FROMM, Erich
The art of
loving
(cast: El arte de amar,
Ed. Paidos, Buenos Aires, trad. Noemí Rosenblatt, 128 pp.)
A) RESUMEN
I. ¿Es el amor un arte? (pp. 1-18).
En el primer capítulo, encabezado por el título ¿Es el amor un
arte?, Fromm parte de la tesis de que el amor no es una cuestión confiada
al azar, sino que requiere conocimiento y esfuerzo. Sin embargo —señala—, casi
nadie piensa que deba aprenderse algo acerca del amor.
La causa de este error es triple. En primer lugar, porque se considera
el amor en su acepción pasiva de ser amado, en vez de en su significación
activa de amar: hombres y mujeres, a través de distintas vías y métodos,
procurarán ser amados aumentando su atractivo personal, mediante una
mezcla de popularidad y sex-appeal. En segundo lugar, porque "la
gente cree que amar es sencillo y lo difícil es encontrar un objeto
apropiado para amar —o para ser amado por él—" (p. 14). Tal actitud,
fundamentada en razones sociológicas que han llevado a la generalización del
amor romántico o del encuentro afortunado, acrecienta "enormemente la
importancia del objeto frente a la de la función" (p. 14). En
tercer lugar, por la confusión que existe "entre la experiencia inicial de
enamorarse y la situación permanente de estar enamorado o, mejor
dicho, de permanecer enamorado" (p. 16). La experiencia demuestra —en opinión
de Fromm— que son dos estados distintos: en muchas personas, al sentimiento
inicial de euforia y exaltación —por naturaleza poco duradero—, sigue el
aburrimiento mutuo, la desilusión y el antagonismo.
Con el fin de proponer remedios a ese fracaso amoroso generalizado, el
autor analiza el contenido del amor. Lo primero que debe tenerse en cuenta
—siempre según Fromm— es que el amor pertenece al ámbito de las artes y, por
eso, requiere ser aprendido como se hace con la música, la pintura, la carpintería
o el arte de la medicina, cuyo aprendizaje incluye aspectos teóricos y
prácticos.
II. La teoría del amor (pp. 18-83).
1. La respuesta al problema de la existencia
humana (p. 18 a 45).
El hecho esencial de la existencia humana —dice Fromm— consiste en haber
emergido del reino animal, en donde se da una adaptación instintiva. "Una
vez arrojado del paraíso —un estado de unidad original con la naturaleza—
querubines con espadas flameantes le impiden el paso si trata de regresar"
(p. l8). Arrojado de un estado máximamente definido —el de los instintos—, el
hombre se encuentra en una situación incierta.
Pero, a la vez, es consciente de sí mismo, consciente de ser una entidad
separada, de su soledad y desvalimiento frente a la naturaleza y a la sociedad.
Esa existencia separada y desunida constituye —según Fromm— una insoportable
prisión de la que intentará por todos los medios liberarse. La conciencia de
separación, además de ser fuente de una intensa angustia, produce vergüenza y
sentimiento de culpa. "El relato bíblico de Adán y Eva expresa esa
experiencia de culpa y vergüenza en la separatidad (...) después de haberse
vuelto humanos al emanciparse de la originaria armonía animal con la
naturaleza, es decir, después de su nacimiento como seres humanos, vieron «que
estaban desnudos y tuvieron vergüenza»" (p. 19). Este es —en opinión del
autor— el problema esencial del hombre en todas las edades y culturas, desde el
hombre de las cavernas hasta el empleado y el obrero moderno: la necesidad de
lograr la unión y trascender así la propia vida individual. Ciertamente —añade—
el niño pequeño no experimenta su separación porque su madre está siempre
presente y su razón es una con la naturaleza. Pero, en la medida en que la
razón humana se libera de tales vínculos primarios, se va tornando más intensa
la necesidad de encontrar nuevas formas de salir de ese estado.
A continuación, Fromm pasa revista a algunos modos de alcanzar ese
objetivo: a) la búsqueda de estados orgiásticos; b) la unión con el grupo, con
el consiguiente conformismo gregario profundamente homogeneizador; c) la
actividad creadora; d) el deseo de fusión interpersonal a través del amor.
a) El estado orgiástico es —según Fromm— un trance autoinducido, a
veces con ayuda del alcohol o de las drogas, en el que se experimenta una
exaltación vital máxima y la ausencia de separación respecto al mundo exterior.
Tres notas caracterizan los estados orgiásticos: son intensos, incluso
violentos; ocurren en la personalidad total (mente y cuerpo), y son
transitorios y periódicos. "En estrecha relación con la solución
orgiástica, y frecuentemente unida a ella, está la experiencia sexual. El
orgasmo sexual puede producir un estado similar al provocado por un trance o a
los efectos de ciertas drogas" (p. 22). En culturas no orgiásticas, el
alcohol y las drogas son modos de escapar de la separación pero, una vez
concluida esa experiencia, las personas se sienten aún más aisladas, lo que les
impulsa a reiterarlas con frecuencia e intensidad crecientes. "La solución
orgiástica sexual presenta leves diferencias. En cierta medida, constituye una
forma natural y normal de superar la separación, y una solución parcial al
problema del aislamiento. Pero en muchos individuos que no pueden aliviar de
otras maneras el estado de separación, la búsqueda del orgasmo sexual asume un
carácter que lo asemeja bastante al alcoholismo o a la afición a las drogas
(...) puesto que el acto sexual sin amor nunca elimina el abismo que existe
entre dos seres humanos" (p. 22).
b) En la sociedad occidental, la unión del individuo con el grupo
constituye la forma predominante de superar el estado de separación: "si
soy como todos los demás, si no tengo sentimientos o pensamientos que me hagan
diferente, si me adapto en las costumbres, las ropas, las ideas, al patrón del
grupo, estoy salvado; salvado de la terrible experiencia de la soledad"
(p. 23). Esta nueva forma de búsqueda de unidad se caracteriza por la falta de
intensidad y de violencia y, sobre todo, por la estabilidad. Sin embargo,
"la frecuencia del alcoholismo, la afición a las drogas, la sexualidad
compulsiva y el suicidio en la sociedad occidental contemporánea constituyen
los síntomas de ese fracaso relativo de la conformidad tipo rebaño" (p.
26).
c) El tercer modo consiste en la actividad creadora, sea la del
artista o la del artesano, en la que el hombre se une al mundo. Pero esto sólo
es válido —matiza Fromm— en el trabajo productivo, porque de algún modo el
hombre se ve y se objetiva en lo producido. La unión no se logra, en cambio,
cuando el trabajador se convierte en un apéndice de la máquina o en un
insignificante engranaje de la organización laboral.
d) Tras analizar esas tres tentativas de lograr la unidad, Fromm
concluye que ninguna de ellas es satisfactoria por constituir meras respuestas
parciales al problema de la existencia: "la unidad alcanzada por medio del
trabajo productivo no es interpersonal; lo que se logra en la fusión orgiástica
es transitorio, la proporcionada por la conformidad es sólo pseudounidad. La
solución está en la unión interpersonal, la fusión con otra persona, en el
amor" (p. 27). Este es —a su parecer— el deseo más poderoso en el hombre,
la pasión más fundamental, la fuerza que sostiene a la raza humana y a la
sociedad. Ahora bien: la fusión amorosa puede lograrse de diversos modos,
algunos de los cuales no merecen el nombre de amor. Fromm distingue entre
formas maduras de amor y formas inmaduras, a las que también denomina uniones
simbióticas. "La unión simbiótica tiene su patrón biológico en la
relación entre la madre embarazada y el feto. Son dos y, sin embargo, uno solo.
Viven juntos, se necesitan mutuamente (...). En la unión simbiótica psíquica,
los dos cuerpos son independientes, pero psicológicamente existe el mismo tipo
de relación" (p. 28). La forma pasiva de la unión simbiótica para Fromm es
la sumisión —o en términos psiquiátricos, masoquismo—, y la forma activa es la
dominación o sadismo. El masoquista escapa al sentimiento de aislamiento
convirtiéndose en una parte de otra persona, que la dirige, la guía, la
protege: el otro es el todo, y él, la nada. El sádico, en cambio, hace del otro
individuo una parte de sí mismo: la persona se acrecienta y realza al
incorporar al otro que lo adora. El sadismo y el masoquismo son correlativos:
uno domina, explota, lastima y humilla; el otro es dominado, explotado,
lastimado y humillado. Aunque en un sentido realista la diferencia sea
considerable, "en un sentido emocional profundo, la diferencia no es mayor
que lo que ambas tienen en común: la fusión sin integridad" (p. 29). En
contraste con la unión simbiótica, "el amor maduro significa unión a
condición de preservar la propia integridad, la propia individualidad. El amor
es un poder activo en el hombre; un poder que atraviesa las barreras que
separan al hombre de sus semejantes y lo une a los demás; el amor lo capacita
para superar su sentimiento de aislamiento y separatidad, y no obstante le
permite ser él mismo, mantener su integridad. En el amor se da la paradoja de
dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos" (p.
30).
Dando un ulterior paso, Fromm intenta mostrar el amor como actividad.
Toma de Spinoza la distinción entre afectos activos y pasivos —acciones
y pasiones—: en el ejercicio de los primeros el hombre es libre y los
domina; en los segundos, en cambio, es impulsado por motivaciones
inconscientes. "La envidia, los celos, la ambición, todo tipo de avidez,
son pasiones; el amor es una acción, la práctica de un poder humano, que sólo
puede realizarse en la libertad y jamás como resultado de una compulsión (...).
El amor es una actividad, no un afecto pasivo; es un estar continuado,
no un súbito arranque. En el sentido más general, puede describirse el
carácter activo del amor afirmando que amar es dar, no recibir" (p. 31).
Contra la idea habitual de que dar signifique privarse de algo,
sacrificarse, nuestro autor afirma taxativamente que dar no tiene
sentido alguno de renuncia. El significado de privación —añade— se lo ha dado
gente cuya orientación fundamental no es productiva: vive el dar como un
empobrecimiento y hace del dar una virtud, un sacrificio; en cambio,
"para el carácter productivo, dar posee un significado totalmente
distinto: constituye la más alta expresión de potencia. En el mismo acto de dar, experimento mi
fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas
me llenan de dicha. Me experimento a mí mismo como desbordante, pródigo, vivo,
y, por tanto, dichoso. Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una
privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi
vitalidad" (p. 32).
