hacia la perfección personal. Para la Iglesia, Dios es ante todo
una cuestión de fe, esperanza y amor; para la Obra, Dios es una cuestión de
esfuerzo y de perfección personal. Para la Obra, “el reino de Dios en medio de
nosotros” significa el rigor con el que se asume en la práctica una
normatividad estricta y el correlativo esfuerzo personal por lograr una vida
pura y apostólica. Para la Iglesia, la decisión por la perfección personal
puede ser asumida libremente, pero no puede ser impuesta a los demás ni
siquiera como condición para llegar al cielo.
«Maestro bueno, ¿qué he
de hacer para alcanzar la vida eterna?» «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es
bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No matarás, no adulterarás, no
robarás, no levantarás falso testimonio, no defraudarás, honra a tu padre y a
tu madre». «Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud, ¿qué me queda
aún?». Entonces, Jesús, poniendo en él los ojos, le amó y le dijo: Una sola
cosa te falta: vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un
tesoro en el cielo; luego ven y sígueme».
El texto evangélico delinea dos órdenes
suficientemente distintos: uno es condición de salvación (si quieres
salvarte…); el otro puede ser asumido libremente (si quieres ser perfecto…)
desde una gratuidad y generosidad que nada tienen que ver directamente con la salvación
ni la condenación, y que tampoco son integrismo, aunque pueden devenir en él.
El orden de la perfección es un plus
(¿qué me queda aún?) respecto del orden moral. La Obra confunde ambos planos, y
por eso plantea equívocamente la cuestión de la vocación asimilándolo al tema
de la salvación, y al revés. Pero son dos planos diferentes y cuya coincidencia
es apenas tangencial, so pena de desnaturalizarlos.
Mientras que la vocación es personal, los
mandamientos son universales. La llamada es la de cada uno (personal), mientras
que lo que se requiere para salvarse es general (exigencia común). Cumplir los
mandamientos no es seguir la vocación; y seguir la vocación no equivale a
cumplir los mandamientos. El contenido de los mandamientos es explícito (Moisés
que baja del monte con las tablas de la ley), y el contenido de la vocación
sólo es explícito en casos excepcionales, como en los casos de la Virgen y San
Pablo. Los mandamientos son mandatos; la vocación no es un mandato, sino una
cuestión de generosidad, que queda normalmente indefinida precisamente para
salvaguardar que se emprende desde la generosidad y no desde el mandato. A su
vez, el cumplimiento de los mandamientos no debe estimarse una cuestión de
generosidad. Repito que los casos de Moisés, la Virgen o San Pablo son
excepciones que confirman la regla, seguramente porque ese carácter de mandato
no era obstáculo, en ellos, para su generosidad.
En resumen, seguir la vocación nada tiene
que ver -al menos directamente- con el tema de la salvación. Seguramente por
eso la Iglesia deja el tema de la vocación enteramente en manos de la libertad
personal. Para comenzar, nadie puede asegurar a ningún otro ser humano cuál sea
su vocación, qué le pide Dios específica e individualmente. La mayor certeza que
se tiene al respecto no pasa de ser, a lo sumo, una certeza moral, ese tipo de
certeza que se tiene de lo que no consta. Dicha incertidumbre abre paso a que
la vocación se pueda plantear en términos de generosidad y no en términos de
obligatoriedad estricta, y es ese su correcto estatuto cognoscitivo. Por su
parte, el estatuto cognoscitivo de los grandes principios morales es bien
distinto.
La distinción que trato de establecer, y que
aparece con claridad en aquella famosa Carta a los Jóvenes, escrita y publicada
por Juan Pablo II en 1985, año internacional de la juventud, es en la práctica,
aunque también en la teoría, violentada por el Opus Dei, por obra de la
doctrina de su santo fundador y la praxis de la Obra. Pero si uno puede
librarse de esa cadena, se puede ir por la vida con alegría, sin perder la fe y
mandando a volar al Opus Dei. Pues bien, la confusión o identificación aludida
es el llamado integrismo, la confusión entre salvación y perfección.
