Julián Herranz

El Opus Dei y la Política

Publicado en NUESTRO TIEMPO, n.° 34

Pamplona, abril de 1957

 

Confieso que, en principio, hubiera querido escribir una carta. Una de esas Cartas a la Dirección, tan corrientes, que en las revistas se reciben todos los días.

Pero pronto vi que no era posible: por una parte, Nuestro Tiempo no incluye este tipo de secciones; y, por otra, mientras ordenaba un poco lo que pensaba decir, me fui convenciendo de que resulta muy difícil hablar de mi tema en el corto espacio de una simple Carta. Por eso envío este artículo.

Soy un sacerdote del Opus Dei, y desde hace tiempo siento la necesidad de publicar algo con el título que encabeza estas cuartillas. En algunos sitios he visto que desconocen cosas, que para mí —como para todos los miembros del Instituto y para muchísimas personas en el mundo entero— son tan patentes y tan sencillas que no he querido resistir al deseo de comunicar a los demás esa evidencia. Y esto sin protesta, sin ataque, sin defensa: simplemente para dar ideas claras. No trato tampoco de hacer una apología, ni mucho menos de dar pie a discusiones que no son necesarias, ni se acomodan al espíritu del Instituto, que desea en todas partes y con todos los hombres de buena voluntad —ésa es una de sus características fundamentales— convivir y sembrar la alegría y la paz.

Si al comunicar estas ideas salen a relucir o se desprenden detalles del espíritu sobrenatural y humano propio del Opus Dei, será por exigencia de lo que yo vaya a decir: sé muy bien que a los miembros de una Institución que trabaja por amor a Jesucristo les desagrada la alabanza, lo mismo que a una persona honesta le ofende la adulación.

1.—Ideas claras

Hay verdades redondas, lisas, compactas, contundentes. En ellas encuentran su fundamento las ideas claras, los razonamientos sin trampa ni cartón, sin vuelta de hoja, que da gusto oír, porque son como una bendición de Dios para nuestra naturaleza racional, inteligente.

Y porque esas ideas claras son transparentes y puras, las personas de pluma fácil, amigas de la metáfora, han dado algunas veces en hacer con ellas este símil: son como los remansos de agua en los torrentes de montaña. La comparación, aunque rebuscada, en principio no parece mala, sobre todo porque esas personas dan también sus razones: allí el agua tiene la inmaculada pureza de las cumbres; allí el agua tiene el frescor que ignora el implacable sol de la llanura, el vaho ardiente de las tierras bajas; allí el agua es mansa, tranquila, serena, todo el ímpetu salvaje del torrente se hace silencio, quietud humilde: el remanso no tiene pretensiones de ser lago o de ser río; y huye del fragor del estrépito —de la polémica—, porque el remanso es lo que es, sencillamente.

Pero dejemos el símil del agua, que nos ha de servir más adelante, para pasar a ver un ejemplo concreto de idea clara. Esta: el Opus Dei —Instituto Secular— es, por su misma naturaleza jurídica, una asociación de fieles (1).

Y esta realidad trae consigo muchas consecuencias. Algunas inmediatamente se ven: los socios del Opus Dei no hacen vida común religiosa, ni emiten votos públicos, ni usan hábito, etc. (2). Otras consecuencias se deducen con mucha facilidad: los socios del Opus Dei son —como cualquier miembro de otra asociación de fieles— ciudadanos de un país, miembros de una sociedad, profesionales de un quehacer humano determinado; sienten los problemas sociales y políticos de su patria, de su tiempo, de los hombres que con ellos luchan, se afanan y trabajan; comparten esas inquietudes con los demás ciudadanos, y se preocupan por resolverlas.

Ante estos problemas, los miembros del Opus Dei, como cualquier cristiano corriente, tienen absoluta libertad para formar su propia opinión dentro del dogma y de la moral católica (3); libertad absoluta, porque la Iglesia no prejuzga ningún modo concreto de resolver estos problemas, que son —por humanos— relativos, contingentes y opinables (4).

Con esta bendita libertad nuestra —ha dicho Monseñor Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, refiriéndose concretamente a la posibilidad que, en el Instituto, cada uno tiene de formar su propio criterio, ante los problemas o acontecimientos del mundo— el Opus Dei no puede ser nunca, en la vida pública de un país, como una especie de partido político: en la Obra caben —y cabrán siempre— todas las tendencias que la conciencia cristiana pueda admitir, sin que sea posible ninguna coacción por parte de los Superiores internos. Porque cuando, en alguna circunstancia extraordinaria de la vida publica de una nación determinada, conviene que todos los católicos adopten una misma postura política (5), solamente la Iglesia —a través de su Jerarquía ordinaria— debe dar ese criterio preciso.

