Ref avH 10/70                                                 nº 34

 

SOBRE LA SAGRADA ESCRITURA

 

1. En el origen de bastantes errores actuales puede encontrarse el criterio, de origen protestante, de la sola Scriptura: considerar -teórica o al menos prácticamente- que la Sagrada Escritura es la única fuente de la Revelación, con el consiguiente desprecio de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia.

Partiendo de ahí se realiza una interpretación de la Sagrada Escritura al margen de la autoridad del Magisterio de la Iglesia, propugnando una investigación científica contrapuesta o extraña a una interpretación católica; o una interpretación existencial y dinámica, en contraste con la que seria una interpretación esencialista y estática.

Con esos presupuestos, no es de extrañar que algunos valoren la opinión de ciertos exégetas modernos, sobre todo los protestantes, más que la Tradición de la Iglesia.

 

2. En esta nueva exégesis, cuya influencia se deja sentir cada vez en niveles más amplios y variados, el concepto de inspiración se ha ido vaciando -para no pocos- de valor sobrenatural y dogmático:

 

a) la fe afirma que Dios es Autor principal de los Libros

Sagrados. En cambio algunos nuevos exégetas se han enfrentado ante la Biblia como si el hagiógrafo fuera el autor principal y único de unos buenos libros de contenido religioso. Los hagiógrafos -se ha escrito- representan un ambiente, una escuela, y el libro no es el resultado de la inspiración de un autor, sino de la expresión religiosa de un pueblo.

El Libro Sagrado no se considera, pues, como fruto de un don sobrenatural de Dios, sino como la resultante de un proceso dentro de la comunidad. La inspiración sería así producto de las componentes evolutivas que hubo en el pueblo de Israel.

 

b) Se afirma también con cierta frecuencia que el Nuevo Testamento debe interpretarse a la luz o en función del Antiguo, ya que la predicación de Cristo habría que encuadrarla en su ambiente histórico, que sería el propio y característico del Antiguo Testamento -responsabilidad colectiva, determinismos sociales, etc.-. Así, se presenta la doctrina cristiana como un correctivo a una exagerada aceptación de lo colectivo y temporal, pero de ningún modo como la plenitud de la Revelación y de la intervención salvífica de Dios. Algunos llegan incluso a concluir que el marxismo habría venido a recordar a los cristianos la necesidad de una síntesis entre el Antiguo y el Nuevo Testamento (cfr. Guión nº 25 de de ref. avH 10/70).

 

c) Otra manifestación de este disolverse de la noción de inspiración es la sobrevaloración del influjo de los otros pueblos y del medio ambiente, como camino casi exclusivo para entender el sentido literal de los Libros Sagrados, los géneros literarios de estos Libros, y el origen de las instituciones del pueblo de Israel. Se sustituye la analogía de la fe por la analogía cultural etnológica: la Sagrada Escritura es entendida en primer lugar como fruto de una pluralidad de autores humanos, de un país política y económicamente pequeño, influidos por el ambiente cultural, político y económico de los países vecinos, de tal manera que lo que escriben y el modo en que lo hacen no excedería substancialmente a lo que hicieron sus contemporáneos. De ahí el desproporcionado papel que se adjudica a los métodos histórico-críticos, a los géneros literarios, etc.

 

3. De esa noción desvirtuada de inspiración, se desprende la negación real -aunque a veces no nominal- de la inerrancia. Se acepta como algo evidente la posibilidad de que en la Biblia haya falsedad, pero esto -dirán- no se puede considerar como un atentado contra la inerrancia. En consecuencia habría necesidad de hacer un examen crítico de la Biblia, para conocer y distinguir en ella lo que puede considerarse verdadero y lo que son invenciones del hagiógrafo, influjos del ambiente, etc. A la luz de esa crítica debería por tanto hacerse una distinción entre elementos secundarios y elementos fundamentales. La inerrancia correspondería a estos últimos, mientras que no sería un atentado contra ella la inexactitud de los primeros.

