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CORRESPONDENCIA

 

Lunes, 20 de Febrero de 2023



El dilema al que se enfrenta la Obra.- Jimenez

Si no fue en la primera fue en la segunda charla de la serie que, individualmente, se me impartió inmediatamente después de escribir la carta solicitando la admisión (“recién pitado” en el argot interno). En ella se me dejaba bien clarito que, aunque de derecho la Obra figuraba como Instituto Secular, de hecho no funcionábamos como tal porque éramos laicos en medio del mundo, en contra de la naturaleza de esa figura jurídica que nos asimilaba a los religiosos. Fue la primera de las miles de veces que me martillearon con los “de iure” y los “de facto”.

Muy pocos años más tarde, 1982, el Papa concedió para el Opus Dei la figura de Prelatura Personal. El cura de nuestro centro, bajito y antipático hasta decir basta, se encargó de dar la charla explicativa de lo que representaba el cambio a Prelatura Personal. Y, oh sorpresa, el eje argumental de sus palabras era: vivencialmente nada, absolutamente nada ha cambiado. En otras palabras: importaba una higa el marco jurídico que la Iglesia determinara para la Obra, pues la vida interna de los socios, miembros, fieles o como quiera que se denominasen en cada momento, se desenvolvía según las directrices de Roma. Y no desde San Pedro, sino desde Bruno Buozzi.

Estoy siguiendo estos días con interés las diferentes argumentaciones que se dan en Opuslibros y en otros medios -aprovecho para felicitar a Antonio Moya por la iniciativa de Ágora Quántica, que sigo semanalmente por Youtube- en torno al inédito Congreso Extraordinario que celebrará la Obra en abril del que debe emanar el cambio de estatutos. Muchos nos preguntamos cómo se las compondrá la Obra para articular la (imposible) pertenencia de los laicos a una estructura exclusivamente clerical como es una Prelatura Personal.

Aunque me fascina ese asunto, después de darle algunas vueltas creo que ese no es el principal dilema al que se enfrenta el Opus Dei. Las dos vías, a escoger, que se le presentan ante nuestra institución favorita son tan sencillas como contundentes: 1.- Ser honrados con la Iglesia y con sus propios miembros; o 2.- Continuar no siendo honrados. Y cuando digo honrados me refiero a acatar punto por punto y de una vez por todas lo que se defina jurídicamente para ellos, arrojando a la papelera cualquier práctica que se oponga a ello -por mucho que sea “fundacional”-. Sin jeribeques ni reservas mentales.

Dicho de otro modo: que si en el Congreso Extraordinario, con la aprobación del Vaticano, se define que los laicos -en una asociación aparte aunque unida a la Prelatura, no veo otro modo- son cristianos en medio del mundo, que sean laicos realmente y con todas la consecuencias, eliminando la Regla (documentos internos, directrices, notas, costumbres y criterios que tantas veces pervierten lo establecido en los estatutos) que los convierte en religiosos encubiertos. En definitiva, acatar y hacer vida lo que apruebe el Vaticano, sin el aroma de doblez que emana de aquello del “conceder sin ceder con ánimo de recuperar” al que se acogieron cuando alguna imposición papal no les gustó.

Mucho me temo, y perdón por mi duda, que el cambio estatutario será tan brillante hacia el exterior (son unos artistas en eso) como papel mojado en la vida “en casa”. A los hechos me remito. Ni cuando fue Instituto Secular se vivió como tal (los célebres “iure” y “facto”) ni cuando ha sido Prelatura Personal se adaptó a tal figura (el “nada ha cambiado” del antipatiquísimo cura). A no ser que se decidan, como digo, por la honradez. ¿Serán capaces?

Jimenez




 

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