¿Indiferentismo? Quizá a algunas personas les pudiera parecer así. Incluso no es difícil que otros crean entrever, en esta indeclinable postura de la Obra, una velada, una encubierta hostilidad a sus ideas: concretamente podrán pensar de este modo los partidos o grupos políticos que sostengan o practiquen el principio de que el que no está colectivamente conmigo, está contra (6). Parece absurdo, pero hay a veces quienes no entienden que se deba respetar la libertad de los demás. Es la postura poco ética de aquellos que la gente llama hombres de bandería, de parcialidad, de secta; la absoluta intransigencia de unas personas —mal de todos los tiempos—, que dan a su propia opinión —parcial, unilateral y frágil— categoría de dogma, al que deben someterse incondicionalmente todos los hombres y todas las instituciones. Quienes forman parte de estos grupos suelen cometer la ingenuidad de medir y de catalogar con el inconveniente patrón del nosotros y los demás. Medida aun humanamente ingenua, porque es la manera de convertir a los demás en enemigos.

No. Este criterio no se debe aplicar al Opus Dei, que no puede estar corporativamente en el nosotros; pero que —mientras estos supuestos dogmas no se opongan a la doctrina de la Iglesia— tampoco quiere estar entre los demás, porque el Opus Dei no es anti-nada, ni va contra nadie, ni consiente que lo hagan o lo puedan creer enemigo de ninguno (7).

II.—El numerador y el denominador.

Queremos que quede bien claro: el Opus Dei no es ni podrá ser nunca un partido político (8). El Opus Dei se preocupa solo de formar a sus miembros en orden al fin sobrenatural que se propone: la santidad y el apostolado. Y como el apostolado se hace en y desde el mundo (9), parte de la formación va encaminada necesariamente a procurar que los socios —en el perfecto cumplimiento de todos sus deberes y derechos de ciudadanos (10)— actúen siempre como católicos responsables, llamados —ha dicho el Fundador del Instituto— a fomentar, defender y amparar los intereses de Cristo en la sociedad. Sin mezclar el orden natural y el sobrenatural, sin confundir lo humano con lo divino: teniendo buen cuidado de valorar en su distancia infinita los términos, de precisar bien los límites; y, al mismo tiempo, sin caer en el error —grave error, para un alma apostólica que viva en el mundo (11)— de pensar que el haber consagrado su vida a Dios justifica una inhibición, un abstencionismo ante las tareas y las responsabilidades de la sociedad:...al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios (12).

Para que puedan actuar así, el Opus Dei da a sus socios una serie de ideas generales, que —siendo común denominador de todas sus personales opiniones políticas, porque son las ideas básicas de todos los ciudadanos católicos garantizan la visión sobrenatural y eficacia apostólica de la labor que desarrollen en este campo de la actividad humana, en ocasiones y por desgracia tan alejado de Dios.

La Obra les enseña que, por encima de todo apasionamiento humano aun de los más justos y de los más nobles apasionamientos—, está el supremo mandato de la caridad; y, en consecuencia, les mueve a procurar y a defender —dentro de la diversidad de partidos— la unidad fundamental de los cristianos (13), tan frecuentemente amenazada por las rencillas mutuas de los que militan en distintas posiciones políticas; les impulsa a ser intransigentes con las ideas —cuando son exponentes de doctrinas erróneas, opuestas a la enseñanza de la Iglesia— y, al mismo tiempo, comprensivos —sumamente transigentes— con las personas que equivocadamente las defienden (14); les invita a manifestarse siempre con la elegancia —que exige la justicia— de considerar que, opinando sobre cosas que no son de fe, pueden equivocarse, mientras otros pueden estar en lo cierto (15); les enseña a estar desprendidos de toda gloria o recompensa humana, y a servir con generosidad a la patria, sin desear ni buscar cargos o favores de ningún tipo (16); etc.

Común denominador, hemos dicho. Todo esto es común denominador, algo que está debajo, que tiene categoría de cimiento; sobre él, luego, cada uno construye el numerador, su propia opinión particular y concreta, eligiendo entre las muchas soluciones sociales o políticas opinables, la que más le convenza.

Ni el numerador es liberalismo, sino amor y respeto a la santa libertad de los hijos de Dios (17); ni denominador es espíritu reaccionario, medievalismo, sino amor y respeto a nuestra entrañable vocación cristiana y a sus amables e ineludibles exigencias (18).

Y el denominador y el numerador a la vez son —además de un ejemplo de limpia visión sobrenatural— una sencilla manifestación de sentido común. Porque no hay entidad religiosa que pueda subsistir con la imposición a sus miembros de un criterio político determinado: se desharía como se deshace la nieve entre las manos. Más aún, si se trata de una entidad apostólica que trabaja en el mundo. Ni hay persona medianamente honesta que tolere imposiciones de criterio, donde la Iglesia no lo hace; ni hay persona medianamente inteligente que se deje arrebatar un derecho, que la Iglesia reconoce.

