FROMM, Erich

The art of loving

(cast: El arte de amar, Ed. Paidos, Buenos Aires, trad. Noemí Rosenblatt, 128 pp.)

 

A) RESUMEN

I. ¿Es el amor un arte? (pp. 1-18).

En el primer capítulo, encabezado por el título ¿Es el amor un arte?, Fromm parte de la tesis de que el amor no es una cuestión confiada al azar, sino que requiere conocimiento y esfuerzo. Sin embargo —señala—, casi nadie piensa que deba aprenderse algo acerca del amor.

La causa de este error es triple. En primer lugar, porque se considera el amor en su acepción pasiva de ser amado, en vez de en su significación activa de amar: hombres y mujeres, a través de distintas vías y métodos, procurarán ser amados aumentando su atractivo personal, mediante una mezcla de popularidad y sex-appeal. En segundo lugar, porque "la gente cree que amar es sencillo y lo difícil es encontrar un objeto apropiado para amar —o para ser amado por él—" (p. 14). Tal actitud, fundamentada en razones sociológicas que han llevado a la generalización del amor romántico o del encuentro afortunado, acrecienta "enormemente la importancia del objeto frente a la de la función" (p. 14). En tercer lugar, por la confusión que existe "entre la experiencia inicial de enamorarse y la situación permanente de estar enamorado o, mejor dicho, de permanecer enamorado" (p. 16). La experiencia demuestra —en opinión de Fromm— que son dos estados distintos: en muchas personas, al sentimiento inicial de euforia y exaltación —por naturaleza poco duradero—, sigue el aburrimiento mutuo, la desilusión y el antagonismo.

Con el fin de proponer remedios a ese fracaso amoroso generalizado, el autor analiza el contenido del amor. Lo primero que debe tenerse en cuenta —siempre según Fromm— es que el amor pertenece al ámbito de las artes y, por eso, requiere ser aprendido como se hace con la música, la pintura, la carpintería o el arte de la medicina, cuyo aprendizaje incluye aspectos teóricos y prácticos.

 

II. La teoría del amor (pp. 18-83).

1. La respuesta al problema de la existencia humana (p. 18 a 45).

El hecho esencial de la existencia humana —dice Fromm— consiste en haber emergido del reino animal, en donde se da una adaptación instintiva. "Una vez arrojado del paraíso —un estado de unidad original con la naturaleza— querubines con espadas flameantes le impiden el paso si trata de regresar" (p. l8). Arrojado de un estado máximamente definido —el de los instintos—, el hombre se encuentra en una situación incierta.  Pero, a la vez, es consciente de sí mismo, consciente de ser una entidad separada, de su soledad y desvalimiento frente a la naturaleza y a la sociedad. Esa existencia separada y desunida constituye —según Fromm— una insoportable prisión de la que intentará por todos los medios liberarse. La conciencia de separación, además de ser fuente de una intensa angustia, produce vergüenza y sentimiento de culpa. "El relato bíblico de Adán y Eva expresa esa experiencia de culpa y vergüenza en la separatidad (...) después de haberse vuelto humanos al emanciparse de la originaria armonía animal con la naturaleza, es decir, después de su nacimiento como seres humanos, vieron «que estaban desnudos y tuvieron vergüenza»" (p. 19). Este es —en opinión del autor— el problema esencial del hombre en todas las edades y culturas, desde el hombre de las cavernas hasta el empleado y el obrero moderno: la necesidad de lograr la unión y trascender así la propia vida individual. Ciertamente —añade— el niño pequeño no experimenta su separación porque su madre está siempre presente y su razón es una con la naturaleza. Pero, en la medida en que la razón humana se libera de tales vínculos primarios, se va tornando más intensa la necesidad de encontrar nuevas formas de salir de ese estado.

A continuación, Fromm pasa revista a algunos modos de alcanzar ese objetivo: a) la búsqueda de estados orgiásticos; b) la unión con el grupo, con el consiguiente conformismo gregario profundamente homogeneizador; c) la actividad creadora; d) el deseo de fusión interpersonal a través del amor.

a) El estado orgiástico es —según Fromm— un trance autoinducido, a veces con ayuda del alcohol o de las drogas, en el que se experimenta una exaltación vital máxima y la ausencia de separación respecto al mundo exterior. Tres notas caracterizan los estados orgiásticos: son intensos, incluso violentos; ocurren en la personalidad total (mente y cuerpo), y son transitorios y periódicos. "En estrecha relación con la solución orgiástica, y frecuentemente unida a ella, está la experiencia sexual. El orgasmo sexual puede producir un estado similar al provocado por un trance o a los efectos de ciertas drogas" (p. 22). En culturas no orgiásticas, el alcohol y las drogas son modos de escapar de la separación pero, una vez concluida esa experiencia, las personas se sienten aún más aisladas, lo que les impulsa a reiterarlas con frecuencia e intensidad crecientes. "La solución orgiástica sexual presenta leves diferencias. En cierta medida, constituye una forma natural y normal de superar la separación, y una solución parcial al problema del aislamiento. Pero en muchos individuos que no pueden aliviar de otras maneras el estado de separación, la búsqueda del orgasmo sexual asume un carácter que lo asemeja bastante al alcoholismo o a la afición a las drogas (...) puesto que el acto sexual sin amor nunca elimina el abismo que existe entre dos seres humanos" (p. 22).

b) En la sociedad occidental, la unión del individuo con el grupo constituye la forma predominante de superar el estado de separación: "si soy como todos los demás, si no tengo sentimientos o pensamientos que me hagan diferente, si me adapto en las costumbres, las ropas, las ideas, al patrón del grupo, estoy salvado; salvado de la terrible experiencia de la soledad" (p. 23). Esta nueva forma de búsqueda de unidad se caracteriza por la falta de intensidad y de violencia y, sobre todo, por la estabilidad. Sin embargo, "la frecuencia del alcoholismo, la afición a las drogas, la sexualidad compulsiva y el suicidio en la sociedad occidental contemporánea constituyen los síntomas de ese fracaso relativo de la conformidad tipo rebaño" (p. 26).

