Homenaje a Josef Pieper
Facultad de Filosofía y Letras
U.C.A
Año: 2004
Aprobación creadora:
Por Marisa Mosto
1. Josef Pieper y el potencial co-creador y liberador del amor humano
En consonancia con el gran tema del amor en Josef Pieper que abordara María José Binetti desde una perspectiva metafísica y ética, nos proponemos presentar otro aspecto del mismo, relacionado con el ámbito antropológico-social.
Se suele afirmar que el bien de la persona es un bien común. Es evidente que necesitamos de los demás hombres para superar el grado de indigencia en que nos hallamos desde el nacimiento en todas las áreas de nuestro ser, biológicas, psíquicas, espirituales. No es necesario ahondar en esta realidad.
Josef Pieper nos introduce en un cariz de dicha dependencia que es absolutamente íntimo y misterioso: necesitamos de los demás para conocer, experimentar y confirmar nuestro valor ontológico y esto a su vez, es una condición indispensable para el sano ejercicio de la libertad. Pues el amor interpersonal permite que nos situemos en nuestro centro interior y desde allí tomemos las riendas de la dirección de nuestra existencia.
El amor humano entonces, en primer lugar, esconde un potencial revelador: saberse amado, es sentirse justificado por el hecho de existir[1]. Esta revelación por él generada es indispensable para la vida del ser personal.
Dice J.
Pieper: Es evidente, pues, que no nos basta con existir <<sin más ni
más>>, como ya ocurre de todos modos (...) En otros términos, lo que
necesitamos además del puro existir es esto: ser amados por un semejante. Algo
asombroso si se mira de cerca. El haber salido de las manos de Dios no es, al
parecer, bastante: se requieren una continuación y una consumación
... por la fuerza creadora del amor humano.[2]
El
amor humano nos confirma en la existencia. Es un acto co-creador, que se pone
en línea y continúa la tarea creadora de Dios. Cuando amamos un ser entonamos a
coro con su verdadero Origen, el fiat de la creación. Por otra parte, la
mirada amorosa de los hombres es a nuestros oídos el eco de aquel estribillo del primer
capítulo del Libro del Génesis: Y vio Dios que esto era bueno. Pero esta
verdad no nos impacta de manera “teórica”, como una conclusión aprehendida de
un silogismo, sino experimentalmente. En el amor de los otros nos
experimentamos como seres valiosos. Somos valiosos porque Dios nos ama, pero
experimentamos ese valor a través del amor de los demás hombres. Si podemos ser
objetos de amor es, porque efectivamente somos “buenos” en sentido metafísico.
El
amor humano es mediador de la “revelación afectiva” de nuestra dignidad
ontológica. Y esto ocurre de dos maneras. En tanto sujetos pasivos del amor
como veníamos diciendo, nuestra dignidad ontológica se nos revela al confirmar
nuestra bondad que sólo puede provenir del carácter creatural de la existencia.
Esta es la dignidad de nuestro origen.
Pero la dignidad de nuestra naturaleza se verifica aún en mayor
medida en cuanto somos sujetos activos del amor. Aquí somos capaces de
co-creación, de confirmación, consumación y continuación del Amor Divino.
Ponemos en obra en este caso, un aspecto central de nuestra realidad de imagen;
continuamos la labor de Dios y sostenemos, no ontológicamente, pero sí operativamente
la existencia de los demás hombres.
El
amor humano ejerce por otra parte, en segundo lugar, y correlativo a esto, una función “centralizadora” y liberadora
sobre el dinamismo del ser personal.
Dice
Pieper, refiriéndose al amor maternal: (...)
lo más decisivo es aquella dedicación e intimidad que parte de lo profundo de
la existencia, que viene –digámoslo sin reparos- del corazón, haciendo también
del corazón del niño centro y eje de su vida; eso y no otra cosa es lo que
llamamos verdadero amor.[3]
El corazón en la terminología de la antropología bíblica es, entre otras cosas, principalmente, el centro de las decisiones del ser personal. Dice el proverbio: Con todo cuidado vigila tu corazón, pues de él salen las fuentes de la vida. (Prov. 4, 23) El corazón es el lugar donde se elaboran los planes (Prov. 16,9; Sal. 20,5) y se decide la orientación de la conducta (Prov. 6,18).