Difícilmente podría explicarse la asombrosa expansión del Opus Dei en estos treinta años, si el Instituto obligara a sus miembros a seguir una particular opinión política. Precisamente esta libertad que, en lo humano, deja la Obra a sus socios es —entre otras, más importantes sin duda— una buena razón para explicar el prodigioso crecimiento del Opus Dei, y su rápida difusión entre personas de tantos países y de profesiones, psicología, cultura, etc., tan diversas.

III.—Yo, no nosotros.

Los socios del Opus Dei tienen pues —como cualquier cristiano corriente—, una real, una absoluta, una perfecta libertad de opinión política.

Pero también, como la inmensa mayoría de los ciudadanos, una gran parte de los socios del Opus Dei se limita sencillamente a eso: a tener su opinión, y a manifestarla en uso de su deber y de su derecho, cuando el estado consulte a la nación. La actividad de la gran mayoría de los miembros de la Obra —como la de la gran mayoría de los ciudadanos— es una actividad meramente privada, de carácter profesional: el derecho, la medicina, la enseñanza, el trabajo en las minas o en las fábricas, la agricultura, un oficio cualquiera...; su posición ante la política es pasiva. Sólo algunos, que tienen vocación precisa, se dedican de hecho a la vida política activa; aunque, por derecho, sea ésta una posibilidad que corresponda a todos.

No tiene, por tanto, nada de particular que cualquier socio del Opus Dei —a excepción de los sacerdotes, que renuncian a toda actividad política para entregarse plenamente al ejercicio de su ministerio— pueda y, en ocasiones deba, por deber de ciudadano responsable, ocupar cargos públicos dentro de la sociedad civil en la que vive y de la que forma parte.

En este caso, la Obra que —repetimos— no impone a sus socios ninguna opinión política determinada, mucho menos les impone un determinado criterio de actuación política. Ellos aceptan la responsabilidad de llevar a cabo esas labores humanas, precisamente porque se sienten ciudadanos de su país, porque lo aman; no por su condición de miembros de una asociación de fieles. Y procurarán cumplir su deber en el cargo que ocupen, como en idénticas circunstancias lo cumplen muchos otros hombres que no son del Opus Dei: con voluntad de servir, con entusiasmo, con espíritu de sacrificio y con los mejores deseos de eficacia; aunque ni a unos ni a otros pueden pedírseles milagros, ni la seguridad de que no se equivoquen a pesar de su evidente rectitud.

El miembro del Opus Dei que sea llamado por la sociedad a este tipo de labor, desempeña siempre las funciones propias de su cargo con arreglo a ese criterio personal que se ha formado libremente, responsablemente, sin coacciones ni influencias de ninguna clase.

Ese criterio es suyo, y no es ni puede decirse que sea de la Obra. Esa labor social, política, etc., es suya: él la realiza y sólo él es absoluta y personalmente responsable, lo mismo que lo es de su labor profesional: porque si un socio del Opus Dei —de profesión naturalista, por ejemplo— se dedica a clasificar plantas en razón de sus conocimientos, es él y no el Opus Dei, el que clasifica las plantas; es él el responsable de la marcha y de la eficacia de su trabajo, no la Obra. Y si esa persona instala —porque lo cree oportuno— una empresa científica o un simple negocio de floricultura, no es el Opus Dei el que ha instalado el negocio o la empresa; ni ese negocio o esa empresa de floricultura representa al Opus Dei, sino al comerciante que hizo previamente sus cálculos económicos o al naturalista, que seguramente se ha quemado las cejas estudiando; y uno y otro tienen su propio criterio sobre el modo de vender sus productos o de clasificar las plantas y de cultivar las flores.

Un hombre del Opus Dei es un hombre plenamente responsable, que sabe conjugar el yo y el tú; que no busca refuerzo a su propio criterio comprometiendo a sus hermanos; y que no protege su personal opinión política —o religiosa, en materias que discutan los teólogos— con el escudo de los débiles y de los irresponsables: el nosotros.

Ninguna actividad profesional o pública de un miembro del Opus Dei representa a la Obra (19). En este terreno, ningún socio opina o actúa en nombre del Opus Dei. Ni uno, ni muchos otros que pensasen o actuasen de alguna manera común. Porque la Obra no es una fundación científica, ni una asociación cultural, ni una compañía comercial, ni un partido político.

En todo caso, los miembros del Opus Dei que realicen estas labores u ocupen estos cargos pueden representar, si les dan esa representación, al partido político, al grupo económico o a la escuela científica a que pertenezcan. Y a nada más.