c) El tercer modo consiste en la actividad creadora, sea la del artista o la del artesano, en la que el hombre se une al mundo. Pero esto sólo es válido —matiza Fromm— en el trabajo productivo, porque de algún modo el hombre se ve y se objetiva en lo producido. La unión no se logra, en cambio, cuando el trabajador se convierte en un apéndice de la máquina o en un insignificante engranaje de la organización laboral.

d) Tras analizar esas tres tentativas de lograr la unidad, Fromm concluye que ninguna de ellas es satisfactoria por constituir meras respuestas parciales al problema de la existencia: "la unidad alcanzada por medio del trabajo productivo no es interpersonal; lo que se logra en la fusión orgiástica es transitorio, la proporcionada por la conformidad es sólo pseudounidad. La solución está en la unión interpersonal, la fusión con otra persona, en el amor" (p. 27). Este es —a su parecer— el deseo más poderoso en el hombre, la pasión más fundamental, la fuerza que sostiene a la raza humana y a la sociedad. Ahora bien: la fusión amorosa puede lograrse de diversos modos, algunos de los cuales no merecen el nombre de amor. Fromm distingue entre formas maduras de amor y formas inmaduras, a las que también denomina uniones simbióticas. "La unión simbiótica tiene su patrón biológico en la relación entre la madre embarazada y el feto. Son dos y, sin embargo, uno solo. Viven juntos, se necesitan mutuamente (...). En la unión simbiótica psíquica, los dos cuerpos son independientes, pero psicológicamente existe el mismo tipo de relación" (p. 28). La forma pasiva de la unión simbiótica para Fromm es la sumisión —o en términos psiquiátricos, masoquismo—, y la forma activa es la dominación o sadismo. El masoquista escapa al sentimiento de aislamiento convirtiéndose en una parte de otra persona, que la dirige, la guía, la protege: el otro es el todo, y él, la nada. El sádico, en cambio, hace del otro individuo una parte de sí mismo: la persona se acrecienta y realza al incorporar al otro que lo adora. El sadismo y el masoquismo son correlativos: uno domina, explota, lastima y humilla; el otro es dominado, explotado, lastimado y humillado. Aunque en un sentido realista la diferencia sea considerable, "en un sentido emocional profundo, la diferencia no es mayor que lo que ambas tienen en común: la fusión sin integridad" (p. 29). En contraste con la unión simbiótica, "el amor maduro significa unión a condición de preservar la propia integridad, la propia individualidad. El amor es un poder activo en el hombre; un poder que atraviesa las barreras que separan al hombre de sus semejantes y lo une a los demás; el amor lo capacita para superar su sentimiento de aislamiento y separatidad, y no obstante le permite ser él mismo, mantener su integridad. En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos" (p. 30).

Dando un ulterior paso, Fromm intenta mostrar el amor como actividad. Toma de Spinoza la distinción entre afectos activos y pasivos —acciones y pasiones—: en el ejercicio de los primeros el hombre es libre y los domina; en los segundos, en cambio, es impulsado por motivaciones inconscientes. "La envidia, los celos, la ambición, todo tipo de avidez, son pasiones; el amor es una acción, la práctica de un poder humano, que sólo puede realizarse en la libertad y jamás como resultado de una compulsión (...). El amor es una actividad, no un afecto pasivo; es un estar continuado, no un súbito arranque. En el sentido más general, puede describirse el carácter activo del amor afirmando que amar es dar, no recibir" (p. 31). Contra la idea habitual de que dar signifique privarse de algo, sacrificarse, nuestro autor afirma taxativamente que dar no tiene sentido alguno de renuncia. El significado de privación —añade— se lo ha dado gente cuya orientación fundamental no es productiva: vive el dar como un empobrecimiento y hace del dar una virtud, un sacrificio; en cambio, "para el carácter productivo, dar posee un significado totalmente distinto: constituye la más alta expresión de potencia.  En el mismo acto de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llenan de dicha. Me experimento a mí mismo como desbordante, pródigo, vivo, y, por tanto, dichoso. Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad" (p. 32).

"Además de en la donación, el carácter activo del amor se manifiesta también en ciertos elementos básicos, comunes a todas las formas del amor: el cuidado, la responsabilidad, el respeto y el conocimiento" (p. 34). El cuidado es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos. Fromm cita el libro de Jonás para ilustrar este aspecto del amor: el profeta quería para los habitantes de Nínive justicia, no misericordia, pero "Dios le explica a Jonás que la esencia del amor es trabajar por algo y hacer crecer, que el amor y el trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo que se trabaja, y se trabaja por lo que se ama" (p. 35). Con la palabra responsabilidad no se alude a algo impuesto desde el exterior como un deber, sino al acto enteramente voluntario de responder a las necesidades de otro ser humano. Jonás no se sentía responsable ante los habitantes de Nínive, como tampoco Caín. En cambio, la persona que ama, responde. Esa responsabilidad —según Fromm— degeneraría en dominación y posesividad si no fuese por el tercer componente del amor: el respeto, que no es temor ni sumisa reverencia, sino capacidad de ver (respicere, 'mirar') a una persona tal cual es y tener conciencia de su individualidad, es decir, desear "que la persona amada crezca y se desarrolle por sí misma, en la forma que le es propia, y no para servirme" (p. 36), pues el respeto a una persona exige conocerla. Junto a la necesidad de fundirse con la otra persona y superar la separación hay un anhelo profundo por conocer el secreto de la otra persona. "El amor es la penetración activa en la otra persona, en que la unión satisface mi deseo de conocer. En el acto de amar, de entregarse, en el acto de penetrar en la otra persona, me encuentro a mí mismo, me descubro, nos descubre a ambos, descubro al hombre" (pp. 38-39). "La única forma de alcanzar el conocimiento total consiste en el acto de amar: ese acto trasciende el pensamiento, trasciende las palabras. Es una zambullida temeraria en la experiencia de la unión" (p. 39).

La vía del amor que permite descubrir al hombre es semejante —según Fromm— a la que los místicos emplean para alcanzar a Dios. En el misticismo se deja de lado el intento de conocer a Dios por medio del pensamiento, y se lo reemplaza por la experiencia de la unión con Dios, "en la que ya no hay lugar para el conocimiento acerca de Dios, ni tal conocimiento es necesario" (p. 40). Fromm dirá que la experiencia de unión con el hombre o con Dios no es en modo alguno irracional, sino que —como ha señalado A. Schweitzer— es la consecuencia del racionalismo, su consecuencia más audaz y radical: "es el conocimiento de que nunca captaremos el secreto del hombre y del universo, pero que podemos conocerlos, sin embargo, en el acto de amar, la psicología como ciencia tiene limitaciones, y así como la consecuencia lógica de la teología es el misticismo, así la consecuencia última de la psicología es el amor" (p. 40).