El integrismo de la Obra está expresado
originalmente en Camino. Algunos ejemplos:
Camino 19. Voluntad. -Es una característica
muy importante. No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo
ejercicio de negar y negarte en esas cosas -que nunca son futilidades, ni
naderías- fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para
ser muy señor de ti mismo, en primer lugar. Y, después, guía, jefe,
caudillo!..., que obligues, que empujes, que arrastres, con tu ejemplo y con tu
palabra y con tu ciencia y con tu imperio.
Camino 22. Sé recio. -Sé viril.
-Sé hombre. -Y después... sé ángel.
Camino 99. Cuando vayas a orar,
que sea éste un firme propósito: ni más tiempo por consolación, ni menos por
aridez.
Por supuesto que se trata de un
defecto que sólo es perceptible a los ojos de un teólogo como Balthasar, y no
para un ama de casa o un adolescente. Y aunque el integrismo no parece ser una
herejía, sino un desenfoque práctico, puede discutirse teológicamente y
representa un defecto grave que, aplicado hasta sus últimas consecuencias, arroja
a las personas a la quiebra psicológica y a la misma quiebra espiritual. Por
eso muchos sólo sobrevivimos en la Obra a base de psicofármacos, y no pudimos,
en el extremo de nuestras energías humanas, ni siquiera pudimos sostenernos en
el orden moral. La frustración que se vive en los centros de mayores de la Obra
es una consecuencia de ello. No se sabe cómo se puede subsistir en un lugar
donde le hablan a uno todo el día, a todas horas y durante toda la vida, de
exigencias que un ser humano normal sólo puede cumplir por temporadas y
parcialmente. Sólo lo soportan algunas raras minorías, o se cae en el cinismo.
Una manifestación notable del integrismo del
Opus Dei es el horror al pecado, incluso venial, lo cual lleva a un sinnúmero
de absurdos. Por su parte, el catolicismo auténtico convive pacífica y
cómodamente con el pecado, a veces más allá de lo deseable. El miedo propio de
la Obra al sexo, nace de ese horror al pecado, pues en ese tema, se dice, no
hay parvedad de materia. En la sexualidad está el pecado más accesible y el más
acuciante. Para evitarlo se traslada de ciudad a los miembros, se pone la doble
llave, se practica una severa censura sobre las pocas películas que se ven en
los centros, se usan más horas de cilicio, se niegan innumerables permisos, se
cercenan ilusiones profesionales, se ducha con agua fría, se duerme en el suelo
con más frecuencia, se administran fármacos que adormecen la libido, se urga en
las conciencias, se informa, se amonesta, se hace penitencia por los pecados
ajenos... ¿Esto es católico? No, evidentemente. Y lo peor de todo es que ese
integrismo asfixiante es de lo que la Obra más se enorgullece, considerando su
error con un inadmisible cariz mesiánico.
Para la fe, los caminos de Dios en cada
persona son muy diversos y misteriosos. En cambio, para la Obra la santidad
sólo significa una cosa: la obediencia y el cumplimiento de las normas. Otra
cosa son los modelos de santidad. No es lo mismo la santidad –tema que conviene
dejar en el misterio de Dios- y los modelos de santidad. Por decirlo de algún
modo, hay santidades que no son modélicas, y sin embargo más santas que las
modélicas. A Dios no lo podemos encasillar en un esquema, que no deja de ser en
buena parte un producto cultural. Por eso la Iglesia no puede decir de nadie
que está en el infierno. A lo sumo ha dicho que no está vacío.
Vivir la fe es en definitiva algo
radicalmente personal. Existen unos parámetros generales, pero cada persona es
cada una y Dios no se repite. Los ex que mantenemos la fe tenemos que encontrar
a Dios de un modo poco estándar, y eso no tiene nada de particular. Quien nos
juzgue desde una visión genérica ignora el estado de la cuestión o es
sencillamente obtuso. Seguramente es posible la salvación sin ir a misa los
domingos y sin frecuentar sacramentos, como lo es si se es musulmán o se está
divorciado o reducido al estado laical. Al final uno ni se salva ni se condena
por asistir o por no asistir... Es el misterio de Dios. Lo que hay que
abandonar para ser felices después de la experiencia Opus Dei es el integrismo.