Se equivocaría quien pensase que, por la actuación pública de los miembros del Instituto, puede ocasionarse a la Obra perjuicios o exigírsele responsabilidades. Se equivocaría, o porque no conoce la realidad de esa libertad de que gozamos, o porque —conociéndola— intenta ignorarla, para poder enjuiciar torcida y tranquilamente las cosas, sin grandes remordimientos de conciencia: postura esta última que parece imposible, pero que puede darse cuando la objetividad desaparece, porque el apasionamiento nubla la inteligencia.

No. Aquí todo es bien sencillo y no caben componendas ni interpretaciones de ninguna clase: el Opus Dei no se hace solidario de las labores profesionales, sociales, políticas, económicas, etc., de ninguno de sus miembros (20). El Opus Dei no tiene nada que ver con los cargos que ocupen o con las tareas públicas que realicen algunos de sus socios. No es extraño que ocupen estos cargos o que realicen aquellas tareas, porque es lógico que así ocurra; los socios del Instituto son, en su inmensa mayoría laicos, que viven en el mundo: algún trabajo han de hacer, y, si lo hacen bien, algún cargo han de ocupar. El Instituto, por esas actividades temporales de sus hijos, no se siente satisfecho ni queda obligado a nadie, porque la Obra no hace nada que se dirija a lograr cargos o tareas para los socios. Seria absurdo, e incluso molesto, que alguien felicitase al Instituto, considerando como un triunfo de la corporación el éxito profesional, económico o político de alguno de sus socios. No se enorgullece el Opus Dei, porque la gloria, el honor o lo que sea —si existe y si se merece serán de la persona, nunca del Instituto, que no busca, ni quiere, ni acepta ningún provecho humano (21). Y no da importancia a estas cosas que significan bien poco: lo que importa a la Obra es que sus hijos se santifiquen.

IV.—Volviendo al símil.

En resumen: la doctrina y la práctica de siempre (22). La libertad de opinión y de actuación que tienen los socios del Opus Dei, ante los problemas profesionales, económicos y políticos de la sociedad civil. La posibilidad y la realidad de que miembros de la Obra ocupen cargos públicos y trabajen desde esos cargos, sin representar en modo alguno al Instituto, y siguiendo libre y responsablemente su propio criterio personal, o el de su grupo político o el de su escuela científica.

Ideas claras como el agua clara. Y hemos vuelto al símil. De propósito, sí, porque son ideas de altura, que no admiten la impureza de ninguna interpretación torcida; que tienen la transparencia de la sencillez, que no se dejan enturbiar por la pasión, y que —ya lo dije antes— nunca se emplearán en la polémica, porque no es propio del espíritu del Opus Dei y porque no hace falta: que las cosas son como son, sencillamente.

Pero se comprende que tampoco nos vamos a sorprender, si hubiese alguien que no tiene estas ideas, o que no las desea tener.

¿Hay algo tan vulgar, tan corriente en todos los países donde viven ciudadanos católicos, como que algún miembro de una asociación de fieles ocupe un cargo público?

Por ejemplo, en la historia de las diversas Órdenes Terceras seculares—cuyos miembros hacen votos privados de pobreza, de castidad y de obediencia—, desde hace siglos muchos son los casos de personas que ocuparon y que ocupan cargos públicos. Y lo mismo en las Pías Uniones, en las Cofradías, en la Acción Católica, en las Congregaciones Marianas, entre los Propagandistas católicos, y en tantas otras instituciones de fines apostólicos o piadosos.

Que miembros de asociaciones de fieles, en el ejercicio de sus deberes y de sus derechos de ciudadanos, tomen parte activa en la vida política de una nación, es algo tan conocido como que ocupen también cargos públicos quienes son secuaces activos de otras religiones, o simplemente acatólicos. Y sin embargo no falta quien, admitiendo y comprendiendo esta segunda vulgaridad —en el sentido primario que la Academia da a la palabra: dicho o hecho que carece de novedad e importancia, se subleva o se extraña si se cumple también la lógica aplastante de la primera circunstancia: que sean católicos activos quienes ocupen cargos públicos.

¿Por qué? Por ligereza de juicio, por falta de pararse a considerar que se trata de una cosa ordinaria, vulgar, carente de novedad a fuerza de precedentes en la historia. Esta, bien puede ser una buena razón.

Quizá la ligereza de juicio, la falta de conocimiento objetivo de las cosas, esté agravada en alguna persona por el ambiente de misterio, de secreteo, que un tiempo atrás se intentó hacer en torno a los miembros del Opus Dei. Prejuicio infundado, que acarreaba el recelo injusto—muy lógico y muy justo, si hubiera tenido fundamento—hacia unos hombres a quienes molesta la clandestinidad tanto como pueda molestar a los más amigos del juego limpio, de la conducta recta, sin tapujos ni triquiñuelas.

El Opus Dei —son palabras que hemos oído repetir muchas veces a nuestro Fundador— no tiene ningún secreto que guardar: ni lo tenemos, ni lo hemos tenido, ni lo tendremos nunca. Nosotros no ocultamos lo que hacemos, pero tampoco llevamos un cartel en la espalda que diga: Somos buenos cristianos o queremos serlo.