Después de referirse al amor como forma de superar la separación humana y como realización del anhelo de unión, Fromm analiza otra necesidad existencial de unión más específica y de orden biológico: el deseo de unión entre los polos masculino y femenino. La polaridad sexual, que lleva al hombre a buscar la unión con el otro sexo, se da también en la naturaleza a través de dos funciones fundamentales, la de recibir y la de penetrar: "es la polaridad de la tierra y la lluvia, del río y el océano, de la noche y el día, de la oscuridad y la luz, de la materia y del espíritu" (p. 41). Pero, además, dentro de cada hombre y cada mujer existe también una polaridad entre los principios masculino y femenino. Nuestro autor reprocha a Freud su materialismo fisiológico que le lleva a considerar el amor como sublimación del instinto sexual. "Lo que Freud paradójicamente no tiene en cuenta es el aspecto psico-biológico de la sexualidad, la polaridad masculino-femenina, y el deseo de resolver la polaridad por medio de la unión" (p. 43). Según Fromm, la atracción erótica no se manifiesta únicamente en la atracción sexual, sino también en la atracción que experimenta el carácter masculino por el femenino y viceversa. "Puede definirse el carácter masculino diciendo que posee las cualidades de penetración, conducción, actividad, disciplina y aventura;  el carácter femenino, las cualidades de receptividad productora, protección, realismo, resistencia, maternalidad (p. 44). Cuando los rasgos masculinos están debilitados, se procura compensar esa indeterminación caracteriológica con el donjuanismo: el hombre siente la necesidad de demostrar su masculinidad mediante proezas en el terreno sexual. Si la parálisis es más intensa, el sustitutivo perverso de la masculinidad es el sadismo; mientras que el debilitamiento o perversión  de la sexualidad femenina se transforma en masoquismo o posesividad.

De todas formas, Fromm no critica la acentuación excesiva que la sexualidad cobra en las teorías freudianas, sino el fracaso de éstas para comprender la sexualidad esencialmente: "es necesario corregir y profundizar el concepto freudiano, trasladando las concepciones de Freud de la dimensión fisiológica a la biológica y existencial" (p. 45).

2. El amor entre padres e hijos (pp. 45-51).

A continuación analiza el influjo que el amor materno y paterno llevan a cabo en la configuración de la actitud psíquica de la persona respecto al amor. La experiencia de ser amado por la madre es —en opinión de Fromm— absolutamente pasiva. El amor de ella es incondicional y nada hay que hacer para merecerlo. Antes de los 8 años, el niño responde con gratitud y alegría al amor que se le brinda. A partir de esa edad, intentará ser amado por lo que es; aparece así el deseo de producir amor por medio de la propia actividad. Muchos años transcurrirán desde este primer comienzo de superación del egocentrismo hasta la madurez del amor, cuando se comprende que amar es más importante que ser amado y se "siente la potencia de producir amor —antes que la dependencia de recibir siendo amado— para lo cual debe ser pequeño, indefenso, enfermo o bueno. El amor infantil sigue el principio: amo porque me aman. El amor maduro obedece al principio: me aman porque amo. El amor inmaduro dice: te amo porque te necesito. El amor maduro dice: te necesito porque te amo" (p. 47).

En el proceso de madurez amorosa, la figura del padre desempeña un papel primordial. Frente al amor incondicional de la madre, el amor paterno depende del cumplimiento de ciertas expectativas: debe ganarse y es susceptible de perderse. Las actitudes del padre y de la madre se complementan: la madre proporciona seguridad y felicidad al niño; el padre, la solución de los problemas planteados por el mundo y la sociedad. La persona alcanza la madurez cuando interioriza la figura del padre y de la madre: "si un individuo conservara sólo la conciencia paterna, se tornaría áspero e inhumano. Si tuviera únicamente la conciencia materna, podría perder su criterio y obstaculizar su propio desarrollo o el de los demás. En esa evolución de la relación centrada en la madre a la centrada en el padre, y su eventual síntesis, se encuentra la base de la salud mental y el logro de la madurez. El fracaso de dicho desarrollo constituye la causa básica de la neurosis" (p. 50).

En opinión de Fromm, las neurosis tiene su origen en una madre amorosa, pero demasiado indulgente o dominadora, y un padre débil e indiferente. Permanecer fijado a una temprana relación con la madre convierte a la persona en dependiente, receptiva y fácilmente vulnerable, necesitada de cuidado y protección constantes: en los demás —ya sea en mujeres o en hombres con autoridad— busca la seguridad que le falta. Si, por el contrario, se exalta la función paterna, el niño se transformará en una persona enteramente entregada a los principios de la ley, el orden y la autoridad, con deficiencias en su capacidad de esperar o recibir un amor incondicional. "Lo característico de todos esos desarrollos neuróticos es el hecho de que el principio, el paterno o el materno, no alcanzan a desarrollarse, o bien —como ocurre en muchas neurosis serias— que los papeles de la madre y del padre se tornan confusos tanto en lo relativo a las personas exteriores como a dichos papeles dentro de la persona.  Un examen más profundo puede mostrar que ciertos tipos de neurosis, las obsesivas, por ejemplo, se desarrollan especialmente sobre la base de un apego unilateral al padre, mientras que otras, como la histeria, el alcoholismo, la incapacidad de autoafirmarse y de enfrentar la vida en forma realista, y las depresiones, son el resultado de  una relación centrada en la madre" (p. 51).