Nuestro Dios es el Dios de la Misericordia, y la Iglesia es más que esa estructura humana que vemos
en el Papa, los Obispos, los decretos y documentos. La Iglesia es un misterio
de fe, y nosotros mismos somos tan Iglesia como el Papa. Es el Espíritu Santo
soplando donde quiere.
Mi consejo, si de algo sirve, para quien ha
dejado la Obra -por el motivo que sea- es retomar el tema de la unión con Dios
siempre y exclusivamente desde la paz interior. De nada sirve el desasosiego.
Nuestro Dios es un Dios de paz. Y si no se tiene paz en la práctica de la fe,
hay que esperar y, mientras, vivir la
vida con un criterio humano sensato y amplio. Y sin miedo a equivocarse. La
esperanza es una virtud teologal. Dios sólo vendrá a nosotros en medio de la
paz, y de un modo inédito, en el momento que Dios mismo decida. La preocupación
por el sexo, derivada de la obsesión sexual de la Obra, persigue a muchos, y
llega a ser motivo para abandonar la fe o al menos para abandonar su práctica.
En estado de fe-en-espera, aconsejo acogerse a los tres criterios de moral
sexual preconstantinianos (Choza):
basta con evitar la infidelidad, la violencia y el abuso a los menores.
La Iglesia después
de la experiencia Opus Dei
Si bien no es lo mismo la fe desde la fe que
la fe desde la Obra, tampoco es lo mismo la fe desde la fe que la fe desde la
fe-eclesial. Ciertamente, las aprobaciones de la Obra por parte de la Iglesia y
la canonización de su fundador producen en muchos ex, convencidos de los
errores de la Obra, una gran incomodidad. La reciente propuesta
de E.B.E. me parece pesimista. A mi modo de ver no hay tal blindaje,
sino simplemente una dificultad que la historia y el ingenio humano se
encargarán de resolver. Hasta hace poco parecía imposible que la Iglesia
reconociera algunos de sus errores del pasado, y lo hemos visto con nuestros
propios ojos. Para mí que la solución es teóricamente muy sencilla, aunque
difícil en la práctica. Yo no descarto que Juan Pablo II haya sido engañado,
con un engaño más o menos consentido en medio de una decisión de gobernante.
Por un lado, está la innegable capacidad del Opus Dei de montar una imagen
falsa de sí mismo –habilidad en la que participé hasta límites inmorales. Juan
Pablo II bien ha podido respaldar una Institución que poco o nada tiene que ver
con la realidad de la Obra, y ha canonizado a una persona inexistente (el
fundador mítico). Por ejemplo, tuve ocasión de leer el
documento con el que se pedía la concesión de la figura jurídica de Prelatura,
escrito por D. Álvaro. El documento se había filtrado de los archivos vaticanos
–entiendo que por obra de algún Legionario- y fue a parar a los despachos de
los Obispos de todo el mundo, y de muchas otras personalidades seculares, con
una carta de presentación que denunciaba al Opus Dei como “una iglesia dentro
de la Iglesia”. Sin embargo, el documento era el original y no estaba falseado;
fue el que presentó el Opus Dei a la Santa Sede para pedir el cambio de ropaje
jurídico. Por supuesto que en ese documento sólo aparecía lo que la Obra quería
que apareciera y nada que pudiera ser leído de tejas abajo. Pues bien, lo que
la Iglesia aprobó fue eso.
Cierto que a la Santa Sede han llegado
muchas quejas, pero, puestas en la balanza de lo que el Opus Dei les hace
llegar, no significan nada. El Opus Dei monta canonizaciones, llena plazas de
San Pedro, ordena sacerdotes, publica libros católicos, ayuda económicamente,
trabaja uno a uno a los obispos de todo
el mundo… Hace una labor sistemática, perseverante, ingente e institucional
para mantener e incrementar la visión positiva de cuanto jerarca aparezca, y en
especial con el Santo Padre y los miembros de la Santa Sede. Además, se ha
cuidado muy bien de que la inmensa mayoría de quienes nos hemos ido de la Obra
escribiéramos cartas de dimisión en las que manifestamos que fuimos muy felices
en la Obra y que nos fuimos por nuestra culpa y nuestras culpas. Está todo
armado para denigrar a las personas que eventualmente ataquen al Opus Dei en el
futuro, como en efecto se hizo con quienes quisieron
testimoniar en contra de la canonización del fundador. Que el fenómeno
Opus tiene “efectos secundarios” se sabe bien, pero se procede con criterio
evangélico: no arrancar la cizaña mezclada con el trigo, a fin de dejar crecer
al trigo, en espera del fin de los tiempos donde todo se aclarará. Si así se
procedió tanto tiempo con curas pederastas, con mayor razón con el Opus Dei.