Considerando así la inerrancia, queda ya libre el camino para atacar los cimientos de la historicidad de los Libros Sagrados, y en concreto, para afirmar por ejemplo que los Evangelios no transmiten las palabras del Señor en su forma original, sino que las transforman según la situación de la Iglesia en el momento en que fueron escritos, de tal modo que se hace necesario -según estos autores- un proceso de "decantación" que elimine todos los elementos añadidos a aquel núcleo original, tarea ésta reservada a los especialistas en métodos histórico-críticos y en crítica literaria, sin que se reconozca la función del Magisterio de la Iglesia.

Algunos, llegados a este punto, sostendrán que, debido a los avances de la exégesis, la recta inteligencia de la Sagrada Escritura es inasequible al cristiano no especializado en estos estudios. El resultado -común en la exégesis protestante liberal y modernista- es considerar en la Biblia una doble historia: la que presenta la lectura directa del texto -que estaría cargada de personificaciones dramáticas, historificaciones épicas, mitos tomados de otros pueblos, etc.- y la historia auténtica, que sólo la crítica histórica puede ir descubriendo, por debajo de aquella otra historia aparente.

 

4. Las raíces de fondo de esta actitud, al tratar la Sagrada Escritura, son las mismas que subsisten en los otros fenómenos de confusión doctrinal: la influencia que el racionalismo liberal y evolucionista ha ejercido sobre el pensamiento teológico, y la filosofía basada sobre premisas inmanentistas y subjetivistas, que se ha ido enseñoreando de los diversos sectores del pensamiento y, finalmente, de la misma teología, favoreciendo ambos fenómenos un empobrecimiento de la vida cristiana, y, en ocasiones, hasta la pérdida total del sentido sobrenatural y de la fe.

Entre esas formas de pensamiento puede destacarse una corriente teológico-filosófica que atribuye al pensamiento moderno, con su visión del mundo, la importancia de un criterio fundamental de interpretación. Á partir de aquí, se concibe como misión de la exégesis la tarea de desmitización: todas las narraciones de la Sagrada Escritura que impliquen lo sobrenatural, se consideran míticas, propias de una mentalidad primitiva que se debe depurar. Y esto en nombre de la mentalidad moderna: a base de rechazar a priori todo lo sobrenatural, se niega la posibilidad de los milagros, de las profecías y de las intervenciones de Dios en la historia de Israel. Para justificar lo que no es sino un prejuicio antisobrenatural, se acudirá a métodos que, con apariencia científica, encubran la falta de fe en la Revelación.

Para no dejarse engañar por esos errores, que se difunden en muchos ambientes (desde la investigación teológica hasta la catequesis) conviene recordar y enseñar la verdadera doctrina católica acerca de la Sagrada Escritura.

 

5. La excelencia de la Sagrada Escritura y su carácter sagrado se apoyan directamente en que tiene a Dios por Autor principal. Dios mismo quiso afirmar esta verdad en los Libros Sagrados, San Pablo escribía a Timoteo: "Toda escritura divinamente inspirada, es también provechosa para la enseñanza, para la reprensión, para la educación en la justicia, para que sea cabal el hombre de Dios, dispuesto y a punto para toda obra buena" (II Tim., III, 16). Y San Pedro, como si ya previese que algunos pretenderían negar el origen divino de los Libros Santos, añadía: "Toda profecía de la Escritura no es obra de la propia iniciativa; ya que no por la voluntad del hombre fue traída la profecía, sino que llevados por el Espíritu Santo hablaron los hombres de parte de Dios" (II Petr., I, 20).

La tradición cristiana fue ilustrando desde el principio esta verdad con numerosas imágenes y expresivas comparaciones. San Agustín enseñaba: "Y así, puesto que éstos han escrito lo que el Espíritu Santo les ha mostrado y les ha dicho, no debe decirse que no lo ha escrito El mismo, ya que, como miembros, han ejecutado lo que la cabeza les dictaba" (De cons. Evang., I, 35).