3. Los objetos amorosos (pp. 52 a 83).

Fromm insiste en que el amor no es esencialmente una relación con una persona específica; "es una actitud, una  orientación del carácter que determina el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad, no como un objeto amoroso" (p. 52), pues el amor no está constituido por el objeto sino por el ejercicio de la facultad; es una actividad, un poder del alma. "Decir que el amor es una orientación que se refiere a todos y no a uno no implica, empero, la idea de que no hay diferencias entre los diversos tipos de amor, que dependen de la clase de objeto que se ama" (p. 52). Establecido esto, analizará sucesivamente cinco tipos de amores: fraterno, materno, erótico, amor a sí mismo y amor a Dios.

a) El amor fraterno

El amor fraterno es —según Fromm— el amor a todos los seres humanos; "se caracteriza por su falta de exclusividad" (p. 53). Se basa en la identidad de la esencia humana, común a todos los hombres. Si penetramos en el núcleo de la personalidad de los demás —añade—, inmediatamente percibimos nuestra identidad y surge la hermandad. Este amor "sólo comienza a desarrollarse cuando amamos a quienes no necesitamos para nuestros fines personales" (p. 54). A esta clase de amor se refiere la Biblia cuando dice: ama a tu prójimo como a ti mismo.

b) El amor materno

A la afirmación incondicional de la vida de los demás hombres, el amor materno añade algo que va más allá de la mera conservación: "es la actitud que inculca en el niño el amor a la vida, que crea en él el sentimiento: ¡es bueno estar vivo, es bueno ser una criatura, es bueno estar sobre esta tierra! Esos dos aspectos del amor materno se expresan muy sucintamente en el relato bíblico de la creación" (p. 54). Fromm alude a la expresión bíblica Dios vio que era bueno. El amor materno, en un segundo momento, hace sentir al niño que es una suerte el haber nacido. Para explicar esto, Fromm recurre a otro símbolo bíblico: "la tierra prometida (la tierra es siempre un símbolo materno), se describe como plena de leche y miel". La leche es el símbolo del primer aspecto del amor, el de cuidado y el de la afirmación. La miel simboliza la dulzura de la vida, el amor por ella y la felicidad de estar vivo. La mayoría de las madres son capaces de dar leche, pero sólo unas pocas pueden dar miel también" (p. 55). Para esto último se requiere que la madre sea una persona feliz. De ahí que sea posible distinguir en los niños —y en los adultos— entre los que sólo recibieron leche y los que además recibieron miel.

En contraste con el amor fraternal y el erótico, que se dan entre iguales, éste amor está marcado por su carácter de desigualdad: el niño necesita toda la ayuda y la madre se la proporciona. El tenor altruista y generoso del amor materno ha llevado a considerarlo la forma más elevada de amor y el más sagrado de todos los vínculos emocionales. Los peligros son la existencia de un posible elemento narcisista (la madre ama al niño por considerarlo una parte suya) y de deseo o posesión por parte de la madre. Sin embargo, esas motivaciones no son tan universales como la necesidad de trascendencia: "ella se trasciende en el niño; su amor por él da sentido y significación a su vida" (p. 56). El varón, imposibilitado de trascenderse por esta vía, lo intentará a través de la creación y las ideas.

La madurez del amor materno lleva a desear que el niño se separe de ella. Aquí radica la diferencia básica con respecto al amor erótico. En éste, dos seres que estaban separados se convierten en uno solo; en aquel, dos seres que estaban unidos se separan. Por eso, el amor materno "requiere generosidad y capacidad de dar todo sin desear nada salvo la felicidad del ser amado" (p. 57).

c) El amor erótico

En contraste con los otros dos amores, el erótico es un anhelo de fusión completa con una persona. En opinión de Fromm es exclusivo y "la forma de amor más engañosa que existe", porque se lo confunde fácilmente con la experiencia explosiva de enamorarse, con el súbito derrumbe de las barreras que existían hasta ese momento entre dos desconocidos. Esa separación que se ha superado es de índole física, y la intimidad que se establece es principalmente a través del contacto sexual. "La intimidad de este tipo tiende a disminuir cada vez más a medida que transcurre el tiempo. El resultado es que se trata de encontrar amor en la relación con otra persona, con un nuevo desconocido" (p. 59). Se vuelve a repetir el ciclo: el mantenimiento de tales ilusiones proviene del carácter engañoso del deseo sexual.

El error que está en la base —según Fromm— estriba en unir el deseo sexual con la idea de amor, no percatándose de que se trata de realidades diversas. "El amor puede inspirar el deseo de la unión sexual; en tal caso, la relación física hállase libre de avidez, del deseo de conquistar o ser conquistado, pero está fundido con la ternura. Si el deseo de unión física no está estimulado por el amor, si el amor erótico no es a la vez fraterno, jamás conduce a la unión salvo en el sentido orgiástico y transitorio." (p. 59). Por eso reprocha a Freud la consideración de la ternura como mera y simple sublimación del instinto sexual, cuando en realidad es un afecto distinto del amor erótico, que se puede dar tanto en formas físicas como no físicas del amor. Asimismo, Fromm arremete contra el amor erótico exclusivista. Se trataría de un egoísmo a deux en donde se daría la vivencia de superar la separación pero, puesto que los dos están separados del resto de la humanidad, esa experiencia de unión no sería más que una ilusión. "El amor erótico es exclusivo, pero ama en la otra persona a toda la humanidad, a todo lo que vive" ( p. 60).

A continuación Fromm trata de la disyuntiva entre la concepción tradicional del amor erótico —como acto de la voluntad— y la concepción contemporánea que lo funda en el sentimiento. No toma partido ni por una ni por otra parte; se limita simplemente —según él— a corregir los excesos de ambos planteamientos. La postura tradicional se basa en una premisa verdadera: "el amor debe ser esencialmente un acto de la voluntad, de decisión de dedicar toda nuestra vida a la de la otra persona. Ese es, sin duda, el razonamiento que sustenta la idea de la indisolubilidad del matrimonio, así como las muchas formas de matrimonio tradicional" (p. 60). Lógicamente —según Fromm— tal planteamiento para la mentalidad contemporánea es inadmisible, pues se considera que el amor es la irrupción espontánea y emocional de un sentimiento irresistible entre dos individuos implicados. El autor critica esa postura: "se pasa así por alto un importante factor del amor erótico, el de la  voluntad. Amar a alguien no es meramente un sentimiento poderoso, es una decisión, es un juicio, es una promesa. Si el amor no fuera más que un sentimiento, no existirían bases para las promesas de amarse eternamente. Un sentimiento comienza y puede desaparecer" (p. 61).