El corazón es el espacio personal desde donde el sujeto ejerce su libertad. El amor de la madre, o el amor interpersonal en general que surge del corazón, de la libertad del sujeto, ejerce una tarea de “centralización”. Conduce al yo del ser amado a su centro, lo ubica en el corazón para que pueda desde allí ejercer su libertad.
Dice
Edith Stein: El corazón es el verdadero centro vital. Designamos
así al órgano corporal cuya actividad domina la vida del cuerpo. Pero es
costumbre comprender por el corazón la interioridad del alma. (...) El yo personal se encuentra enteramente en
él en la interioridad más profunda del
alma. <<Cuando>> vive en esa interioridad, dispone de la fuerza
total del alma y puede utilizarla libremente. Además está entonces lo más cerca
posible del sentido de todo lo que le sucede; está abierto a las exigencias que
se le presentan; puede apreciar mejor su significación y su importancia. [4]
Por lo tanto sin vida desde el corazón se hace muy
difícil el ejercicio de la libertad. En la medida en que el yo se aleja de su
centro interior, el señorío sobre su conducta disminuye. Se apoderan de ella la
inercia de las disposiciones naturales o adquiridas a lo largo de la historia
del sujeto que se perpetúan mecánicamente. La superficialidad es absolutamente
“conservadora” del haber moral de sujeto, “mutiladora” de sus posibilidades de
crecimiento más ricas. La vida desde el centro permite la instauración de la
novedad de lo propio en el horizonte vital personal.
¿Por qué el amor “centraliza” al sujeto, como afirma Pieper? Probablemente la experiencia del propio valor que el amor transmite, ejerce sobre nosotros una fuerza centrípeta, una llamada a prestar atención a nuestra existencia. Si la vida personal es apreciada como algo importante, esto nos mueve a focalizar nuestras energías en ella, a estarle presente. Tal es la función del valor en general para Louis Lavelle, valor es lo que rompe nuestra indiferencia afectiva y le da una forma al amor. Si mi vida es valiosa me siento atraído irresistiblemente a hacerme cargo de ella. Los valores llaman imperativamente sostiene J. De Finance [5]
O en palabras de Santo Tomás: Actus voluntatis nihil aliud est quam inclinatio quaedam consequens formam intellectam. [6]
El peso de mi amor me arrastra a lo que vale y si lo que vale es la propia existencia, me conduce a velar por ella y esto sólo puede hacerse desde el corazón.
Estamos afirmando nada menos que para ser verdaderamente libres necesitamos de la experiencia del amor humano. Tal es la indigencia y el poder del hombre puestos en juegos en su vida social.
2. Las conclusiones de Pieper y la sociología:
Nos pareció un aporte interesante a estos temas, comparar las intuiciones de Pieper con las conclusiones de otra área del saber.