No existen misterios ni secreteos de ninguna clase. Ningún miembro del Opus Dei oculta que pertenece a la Obra. No se distingue de los demás hombres a simple vista, porque no lleva —no tiene por qué llevar (23)— distintivo externo de ningún tipo. Los socios del Instituto no esconden su condición, pero no la pregonan: de manera exactamente igual se comporta la mayoría de los miembros de las otras asociaciones de fieles. No hay ningún terciario franciscano o dominico u oblato benedictino, por ejemplo, que haga constar esta particularidad suya en las tarjetas de visita, ni en el trabajo que desarrolle —profesional, político, económico, etc.— como ciudadano que actúa libremente en la vida de su país. Y, sin embargo, nadie puede decir que, procediendo así, esos hombres celen algún misterio u oculten algún secreto.

Otra razón que explicaría el recelo o la extrañeza de algunos, ante el hecho de que sean católicos activos quienes ocupen cargos públicos, puede ser el anticlericalismo. Quizá alguien, firme aún en la vieja demagogia decimonónica, herencia apolillada de otras circunstancias sociales, crea llegado el momento de volver a entonar los rancios estribillos del oscurantismo medieval, de los reinos teocráticos, del progreso amenazado, etc., etc. Esta ya nos parece una razón menos posible. Porque ¿dónde están esos clérigos contra los que ir? No faltan en la historia —aun en la contemporánea— ejemplos de prelados, e incluso de simples sacerdotes y de religiosos, que han ocupado cargos públicos en la sociedad civil, sirviendo noblemente a su patria. Pero ahora, en nuestro caso, ¿dónde están esos eclesiásticos? Ni siquiera, ¿dónde están los partidos políticos confesionales? Porque, aun admitiendo —no lo admitimos, claro está—, que se tache de clerical a un partido que es católico por su nombre y por su doctrina, en el caso que tratamos tal supuesto clericalismo no existe. Existen solo unos hombres, ciudadanos de su país, que dentro del dogma y de la moral católica, pueden pertenecer tanto a partidos confesionales como a los no confesionales. La fe da criterio de rectitud, pero no da criterio de partido (24).

Finalmente —y seremos breves, porque es desagradable— todavía cabe otra razón, que sin duda alguna es más triste que la ignorancia, que la falta de información y que la ligereza de juicio: el sectarismo. Es un fenómeno viejo, en la historia de la Iglesia. Es el conocido deseo de algunos de enturbiar las aguas, por aquello de a río revuelto, ganancia de pescadores. No hay duda de que, para los enemigos de la Iglesia, sería una gran ganancia poder obstaculizar la labor positiva de quienes —aun cuando personalmente pueden equivocarse— son y actúan siempre con conciencia de católicos responsables. Esos pescadores de aguas turbias, pescadores furtivos, aun suponiendo el intento decidido de la pesca, nunca podrían pescar nada. Porque el fondo del remanso es roca, sin lodo que revolver; y el agua —como las ideas— es clara, transparente, serena.

Termino, porque ya se ha cumplido el fin que motivó estas líneas. Únicamente he pretendido esto: volver a repetir una serie de ideas muy sencillas. Y señalar el hecho de que —en cualquier época, y más aún en estos tiempos de democracia— sería injusto hacer por intolerancia política una arbitraria discriminación con unos hombres, católicos actuantes y ciudadanos responsables, que están bien preparados y desean de todo corazón servir con lealtad a su país.

¡Ah! Y otra cosa queda aún por anotar: junto al testimonio de la libertad, el testimonio de la alegría. Os dejo como herencia, en lo humano, el amor a la libertad y el buen humor, ha dicho Monseñor Escrivá de Balaguer. Y los socios del Opus Dei sienten la alegría de poder pregonar a voz en grito, por todas partes, el gozo de su soberana libertad. Un grito lanzado desde lo alto, junto al remanso del agua clara que nadie puede enturbiar. Para que lo oigan todos, y para que lo conozcan y lo estimen los hombres de mirada limpia, que sienten la inquietud de alguna noble pasión humana y aman la libertad.

NOTAS.

(1) Como son sociedades integradas por personas que, sin ser religiosas, deben actuar y buscar la santificación en el mundo, los Institutos Seculares pertenecen al género de las Asociaciones de fieles (cc. 684 y siguientes del C.I.C.: cfr. Art. I de la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia, A.A.S., XXXIX (1947), pp. 114 y ss.), pero con un nombre y un derecho propios, porque estos Institutos encierran un estado jurídico de perfección: son sociedades quarum membra christianae perfectionis adquirendae atque apostolatum plene exercendi causa, in saeculo consilia evangelica profitentur (Constitución Apostólica Pro-vida Mater Ecclesia, Art. I). Y, por esta razón, constituyen una especie tan sobresaliente dentro del género de las comunes Asociaciones de fieles, que con justicia se les ha aplicado la antigua regla generi per speciem derogatur, en cuanto al contenido ascético, en cuanto al estado de perfección.