Fromm propone una solución ecléctica: "ambos puntos de vista, entonces, el del amor erótico como una atracción completamente individual, única entre dos personas específicas, y el de que el amor erótico no es otra cosa que un acto de la voluntad, son verdaderos o, como sería quizás más exacto, la verdad no es lo uno ni lo otro. De ahí que la idea de una relación que pueda disolverse fácilmente si no resulta exitosa es tan errónea como la idea de que tal relación no debe disolverse bajo ninguna circunstancia" (p. 61).

d) El amor a sí mismo

Se pronuncia en contra de lo que él llama creencia común de que amar a los demás es virtud y amarse a sí mismo pecado. La errada opinión que identifica el amor a sí mismo con el egoísmo, se remontaría —según él— a los inicios del pensamiento occidental, consolidándose después con Calvino, que lo califica como peste, hasta llegar a Freud, para quien se identifica con el narcisismo o la vuelta de la libido hacia el propio ser. Sin embargo, como el amor —en opinión de Fromm— es una actitud idéntica hacia todos los objetos, incluye al propio yo: "si es una virtud amar al prójimo como a uno mismo, debe serlo también —y no es un vicio— que me ame a mí mismo, puesto que también yo soy un ser humano (...). El amor a sí mismo está inseparablemente ligado al amor a cualquier otro ser" (p. 63); no es excluyente ni alternativo sino conjuntivo. Por lo tanto, el egoísmo y el amor a sí mismo, lejos de ser idénticos, son realmente opuestos. "El individuo egoísta no se ama demasiado, sino muy poco (...). Tal falta de cariño y cuidado por sí mismo, que no es sino la expresión de su falta de productividad, lo deja vacío y frustrado" (p. 65). En definitiva, el egoísta es incapaz de amar a los demás porque tampoco sabe amarse a sí mismo.

Se daría así un paralelismo entre el egoísmo y la ávida preocupación por los demás, presente, por ejemplo, en la madre sobreprotectora. Sus cuidados exagerados no proceden de un amor excesivo al niño, sino de que debe compensar su incapacidad para amarlo. En la práctica clínica, la generosidad neurótica constituye un síntoma en personas acosadas por depresiones, fatigas y otras afecciones, que no ven en esa generosidad precisamente un indicio patológico, sino un rasgo caractereológico redentor del que se enorgullecen. La labor analítica mostrará que esa fachada de generosidad oculta un egocentrismo sutil que incapacita para amar y disfrutar de la vida. Los niños que padecen esta sobreprotección están —en opinión del autor— angustiados, tensos, temerosos de la desaprobación de la madre y ansiosos de responder a sus expectativas. "Se los coloca bajo la obligación de no desilusionarla; se les enseña, bajo la máscara de la virtud, a no gustar de la vida" (p. 66). Sólo una madre que se ama a sí misma puede irradiar felicidad, amor y alegría. Fromm cita a Meister Eckhart, en quien encuentra quizás la principal fuente de inspiración para esta concepción del amor: "si te amas a ti mismo, amas a todos los demás como a ti mismo. Mientras ames a otra persona menos que a ti mismo, no lograrás realmente amarte, pero si amas a todos por igual, incluyéndote a ti, los amarás como una sola persona y esa persona es a la vez Dios y el hombre. Así, pues, es una persona grande y virtuosa la que amándose a sí misma, ama igualmente a todos los demás".

e) El amor a Dios

En Fromm, el significado de Dios se identifica con el de bien más deseable para una determinada persona. Por eso comienza este apartado con un "análisis de la estructura caractereológica de la persona que adora a Dios" (p. 67). Las religiones primitivas nacen del deseo del hombre por retornar al reino natural, en un intento de recuperar la unidad perdida. El hombre primitivo adora a un totem o a un animal como Dios. Posteriormente el hombre adorará al producto de sus manos: es la etapa de ídolos hechos de arcilla, plata u oro. En un momento ulterior, cuando el hombre sea más consciente de sí mismo y descubra su dignidad, otorgará a los dioses forma humana. Fromm, siguiendo los estudios de Bachofen y Morgan, sostiene que en esa etapa antropomórfica se produce una evolución, desde la fase matriarcal a la patriarcal. Sin embargo —añade—, la única que conocemos plenamente sin necesidad de inferencias reconstructivas, es la fase patriarcal.

Mientras que la religión matriarcal se basa en la igualdad (ante la madre todos sus hijos son iguales y dignos de protección), la patriarcal se funda en la diferencia del amor paterno respecto a sus hijos, de acuerdo con exigencias, principios y leyes: se prefiere al hijo que más se asemeja al padre en virtud de su obediencia y de su capacidad para sucederle como heredero de sus posesiones. A pesar de que en la religión patriarcal predomina la figura del padre, la presencia de la madre amante no es expulsada de modo completo: "en la religión judía, los aspectos maternos de Dios vuelven a introducirse, en especial en las diversas corrientes místicas. En la religión católica, la Iglesia y la Virgen simbolizan a la madre. Ni siquiera en el protestantismo permanece oculta" (p. 70). En opinión de Fromm, la doctrina luterana se halla marcada por un fuerte sello patriarcal, pero la consideración de la propia impotencia, del desvalimiento y de la confianza en la sola fe, introducen subrepticiamente un elemento matriarcal.

En la religión patriarcal se produce pues una evolución: desde el Dios despótico y celoso que considera al hombre como su propiedad y sobre el cual tiene derecho a hacer cuanto quiera (Fromm menciona la expulsión del paraíso, el momento en que Dios decide destruir la raza humana a través del diluvio o cuando ordena a Abraham que mate a su único hijo), pasando por la etapa en que Dios establece la alianza con el pueblo escogido, hasta la fase en que Dios deja de ser "la figura de un padre y se convierte en el símbolo de sus principios, los de justicia, verdad y amor. Dios es verdad, Dios es justicia. En ese desarrollo, Dios deja de ser una persona, un hombre, un padre; se convierte en el símbolo del principio de unidad subyacente a la multiplicidad de los fenómenos" (p. 72). Por esta razón —concluye Fromm—, Dios no puede tener un nombre, pues un nombre siempre denota una cosa, o una persona, o algo finito. Este cambio notable se pone de manifiesto en el relato bíblico, cuando Moisés insiste en que los judíos no le creerán como enviado de Dios, a menos que pueda decirles su nombre. "Dios hace una concesión. Dice a Moisés que su nombre es Yo soy el que soy (...). La traducción más adecuada de la frase sería: diles que mi nombre es sinnombre. La prohibición de hacer imágenes de Dios, de pronunciar su nombre en vano y, eventualmente, de pronunciar su nombre en absoluto, apunta a la misma finalidad, la de liberar al hombre de la idea de que Dios es un padre, una persona" (p. 72).