Esta fe en el origen divino de los Libros Sagrados fue desde el principio enseñada por la Iglesia. Y, con palabras del Concilio Vaticano I, "la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque habiendo sido escritos por la sola industria humana, hayan sido aprobados después por su autoridad, ni sólo porque contengan la Revelación sin error, sino porque, habiendo sido escritos por la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por Autor, y como tales han sido entregados a la misma Iglesia" (Const. Dogm. Dei Filius, cap. 2 y canon 4; Dz. 1787). El Concilio Vaticano II lo reafirmaba una vez más con estas palabras: "Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo" (Const. Dogm. Dei Verbum, n. 11).

El Magisterio ha afirmado también que la inspiración se extiende a todos los libros con todas sus partes: "Si alguien no recibiese por sagrados y canónicos a estos libros íntegros con todas sus partes, según acostumbraron a ser leídos en la Iglesia Católica ( ... ) sea anatema" (Conc. de Trento, sess. IV. Decreto de libris sanctis et de traditionibus recipiendis, Dz. 784); y el Concilio Vaticano II: "... todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman, debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo..." (Const. Dogm. Dei Verbum, n. ll).

 

6. La función del escritor humano -hagiógrafo- se esclarece cuando se considera que "al componer el libro es órgano o instrumento del Espíritu Santo" (Pío XII, Enc. Divino Afflante Spiritu, 30-IX-1943; AAS 35 (1943), p. 317). Por esto, la acción es propiamente de la causa principal -Dios- ya que el instrumento obra gracias a una virtud no propia sino recibida, elevándose sobre su propia virtualidad para realizar una acción de la que es incapaz por sí mismo (cfr. Santo Tomás, S.Th., III q. 66, a. 5, ad 1).

Ciertamente este carisma divino de la inspiración no priva al instrumento humano de su libertad, si bien está amoldado perfectamente al querer de Dios, obrando en plena conformidad con lo que Dios quiere decir. Es lo que afirma en otros términos Benedicto XV: "Los libros de la Sagrada Escritura fueron compuestos bajo la inspiración, sugerencia, o insinuación, o incluso dictado del Espíritu Santo, más aún, fueron escritos y editados por Él mismo; sin poner en duda por otra parte, que cada uno de sus autores humanos, según la naturaleza e ingenio de cada cual, hayan colaborado con la inspiración de Dios (Enc. Spiritus Paraclitus, 15-IX-1920; AAS 12 (1920), p. 389).

 

7. De la realidad de la inspiración surge inmediatamente la unidad de la Sagrada Escritura. Teniendo todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento un único Autor -el Espíritu Santo-, hay en ella una unidad de contenido. La doctrina constante de los Padres de la Iglesia, así como la repetida enseñanza del Magisterio, ha dado luz sobre esta unidad de ambos Testamentos: el Antiguo Testamento contiene en profecía y figura las realidades del Nuevo, a la luz del cual alcanzan su plenitud de sentido: "Dios, pues, inspirador y autor de ambos Testamentos, dispuso las cosas tan sabiamente que el Nuevo Testamento está latente en el Antiguo, y el Antiguo está patente en el Nuevo" (San Agustín, Quaest. in Hept..2, 73) (Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum, n. 16).El Nuevo Testamento pone de manifiesto de modo explícito y contiene realmente lo que en el Antiguo Testamento estaba sólo figurado y anunciado. Dicho de otro modo, el Nuevo Testamento cumple y perfecciona el Antiguo (cfr. Guión nº 25 de ref. avH 10/70).