El Santo Padre Pío XII manifiesta su amor a los Institutos Seculares al decir en el articulo VI del Motu Proprio Primo Feliciter (A.A.S., XL (1948), pp. 283 y ss.): «A los directores y consiliarios de la Acción Católica y de las otras Asociaciones de fieles, en cuyo materno seno se educan para una vida íntegramente cristiana, al mismo tiempo que se inician en el ejercicio del apostolado, tan numerosos y selectos jóvenes que por vocación del cielo son llamados a tan altos designios, tanto en las Religiones y Sociedades de vida común como también en los Institutos Seculares, recomendamos con paternal afecto que promuevan generosamente estas santas vocaciones y que presten su ayuda no sólo a las Religiones y Sociedades, sino también a estos Institutos, verdaderamente providenciales, y que utilicen gustosamente sus servicios, salva interna ipsorum disciplina».

(2) Los Institutos Seculares inter status perfectionis iuridice ab Ecclesia ipsa ordinatos et recognitos, ex Apostolica Constitutione Provida Mater Ecclesia iure meritoque numerantur (Pío XII, Motu Proprio Primo Feliciter, loc. cit., V). Sed perfectio y ésta es una característica esencial que distingue a los Institutos Seculares de los estados canónicos de perfección, y hace que queden genéricamente incluidos entre las Asociaciones de fieles— est in saeculo exercenda et profitenda (Pío XII, Motu Proprio Primo Feliciter, loc. cit., II).

«Con l'appellativo di secolari si è voluto sottolineare che le persone che professano questo nuovo stato di perfezione non mutano la condizione sociale che avevano nel secolo; essi perciò rimangono, dogo la loro consacrazione al Signore, chierici o laici, secondo il carattere di cui siano insigniti, con tutte le conseguenze giuridiche e pratiche che ne derivano» Annuario Pontificio», 1957, Città del Vaticano, p. 940).

Por eso, los socios del Opus Dei, «en todas las cosas que son comunes a los seglares y no desdicen del estado de perfección, se conducen, visten y viven como los demás ciudadanos de su misma condición y profesión» (Monseñor Escrivá de Balaguer, La Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia y el Opus Dei, Madrid, 1949, p. 20).

(3) Conviene hacer notar que la materia del voto de obediencia que hacen los socios del Opus Dei, no se extiende al trabajo profesional o a las doctrinas económicas, políticas, etc.

(4) «Como (la Iglesia) no sólo es una sociedad perfecta, sino también superior a cualquier sociedad humana, por derecho y deber propio rehúye en gran manera ser esclava de ningún partido y doblegarse servilmente a las mudables exigencias de la política. Por la misma razón, guardando sus derechos y respetando los ajenos, piensa que no debe ocuparse en declarar qué forma de gobierno le agrade más, con qué leyes se ha de gobernar la parte civil de los pueblos cristianos, siendo indiferente a las varias formas de gobierno mientras queden a salvo la religión y la moral» (León XIII, Encíclica Sapientiae Christianae, A.S.S., XXII (1889-90), p. 396).

«Entre los diversos sistemas, la Iglesia no puede hacerse partidaria de un rumbo mejor que de otro. En el ámbito del valor universal de la ley divina, cuya autoridad tiene fuerza no sólo para los individuos, sino también para los pueblos, quedan espacioso campo y amplia libertad de movimientos para las variadas formas de sistemas políticos...» (Pío XII, Mensaje de Navidad de 1940, A. A. S., XXXIII (1941), p. 11).

(5) «...No cabe la menor duda de que hay una contienda honesta hasta en materia de política; y es cuando, quedando incólumes la verdad y la justicia, se lucha para que prevalezcan las opiniones que se juzgan ser las más conducentes para conseguir el bien común. Mas... si en alguna parte se ve que éste (el cristianismo) peligra por las maquinaciones de los adversarios, deben cesar todas las diferencias; y unidos los ánimos y los proyectos, peleen (los católicos) en defensa de la religión, que es el bien común por excelencia al cual todos los demás se han de referir» (León XIII, Encíclica Sapientiae Christianae, A.S.S., XXII (1889-90), pp. 396 y 397).

(6) No rara vez, hombres que defendieron este principio han llegado a desencadenar persecuciones violentas contra la Iglesia y sus instituciones. Desde los emperadores romanos a los dictadores comunistas de Europa y de Asia, el fenómeno se ha repetido con cierta frecuencia. Muchos tipos de nacionalismo a ultranza —invocando una pretendida amenaza para la unidad y la independencia del país— han aspirado a ganarse la adhesión de todos los católicos, e incluso a llevar a la práctica, con este nombre o menos abiertamente, la monstruosa aberración de la Iglesia nacional. Y cuando —como es lógico— se encontraban ante la realidad de este imposible, surgía irremediablemente la persecución: Polonia, Checoslovaquia, Hungría..., Alemania de Hitler, etc., etc.