Sin embargo —en opinión del autor— "la mayoría de la gente no ha superado en su evolución personal la etapa infantil, y de ahí que su fe en Dios signifique creer en un padre protector: una ilusión infantil. Esta sigue siendo la forma predominante, a pesar del hecho de que algunos grandes maestros de la raza humana y un pequeño número de hombres hayan superado ese concepto de la religión" (p. 73). Siempre según Fromm, la madurez se alcanza cuando la persona no sabe nada acerca de Dios, y la realidad de Dios se reduce a un símbolo de lo que el hombre anhela —verdad, justicia, amor—, permitiéndole el pleno desarrollo de los poderes humanos, en especial de su capacidad de amar. Después de señalar cuál es la persona verdaderamente monoteísta y verdaderamente religiosa, nuestro autor aclara que él personalmente no es teísta y que su concepto de Dios es sólo un concepto históricamente condicionado, en el que el hombre ha expresado la experiencia de sus poderes superiores, su anhelo de verdad y de unidad. "Pero creo también —añade— que las consecuencias de un monoteísmo estricto y la preocupación fundamental no-teísta por la realidad espiritual son dos puntos de vista que, aunque diferentes, no se contradicen necesariamente" (p. 75).

En la última parte del capítulo dedicado al amor de Dios, Fromm distingue entre la actitud religiosa de Oriente (China e India) y la occidental. La diferencia estribaría en el tipo de lógica empleado: mientras Occidente se atiene a la lógica aristotélica de los primeros principios (identidad, no contradicción y tercio excluso), Oriente aplica una lógica paradójica, opuesta a la aristotélica. La lógica paradójica predominó en el pensamiento chino e indio, en la filosofía de Heráclito y, posteriormente, en la dialéctica de Hegel y Marx. En apoyo de esa tesis, cita sentencias de Lao Tse, de Chuang-tzu ("lo que es uno es uno. Aquello que es no-uno, también es uno"), de Heráclito (referidas a la armonía de tensiones opuestas y a su conocida imagen del río), del taoísmo chino ("el Tao en su curso regular no hace nada y, por lo tanto, no hay nada que no haga") y abundantes fragmentos de la filosofía brahmánica hindú. Tanto la filosofía china como la hindú rechazan el planteamiento dualista y sostienen una oposición sucesiva y complementaria, tras haber llegado a la conclusión de que la oposición es una categoría de la mente humana y no un elemento de la realidad.

Fromm establece la diferencia entre la lógica aristotélica —de la que prácticamente no habla— y la paradójica, con el fin de preparar el terreno para descubrir una nota esencial del concepto de amor a Dios. Los maestros de la lógica paradójica afirman que el hombre percibe la realidad sólo a través de las contradicciones, por lo que no debe aspirar a descubrir la realidad esencial mediante el pensamiento, sino mediante un acto de unidad. El amor a Dios no se identificará, por tanto, con el conocimiento de Dios a través del pensamiento, sino a través de la experiencia de la unión con Dios. En consecuencia —concluye—, lo único decisivo es la forma correcta de vivir: "tanto en el brahmanismo como en el budismo y en el taoísmo, la finalidad fundamental de la religión no es la creencia correcta, sino la acción correcta. Lo mismo ocurre con la religión judía (...). La diferencia entre fariseos y saduceos se produjo esencialmente entre dos clases sociales opuestas (...). En la historia moderna, el mismo principio se expresa en el pensamiento de Spinoza, Marx y Freud" (p. 80).

Al privilegiar la acción sobre el pensamiento, la lógica paradójica produjo —según nuestro autor— una serie de consecuencias: en primer lugar, dio origen a la tolerancia que encontramos en el desarrollo religioso de India y de China. "En segundo lugar, el punto de vista paradójico llevó a dar más importancia al hombre en transformación que al dogma, por una parte, y a la ciencia, por otra. Desde el punto de vista chino, indio y místico, la tarea religiosa del hombre no consiste en pensar bien, sino en obrar bien y en llegar a ser uno con lo Uno en el acto de la meditación concentrada". Lo contrario ocurre —según Fromm— en el pensamiento occidental —centrado en la importancia del pensar, si bien derivadamente se valora la acción correcta—, que desemboca en las rigideces del dogma, en las interminables controversias en torno a esas fórmulas, y en la intolerancia frente al no creyente o hereje: "la persona que creía en Dios —aunque no viviera a Dios— sentíase superior a los que vivían a Dios, pero no creían en El" (p. 81). El esfuerzo de encontrar la verdad por medio del pensamiento no conduce sólo al dogma, sino también a la ciencia: "en resumen, la lógica paradójica llevó a la tolerancia y a un esfuerzo hacia la autotransformación. La consideración aristotélica condujo al dogma y a la ciencia, a la Iglesia Católica y al descubrimiento de la energía atómica" (p. 82).

Fromm concluye que, así como la madurez de la persona consiste en interiorizar los principios de protección y de obligatoriedad representados por las figuras de la madre y del padre, la madurez religiosa del hombre se alcanza cuando se produce un idéntico desarrollo en el amor a Dios, desde "el comienzo del amor a Dios como la desamparada relación con una Diosa madre, a través de la obediencia a un Dios paternal, hasta una etapa madura en la que Dios deja de ser un poder exterior, en la que el hombre ha incorporado en sí mismo los principios del amor y justicia, en la que se ha hecho uno con Dios y, eventualmente, a un punto en que sólo habla de Dios en un sentido poético y simbólico" (p. 83). De todas formas —añade— pocos llegan a la madurez religiosa y la mayoría permanece en las fases de Dios como madre protectora o como padre que castiga y recompensa.

La complejidad de la sociedad occidental se manifiesta también en el plano religioso, donde "encontramos todas las fases, desde la más antigua y primitiva hasta la más elevada. La palabra Dios denota al jefe de la tribu tanto como a la Nada absoluta. En igual forma, cada individuo conserva en sí mismo, en su inconsciente, como lo ha demostrado Freud, todas las etapas desde la del infante desvalido en adelante. La cuestión es hasta qué punto ha crecido. Una cosa es segura: la naturaleza de su amor a Dios corresponde a la naturaleza de su amor al hombre" (p. 83).