"Además de en la donación, el carácter activo del amor se
manifiesta también en ciertos elementos básicos, comunes a todas las formas del
amor: el cuidado, la responsabilidad, el respeto y el conocimiento"
(p. 34). El cuidado es la preocupación activa por la vida y el
crecimiento de lo que amamos. Fromm cita el libro de Jonás para ilustrar este
aspecto del amor: el profeta quería para los habitantes de Nínive justicia, no
misericordia, pero "Dios le explica a Jonás que la esencia del amor es trabajar
por algo y hacer crecer, que el amor y el trabajo son inseparables. Se
ama aquello por lo que se trabaja, y se trabaja por lo que se ama" (p.
35). Con la palabra responsabilidad no se alude a algo impuesto desde el
exterior como un deber, sino al acto enteramente voluntario de responder a las
necesidades de otro ser humano. Jonás no se sentía responsable ante los
habitantes de Nínive, como tampoco Caín. En cambio, la persona que ama,
responde. Esa responsabilidad —según Fromm— degeneraría en dominación y
posesividad si no fuese por el tercer componente del amor: el respeto,
que no es temor ni sumisa reverencia, sino capacidad de ver (respicere,
'mirar') a una persona tal cual es y tener conciencia de su individualidad, es
decir, desear "que la persona amada crezca y se desarrolle por sí misma,
en la forma que le es propia, y no para servirme" (p. 36), pues el respeto
a una persona exige conocerla. Junto a la necesidad de fundirse con la otra
persona y superar la separación hay un anhelo profundo por conocer el secreto
de la otra persona. "El amor es la penetración activa en la otra persona,
en que la unión satisface mi deseo de conocer. En el acto de amar, de
entregarse, en el acto de penetrar en la otra persona, me encuentro a mí mismo,
me descubro, nos descubre a ambos, descubro al hombre" (pp. 38-39).
"La única forma de alcanzar el conocimiento total consiste en el acto
de amar: ese acto trasciende el pensamiento, trasciende las palabras. Es una
zambullida temeraria en la experiencia de la unión" (p. 39).
La vía del amor que permite descubrir al hombre es semejante —según
Fromm— a la que los místicos emplean para alcanzar a Dios. En el misticismo se
deja de lado el intento de conocer a Dios por medio del pensamiento, y se lo
reemplaza por la experiencia de la unión con Dios, "en la que ya no hay
lugar para el conocimiento acerca de Dios, ni tal conocimiento es
necesario" (p. 40). Fromm dirá que la experiencia de unión con el hombre o
con Dios no es en modo alguno irracional, sino que —como ha señalado A.
Schweitzer— es la consecuencia del racionalismo, su consecuencia más audaz y
radical: "es el conocimiento de que nunca captaremos el secreto del hombre
y del universo, pero que podemos conocerlos, sin embargo, en el acto de amar,
la psicología como ciencia tiene limitaciones, y así como la consecuencia
lógica de la teología es el misticismo, así la consecuencia última de la
psicología es el amor" (p. 40).
Después de referirse al amor como forma de superar la separación
humana y como realización del anhelo de unión, Fromm analiza otra necesidad
existencial de unión más específica y de orden biológico: el deseo de unión
entre los polos masculino y femenino. La polaridad sexual, que lleva al hombre
a buscar la unión con el otro sexo, se da también en la naturaleza a través de
dos funciones fundamentales, la de recibir y la de penetrar: "es la
polaridad de la tierra y la lluvia, del río y el océano, de la noche y el día,
de la oscuridad y la luz, de la materia y del espíritu" (p. 41). Pero,
además, dentro de cada hombre y cada mujer existe también una polaridad entre
los principios masculino y femenino. Nuestro autor reprocha a Freud su
materialismo fisiológico que le lleva a considerar el amor como sublimación del
instinto sexual. "Lo que Freud paradójicamente no tiene en cuenta es el
aspecto psico-biológico de la sexualidad, la polaridad masculino-femenina, y el
deseo de resolver la polaridad por medio de la unión" (p. 43). Según
Fromm, la atracción erótica no se manifiesta únicamente en la atracción sexual,
sino también en la atracción que experimenta el carácter masculino por el
femenino y viceversa. "Puede definirse el carácter masculino diciendo que
posee las cualidades de penetración, conducción, actividad, disciplina y
aventura; el carácter femenino, las
cualidades de receptividad productora, protección, realismo, resistencia,
maternalidad (p. 44). Cuando los rasgos masculinos están debilitados, se
procura compensar esa indeterminación caracteriológica con el donjuanismo:
el hombre siente la necesidad de demostrar su masculinidad mediante proezas en
el terreno sexual. Si la parálisis es más intensa, el sustitutivo perverso de
la masculinidad es el sadismo; mientras que el debilitamiento o perversión de la sexualidad femenina se transforma en
masoquismo o posesividad.
De todas formas, Fromm no critica la acentuación excesiva que la
sexualidad cobra en las teorías freudianas, sino el fracaso de éstas para
comprender la sexualidad esencialmente: "es necesario corregir y
profundizar el concepto freudiano, trasladando las concepciones de Freud de la
dimensión fisiológica a la biológica y existencial" (p. 45).
2. El amor entre padres e hijos (pp. 45-51).
A continuación analiza el influjo que el amor materno y paterno llevan
a cabo en la configuración de la actitud psíquica de la persona respecto al
amor. La experiencia de ser amado por la madre es —en opinión de Fromm—
absolutamente pasiva. El amor de ella es incondicional y nada hay que hacer
para merecerlo. Antes de los 8 años, el niño responde con gratitud y alegría al
amor que se le brinda. A partir de esa edad, intentará ser amado por lo que es;
aparece así el deseo de producir amor por medio de la propia actividad. Muchos
años transcurrirán desde este primer comienzo de superación del egocentrismo
hasta la madurez del amor, cuando se comprende que amar es más importante que
ser amado y se "siente la potencia de producir amor —antes que la
dependencia de recibir siendo amado— para lo cual debe ser pequeño, indefenso,
enfermo o bueno. El amor infantil sigue el principio: amo porque me
aman. El amor maduro obedece al principio: me aman porque amo. El
amor inmaduro dice: te amo porque te necesito. El amor maduro dice: te
necesito porque te amo" (p. 47).
En el proceso de madurez amorosa, la figura del padre desempeña un
papel primordial. Frente al amor incondicional de la madre, el amor paterno
depende del cumplimiento de ciertas expectativas: debe ganarse y es susceptible
de perderse. Las actitudes del padre y de la madre se complementan: la madre
proporciona seguridad y felicidad al niño; el padre, la solución de los
problemas planteados por el mundo y la sociedad. La persona alcanza la madurez
cuando interioriza la figura del padre y de la madre: "si un individuo
conservara sólo la conciencia paterna, se tornaría áspero e inhumano. Si
tuviera únicamente la conciencia materna, podría perder su criterio y
obstaculizar su propio desarrollo o el de los demás. En esa evolución de la
relación centrada en la madre a la centrada en el padre, y su eventual
síntesis, se encuentra la base de la salud mental y el logro de la madurez. El
fracaso de dicho desarrollo constituye la causa básica de la neurosis" (p.
50).
En opinión de Fromm, las neurosis tiene su origen en una madre
amorosa, pero demasiado indulgente o dominadora, y un padre débil e
indiferente. Permanecer fijado a una temprana relación con la madre convierte a
la persona en dependiente, receptiva y fácilmente vulnerable, necesitada de
cuidado y protección constantes: en los demás —ya sea en mujeres o en hombres
con autoridad— busca la seguridad que le falta. Si, por el contrario, se exalta
la función paterna, el niño se transformará en una persona enteramente
entregada a los principios de la ley, el orden y la autoridad, con deficiencias
en su capacidad de esperar o recibir un amor incondicional. "Lo
característico de todos esos desarrollos neuróticos es el hecho de que el
principio, el paterno o el materno, no alcanzan a desarrollarse, o bien —como
ocurre en muchas neurosis serias— que los papeles de la madre y del padre se
tornan confusos tanto en lo relativo a las personas exteriores como a dichos
papeles dentro de la persona. Un examen
más profundo puede mostrar que ciertos tipos de neurosis, las obsesivas, por
ejemplo, se desarrollan especialmente sobre la base de un apego unilateral al
padre, mientras que otras, como la histeria, el alcoholismo, la incapacidad de
autoafirmarse y de enfrentar la vida en forma realista, y las depresiones, son
el resultado de una relación centrada en
la madre" (p. 51).
3. Los objetos amorosos (pp. 52 a 83).
Fromm insiste en que el amor no es esencialmente una relación con una
persona específica; "es una actitud, una orientación del carácter que
determina el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad, no
como un objeto amoroso" (p. 52), pues el amor no está constituido
por el objeto sino por el ejercicio de la facultad; es una actividad, un poder
del alma. "Decir que el amor es una orientación que se refiere a todos y
no a uno no implica, empero, la idea de que no hay diferencias entre los
diversos tipos de amor, que dependen de la clase de objeto que se ama" (p.
52). Establecido esto, analizará sucesivamente cinco tipos de amores: fraterno,
materno, erótico, amor a sí mismo y amor a Dios.
a) El amor fraterno
El amor fraterno es —según Fromm— el amor a todos los seres humanos;
"se caracteriza por su falta de exclusividad" (p. 53). Se basa en la
identidad de la esencia humana, común a todos los hombres. Si penetramos en el
núcleo de la personalidad de los demás —añade—, inmediatamente percibimos
nuestra identidad y surge la hermandad. Este amor "sólo comienza a
desarrollarse cuando amamos a quienes no necesitamos para nuestros fines
personales" (p. 54). A esta clase de amor se refiere la Biblia cuando
dice: ama a tu prójimo como a ti mismo.
b) El amor materno
A la afirmación incondicional de la vida de los demás hombres, el amor
materno añade algo que va más allá de la mera conservación: "es la actitud
que inculca en el niño el amor a la vida, que crea en él el sentimiento: ¡es
bueno estar vivo, es bueno ser una criatura, es bueno estar sobre esta tierra!