(7) «Es la Iglesia la que dice quiénes son ortodoxos y quiénes heterodoxos; quiénes siguen su doctrina y quiénes se apartan de ella. No nos corresponde a nosotros emitir arbitrariamente esta clase de juicio» (Monseñor Escrivá de Balaguer).

Pero cuando unos hombres se apartan de la doctrina de la Iglesia, es frecuente que pidan que se les siga, que clamen por la unidad de los cristianos. En cualquier país donde haya católicos, esta unidad será entonces imposible: porque la habrán extinguido los mismos que la pregonan.

(8) No puede, porque sería ir contra su misma esencia. Pero en el caso de que una institución religiosa —cristiana, hebraica, mahometana...—, dentro siempre del cauce marcado por las leyes de su nación, tuviera un grupo de hombres con un mismo criterio político a la vez que con un mismo criterio religioso, esa institución merecería el respeto de todos, en cualquier país donde se estime la libertad de los ciudadanos.

Los socios del Opus Dei tienen siempre muy presente que «los hombres políticos —como dice el Santo Padre Pío XII en el Mensaje de Navidad de 1951—, y quizá aun los hombres de Iglesia, que intentasen hacer de la Iglesia de Cristo su aliada o el instrumento de sus combinaciones políticas nacionales o internacionales, atacarían a la esencia misma de la Iglesia, dañarían su misma vida: en una palabra, la rebajarían al mismo plano en que se debaten los conflictos de intereses personales» (A.A.S., XLIV (1952), pp. 6 y 7). Y León XIII había dicho: «Arrastrar la Iglesia a algún partido, o querer tenerla por auxiliar para vencer a los adversarios, es propio de hombres que abusan inmoderadamente de la religión» (Encíclica Sapientiae Christianae, A.S.S., XXII (1889-1890), p. 396).

(9) Pío XII, Motu Proprio Primo Feliciter, II, A.S.S., XL 11948), pp. 283 y ss.

(10) Es imprescindible señalar la importancia de poseer derechos cívicos. Cuando se habla de deberes, se comprende fácilmente que su cumplimiento sea obligatorio: «el que se insubordina contra la autoridad, se opone a la ordenación de Dios» (Rom. XIII, 2). Pero, tratándose de derechos hay tendencia general a considerar que el ejercicio de esos derechos depende siempre del libre arbitrio de quien los posee. Si esto es cierto en determinado número de casos, es un gravísimo error en muchos otros; y, concretamente, en relación a un buen número de derechos cívicos: en bastantes circunstancias hay estricta obligación de hacer uso de estos derechos, hasta el punto de que renunciar a ellos podría ser una omisión gravemente culpable.

(11) Innumerables veces ha dado el Magisterio eclesiástico doctrina sobre este punto: cfr. Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus, A.A.S., XXXI (1939), p. 510; Mensaje radiofónico del 13-V-1942, A.A.S., XXXIV (1942), p. 158; Mensaje de Navidad de 1942, A.A.S., XXXV (1943), p. 15; Mensaje del 1-IX-1944, A.A.S., XXXVI (1944), p. 251; etc., etc.

(12) Matth., XXII, 21.

(13) Unidad que es principio y garantía de vida, de eficacia. Pero unidad en la diversidad: «...en el Cuerpo Místico, la fuerza cohesiva une a los miembros de tal manera que cada uno retiene su personalidad propia» (Pío XII, Encíclica Mystici Corporis Christi, A.A.S., XXXV (1943), p. 221).

(14) La intransigencia cerril con las personas —que, se mire como se mire, es siempre una forma de odio o de desprecio más o menos disfrazado de falso celo— suele ser privativa de los hombres soberbios, de los impecables, de los espíritus farisaicos Otras veces aparece sólo como una manifestación más de la ingenuidad que ciega al hombre de bandería. Acostumbrado a dividir las gentes en buenos y malos, no sabe que en toda persona humana se dan a la vez las dos cosas: bondad y maldad, caridad y egoísmo, gracia y concupiscencia. Y que, de todas las materias opinables, ésta es la más delicada; tanto, que corresponde a Dios emitir el único juicio absolutamente cierto. Olvida que hay quien se tuerce, porque nadie le enseñó a caminar derecho; que hay quien se hunde, porque nadie le echa una mano; que hay malos que se vuelven buenos, y buenos que se vuelven malos, y malos que no lo son tanto, y buenos que lo son menos.