La unidad de la Sagrada Escritura implica además una completa armonía en todo su contenido, de modo que los diversos textos se ilustran mutuamente. Es lo que se ha solido llamar analogía de la fe escriturística. De ahí que "se debe rechazar como insensata y falsa toda explicación que ponga a los autores sagrados en contradicción entre sí o que sea opuesta a la enseñanza de la Iglesia" (León XIII, Enc. Providentissimus Deus, 18-XI-1893, Dz. 1943). Y el Concilio Vaticano II enseña: "Pero como la Sagrada Escritura debe leerse e interpretarse con el mismo Espíritu con que fue escrita, para averiguar el sentido de los textos sagrados debe atenderse con no menos diligencia al contexto y unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuanta la tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe" (Const. Dogm. Dei Verbum, n. 12).

 

8. Los Libros Sagrados carecen de errores en todas sus afirmaciones. Esta inerrancia está íntimamente ligada a la inspiración: teniendo la Sagrada Escritura a Dios por autor y siendo Dios Suma Verdad, no puede haber ningún error en los libros Sagrados. Así, Santo Tomás afirma de modo categórico que "debe ser mantenido que todo lo que se contenga en la Escritura es verdadero; quien sostiene algo en contrario, es herético" (Quodlibet. XII, a, 26, ad 1).

El Magisterio de la Iglesia ha enseñado repetidamente esta verdad de fe: "... los libros que la Iglesia ha recibido como Sagrados y canónicos, todos e íntegramente en todas sus partes, han sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo; y está tan lejos de la divina inspiración admitir el error, que ella por sí misma no sólo lo excluye en absoluto, sino que lo excluye y rechaza la misma necesidad con que es necesario que Dios, Verdad Suprema, no sea autor de ningún error" (León XIII, Enc. Providentissimus Deus, 18-XI-1893, Dz. 1951). Pío XII después de recoger estas mismas palabras como antigua y constante fe de la Iglesia, añade: "... esta doctrina que con tanta gravedad expuso nuestro predecesor León XIII, también Nos la proponemos con nuestra autoridad y la inculcamos a fin de que todos la retengan religiosamente, y decretamos que con no menos solicitud se obedezca también el día de hoy a los consejos y estímulos que él sapientísimamente añadió conforme al tiempo» (Enc. Divino Afflante Spiritu, 30-IX-1943; 35 AAS (1943) p. 299).

No cabe, pues, hacer una distinción en el seno de la Sagrada Escritura que conceda la inerrancia a unos textos y la niegue a otros, ya sea por el contenido, por la finalidad, etc. Aludiendo a esas falsas distinciones, enseñó Pío XII: "... algunos proponen o insinúan en los ánimos muchas opiniones que disminuyen la autoridad divina de la Sagrada Escritura, pues se atreven a adulterar el sentido de las palabras con que el Concilio Vaticano I define que Dios es el autor de la Sagrada Escritura y renuevan una teoría, ya muchas veces condenada, según la cual la inerrancia de la Sagrada Escritura se extiende sólo a los textos que tratan de Dios mismo, o de religión, o de moral. Más aún; sin razón hablan de un sentido humano de la Biblia, bajo el cual se oculta el sentido divino, que es, según ellos, el solo infalible" (Enc. Humani Generis, 12-VIII-1950, Dz. 2315).

Es evidente que la inerrancia se refiere a todas las afirmaciones auténticas de los Libros Sagrados, es decir, aquellas afirmaciones contenidas en el autógrafo, que es el solo texto directamente inspirado; las copias y las versiones participan de tal prerrogativa en proporción a su conformidad con el original. Es de advertir que esta conformidad in rebus fidei et morum está garantizada para las versiones aprobadas por la Iglesia, entre las cuales goza de una especial autoridad la versión conocida como Vulgata (cfr. Conc. de Trento, sess. IV, 8-IV-1546, Decretum de vulgata editione Bibliorum et de modo interpretandi S. Scripturam, Dz. 785; Pío XII, Enc. Divino Afflante Spiritu. 30-IX-1943, AAS 35 (1943) ).

 

9. Un aspecto particular de la inerrancia es la carencia de errores en cuestiones históricas, aspecto que reviste hoy una especial importancia: la historicidad de la Sagrada Escritura es una verdad que sirve como punto de partida de toda tarea de interpretación de los Libros Sagrados, y no es, por tanto, un punto de llegada del trabajo critico. Esto es bastante ignorado en los resultados de hipótesis modernas, que más bien parecen sostener el presupuesto contrario, es decir que el onus probandi recae sobre la historicidad o el sentido literal.