Esos dos aspectos del amor materno se expresan muy sucintamente en el relato
bíblico de la creación" (p. 54). Fromm alude a la expresión bíblica Dios
vio que era bueno. El amor materno, en un segundo momento, hace sentir al
niño que es una suerte el haber nacido. Para explicar esto, Fromm recurre a
otro símbolo bíblico: "la tierra prometida (la tierra es siempre un
símbolo materno), se describe como plena de leche y miel". La leche es el
símbolo del primer aspecto del amor, el de cuidado y el de la afirmación. La
miel simboliza la dulzura de la vida, el amor por ella y la felicidad de estar
vivo. La mayoría de las madres son capaces de dar leche, pero sólo unas
pocas pueden dar miel también" (p. 55). Para esto último se
requiere que la madre sea una persona feliz. De ahí que sea posible distinguir
en los niños —y en los adultos— entre los que sólo recibieron leche y los que
además recibieron miel.
En contraste con el amor fraternal y el erótico, que se dan entre
iguales, éste amor está marcado por su carácter de desigualdad: el niño
necesita toda la ayuda y la madre se la proporciona. El tenor altruista y
generoso del amor materno ha llevado a considerarlo la forma más elevada de
amor y el más sagrado de todos los vínculos emocionales. Los peligros son la
existencia de un posible elemento narcisista (la madre ama al niño por considerarlo
una parte suya) y de deseo o posesión por parte de la madre. Sin embargo, esas
motivaciones no son tan universales como la necesidad de trascendencia:
"ella se trasciende en el niño; su amor por él da sentido y significación
a su vida" (p. 56). El varón, imposibilitado de trascenderse por esta vía,
lo intentará a través de la creación y las ideas.
La madurez del amor materno lleva a desear que el niño se separe de
ella. Aquí radica la diferencia básica con respecto al amor erótico. En éste,
dos seres que estaban separados se convierten en uno solo; en aquel, dos seres
que estaban unidos se separan. Por eso, el amor materno "requiere
generosidad y capacidad de dar todo sin desear nada salvo la felicidad del ser
amado" (p. 57).
c) El amor erótico
En contraste con los otros dos amores, el erótico es un anhelo de
fusión completa con una persona. En opinión de Fromm es exclusivo y "la
forma de amor más engañosa que existe", porque se lo confunde fácilmente
con la experiencia explosiva de enamorarse, con el súbito derrumbe de las
barreras que existían hasta ese momento entre dos desconocidos. Esa separación
que se ha superado es de índole física, y la intimidad que se establece es
principalmente a través del contacto sexual. "La intimidad de este tipo tiende
a disminuir cada vez más a medida que transcurre el tiempo. El resultado es que
se trata de encontrar amor en la relación con otra persona, con un nuevo
desconocido" (p. 59). Se vuelve a repetir el ciclo: el mantenimiento de
tales ilusiones proviene del carácter engañoso del deseo sexual.
El error que está en la base —según Fromm— estriba en unir el deseo
sexual con la idea de amor, no percatándose de que se trata de realidades
diversas. "El amor puede inspirar el deseo de la unión sexual; en tal
caso, la relación física hállase libre de avidez, del deseo de conquistar o ser
conquistado, pero está fundido con la ternura. Si el deseo de unión física no
está estimulado por el amor, si el amor erótico no es a la vez fraterno, jamás
conduce a la unión salvo en el sentido orgiástico y transitorio." (p. 59).
Por eso reprocha a Freud la consideración de la ternura como mera y simple
sublimación del instinto sexual, cuando en realidad es un afecto distinto del
amor erótico, que se puede dar tanto en formas físicas como no físicas del
amor. Asimismo, Fromm arremete contra el amor erótico exclusivista. Se trataría
de un egoísmo a deux en donde se daría la vivencia de superar la
separación pero, puesto que los dos están separados del resto de la humanidad,
esa experiencia de unión no sería más que una ilusión. "El amor erótico es
exclusivo, pero ama en la otra persona a toda la humanidad, a todo lo que
vive" ( p. 60).
A continuación Fromm trata de la disyuntiva entre la concepción
tradicional del amor erótico —como acto de la voluntad— y la concepción
contemporánea que lo funda en el sentimiento. No toma partido ni por una ni por
otra parte; se limita simplemente —según él— a corregir los excesos de ambos
planteamientos. La postura tradicional se basa en una premisa verdadera:
"el amor debe ser esencialmente un acto de la voluntad, de decisión de
dedicar toda nuestra vida a la de la otra persona. Ese es, sin duda, el
razonamiento que sustenta la idea de la indisolubilidad del matrimonio, así
como las muchas formas de matrimonio tradicional" (p. 60). Lógicamente
—según Fromm— tal planteamiento para la mentalidad contemporánea es
inadmisible, pues se considera que el amor es la irrupción espontánea y
emocional de un sentimiento irresistible entre dos individuos implicados. El autor
critica esa postura: "se pasa así por alto un importante factor del amor
erótico, el de la voluntad. Amar
a alguien no es meramente un sentimiento poderoso, es una decisión, es un
juicio, es una promesa. Si el amor no fuera más que un sentimiento, no existirían
bases para las promesas de amarse eternamente. Un sentimiento comienza y puede
desaparecer" (p. 61).
Fromm propone una solución ecléctica: "ambos puntos de vista,
entonces, el del amor erótico como una atracción completamente individual,
única entre dos personas específicas, y el de que el amor erótico no es otra
cosa que un acto de la voluntad, son verdaderos o, como sería quizás más
exacto, la verdad no es lo uno ni lo otro. De ahí que la idea de una relación
que pueda disolverse fácilmente si no resulta exitosa es tan errónea como la
idea de que tal relación no debe disolverse bajo ninguna circunstancia"
(p. 61).
d) El amor a sí mismo
Se pronuncia en contra de lo que él llama creencia común de que
amar a los demás es virtud y amarse a sí mismo pecado. La errada opinión que
identifica el amor a sí mismo con el egoísmo, se remontaría —según él— a los
inicios del pensamiento occidental, consolidándose después con Calvino, que lo
califica como peste, hasta llegar a Freud, para quien se identifica con el
narcisismo o la vuelta de la libido hacia el propio ser. Sin embargo, como el
amor —en opinión de Fromm— es una actitud idéntica hacia todos los objetos,
incluye al propio yo: "si es una virtud amar al prójimo como a uno mismo,
debe serlo también —y no es un vicio— que me ame a mí mismo, puesto que también
yo soy un ser humano (...). El amor a sí mismo está inseparablemente ligado al
amor a cualquier otro ser" (p. 63); no es excluyente ni alternativo sino
conjuntivo. Por lo tanto, el egoísmo y el amor a sí mismo, lejos de ser
idénticos, son realmente opuestos. "El individuo egoísta no se ama
demasiado, sino muy poco (...). Tal falta de cariño y cuidado por sí mismo, que
no es sino la expresión de su falta de productividad, lo deja vacío y frustrado"
(p. 65). En definitiva, el egoísta es incapaz de amar a los demás porque
tampoco sabe amarse a sí mismo.
Se daría así un paralelismo entre el egoísmo y la ávida preocupación
por los demás, presente, por ejemplo, en la madre sobreprotectora. Sus cuidados
exagerados no proceden de un amor excesivo al niño, sino de que debe compensar
su incapacidad para amarlo. En la práctica clínica, la generosidad
neurótica constituye un síntoma en personas acosadas por depresiones, fatigas y
otras afecciones, que no ven en esa generosidad precisamente un indicio
patológico, sino un rasgo caractereológico redentor del que se enorgullecen. La
labor analítica mostrará que esa fachada de generosidad oculta un egocentrismo
sutil que incapacita para amar y disfrutar de la vida. Los niños que padecen
esta sobreprotección están —en opinión del autor— angustiados, tensos,
temerosos de la desaprobación de la madre y ansiosos de responder a sus
expectativas. "Se los coloca bajo la obligación de no desilusionarla; se
les enseña, bajo la máscara de la virtud, a no gustar de la vida" (p. 66).
Sólo una madre que se ama a sí misma puede irradiar felicidad, amor y alegría.
Fromm cita a Meister Eckhart, en quien encuentra quizás la principal fuente de
inspiración para esta concepción del amor: "si te amas a ti mismo, amas a
todos los demás como a ti mismo. Mientras ames a otra persona menos que a ti
mismo, no lograrás realmente amarte, pero si amas a todos por igual,
incluyéndote a ti, los amarás como una sola persona y esa persona es a la vez
Dios y el hombre. Así, pues, es una persona grande y virtuosa la que amándose a
sí misma, ama igualmente a todos los demás".
e) El amor a Dios
En Fromm, el significado de Dios se identifica con el de bien más
deseable para una determinada persona. Por eso comienza este apartado con un
"análisis de la estructura caractereológica de la persona que adora a
Dios" (p. 67). Las religiones primitivas nacen del deseo del hombre por
retornar al reino natural, en un intento de recuperar la unidad perdida. El hombre
primitivo adora a un totem o a un animal como Dios. Posteriormente el
hombre adorará al producto de sus manos: es la etapa de ídolos hechos de
arcilla, plata u oro. En un momento ulterior, cuando el hombre sea más
consciente de sí mismo y descubra su dignidad, otorgará a los dioses forma
humana. Fromm, siguiendo los estudios de Bachofen y Morgan, sostiene que en esa
etapa antropomórfica se produce una evolución, desde la fase matriarcal a la
patriarcal. Sin embargo —añade—, la única que conocemos plenamente sin necesidad
de inferencias reconstructivas, es la fase patriarcal.