Detengámonos
por ahora en la necesidad de aprobación que experimenta el ser humano, para
poder vivir conforme a su naturaleza. Esta afirmación encuentra su correlato en
las conclusiones de la sociología. Para el sociólogo francés, Pierre Bourdieu,
es una de las razones principales de la
vida en sociedad :...el mundo social ofrece
a los humanos aquello de lo que más totalmente desprovistos están: una
justificación para existir.[7]
Ser esperado, requerido (...) significa (...) experimentar, de la forma
más continua y más concreta, la sensación de contar para los demás, de ser importante para ellos y, por lo tanto, en sí, y encontrar en esta
especie de plebiscito permanente que constituyen las muestras incesantes de
interés (...) una especie de justificación continuada de existir.[8]
Bourdieu
incluso coincide con Pieper en la
constatación de que esta capacidad “justificadora” de la sociedad, es una cualidad
humana que remite al concepto de la acción creadora divina: El hombre es un ser sin
razón de ser, poseído por la necesidad de justificación, legitimación,
reconocimiento. Pero, como sugiere Pascal, en esa busca de justificaciones para
existir, lo que llama <<el
mundo>>, o <<la sociedad>>, es la única instancia
capaz de rivalizar con el recurso a Dios.[9]
Y la sociología acaba
convirtiéndose, así, en una especie de teología de la última instancia:
investido como el tribunal de Kafka, de un poder absoluto para dictar
veredictos y una percepción creadora, el Estado, semejante al intuitus originario divino, según Kant, hace existir nombrando y
distinguiendo. Durkheim, por lo que se ve, no era tan ingenuo como pretenden
hacernos creer cuando decía, tal como hubiera podido hacer Kafka, que
<<la sociedad es Dios>>.[10]
Más
allá de la religiosidad o ausencia de ella, en el pensamiento de Bourdieu, es evidente la coincidencia con las
dos tesis de Pieper: a Dios le corresponde la afirmación ontológica de la existencia
y la sociedad que, en este último texto aparece cristalizada en la figura del
Estado, continúa esa tarea en una acción de co-creación.
3.
La miseria afectiva y sus consecuencias
La
ausencia de amor, equivale a la falta de justificación, de aprobación de la
existencia personal, en definitiva a la pérdida de la dimensión humana
integral.
Dice
Bourdieu: ...no hay peor desposesión ni peor privación, tal vez, que la de
los vencidos en la lucha simbólica por el reconocimiento, por el acceso a un
ser socialmente reconocido, es decir, en una palabra, a la humanidad.[11]
Algo similar afirman Arregui y Choza, ahora desde la
filosofía, y nos explican el por qué: La primera forma de miseria en la que
el hombre puede encontrarse en el ámbito familiar, y todavía más si ese ámbito
le falta, es la miseria del afecto. Como en la infancia el afecto
familiar es el horizonte cuyo contenido
pone en marcha el eros del niño, la falta de ese afecto significa la carencia
de horizonte y, consiguientemente la parálisis del eros, es decir, el no desarrollo o el desarrollo en precario de las capacidades
cognoscitivas, volitivas, afectivas, motoras, etc. del niño.[12]
Las conclusiones son similares a las que vimos más arriba.
La miseria afectiva, la falta de experiencia del amor, conduce a una parálisis
en el crecimiento de la persona; se denuncia el origen social de esta
mutilación. Pero avancemos un poco más.
4. Miseria afectiva y violencia. Consencuencias sociales
Si el sujeto no se experimenta
a sí mismo como alguien valioso, esto no sólo tiene consecuencias para su
propia vida sino también para la de los demás, pues se torna incapaz de percibir el valor de todo
alter ego. Esta frialdad heredada y reproducida es origen de la crueldad y la
violencia.
T.W. Adorno, tratando de comprender el acontecimiento Auschwitz en el
que la tecnología se puso al servicio de la aniquilación de los hombres,
reflexiona:
El tipo proclive a la fetichización de la técnica está representado por
hombres que, dicho sencillamente, son incapaces de amar (...) Trátase de
hombres absolutamente fríos, que niegan en su fuero más íntimo la posibilidad
de amar y rechazan desde un principio y aún antes de que se desarrolle, su amor
por otros hombres. Y la capacidad de amar que en ellos sobrevive se vuelca invariablemente a los medios.[13]
Es
conocida la absoluta sobriedad del pensamiento de Adorno, por lo cual tales
afirmaciones adquieren un tremendo peso en su contexto.