Especialmente respecto a la historicidad de los Evangelios, la Tradición es fuerte y unánime, y ha sido recogida en numerosos documentos del Magisterio de la Iglesia, donde se afirma sin lugar a equívocos que estos libros inspirados reclaman con derecho la plena fe en que son verdaderamente históricos (cfr. respuestas de la PCB del 18-VI-1911; 26-VI-1912; Dz. 2148-2154; 2155-2165).

Es lo que reafirma el Concilio Vaticano II: "La Santa Madre Iglesia firme y constantemente ha creído y cree que los cuatro referidos Evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar, comunican fielmente lo que Jesús Hijo de Dios, viviendo entre los hombres hizo y enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día en que fue levantado al cielo" (Const. Dogm. Dei Verbum, n.19).

Ciertamente cuando se habla de historicidad de los Libros Sagrados no se pretende afirmar que todo cuanto se halla escrito en ellos ha sucedido históricamente, pues abundan ejemplos de alegorías, parábolas, etc., que no han de tener necesariamente una base histórica ya que su enseñanza es de otro tipo. Ahora bien, la afirmación, en un determinado Libro Sagrado, de que un pasaje no es histórico, debe ser establecida con sólidas pruebas y sin fáciles generalizaciones (cfr. Pío XII, Enc. Divino Afflante Spiritu, 30-IX-1943, Dz. 2294), y por supuesto, no puede hacerse a priori, como un expediente para desautorizar la verdad de un texto que se hace difícil de aceptar cuando falta fe.

 

10.     Otro campo donde han surgido aparentes dificultades a la inerrancia bíblica es el relativo a las ciencias físicas, naturales, etc., pues algunos relatos de los Libros Sagrados parecen estar en contradicción con la verdadera naturaleza de los fenómenos que describen. Se hace preciso recordar en estos casos que “los escritores sagrados, o mejor el Espíritu Santo, que hablaba por ellos, no quisieron enseñar a los hombres la íntima naturaleza o constitución de las cosas que se ven, puesto que en nada les habían de servir para su salvación; y así, más que intentar en sentido propio la exploración de la naturaleza, describen y tratan a veces las mismas cosas, o en sentido figurado o según la manera de hablar de aquellos tiempos” (León XIII, Enc. Providentissimus Deus, 18-XI-1893, Dz 1947).

Tanto en el caso del lenguaje figurado (uso de metáforas, comparaciones, etc., características de los libros poéticos), como en las descripciones según el modo común de hablar (generalmente destacando lo que cae bajo los sentidos), no faltan los requisitos de la verdad, con tal que dicho texto sea correctamente entendido.

De todos modos, no raras veces las aparentes contradicciones entre los relatos bíblicos y las ciencias positivas, históricas o de otro tipo, suelen surgir al dar un carácter de certeza absoluta a lo que no es más que una hipótesis científica. En el fondo, tener fe en la inspiración divina es saber que nunca podrán surgir contradicciones entre la Sagrada Escritura y las reales conquistas de la razón humana pues ambas tienen su origen en Dios: "... un mismo Dios es el creador y gobernador de todas las cosas y el autor de las Escrituras, y por tanto, nada puede deducirse de la naturaleza de las cosas ni de los monumentos de la historia que contradiga realmente a las Escrituras" (León XIII, Enc. Providentissimus Deus, 18-XI-1893, AAS 26 (1893-1894) ).

 

11. De las consideraciones que hemos ido haciendo se deducen unas consecuencias claras en lo que respecta a la actitud con que se ha de leer, meditar y estudiar la Sagrada Escritura.