Mientras que la religión matriarcal se basa en la igualdad (ante la
madre todos sus hijos son iguales y dignos de protección), la patriarcal se
funda en la diferencia del amor paterno respecto a sus hijos, de acuerdo con
exigencias, principios y leyes: se prefiere al hijo que más se asemeja al padre
en virtud de su obediencia y de su capacidad para sucederle como heredero de
sus posesiones. A pesar de que en la religión patriarcal predomina la figura
del padre, la presencia de la madre amante no es expulsada de modo completo:
"en la religión judía, los aspectos maternos de Dios vuelven a
introducirse, en especial en las diversas corrientes místicas. En la religión
católica, la Iglesia y la Virgen simbolizan a la madre. Ni siquiera en el
protestantismo permanece oculta" (p. 70). En opinión de Fromm, la doctrina
luterana se halla marcada por un fuerte sello patriarcal, pero la consideración
de la propia impotencia, del desvalimiento y de la confianza en la sola fe,
introducen subrepticiamente un elemento matriarcal.
En la religión patriarcal se produce pues una evolución: desde el Dios
despótico y celoso que considera al hombre como su propiedad y sobre el cual
tiene derecho a hacer cuanto quiera (Fromm menciona la expulsión del paraíso,
el momento en que Dios decide destruir la raza humana a través del diluvio o
cuando ordena a Abraham que mate a su único hijo), pasando por la etapa en que
Dios establece la alianza con el pueblo escogido, hasta la fase en que Dios
deja de ser "la figura de un padre y se convierte en el símbolo de sus
principios, los de justicia, verdad y amor. Dios es verdad, Dios es
justicia. En ese desarrollo, Dios deja de ser una persona, un hombre, un padre;
se convierte en el símbolo del principio de unidad subyacente a la
multiplicidad de los fenómenos" (p. 72). Por esta razón —concluye Fromm—,
Dios no puede tener un nombre, pues un nombre siempre denota una cosa, o una
persona, o algo finito. Este cambio notable se pone de manifiesto en el relato
bíblico, cuando Moisés insiste en que los judíos no le creerán como enviado de
Dios, a menos que pueda decirles su nombre. "Dios hace una concesión. Dice
a Moisés que su nombre es Yo soy el que soy (...). La traducción más
adecuada de la frase sería: diles que mi nombre es sinnombre. La
prohibición de hacer imágenes de Dios, de pronunciar su nombre en vano y,
eventualmente, de pronunciar su nombre en absoluto, apunta a la misma
finalidad, la de liberar al hombre de la idea de que Dios es un padre, una
persona" (p. 72).
Sin embargo —en opinión del autor— "la mayoría de la gente no ha
superado en su evolución personal la etapa infantil, y de ahí que su fe en Dios
signifique creer en un padre protector: una ilusión infantil. Esta sigue siendo
la forma predominante, a pesar del hecho de que algunos grandes maestros de la
raza humana y un pequeño número de hombres hayan superado ese concepto de la
religión" (p. 73). Siempre según Fromm, la madurez se alcanza cuando la
persona no sabe nada acerca de Dios, y la realidad de Dios se reduce a un
símbolo de lo que el hombre anhela —verdad, justicia, amor—, permitiéndole el
pleno desarrollo de los poderes humanos, en especial de su capacidad de amar.
Después de señalar cuál es la persona verdaderamente monoteísta y verdaderamente
religiosa, nuestro autor aclara que él personalmente no es teísta y que su
concepto de Dios es sólo un concepto históricamente condicionado, en el que el
hombre ha expresado la experiencia de sus poderes superiores, su anhelo de
verdad y de unidad. "Pero creo también —añade— que las consecuencias de un
monoteísmo estricto y la preocupación fundamental no-teísta por la realidad
espiritual son dos puntos de vista que, aunque diferentes, no se contradicen
necesariamente" (p. 75).
En la última parte del capítulo dedicado al amor de Dios, Fromm
distingue entre la actitud religiosa de Oriente (China e India) y la
occidental. La diferencia estribaría en el tipo de lógica empleado: mientras
Occidente se atiene a la lógica aristotélica de los primeros principios
(identidad, no contradicción y tercio excluso), Oriente aplica una lógica
paradójica, opuesta a la aristotélica. La lógica paradójica predominó en el
pensamiento chino e indio, en la filosofía de Heráclito y, posteriormente, en
la dialéctica de Hegel y Marx. En apoyo de esa tesis, cita sentencias de Lao
Tse, de Chuang-tzu ("lo que es uno es uno. Aquello que es no-uno, también
es uno"), de Heráclito (referidas a la armonía de tensiones opuestas y a
su conocida imagen del río), del taoísmo chino ("el Tao en su curso
regular no hace nada y, por lo tanto, no hay nada que no haga") y
abundantes fragmentos de la filosofía brahmánica hindú. Tanto la filosofía
china como la hindú rechazan el planteamiento dualista y sostienen una
oposición sucesiva y complementaria, tras haber llegado a la conclusión de que
la oposición es una categoría de la mente humana y no un elemento de la
realidad.
Fromm establece la diferencia entre la lógica aristotélica —de la que
prácticamente no habla— y la paradójica, con el fin de preparar el terreno para
descubrir una nota esencial del concepto de amor a Dios. Los maestros de la
lógica paradójica afirman que el hombre percibe la realidad sólo a través de
las contradicciones, por lo que no debe aspirar a descubrir la realidad
esencial mediante el pensamiento, sino mediante un acto de unidad. El
amor a Dios no se identificará, por tanto, con el conocimiento de Dios a través
del pensamiento, sino a través de la experiencia de la unión con Dios. En
consecuencia —concluye—, lo único decisivo es la forma correcta de vivir:
"tanto en el brahmanismo como en el budismo y en el taoísmo, la finalidad
fundamental de la religión no es la creencia correcta, sino la acción correcta.
Lo mismo ocurre con la religión judía (...). La diferencia entre fariseos y
saduceos se produjo esencialmente entre dos clases sociales opuestas (...). En
la historia moderna, el mismo principio se expresa en el pensamiento de
Spinoza, Marx y Freud" (p. 80).
Al privilegiar la acción sobre el pensamiento, la lógica paradójica
produjo —según nuestro autor— una serie de consecuencias: en primer lugar, dio
origen a la tolerancia que encontramos en el desarrollo religioso de
India y de China. "En segundo lugar, el punto de vista paradójico llevó a
dar más importancia al hombre en transformación que al dogma, por
una parte, y a la ciencia, por otra. Desde el punto de vista chino,
indio y místico, la tarea religiosa del hombre no consiste en pensar bien, sino
en obrar bien y en llegar a ser uno con lo Uno en el acto de la meditación
concentrada". Lo contrario ocurre —según Fromm— en el pensamiento
occidental —centrado en la importancia del pensar, si bien derivadamente se
valora la acción correcta—, que desemboca en las rigideces del dogma, en las
interminables controversias en torno a esas fórmulas, y en la intolerancia
frente al no creyente o hereje: "la persona que creía en Dios —aunque no viviera
a Dios— sentíase superior a los que vivían a Dios, pero no creían en El"
(p. 81). El esfuerzo de encontrar la verdad por medio del pensamiento no
conduce sólo al dogma, sino también a la ciencia: "en resumen, la lógica
paradójica llevó a la tolerancia y a un esfuerzo hacia la autotransformación.
La consideración aristotélica condujo al dogma y a la ciencia, a la Iglesia
Católica y al descubrimiento de la energía atómica" (p. 82).
Fromm concluye que, así como la madurez de la persona consiste en
interiorizar los principios de protección y de obligatoriedad representados por
las figuras de la madre y del padre, la madurez religiosa del hombre se alcanza
cuando se produce un idéntico desarrollo en el amor a Dios, desde "el
comienzo del amor a Dios como la desamparada relación con una Diosa madre, a
través de la obediencia a un Dios paternal, hasta una etapa madura en la que
Dios deja de ser un poder exterior, en la que el hombre ha incorporado en sí
mismo los principios del amor y justicia, en la que se ha hecho uno con Dios y,
eventualmente, a un punto en que sólo habla de Dios en un sentido poético y
simbólico" (p. 83). De todas formas —añade— pocos llegan a la madurez
religiosa y la mayoría permanece en las fases de Dios como madre protectora o
como padre que castiga y recompensa.
La complejidad de la sociedad occidental se manifiesta también en el
plano religioso, donde "encontramos todas las fases, desde la más antigua
y primitiva hasta la más elevada. La palabra Dios denota al jefe de la tribu
tanto como a la Nada absoluta. En igual forma, cada individuo conserva en sí
mismo, en su inconsciente, como lo ha demostrado Freud, todas las etapas desde
la del infante desvalido en adelante. La cuestión es hasta qué punto ha
crecido. Una cosa es segura: la naturaleza de su amor a Dios corresponde a la
naturaleza de su amor al hombre" (p. 83).
III. El amor y su desintegración en la sociedad occidental
contemporánea (pp. 84-103).
En este capítulo —de índole claramente sociológica—, Fromm se pregunta
si la estructura social de la civilización occidental y las consecuencias que
de ella resultan favorecen el desarrollo del amor. La contestación es negativa:
el amor en todas sus formas —fraterno, materno y erótico— es un fenómeno
bastante raro, mientras que proliferan las formas de pseudoamor características
de la desintegración de la actividad amorosa.
El autor cree hallar la causa de esa desintegración en la misma
estructura de la sociedad capitalista, basada en la libertad política y en la
de mercado como reguladoras de las relaciones económicas y sociales: las cosas,
por útiles y necesarias que sean, carecen de valor económico si no hay demanda
de ellas. La búsqueda del aumento de beneficios a cualquier costo provoca la
centralización y la concentración del capital, cuya posesión se separa
paulatinamente de su administración que queda en manos de sociedades anónimas.
El trabajador, para defenderse, se ve obligado a formar parte de grandes
sindicatos, dirigidos por una poderosa burocracia que lo representa ante los
colosos industriales. Ese modo de concebir la economía se refleja también en
una determinada jerarquía de valores, en donde "el capital domina al
trabajo; las cosas acumuladas, lo que está muerto, tiene más valor que el
trabajo, los poderes humanos, lo que está vivo" (p. 85). A su vez, la
consideración del tener como valor supremo influye en los rasgos
caracteriológicos del hombre moderno: despojado de lo que constituye su
individualidad "el hombre moderno está enajenado de sí mismo, de sus
semejantes y de la naturaleza" (p. 86). Los sentimientos de inseguridad y
angustia, que surgen siempre cuando no se supera la separación, le impulsan a
salir de ese estado por diversas vías: la rutina del trabajo burocratizado, el
afán de diversiones y el consumo. En definitiva, "la felicidad del hombre
moderno consiste en divertirse. Divertirse significa la satisfacción de consumir
y asimilar artículos, espectáculos, comida, bebida, cigarrillos, gente,
conferencias, libros, películas; todo se consume, se traga. El mundo es un
enorme objeto de nuestro apetito, una gran manzana, una gran botella, un enorme
pecho; todos succionamos, los eternamente expectantes, los esperanzados —y los
eternamente desilusionados—" (p. 87).