La
vida de este espíritu que se vuelca a los medios, no se limita al período
histórico de la Segunda Gran Guerra, sino que sigue estando presente en la
conducción de nuestro moderno sistema de organización: Lo que consterna en
todo esto –digo <<lo que consterna>>, porque nos permite ver lo
desesperado de las tentativas por contrarrestarlo- es que esa tendencia
coincide con la tendencia global de la civilización. Combatirla equivale a
contrariar el espíritu del mundo (...). La sociedad en su actual estructura –y
sin duda desde hace muchos milenios- no se funda, como afirmara ideológicamente
Aristóteles, en la atracción sino en la persecución del propio interés en
detrimento de los intereses de los demás. Esto ha modelado el carácter de los
hombres, hasta en su entraña más íntima. (...) Los hombres, sin excepción
alguna, se sienten hoy demasiado poco amados, porque todos aman demasiado poco.
La incapacidad de identificación fue sin duda la condición psicológica más
importante para que pudiese suceder algo como Auschwitz.”[14]
La
concentración de la atención en los medios, que por definición son algo que no
puede ser amado por sí si no en función de otra cosa, nos impide ejercitarnos
en el verdadero amor: aquel que gravita con el peso de los valores. Nuestro amor es débil porque no lo arrastra
aquello que es estimado imperativamente, sino que se desparrama en una
horizontalidad instrumental.
La
miseria afectiva que padece un sujeto,
al ser él mismo tratado instrumentalmente, tiende a multiplicarse en la vida
social. La violencia para con los demás reproduce un juego de espejos, refleja
el desprecio por uno mismo que es a su vez consecuencia de la ausencia de la
experiencia del propio valor debida al trato instrumental que sobre el sujeto
han ejercido sus congéneres.
De ahí que Walter Benjamín sostuviera que los hombres que ejecutan un asesinato –aún en sentido simbólico, podríamos agregar- son asesinos de sí mismos en el momento mismo que asesinan a otros.[15] En la negativa a respetar el valor de los demás afirman la carencia de valor de su propia vida.
Conclusiónes:
Así como el amor es confirmador y reproductor del bien, su ausencia, por la confusión axiológica que produce, genera y multiplica la violencia y la destrucción.
El
tema de la afirmación de la existencia que realiza el amor interpersonal y la
fecundidad de la libertad que posibilita, nos parece de importancia fundamental
para alcanzar una mirada seria y adulta del ser humano y sitúa la afirmación
acerca de la dimensión social del bien de la persona en su verdadera gravedad
antropológica.
Valga el recuerdo de estas ideas de Pieper como nuestro sincero homenaje a su vida y su obra.
[1] Josef Pieper, Antología, Barcelona, Herder, 1984, p. 43
[2] Ibidem, p. 43-44
[3] Ibidem, p 44
[4] Edith Stein, Ser finito y ser eterno, Méjico,
F.C.E., 1996, p. 451; 453
[5] Cuando
el valor llama a alguien lo hace siempre del mismo modo: ordenando.J. De
Finance, Ensayo sobre el obrar humano, Gredos, p. 321
[6] I, 87,4
[7] Pierre Bourdieu, Meditaciones
pascalianas, Barcelona, Anagrama, 1999, p. 315
[8] Ibidem, p. 317
[9] Ibidem, p. 316
[10] Ibidem, p. 323
[11] Ibidem, p. 318
[12]Jorge V. Arregui-Jacinto Choza, Filosofía
del hombre, Madrid, Rialp, 1995, p.
414—415. Continúan en una nota al pié: Esta forma de miseria puede considerarse la
más grave de todas porque es la menos
reversible, dado que la maduración biopsicológica pertenece más al orden
constitutivo que al orden operativo. Las caracterizaciones esenciales del
hombre se hacen siempre respecto del hombre adulto, y no respecto del niño,
porque el niño no es todavía un sujeto plenamente constituido. Por ello si esta
constitución no alcanza a completarse es la reversibilidad misma del ser del
hombre la que resulta impedida en algunos de sus ámbitos.
[13] T.W. Adorno, La educación después de
Auschwitz, en Consignas, Bs. As., Amorrortu, 1973, p. 91
[14] Ibidem, p. 92
[15] Ibidem, p. 95