Este último caso –curas pederastas- es muy
indicativo. ¿Cuándo se movilizó la jerarquía contra ellos? Y la respuesta es
increíblemente reveladora y triste: cuando la sociedad civil clamó justicia y
no hubo escapatoria. Pese a todo, tengo esperanzas en que no habrá que esperar
tanto para que se haga justicia con los ex de la Obra. La Iglesia nos está
demostrando que es capaz de aprender y mejorar o, si se quiere, que la vida
moderna, que entre otras cosas exige transparencia, no le dejará otro camino.
Aquí se inserta la importancia de Opuslibros.
No hay que olvidar que Juan Pablo II fue
ante todo un gobernante. En la Obra se hablaba mucho de su santidad, pero antes
que santo fue un gobernante. Eso significa que con prudencia y astucia humanas
movió los hilos del poder para promover un cristianismo sumido en tremenda
crisis. Y lo hizo como pudo, a un ritmo vertiginoso, al ritmo que exigen los
tiempos modernos, inusual para otros tiempos de la Iglesia. Se suele decir que
la Iglesia, en su prudencia milenaria, va muy despacio. Es verdad si se le compara
con otras instituciones, pero es evidente que el ritmo actual de la humanidad
–insospechado en la primera mitad del S. XX y antes- no le es ajeno. La
Iglesia, para ser competitiva, no tendrá más remedio que armonizarse con el
ritmo del mundo. En su innegable elemento humano acelerará necesariamente su
evolución, y eso quiere decir que una eventual rectificación del Opus Dei no
tiene por qué tardar lo que tardó la de las cruzadas o de la inquisición.
Cuando un gobernante quiere hacer, quiere ir
adelante e impulsar, se ve obligado a dejar hacer, aprovechando el ímpetu de
otros, engarzando los intereses propios con los ajenos. Tiene que confiar, o al
menos tiene que fingir que confía, y apoyarse en elementos que contribuyan a la
expansión esperada, aunque no sean del todo de su agrado. Para ello tiene que
ceder y conceder. Eso hizo Juan Pablo II con la Obra: aprovecharla; y para ello
le tuvo que dar. El perfil de Benedicto XVI no es el de un gobernante, sino el
de un profesor o un intelectual. Benedicto XVI no va al mismo ritmo práctico de
Juan Pablo II, ni en otros temas ni en el del Opus Dei (de eso dio muestras con
el caso Maciel). Pero Juan Pablo II era un gobernante, casi más bien un
promotor. En lo doctrinal fue muy cauto y tradicionalista, pero en lo pastoral
muy audaz. Esa fue la fisura que aprovechó la pillería de los hijos del Padre.
A la Iglesia se le puede juzgar humanamente
porque tiene una innegable dimensión humana. Sin embargo, eso no tiene por qué
debilitar la fe personal. Ya Salvador
distingue certeramente la fe de la fe-eclesiástica, cuya identidad fue
monolíticamente propugnada por el Opus Dei. Si bien se mira, la fe de los
sacerdotes y los obispos cualesquiera no es la fe-eclesiástica. Ellos mantienen
su fe católica en medio de los más paradójicos y escandalosos avatares de la
vida de la Iglesia-institución. Tal vez la identidad aludida no sea sino otra
consecuencia del integrismo.
En suma, la cuestión de la fe personal no
puede ser planteada ahora (ex) como lo fue antes (in). De lo contrario, habría
que seguir como cooperadores de la Obra o, en el extremo de Atomito, caer en el
ateísmo.
Heraldo
Ir a la página principal de la web ‘clásica’