En ese ambiente, el matrimonio es visto como un simple refugio de la
soledad y como un equipo que debe funcionar bien: marido y mujer se tratan con
cortesía y se esfuerzan por hacer que el otro se sienta mejor, pero sin lograr
una relación central, concepto que Fromm no explica. En opinión de
nuestro autor, la concepción del amor como trabajo en equipo es reciente y fue
precedida por lo que, tras la Primera Guerra Mundial, se llamó adaptación
sexual. Durante ese período se publicaron muchos libros en los que se
prometía felicidad y amor si se seguían instrucciones y consejos referentes a
la conducta sexual apropiada. Toda esa literatura manifestaba —según Fromm— la
ilusión de una época que todavía confiaba en técnicas. El fracaso de tantas
parejas demuestra, en cambio, que "el amor no es el resultado de la
satisfacción adecuada; por el contrario, la felicidad sexual —y aún el
conocimiento de la llamada técnica sexual— es el resultado del amor" (p.
89). Por otra parte —continúa Fromm—, la satisfacción plena y desinhibida de
todos los deseos instintivos no asegura la salud mental y la felicidad.
"Las tesis freudianas pudieron llegar a popularizarse tan sólo en el período
que siguió a la Primera Guerra Mundial, a causa de los cambios ocurridos en el
espíritu del capitalismo, del énfasis en ahorrar al énfasis en gastar (...).
Tanto en la esfera de lo sexual cuanto en la del consumo material, la tendencia
fundamental era no postergar la satisfacción de ningún deseo" (p. 92).
Tanto el amor como satisfacción sexual recíproca como el amor como trabajo
en equipo (refugio de la soledad) son formas de la patología del amor
producidas por la estructura social. Junto a ellas, existen otras formas
caracterizadas por la presencia de rasgos neuróticos. La condición básica de
las formas de amor neurótico "radica en el hecho de que uno o los dos amantes
han permanecido ligados a la figura de un progenitor y transfieren los
sentimientos, expectaciones y temores que una vez tuvieron frente al padre o a
la madre, a la persona amada en la vida adulta; tales personas no han superado
el patrón de relación infantil, y aspiran a repetirlo en sus exigencias
afectivas en la vida adulta" (p. 94). Se produce así un desajuste entre la
edad afectiva (de 2,5 a 12 años) y la intelectiva o social que corresponde a la
edad cronológica. Hombres que han permanecido fijados a una relación infantil
con la madre, pueden ser afectuosos y encantadores para lograr que una mujer
los ame, pero su finalidad es ser amados, no amar. Todo lo que no corresponda a
una actitud de madre amante hacia su hijo encantador, es visto como falta de
amor. La fijación a la madre presenta aún una patología más grave, profunda e
irracional, cuando el hijo no trata de volver a los brazos protectores de la
madre, sino a sus entrañas, e introducirse nuevamente en ellas, pues eso
equivale a ser arrebatado de la vida. Esta última forma patológica se origina
en la relación con madres absorbentes y destructivas.
Por lo que se refiere al hijo que sólo cuenta con el afecto de su
padre, el fin principal de su vida consiste en complacerlo: cuando lo logra se
siente feliz, seguro y satisfecho; cuando no, se siente disminuido, rechazado y
abandonado. "En los años posteriores, ese hombre tratará de encontrar una
figura paterna con la que se pueda mantener una relación similar" (p. 97).
En su trato con las mujeres permanece apartado y distante y suele amarlas del
mismo modo que un padre a sus hijas jovencitas. Su cualidad masculina puede
impresionar inicialmente a una mujer, pero posteriormente ésa se sentirá
decepcionada al comprobar el afecto fundamental de su esposo hacia la figura
paterna. Otro caso de perturbación neurótica proviene de padres que no se aman,
pero que evitan las peleas u otros signos exteriores indicadoras de dicha
situación. La neutralidad afectiva de los padres envuelve a los hijos en una
atmósfera que los desconcierta y atemoriza.
Fromm analiza finalmente algunas formas de amor irracional sin mencionar
los factores específicos que los han originado. En el amor idolátrico se
idoliza a la persona amada: los propios poderes se proyectan en la
persona amada, quien pasa a ser "todo amor, toda luz, toda dicha".
Inevitablemente se producirá la desilusión cuando se descubran los defectos del
ídolo. Otra forma de pseudoamor es el amor sentimental. "Su esencia
consiste en que el amor sólo se experimenta en la fantasía y no en el aquí y
ahora de la relación con otra persona real. La forma más común de tal tipo de
amor es la que se encuentra en la gratificación amorosa substitutiva que
experimenta el consumidor de películas, novelas románticas y canciones de
amor" (p. 99). Una modalidad del amor sentimental es lo que Fromm denomina
abstractificación del amor en términos de tiempo. Aunque no se
experimenta amor alguno, se recuerda conmovido el pasado amoroso (que tampoco
fue gran cosa cuando era presente) o se sueña con fantasías de dichas amorosas
plenas en el futuro, pese a que los esposos empiezan ya a notar síntomas de
aburrimiento. "Sea que el amor se experimente substitutivamente
participando de experiencias ficticias de los demás, o que se traslade del
presente al pasado o al futuro, tal forma abstracta y enajenada del amor sirve
como opio que alivia el dolor de la realidad, la soledad y la separación del
individuo" (p. 100). Por último, el amor neurótico se manifiesta también
en el empleo de mecanismos proyectivos: a fin de evadirse de los propios
fallos y defectos, la persona se concentra en las flaquezas del otro. La
persona afectada por este tipo de neurosis siempre está ocupada en denunciar,
acusar o reformar al otro cónyuge o a los hijos.
Fromm concluye el capítulo poniendo en evidencia dos errores
frecuentes: la opinión de que los padres no deben separarse nunca y la de que
el amor implica ausencia de conflictos. Aunque acepta que la unión de los
padres sirve para forjar una personalidad equilibrada en los hijos, rechaza la
inseparabilidad de los esposos, porque cualquier estudio detallado muestra cómo
la atmósfera de tensión e infelicidad de una aparente familia unida es
más nociva que la ruptura franca. Es una decisión valiente —afirma— poner fin a
una situación intolerable. Por lo que se refiere a la creencia de que el amor
excluye cualquier tipo de conflicto, comenta: "los conflictos de la
mayoría de la gente son intentos de no afrontar los verdaderos
conflictos reales. Estos últimos que se experimentan en un nivel profundo de la
realidad interior a la que pertenecen, no son destructivos. Contribuyen a
aclarar, producen una catarsis de la que ambas personas emergen con mayor
conocimiento y mayor fuerza (...). El amor sólo es posible cuando dos personas
se comunican entre sí desde el centro de sus existencias (...). Sólo allí hay
vida, sólo allí está la base del amor (...). Que haya armonía o conflicto,
alegría o tristeza, es secundario con respecto al hecho fundamental de que dos
seres se experimentan desde la esencia de su existencia" (p. 102).
También en el amor a Dios se ha producido una desintegración semejante
a la ocurrida en el amor humano: al adaptarse a una cultura enajenada por el
éxito, "la creencia en Dios se ha convertido en un recurso psicológico
cuya finalidad es hacer al individuo más
apto para la pugna competitiva (...). La religión se alía con la autosugestión
y la psicoterapia para ayudar al hombre en sus actividades comerciales"
(p. 103).
IV. La práctica del amor (pp. 104-128).
Amar es —en opinión de Fromm— una experiencia personal que no requiere
de recetas. Sin embargo, para practicar el amor, como sucede en cualquier arte,
deben cumplirse tres requisitos: la disciplina, la concentración y la
paciencia. Según nuestro autor, la cultura moderna, lejos de favorecer la
práctica del amor, la dificulta en gran medida. En efecto, el hombre moderno,
en su lucha contra el autoritarismo, ha llegado a desconfiar de toda
disciplina, pero la disciplina racional autoimpuesta —añade Fromm— es necesaria
para que la vida no se torne caótica. Por otra parte, la sociedad contemporánea
proporciona un ambiente adecuado para la vida descentrada del individuo, como
se observa en la dificultad para estar a solas sin fumar, leer, etc. También la
paciencia tiene un poderoso enemigo en el sistema industrial, al alentar éste
último la rapidez y la prisa.
Otra condición que sirve para cualquier arte "es una preocupación
suprema por el dominio del arte". Si lo aplicamos al arte de amar,
"significa que quien aspire a convertirse en un maestro debe comenzar por
practicar la disciplina, la concentración y la paciencia a través de todas las
fases de su vida" (p. 108). Por lo que se refiere a la concentración,
Fromm aconseja practicar unos pocos ejercicios simples: cerrar los ojos
esforzándose por imaginarse una pantalla blanca, seguir la propia respiración; "tratar
además de lograr una sensación de yo; yo = mí mismo, como centro
de mis poderes, como creador de mi mundo. Habría que realizar tal ejercicio de
concentración por lo menos todas las mañanas durante veinte minutos (y, si es
posible, más tiempo) y todas las noches antes de acostarse. Además de esos
ejercicios —frecuentes en las religiones orientales—, habría que aprender a
concentrarse en lo que uno hace, sea escuchar música, hablar con una persona,
contemplar el paisaje o leer. "En ese momento, la actividad debe ser lo
único que cuenta, aquello a lo que uno se entrega por completo; las cosas
importantes, tanto como las insignificantes, toman una nueva dimensión de la
realidad, porque están llenas de la propia atención" (p. 110).