(15) Brota, como primaria consecuencia de este principio, una amistad sin reservas, que facilita la convivencia: «Si el Señor ha dejado muchas cosas a la libre disputa de los hombres, ¿por qué tiene que ser enemigo mío un hombre que piense de modo distinto a como pienso yo? » (Monseñor Escrivá de Balaguer).

(16) Pocas conductas hay tan lamentables como la de quienes se sirven del prestigio de la Iglesia para escalar puestos en la sociedad civil. Convertir la Cruz en una cucaña, en un peldaño, en un trampolín de personales ambiciones es una ruindad. Los católicos nunca deben servirse de la Iglesia para sus intereses privados.

(17) «La libertad, bien el más noble de la naturaleza, propio únicamente de los seres inteligentes o razonables, da al hombre la dignidad de estar en manos de su propio consejo y tener la potestad de sus acciones» (León XIII, Encíclica Libertas, A.S.S., XX (1887), p 593).

(18) «La naturaleza de la libertad, de cualquier modo que se mire, ya en los particulares, ya en la comunidad, y no menos en los gobernantes que en los súbditos, incluye la necesidad de someterse a una razón suma y eterna, que no es otra sino la autoridad de Dios...» (León XIII, Encíclica Libertas, loc. cit., p. 599).

(19) Un periodista francés escribía, aludiendo al error cometido por un colega suyo, que veía en la actuación política de un determinado socio del Opus Dei, la actividad y la opinión colectiva del Instituto: «...a traité son sujet un peu comme un étranger qui, ayant rencontré un des nombreux prêtres apiculteurs de chez nous, ou bien un autre inscrit à une formation politique, présenterait le clergé français comme vivant au milieu des ruches ou militant dans un seul parti. Fâcheuse confusion entre la discipline spirituelle et la liberté d'action et d'opinion» (Jacques Pinglé, L'Opus Dei, Amitié Franco-Espagnole n. 13, Mars 1956).

(20) Monseñor Escrivá de Balaguer, Societas Sacerdotalis Sanctae Crucis et Opus Dei, Romae, 1948, § 21.

(21) «Todos los socios del Instituto deben amar y fomentar la humildad no sólo personal, sino también colectiva; por lo cual, no buscan nunca la gloria del Instituto, y tienen profundamente grabado en su alma que la máxima gloria del Instituto es vivir sin gloria humana» (Monseñor Escrivá de Balaguer, Societas Sacerdotalis Sanctae Crucis et Opus Dei, Romae, 1948, § 18)

(22) De siempre, porque esta doctrina nació con el Opus Dei, ha sido aprobada por la Santa Sede, se enseña a los socios antes de su incorporación al Instituto para que sin excepción la practiquen; y se ha expuesto siempre así —públicamente, en muchas ocasiones— en los treinta países de Europa, América, Asia y África donde trabajan miembros del Opus Dei.

(23) Vita vestra est abscondita cum Christo in Deo, decía San Pablo a los primeros fieles (Col. III, 3). «Almas escondidas con Cristo en Dios», ha repetido el Santo Padre Pío XII dirigiéndose a los miembros de los Institutos seculares, cuya misión es ser «eficaz fermento», tanto más eficaz cuanto más se mezcle y desaparezca entre la masa (Cfr. Motu Proprio Primo Feliciter, loc. cit., Introducción).

«¿Cuál es el martirio mayor: el de un hijo mío en el Opus Dei, que ora y trabaja y sirve a los demás, pasando inadvertido; o el de un hijo mío a quien, por su fe, matan los enemigos de la Iglesia? Las dos cosas son heroicas; pero, para mi, es más heroica la del que pasa inadvertido. Nuestra vocación es el martirio, pero un martirio sin espectáculo» (Monseñor Escrivá de Balaguer).

(24) El 12-XII-1956 se publicó en la revista protestante norteamericana Christian Century un articulo titulado «Católicos en cargos públicos», que firmaba el Dr. Roy Pearson, de la Escuela Teológica de Andover Newton. La tesis era ésta: parece que es antidemocrático que un católico ocupe cargos públicos, porque su fe, que le lleva a obedecer al Papa y a la Jerarquía, impide su libertad de criterio y de actuación política. Naturalmente, los católicos se apresuraron a salir al paso del error. Pero el error es tan visible que otro protestante —el Dr. John C. Bennett, del Seminario de la Unión Teológica— lo criticó en las mismas páginas del Christian Century, el 2-I-1957. Entresacamos algún párrafo de este último articulo: «Pearson está en lo cierto al afirmar que la fe religiosa de un hombre es una importante fuente de su carácter y de sus convicciones. Sin embargo, uno queda un poco desconcertado por su tesis principal... No parece darse por enterado de las diferencias de opinión (en los problemas de la vida económica, de la política exterior, de las libertades civiles, etc.) entre los católicos que tienen cargos públicos».

 

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