 

a) Todo cristiano, tanto el fiel corriente como el teólogo o exégeta, ha de partir de la obediencia a la fe (Rom. XVI, 26) de la única Iglesia de Jesucristo, para penetrar en la Palabra de Dios escrita: fe de la Iglesia en la canonicidad, en la inspiración, la inerrancia, la historicidad, la autenticidad de la Sagrada Biblia. Fe, por tanto, en que Dios es el Autor principal de los Libros Sagrados y en que éstos contienen la verdad, sin error.

Fe que no se puede conseguir fuera de la Iglesia, ni es compatible con el error: "Hemos de tener una gran fe: estamos en la verdad, es imposible que sea falso o lleno de equívocos lo que la Iglesia, con la asistencia del Espíritu Santo, ha enseñado en veinte siglos, y ha iluminado la vida de los que nos precedieron en la fe" (Carta Fortes in Fide, 19-III-1967, n. 110).

 

b) Piedad y santidad de vida: en el crecimiento de la inteligencia de la Palabra de Dios escrita, el hombre debe disponerse por la oración a recibir las luces que nos vienen gratuitamente del Espíritu Santo. Quien lee, estudia o medita la Sagrada Escritura debe buscar en la oración asidua, en el trato con Dios,  la comprensión de esa palabra santa. No está en la mucha filología, arqueología, sociología, psicología o en cualquier otra ciencia humana el penetrar los secretos de las divinas letras, sino en la santidad de vida, y por tanto en la luz de Dios.

 

c) Humildad, que proviene del trato de oración del hombre con Dios y que hace que aprenda a andar sin cegarse ante la eximia luminosidad de la fe; sólo la piedad, además, proporciona esa connaturalidad con lo divino que no se desprende de ningún esquema racional (cfr. León XIII, Enc. Providentissimus Deus, 18-XI-1893,Dz. 1952; Pío XII. Enc. Divino Afflante Spiritu, 30-IX-l943: Dz. 2293).

Humildad y piedad que se manifestarán en el cristiano -más si se dedica a la exégesis- por la prudencia en no permitir ni admitir opiniones temerarias que estén al margen de lo que el Magisterio de la Iglesia y la Tradición han enseñado constantemente; por la firme convicción de que nunca llegará a demostrar verdades de orden sobrenatural y, por tanto, de que no se conquista sino que se acepta gozosamente todo lo que Dios ha revelado, tal y como el Magisterio de la Iglesia lo propone.

"El afán de entender moverá nuestra razón, la humildad hará que se aquiete donde no pueda entender: «Ningún cristiano, en efecto, debe disputar sobre cómo no es realmente así lo que la Iglesia católica cree con el corazón y confiesa con la boca; sino manteniendo siempre indubitablemente la misma fe y amándola y viviendo conforme a ella, buscar humildemente, en cuanto pueda, la razón de cómo es. Si logra entender, dé gracias a Dios; si no puede, 'no saque sus cuernos para impugnar'(I Mac., VII, 46) sino baje su cabeza para venerar» (San Pío X, Litt. Enc. Communium rerum, 21-IV-1909; AAS 1 (1909) p. 381). Lo he dicho muchas veces: no he visto tontos más grandes que los listos soberbios" (Carta Fortes in Fide, 19-III-1967, n. 147).

 

12. Además de esa actitud humilde de fe ante la Sagrada Escritura, quienes se dedican de modo más particular a su estudio,  y -en general- todos, en la medida en que reciben su influjo, han de tener también muy presentes otras verdades y criterios fundamentales:

 

a) Dios se nos ha revelado y esta Revelación constituye un depósito de verdades, un depósito divino, entregado a la Iglesia para su custodia: "La doctrina de la fe que Dios ha revelado, no ha sido propuesta como un hallazgo filosófico que deba ser perfeccionado por los ingenios humanos, sino entregado a la Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser fielmente guardada e infaliblemente declarada" (Conc. Vaticano I, Const. Dogm. Dei Filius, cap. 4, Dz. 1800).