 

III. El amor y su desintegración en la sociedad occidental contemporánea (pp. 84-103).

En este capítulo —de índole claramente sociológica—, Fromm se pregunta si la estructura social de la civilización occidental y las consecuencias que de ella resultan favorecen el desarrollo del amor. La contestación es negativa: el amor en todas sus formas —fraterno, materno y erótico— es un fenómeno bastante raro, mientras que proliferan las formas de pseudoamor características de la desintegración de la actividad amorosa.

El autor cree hallar la causa de esa desintegración en la misma estructura de la sociedad capitalista, basada en la libertad política y en la de mercado como reguladoras de las relaciones económicas y sociales: las cosas, por útiles y necesarias que sean, carecen de valor económico si no hay demanda de ellas. La búsqueda del aumento de beneficios a cualquier costo provoca la centralización y la concentración del capital, cuya posesión se separa paulatinamente de su administración que queda en manos de sociedades anónimas. El trabajador, para defenderse, se ve obligado a formar parte de grandes sindicatos, dirigidos por una poderosa burocracia que lo representa ante los colosos industriales. Ese modo de concebir la economía se refleja también en una determinada jerarquía de valores, en donde "el capital domina al trabajo; las cosas acumuladas, lo que está muerto, tiene más valor que el trabajo, los poderes humanos, lo que está vivo" (p. 85). A su vez, la consideración del tener como valor supremo influye en los rasgos caracteriológicos del hombre moderno: despojado de lo que constituye su individualidad "el hombre moderno está enajenado de sí mismo, de sus semejantes y de la naturaleza" (p. 86). Los sentimientos de inseguridad y angustia, que surgen siempre cuando no se supera la separación, le impulsan a salir de ese estado por diversas vías: la rutina del trabajo burocratizado, el afán de diversiones y el consumo. En definitiva, "la felicidad del hombre moderno consiste en divertirse. Divertirse significa la satisfacción de consumir y asimilar artículos, espectáculos, comida, bebida, cigarrillos, gente, conferencias, libros, películas; todo se consume, se traga. El mundo es un enorme objeto de nuestro apetito, una gran manzana, una gran botella, un enorme pecho; todos succionamos, los eternamente expectantes, los esperanzados —y los eternamente desilusionados—" (p. 87).

En ese ambiente, el matrimonio es visto como un simple refugio de la soledad y como un equipo que debe funcionar bien: marido y mujer se tratan con cortesía y se esfuerzan por hacer que el otro se sienta mejor, pero sin lograr una relación central, concepto que Fromm no explica. En opinión de nuestro autor, la concepción del amor como trabajo en equipo es reciente y fue precedida por lo que, tras la Primera Guerra Mundial, se llamó adaptación sexual. Durante ese período se publicaron muchos libros en los que se prometía felicidad y amor si se seguían instrucciones y consejos referentes a la conducta sexual apropiada. Toda esa literatura manifestaba —según Fromm— la ilusión de una época que todavía confiaba en técnicas. El fracaso de tantas parejas demuestra, en cambio, que "el amor no es el resultado de la satisfacción adecuada; por el contrario, la felicidad sexual —y aún el conocimiento de la llamada técnica sexual— es el resultado del amor" (p. 89). Por otra parte —continúa Fromm—, la satisfacción plena y desinhibida de todos los deseos instintivos no asegura la salud mental y la felicidad. "Las tesis freudianas pudieron llegar a popularizarse tan sólo en el período que siguió a la Primera Guerra Mundial, a causa de los cambios ocurridos en el espíritu del capitalismo, del énfasis en ahorrar al énfasis en gastar (...). Tanto en la esfera de lo sexual cuanto en la del consumo material, la tendencia fundamental era no postergar la satisfacción de ningún deseo" (p. 92).

Tanto el amor como satisfacción sexual recíproca como el amor como trabajo en equipo (refugio de la soledad) son formas de la patología del amor producidas por la estructura social. Junto a ellas, existen otras formas caracterizadas por la presencia de rasgos neuróticos. La condición básica de las formas de amor neurótico "radica en el hecho de que uno o los dos amantes han permanecido ligados a la figura de un progenitor y transfieren los sentimientos, expectaciones y temores que una vez tuvieron frente al padre o a la madre, a la persona amada en la vida adulta; tales personas no han superado el patrón de relación infantil, y aspiran a repetirlo en sus exigencias afectivas en la vida adulta" (p. 94). Se produce así un desajuste entre la edad afectiva (de 2,5 a 12 años) y la intelectiva o social que corresponde a la edad cronológica. Hombres que han permanecido fijados a una relación infantil con la madre, pueden ser afectuosos y encantadores para lograr que una mujer los ame, pero su finalidad es ser amados, no amar. Todo lo que no corresponda a una actitud de madre amante hacia su hijo encantador, es visto como falta de amor. La fijación a la madre presenta aún una patología más grave, profunda e irracional, cuando el hijo no trata de volver a los brazos protectores de la madre, sino a sus entrañas, e introducirse nuevamente en ellas, pues eso equivale a ser arrebatado de la vida. Esta última forma patológica se origina en la relación con madres absorbentes y destructivas.

Por lo que se refiere al hijo que sólo cuenta con el afecto de su padre, el fin principal de su vida consiste en complacerlo: cuando lo logra se siente feliz, seguro y satisfecho; cuando no, se siente disminuido, rechazado y abandonado. "En los años posteriores, ese hombre tratará de encontrar una figura paterna con la que se pueda mantener una relación similar" (p. 97). En su trato con las mujeres permanece apartado y distante y suele amarlas del mismo modo que un padre a sus hijas jovencitas. Su cualidad masculina puede impresionar inicialmente a una mujer, pero posteriormente ésa se sentirá decepcionada al comprobar el afecto fundamental de su esposo hacia la figura paterna. Otro caso de perturbación neurótica proviene de padres que no se aman, pero que evitan las peleas u otros signos exteriores indicadoras de dicha situación. La neutralidad afectiva de los padres envuelve a los hijos en una atmósfera que los desconcierta y atemoriza.