Concentrarse a la hora de hablar exige evitar conversaciones triviales y que no
sean genuinas y, a la vez, saber escuchar. "Estar concentrado significa
vivir plenamente en el presente, en el aquí y ahora, y no pensar en la tarea
siguiente mientras estoy realizando otra" (p. 111). Ahora bien —añade—,
"es imposible aprender a concentrarse sin hacerse sensible a uno mismo"
(p. 112). De ahí la importancia de detectar, por ejemplo, sensaciones de
cansancio, depresión o irritación, y en lugar de entregarse a esos estados
indagar en busca de sus causas. "En cada uno de esos casos, lo que importa
es tener conciencia de ellos y no racionalizarlos en las mil formas en que es
factible hacerlo; además estar atentos a nuestra voz interior, que nos dice
—por lo general inmediatamente— por qué estamos angustiados, deprimidos,
irritados" (p. 113).
De todas formas, "la condición fundamental para el logro del amor
es la superación del propio narcisismo" (p. 115). Lo opuesto al
narcisismo es la objetividad, la capacidad de ver a las personas y cosas tal
como son, y separar esa imagen objetiva de la deformada o coloreada por
los propios deseos y temores. En todas las formas de psicosis hay —según Fromm—
una incapacidad extrema para ser objetivo: "para el insano, la única
realidad que existe es la que está dentro de él, la de sus temores y deseos. Ve
el mundo exterior como símbolos de su mundo, como su creación. Y todos
procedemos de idéntica manera cuando soñamos" (p. 115). El insano o el
soñador carece completamente de una visión objetiva; pero todos somos más o
menos insanos o estamos más o menos dormidos: a todos nos es difícil una visión
objetiva que no esté deformada por la orientación narcisista. Los ejemplos se
pueden multiplicar, desde esposas que piensan que sus maridos son inútiles o
estúpidos porque no responden a la fantasía del espléndido caballero que
construyeron en su infancia, hasta considerar las naciones extranjeras como
depravadas y perversas mientras la propia representa todo lo bueno y noble.
El amor, por suponer una ausencia relativa de narcisismo, requiere
—además de objetividad racional— de la humildad o emergencia de los sueños y
del sentimiento de omnipotencia infantiles. El humilde sabe discernir entre la
imagen que él tiene de una persona y la persona real, porque es capaz de verla
con independencia de sus necesidades, intereses y temores. En definitiva,
"la capacidad de amar depende de la propia capacidad para superar el
narcisismo y la fijación incestuosa a la madre y al clan; depende de nuestra
capacidad de crecer, de desarrollar una orientación productiva en nuestra
relación con el mundo y con nosotros mismos. Tal proceso de emergencia, de
nacimiento, de despertar, necesita de una cualidad como condición necesaria: fe.
La práctica del arte de amar requiere la práctica de la fe" (p. 117).
Fromm distingue entre una fe irracional (mera creencia) y la fe
racional, que "es una convicción arraigada en la propia experiencia mental
o afectiva" (p. 118). La historia de la ciencia abunda en ejemplos de fe
en la razón (Copérnico, Kepler, Galileo, Newton) y de mártires: por ella muere
quemado Bruno, y Spinoza es expulsado de la sinagoga. A cada paso, desde la
concepción de una visión racional hasta la formulación de una teoría, es
necesaria la fe. En las relaciones humanas, la fe es también indispensable:
"tener fe en otra persona significa estar seguro de la confianza e
inmutabilidad de sus actitudes fundamentales, de la esencia de su personalidad,
de su amor" (p. 119). Eso no implica que la persona mantenga sus opiniones
sin modificar, sino que sus motivaciones básicas son siempre las mismas. Del
mismo modo debemos aumentar la fe en nosotros mismos, porque "tenemos
conciencia de la existencia de un yo, de un núcleo de nuestra personalidad que
es inmutable y que persiste a través de nuestra vida, no obstante las
circunstancias cambiantes y con independencia de ciertas modificaciones de
nuestros sentimientos y opiniones" (p. 119). Ese núcleo es —al parecer de
nuestro autor— la realidad sobre la que se sustenta nuestra propia identidad y,
si no se refuerza como tal, fácilmente seremos dependientes e influenciables
por los demás. Quien tiene fe en sí mismo, en cambio, puede ser fiel, puede
prometer. "Lo que importa en relación con el amor es la fe en el propio
amor; en su capacidad de producir amor en los demás, y en su confianza"
(p. 120). La fe —concluye— influye también en la educación, pues se confía en
las potencialidades de los otros, al contrario de lo que sucede en la
manipulación. La fe en los demás culmina en fe en la humanidad: en la posibilidad
de "construir un orden social gobernado por los principios de igualdad,
justicia y amor" (p. 121).
Fromm termina el libro con una nota de esperanza: "tengo la
convicción de que la respuesta a la absoluta incompatibilidad del amor y la
vida normal sólo es correcta en sentido abstracto. El principio
sobre el que se basa la sociedad capitalista y el principio del amor son
incompatibles" (p. 126). Afortunadamente el capitalismo es complejo y
cambiante, lo que permite alguna dosis de disconformidad y libertad personal.
En todo caso, si queremos que "el amor se convierta en un fenómeno social
y no en una excepción individualista y marginal, nuestra estructura social
necesita cambios importantes y radicales" (p. 127).
B) VALORACION CRITICA
Es notable la diversidad de temas que se abordan en un libro
relativamente breve. Se tratan de modo sugerente, algo ligero —con la
superficialidad necesaria para ser comprendido por un amplio público y la
prudencia para no alarmarlo con posturas claras y definidas—, un sinnúmero de
cuestiones que orbitan en torno al tema del amor, que a todos convoca y a todos
interesa. El libro contiene numerosos ingredientes debidamente dosificados:
mucha psicología, abundantes análisis sociológicos de inspiración marxista con
las consabidas críticas al capitalismo, un amplio espectro de teorías de la
evolución y de la cultura, retazos de sabiduría oriental y de historia de las
religiones mezclados con un toque de misticismo panteísta. Se brinda así al
lector la posibilidad de acceder a una valiosa información en ámbitos diversos
y heterogéneos, guiado por un espíritu superior capaz de resolver el enigma
fundamental de la existencia humana. El tono sapiencial y sereno de la
exposición, la seguridad absoluta de las afirmaciones, que se enuncian sin
sombra de duda o discusión, las valerosas síntesis en las que se descubren
principios unificadores de la historia humana desde los tiempos más remotos
hasta nuestra compleja actualidad, se convierten en recurso para lograr que el
lector con sincero afán de saber y escasa formación se crea ante una obra
clave. A juzgar por el extraordinario éxito de ventas, en el que ha cooperado
en gran medida una sabia difusión editorial, el autor ha logrado lo que
pretendía. La obra, que tuvo un fuerte influjo en la configuración cultural de
la década de los años 60 y 70, ha dado lugar, a través de sus argumentaciones y
enfoques críticos, al conjunto más selecto de lugares comunes sobre el amor.
Aunque el libro forma ya parte de una época marcada por un indeleble
sello de caducidad (añejos y obsoletos suenan sus determinismos sociológicos,
sus complejos de Edipo y sus críticas al capitalismo), el actual clima
postmodernista —entendido como decadencia, según la terminología acuñada
por Ballesteros— resulta propicio para una nueva difusión de una obra tan light
y soft en lo moral. A pesar de algunas consideraciones acertadas
—especialmente en el ámbito psicológico—, el libro de Fromm está lejos de los
clásicos contemporáneos que estudian el tema del amor. Las obras de C.S. Lewis
(Los cuatro amores), de Joseph Pieper (El amor), Jean Guitton (Ensayo
sobre el amor humano) y Gustave Thibon (Sobre el amor humano y La
crisis moderna del amor) son libros o ensayos magistralmente escritos,
rigurosos, y, a pesar de ser muy diversos entre sí, contienen el atractivo de
la verdad.
1. El amor humano como búsqueda de la unidad
perdida.
Fromm fundamenta su obra en una tesis que no demuestra: la existencia
humana comienza con la emergencia de la razón a partir del reino animal. A través
de la razón, el hombre se hace consciente de su individualidad separándose así
de la naturaleza. En apoyo de esa tesis, cita el relato bíblico del pecado
original, que es interpretado como un mito: el sentimiento de culpa que el
hombre experimenta al separarse de la naturaleza se expresaría simbólicamente
—según el autor— en la expulsión del paraíso terrenal. La inocencia del primer
hombre y su felicidad no estribarían, por tanto, en la amistad y trato con Dios
ni en los dones preternaturales que El le concedió (inmortalidad, impasividad e
integridad), sino que derivarían —siempre en opinión de Fromm— de la situación
de pura animalidad propia de los seres que se hallan fundidos e integrados con
la naturaleza por medio de una perfecta adaptación instintiva. Aunque el hombre
tiende de modo necesario a recuperar ese estado de felicidad primigenia, no
podrá jamás regresar a la animalidad pura por poseer la razón, y deberá
conformarse con lo único que está en su poder: la superación de la conciencia
de aislamiento y soledad. Sólo a través de la fusión amorosa —concluye— el
hombre recobra en parte la unión original con la naturaleza. De este modo, el
amor humano se convierte en el único modo que el hombre tiene de salvarse de su
pecado de individualidad y de ser feliz. La religión se transforma así
en un sucedáneo de la unión amorosa, la única forma madura de superar la
separación de la naturaleza.
Basta una breve exposición de la idea central del libro para darse
cuenta de la síntesis de doctrinas operada por Fromm: junto al eco de ciertas
doctrinas sociobiológicas —como las de Gehlen— que consideran la inteligencia
como modo biológico de superar la indeterminación instintiva característica del
hombre, encontramos interpretaciones del sentimiento de culpa propias del
psicoanálisis, ideas sobre la religión inspiradas en Feuerbach y una
consideración negativa de la individualidad —en cuanto supone la ruptura con la
naturaleza— emparentada con el marxismo. El mérito de Fromm no está en la
originalidad de la tesis ni en la especulación en torno a ella, sino en su
exposición: Fromm se muestra un maestro consumado para convencer. Haciendo gala
de una vasta erudición, relaciona con notable capacidad imaginativa textos
sagrados y profanos —en especial de filósofos— que, hábilmente interpretados,
dan la impresión de encajar como las piezas de un rompecabezas. En efecto, una
vez aceptada la premisa del antagonismo entre razón y naturaleza, las
conclusiones en los diversos ámbitos —biológico, psicológico, sociológico y
religioso— parecen desprenderse necesariamente.