La verdad revelada se conserva, transmite, ilustra y propone en la Iglesia, sirviéndose del Sagrado Magisterio: "El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita (cfr. Conc. Vaticano I, Const. Dogm. Dei Filius, c. 3), ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia (cfr. Pío XII, Enc. Humani Generis, 12-VIII-1950), que lo ejercita en nombre de Jesucristo" (Conc. Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum, n. 10).

De cuanto se lleva dicho, se desprende que cualquier interpretación de la Sagrada Escritura, si quiere estar en conformidad con la fe católica, debe hacerse necesariamente a la luz y con la guía de la Tradición y teniendo como norma próxima el Magisterio de la Iglesia, criterio que la doctrina católica recoge cuando afirma que la Iglesia es la única intérprete auténtica de los Libros Sagrados: "Es, pues, evidente que la sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, por designio sapientísimo de Dios, se traban y asocian entre sí de forma que uno no subsiste sin los otros" (Conc. Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum, n. 10).

 

b) Además, no todo el contenido de la Revelación ha sido transmitido por escrito, sino también por tradición oral. Así, el Concilio de Trento afirma que la Revelación "se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no escritas que,  transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros desde los apóstoles, quienes las recibieron o bien de labios del mismo Cristo, o bien por inspiración del Espíritu Santo" (Conc. de Trento, ses. IV, Dz. 783).

 

c) Es, por tanto, labor del exégeta -cuando no haya una interpretación auténtica del Magisterio- indagar los escritos de los Santos Padres y de los Doctores de la Iglesia, exponer sus conclusiones en continuidad con la doctrina común de aquellos; no exponer nada en contra de lo que hayan afirmado unánimemente en cosas de fe y costumbres; y todo esto dentro de la analogía de la fe: "por tanto, a nadie es lícito interpretar la misma Escritura Sagrada contra este sentido -el que sostuvo y sostiene la santa madre Iglesia-, ni tampoco contra el sentir unánime de los Padres" (Conc. Vaticano I, Const. Dogm. Dei Filius, ses. III, cap. 2 Dz. 1788).

Lógicamente el exégeta usará rectamente de los medios humanos que están a su alcance; pero si se limitara, por ejemplo, al análisis filológico e histórico de los términos de la Sagrada Escritura o de las circunstancias ambientales del hagiógrafo, no llegaría a conocer prácticamente nada de lo que son los Libros Sagrados: Palabra viva de Dios, no abarcada en su comprensión total por el mismo hagiógrafo; con un hondo y preciso sentido teológico sólo accesible a aquellos a quienes Dios mismo se lo da a conocer, e inseparable, por tanto, de la Tradición de la Iglesia y del Magisterio vivo, constante y universal (cfr. Pío XII, Enc. Divino Afflante Spiritu, 30-IX-1943, Dz. 2293; León XIII, Enc. Providentissimus Deus, 18-XI-1893, Dz. 1946).

 

d) A la hora de exponer la Sagrada Escritura, lo central del trabajo exegético es mostrar cuál es el contenido teológico de cada pasaje o libro: "Traten también con singular empeño de no exponer únicamente -cosa que con dolor vemos que se hace en algunos comentarios- las cosas que atañen a la historia, arqueología, filología y otras disciplinas por el estilo (…). La exposición exegética tienda principalmente a la parte teológica, evitando las disputas inútiles y omitiendo aquellas cosas que nutren más la curiosidad que la verdadera doctrina y piedad sólida" (Pío XII, Enc. Divino Afflante Spiritu, 30-IX-1943. Dz. 2293).

"Para llevar a cabo perfectamente todas estas cosas, (el exégeta) habrá de estar también muy versado en la teología y lleno de un grande y sincero amor a la ciencia sagrada, y no separará jamás, apoyándose exclusivamente sobre los principios críticos o literarios, su actividad exegética del conjunto de la doctrina teológica" (Inst. de la PCB sobre el modo de enseñar la Sagrada Escritura, 13-V-1950).

 

 

 

15-XI-1973

 

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