Sin embargo, no es verdad que la razón sea extraña a la naturaleza y,
menos aún, opuesta, sino que lo natural para el hombre es ser un animal
racional. Que la racionalidad no es contraria a la naturaleza se manifiesta
de múltiples modos, por ejemplo, mediante la capacidad que el hombre tiene de
conocerla, de desentrañar sus leyes y de perfeccionarla a través del propio
trabajo. Ahora bien: si es capaz de perfeccionarla, significa que el hombre
trasciende la naturaleza material, es decir que el hombre es un espíritu, pero
un espíritu colocado en el tiempo. Debido a su naturaleza —única en el reino
animal—, el hombre no puede vivir según la pura animalidad, porque su ser no se
halla completamente determinado sino que requiere de una serie de
determinaciones posteriores —biológicas, culturales y biográficas— que le harán
posible alcanzar la identidad personal.
No cabe duda de que esta concepción del hombre es contraria a
cualquier tipo de oposición entre naturaleza y espíritu. En cambio, el
planteamiento de Fromm casa muy bien con su aceptación del pensamiento
dialéctico y sus reservas ante la lógica aristotélica, en especial de los
principios de identidad y de no contradicción. Así se entiende su paradójica
tesis sobre el amor como tendencia nacida de la conciencia de individualidad,
cuyo fin consiste en transcender la propia individualidad. Es verdad que el
amor supone la capacidad de la persona para trascenderse a través del acto de
donarse a otra persona, pero la necesidad que siente el hombre de trascenderse
no debe fundarse —como, en cambio, hace Fromm— en una hipotética tendencia a
regresar a un estado prerracional (en ese caso los paraísos artificiales
—drogas, alcohol, uniones orgiásticas, etc.— serían el mejor modo de realizar
dicha inclinación). Subraya que el amor maduro significa unión, sí, pero a
condición de preservar la propia individualidad. ¿Por qué se debe salvaguardar
una individualidad que se reduce a conciencia de separación? Fromm no da
ninguna respuesta en su libro. Es verdad que el amor, al mismo tiempo que
transcendente, es de una inmanencia suma, como se ve con claridad al analizar
los diferentes niveles de la personalidad involucrados en el proceso amoroso,
pero ni la trascendencia es el resultado de una simple tendencia biológica ni
la inmanencia consiste en un puro preservar la propia integridad o en la
conciencia de la actividad inagotable del yo.
En el anhelo de exaltación y de fecundidad despertado por el amor no
influye sólo el instinto sexual, sino que, como el mismo autor reconoce —en
contra del exclusivismo de la libido freudiana—, la afectividad
desempeña un papel muy importante. Pero la afectividad, lejos de reducirse a la
conciencia del yo como centro de actividad, supone la recepción de los valores
—positivos, en el caso del enamoramiento— que encarna otra subjetividad. Es
decir, que la tendencia amorosa no es tanto el resultado de una actividad
—entendida como producción— que brota de un centro de potencia inagotable,
cuanto la manifestación clara de algo más profundo: de la apertura de la
persona a la totalidad de lo real, sin que esas perfecciones de la realidad,
conocidas y valoradas positivamente, sean poseídas por la subjetividad. El
término de la dinámica afectiva es la propia plenitud, una plenitud a la que se
tiende porque aún no ha sido alcanzada. Por eso, si bien es cierto que la
orientación hacia otra subjetividad nace de una decisión de autodonación libre,
esta se halla motivada por la atracción que ejercitan los valores de determinada
persona. La trascendencia nace pues de una necesidad no sólo biológica, sino de
toda la persona: el deseo de lograr una perfección a la que se tiende de modo
natural y que es poseída de modo incoativo. Se entiende así que la conciencia
del valor de la otra subjetividad aumente la percepción del valor propio y de
la persona amada, con la que se desea compartir la propia existencia, que ya no
es concebida sino en relación estrecha con la otra subjetividad.
2. Amor como acto de la voluntad y como sentimiento.
Fromm establece una síntesis entre dos conceptos del amor: el amor
entendido, según un modo tradicional, como acto de la voluntad, en virtud del
cual es susceptible de compromisos, derechos y deberes, y la concepción moderna
del amor como sentimiento, incapaz de prometer su perdurabilidad en el tiempo.
Como hemos visto, más que hablar de dos concepciones irreconciliables
del amor, se debe hablar de dos fases principales en el proceso amoroso. La
primera es un sentimiento, que suele llamarse enamoramiento; la segunda es un
acto de la voluntad por el cual el sujeto se decide a donarse a la persona
amada. Por ser un sentimiento, la fase inicial se presenta como la anticipación
de una plenitud posible en el futuro y como un ideal que debe ser realizado. El
carácter ilusorio de la fase del enamoramiento proviene de considerar que la
unificación de dos subjetividades es algo ya realizado, pues el sujeto se
siente invadido por el gozo y la dicha que se experimentan en la unión. La
tesis de Max Scheler de que el amor, por ser un sentimiento radical, no puede
ser objeto de prescripciones morales, es falsa por reducir el amor a simple
fenómeno afectivo. El amor, que aparece en el plano de la conciencia
afectivo-valorativa bajo la forma de una anticipación de la unión con la
persona amada, sólo es efectivamente realizado cuando se logra integrar los
diversos planos de la personalidad que entran en juego. La integración, sin
embargo, no puede ser realizada por la afectividad, pues debido a su relación
con la corporalidad no es capaz de autotrascenderse. El nivel
racional-volitivo, en cambio, está en condiciones de lograr esa integración, en
cuanto que trasciende la corporalidad por su propia naturaleza. Sólo por ser
autodonación libre, el amor puede ser objeto de prescripciones morales y
materia de promesas y de compromisos, ya que un sentimiento no es algo en
virtud del cual una subjetividad quede obligada o prometida[1].
Enamorarse es algo que pasa al sujeto, pero decidirse o
prometerse no es algo que le pasa sino que voluntariamente hace. Enamorarse es,
pues, una pasión, un efecto espontáneo que el amado provoca en el amante:
"se dice que es pasivo en el sentido de ser una mutación o movimiento
producido en la persona, no por la persona"[2]. "En este matiz del amor, el amante
queda en-amor-ado (enamorado) espontáneamente, esto es, por el impacto —súbito
o paulatino— que dentro de él provoca el amado, mas no por una decisión
reflexiva originada, en sí y por sí, por el propio amante"[3].
Con la palabra dilectio, usada por Santo Tomás de Aquino y
otros escolásticos, se quiere insistir, frente a la espontaneidad del
enamoramiento, en el momento o fase del amor que surge de una decisión libre,
reflexiva y voluntaria del amante. Es, por lo tanto, un acto original del
amante, provocado por él mismo, a través de la decisión de su voluntad.
Considera que el amado es digno de amor y, como consecuencia, decide libremente
darse, entregarse y amarle. Así como el enamoramiento es pasivo, espontáneo y
provocado por el amado, la dilectio (sustantivo derivado de electio
'elección') es activa, reflexiva, voluntaria y provocada por el amante. Sin
embargo, el enamoramiento y la elección no se excluyen, sino que
se articulan, en cuanto que la electio humana nace normalmente del
enamoramiento, que es a su vez incrementado por la dilectio. Fácilmente
se comprende que la madurez del amor consista en la paulatina, costosa y ardua
realización de lo que se proyectó idealmente: el ideal que se anticipó en el
enamoramiento debe realizarse en un proceso, más o menos difícil y prolongado,
de un vivir unitario. Hay más belleza y grandeza —por ser más real— en un amor
cotidianamente realizado en el tiempo y a través del tiempo, que en las
anticipaciones imaginativas e ideales propias del sentimiento amoroso inicial.
3. Visión del amor como arte o técnica.
Si el amor es sólo una tendencia a trascender la propia individualidad
conservándola, el éxito o el fracaso amoroso se convierten en una cuestión de
tipo técnico. En consecuencia no se podrá hablar de bondad o maldad en el amor,
sino sólo de corrección o incorrección o, en palabras de Fromm, de amor
verdadero o pseudoamor. Para conseguir un amor verdadero se requiere
seguir —según Fromm— una serie de técnicas: el cuidado, la responsabilidad, el
respeto y el conocimiento del otro, que todos suscribiríamos, si bien no las
denominaríamos técnicas. Esos elementos no nacen —en opinión de Fromm— del
valor que tiene el otro por ser persona, sino del valor que posee por ser una
parte de la naturaleza.
Al hacer del amor una técnica, el autor prescinde de la distinción
clásica entre poiesis y praxis. La palabra griega praxis
fue traducida al latín por actio de la que deriva nuestro término acción,
mientras que la poiesis y la tecné griegas se tradujeron en latín
por factio y en castellano por producción. Según el pensamiento
clásico, a la esfera de la acción pertenecen las acciones inmanentes
(conocimiento y virtud), llamadas así porque redundan en beneficio del propio
sujeto agente, perfeccionándolo internamente. El arte y la técnica, que se
hallan encuadradas en el ámbito de la poiesis, son acciones transeúntes,
porque, si bien tienen su principio en el sujeto, el fin de ellas se halla
fuera del agente: en la producción o configuración de una realidad
extrasubjetiva, y perfeccionan al sujeto agente solo en su saber hacer.
Por ser el verdadero amor una acción inmanente —la que posee un mayor
grado de inmanencia—, no puede ser concebido nunca como una técnica o un arte,
un saber hacer que pueda aprenderse y para el que existan diversas
estrategias de logro. Si hay algo de técnica o de arte en el amor, eso es lo
más externo, superficial y variable, y es sólo válido para el ámbito de la
sexualidad. El amor, en cuanto que es una acción inmanente, revierte sobre el
propio amante perfeccionándolo: el ejercicio de la libertad en el amor lo llena
de contenido, porque se compromete con la elección del valor personal que
descubre en el otro. Como, en el fondo de cada decisión, lo que se halla en
juego es el mismo sujeto, la elección amorosa nos autoconstituye en parte,
haciéndonos ser lo que somos. De ahí que, parafraseando a San Juan de la Cruz,
podamos afirmar que se nos ha dado la libertad para amar, por lo que seremos
juzgados en y por el amor. En conclusión, identificar el amor con un arte e
instarnos a aprender ese arte comporta un juicio apresurado sobre un elemento
de capital importancia dentro del entramado de la personalidad humana.
4. Antinatural autonomía del amor: un dar que
no implica darse.
La reducción de la acción a producción, tiene como
consecuencia que el amor sea entendido por Fromm como una actividad productiva
del alma que procede de su efusividad y creatividad sin límites. El amor no
viene determinado por la persona amada, pues si así fuera el amor dependería de
esa persona y estaría, por tanto, limitado. Se entiende ahora mejor por qué,
desde el punto de vista del objeto, no existe diferencia entre el amor a una
persona y el amor que abarca la totalidad del mundo, todos los hombres o el
hombre como tal, pues sólo un objeto tan difuminado y universal es capaz de
hacer que se mantenga el amor como producción sin límites.
En el origen de la concepción del amor como producción se halla
la distinción establecida por Spinoza entre afectos activos y pasivos, entre
acciones y pasiones. Sólo en el ejercicio de las acciones el hombre es libre,
poderoso y dueño de sus afectos; en cambio, en los afectos pasivos el sujeto se
ve impulsado por fuerzas que provienen del exterior y que muchas veces no son
conscientes. Basándose en esa distinción, Fromm propugna un vitalismo centrado
en las potencialidades de un yo autónomo y creativo, que no necesita de nada ni
de nadie: amar es dar sin recibir. En el dar y en la donación —en opinión de Fromm—
el sujeto no debe posponerse a sí mismo en espera de lograr el bien de la
persona amada, ni olvidarse de sí para abrirse a la realidad del otro, pues el
acto de dar le lleva a experimentarse lleno de vida y potencia, pródigo y
dichoso. Más que tener en cuenta al otro se contempla a sí mismo en su fuerza
productiva que le impulsa a dar, tan fecunda y sobreabundante que no hay lugar
para hablar de renuncia o privación. Es un dar que nunca implica un darse. Es
fácil descubrir en esa visión vitalista del amor ecos de las ideas de
Niestzche.
La visión cristiana del hombre es diametralmente opuesta: el hombre no
se realiza a través de una producción continua a partir de un centro de
actividad inagotable, sino mediante una amorosa entrega a Dios, que nos ha amado
primero. Nuestra actividad fundamental es aceptar el amor que nos ofrece.
"Porque solamente somos creaturas, nuestro papel debe ser siempre el de
paciente frente al agente, (...), el de espejo frente a la luz, el de eco
frente a la voz. Nuestra mayor actividad debe ser de respuesta, no de
iniciativa (...). Dado que todo procede de El, que la posibilidad misma de amar
es un regalo suyo, y que nuestra libertad es solamente una libertad para dar
una mejor o peor respuesta"[4]. Por eso, amar es sacrificarse, darse hasta
llegar al extremo de no ser ya más amo y señor de sí mismo. Se trata de un
servicio que no es servidumbre, de una pasividad que no es capitulación. Aquí
sería válida la lógica paradójica de la trascendencia-inmanencia del amor
humano, pues hay una manera de inclinarse hacia el otro que no es sometimiento,
una manera de perderse que es ganarse. Es lo que afirma Ramón Llull en El
libro del amigo y del amado: "dime loco qué es el amor: es aquello que
hace libres a los esclavos y esclavos a los libres". En definitiva,
"amar es... no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona
amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el
corazón, a una voluntad ajena... y a la vez propia"[5].
También la fe se halla contagiada por su concepción de acción
productiva. La fe —según Fromm— no versa sobre algo objetivo —el contenido de
verdades reveladas—, sino que arraiga en la propia actividad productiva,
intelectual y emocional: fe en lo que se hace, se siente o se espera. La fe
irracional, en cambio, es aquella que apoyándose en un poder omnisapiente
abdica de la propia fuerza. El error consiste en una contraposición entre fe
sobrenatural y razón que tiene como resultado el rechazo de lo que esta última
no alcanza a comprender.
5. Evolución de la idea de Dios.
Fromm pretende explicar lo divino y lo humano con arreglo a un esquema
de índole exclusivamente psicológica. En la evolución individual —lo mismo que
en la cultural— la madurez se alcanza después de superar dos etapas: la del
amor incondicionado propia del cuidado materno, y la de la autoridad y guía del
padre. El adulto es el que consigue interiorizar la conciencia paterna y
materna liberándose de las figuras exteriores de la madre y del padre. En la
síntesis de esos dos principios "se encuentra la base de la salud mental y
el logro de la madurez" (p. 50). Los desarrollos neuróticos o anormales
surgen cuando una de las dos funciones —materna y paterna— se sobredimensiona
en detrimento de la otra (madre posesiva, padre ausente, etc.).
El enfoque interpretativo adoptado por el autor es formal: establece
como axiomático un determinado sistema de factores (paternos y maternos),
estudia la alteración de uno de los factores y el influjo que ésta causa en los
demás, concluyendo que como la alteración del primero fue un error, lo que se
sigue de esa alteración es necesariamente un mal. Aunque no puede negarse que
el procedimiento de concebir al hombre y a la historia como sistema posee
cualidades heurísticas, resulta muy parcial y ambiguo porque desde la
formalidad del sistema casi siempre es posible descender a la historia y a la
sociología para encontrar hechos que confirmen esa interpretación y su
contraria.
Cuando Fromm aplica ese esquema a la psicología evolutiva y a la
psicopatología aporta datos interesantes y ciertamente útiles. Pero cuando lo
aplica a la presunta evolución de la idea de Dios, es claramente violento,
artificial y forzadamente ideológico. Además, poco importa para este autor lo
que Dios sea en sí mismo o lo que haya revelado, pues lo decisivo es el
despliegue de ese esquema formal previo hasta llegar a lo que considera la
madurez religiosa del "verdadero monoteísmo", en que quedan superadas
las figuras de la madre y del padre. Fromm parte de Dios como "un símbolo
en el que el hombre, en una etapa más temprana de su evolución, ha expresado la
totalidad de lo que se esfuerza por alcanzar, el reino del mundo espiritual,
del amor, la verdad, la justicia" (p. 74). Lo verdaderamente importante
para el autor es el desenvolvimiento cada vez más pleno de los poderes humanos
para lograr "la realización de lo que Dios representa en uno mismo"
(ibidem).
Fromm, que cita con profusión textos del Antiguo Testamento, mantiene
un silencio absoluto respecto al Nuevo Testamento. El silencio, si bien
clamoroso, es lógico: en su esquema sistemático previo no cuadra la revelación
de y en Jesucristo: Dios es un Padre que nos ama hasta el punto de entregar a
su Hijo Unigénito. La honradez intelectual debería haber obligado al autor a
dedicar en este libro algún espacio al cristianismo, pues el núcleo de esta
revelación estriba en que "Dios es Amor" (San Juan). La parcialidad y
el silencio de Fromm producen la triste impresión de estar frente a un autor
tendencioso e ideologizado: quienes no opinan como él —Dios como "Nada
Absoluta"— permanecen aún en etapas inmaduras, propias de las ilusiones de
la infancia. Lo cierto es que entre el monoteísmo maduro propugnado por Fromm y
el ateo declarado, como él se confiesa, no existen diferencias.
Para apoyar su tesis de Dios como Nada Absoluta, no se contenta
con manipular los datos de la historia del hombre, sino que también realiza una
increíble, por no decir monstruosa, exégesis del relato bíblico de de la
manifestación de Dios a Moisés en el Sinaí. Famosos historiadores de la
religión (entre ellos muchos no creyentes, como Eliade) han puesto de relieve
la paradoja de que un pueblo nómada —como el israelita—, bastante retrasado y
muy inferior a las culturas contiguas (Egipto, Babilonia, Siria) tenga una
concepción tan elevada de Dios. Los propios judíos señalan que no les pertenece
sino que les fue revelada. Por otra parte, esas palabras de Yahvé ("Yo soy
el que soy"), lejos de sumir la mente en la ignorancia, condujeron a San
Agustín, a Santo Tomás de Aquino y a los principales filósofos escolásticos a
los más elevados desarrollos metafísicos y teológicos. En esta revelación que
Dios hace de sí mismo se fundamentan los mayores logros del pensamiento
occidental: la noción de ser y de creación que constituyen una novedad respecto
a la filosofía antigua.
6. Conclusiones.
En resumen, se trata de un texto corrosivo no por su consistencia
intelectual, sino por el modo sugerente de plantear los asuntos, por la
pretensión de profundidad y saber enciclopédico.
Tiene aciertos en algunas consideraciones de psicología evolutiva, de
las anomalías producidas por un desarrollo psíquico inadecuado y en la crítica
al individualismo de la sociedad capitalista (esta última se realiza desde unas
coordenadas marxistas, ya bastante rancias, que se han convertido en tópicos
del ambiente cultural de los últimos veinte años). El error de fondo consiste en
querer universalizar las conclusiones de un análisis realizado en el plano
psicoanalítico y existencial, presentando al hombre psicológico y a su
inestable psique como única realidad: todo lo demás —cultura, religión,
sociedad, etc.— es sólo una proyección del hombre ansioso que intenta recuperar
el difícil equilibrio psicológico.
Quizá un nombre más exacto para este libro podría ser El arte de
amarse, pues, en definitiva, se trata de amar la propia creatividad y
efusividad capaz de suscitar y crear amor en torno a un yo productivo.
J.P.V. —
A.M.P.
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[1] Cfr. J. CHOZA, Manual de Antropología Filosófica, Rialp, Madrid 1988, pp. 239-245.
[2] J. HERVADA, Diálogo sobre el amor y el matrimonio, EUNSA, Pamplona 1976.
[3] P.J. VILADRICH, Agonía del Matrimonio Legal, EUNSA, Pamplona 1984, p. 113.
[4] C.S. LEWIS, El problema del dolor, p. 54, ed. Universitaria.
[5] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 797. Rialp, Madrid 1986.