Fromm analiza finalmente algunas formas de amor irracional sin mencionar los factores específicos que los han originado. En el amor idolátrico se idoliza a la persona amada: los propios poderes se proyectan en la persona amada, quien pasa a ser "todo amor, toda luz, toda dicha". Inevitablemente se producirá la desilusión cuando se descubran los defectos del ídolo. Otra forma de pseudoamor es el amor sentimental. "Su esencia consiste en que el amor sólo se experimenta en la fantasía y no en el aquí y ahora de la relación con otra persona real. La forma más común de tal tipo de amor es la que se encuentra en la gratificación amorosa substitutiva que experimenta el consumidor de películas, novelas románticas y canciones de amor" (p. 99). Una modalidad del amor sentimental es lo que Fromm denomina abstractificación del amor en términos de tiempo. Aunque no se experimenta amor alguno, se recuerda conmovido el pasado amoroso (que tampoco fue gran cosa cuando era presente) o se sueña con fantasías de dichas amorosas plenas en el futuro, pese a que los esposos empiezan ya a notar síntomas de aburrimiento. "Sea que el amor se experimente substitutivamente participando de experiencias ficticias de los demás, o que se traslade del presente al pasado o al futuro, tal forma abstracta y enajenada del amor sirve como opio que alivia el dolor de la realidad, la soledad y la separación del individuo" (p. 100). Por último, el amor neurótico se manifiesta también en el empleo de mecanismos proyectivos: a fin de evadirse de los propios fallos y defectos, la persona se concentra en las flaquezas del otro. La persona afectada por este tipo de neurosis siempre está ocupada en denunciar, acusar o reformar al otro cónyuge o a los hijos.

Fromm concluye el capítulo poniendo en evidencia dos errores frecuentes: la opinión de que los padres no deben separarse nunca y la de que el amor implica ausencia de conflictos. Aunque acepta que la unión de los padres sirve para forjar una personalidad equilibrada en los hijos, rechaza la inseparabilidad de los esposos, porque cualquier estudio detallado muestra cómo la atmósfera de tensión e infelicidad de una aparente familia unida es más nociva que la ruptura franca. Es una decisión valiente —afirma— poner fin a una situación intolerable. Por lo que se refiere a la creencia de que el amor excluye cualquier tipo de conflicto, comenta: "los conflictos de la mayoría de la gente son intentos de no afrontar los verdaderos conflictos reales. Estos últimos que se experimentan en un nivel profundo de la realidad interior a la que pertenecen, no son destructivos. Contribuyen a aclarar, producen una catarsis de la que ambas personas emergen con mayor conocimiento y mayor fuerza (...). El amor sólo es posible cuando dos personas se comunican entre sí desde el centro de sus existencias (...). Sólo allí hay vida, sólo allí está la base del amor (...). Que haya armonía o conflicto, alegría o tristeza, es secundario con respecto al hecho fundamental de que dos seres se experimentan desde la esencia de su existencia" (p. 102).

También en el amor a Dios se ha producido una desintegración semejante a la ocurrida en el amor humano: al adaptarse a una cultura enajenada por el éxito, "la creencia en Dios se ha convertido en un recurso psicológico cuya finalidad es  hacer al individuo más apto para la pugna competitiva (...). La religión se alía con la autosugestión y la psicoterapia para ayudar al hombre en sus actividades comerciales" (p. 103).

 

IV. La práctica del amor (pp. 104-128).

Amar es —en opinión de Fromm— una experiencia personal que no requiere de recetas. Sin embargo, para practicar el amor, como sucede en cualquier arte, deben cumplirse tres requisitos: la disciplina, la concentración y la paciencia. Según nuestro autor, la cultura moderna, lejos de favorecer la práctica del amor, la dificulta en gran medida. En efecto, el hombre moderno, en su lucha contra el autoritarismo, ha llegado a desconfiar de toda disciplina, pero la disciplina racional autoimpuesta —añade Fromm— es necesaria para que la vida no se torne caótica. Por otra parte, la sociedad contemporánea proporciona un ambiente adecuado para la vida descentrada del individuo, como se observa en la dificultad para estar a solas sin fumar, leer, etc. También la paciencia tiene un poderoso enemigo en el sistema industrial, al alentar éste último la rapidez y la prisa.

Otra condición que sirve para cualquier arte "es una preocupación suprema por el dominio del arte". Si lo aplicamos al arte de amar, "significa que quien aspire a convertirse en un maestro debe comenzar por practicar la disciplina, la concentración y la paciencia a través de todas las fases de su vida" (p. 108). Por lo que se refiere a la concentración, Fromm aconseja practicar unos pocos ejercicios simples: cerrar los ojos esforzándose por imaginarse una pantalla blanca, seguir la propia respiración; "tratar además de lograr una sensación de yo; yo = mí mismo, como centro de mis poderes, como creador de mi mundo. Habría que realizar tal ejercicio de concentración por lo menos todas las mañanas durante veinte minutos (y, si es posible, más tiempo) y todas las noches antes de acostarse. Además de esos ejercicios —frecuentes en las religiones orientales—, habría que aprender a concentrarse en lo que uno hace, sea escuchar música, hablar con una persona, contemplar el paisaje o leer. "En ese momento, la actividad debe ser lo único que cuenta, aquello a lo que uno se entrega por completo; las cosas importantes, tanto como las insignificantes, toman una nueva dimensión de la realidad, porque están llenas de la propia atención" (p. 110). Concentrarse a la hora de hablar exige evitar conversaciones triviales y que no sean genuinas y, a la vez, saber escuchar. "Estar concentrado significa vivir plenamente en el presente, en el aquí y ahora, y no pensar en la tarea siguiente mientras estoy realizando otra" (p. 111). Ahora bien —añade—, "es imposible aprender a concentrarse sin hacerse sensible a uno mismo" (p. 112). De ahí la importancia de detectar, por ejemplo, sensaciones de cansancio, depresión o irritación, y en lugar de entregarse a esos estados indagar en busca de sus causas. "En cada uno de esos casos, lo que importa es tener conciencia de ellos y no racionalizarlos en las mil formas en que es factible hacerlo; además estar atentos a nuestra voz interior, que nos dice —por lo general inmediatamente— por qué estamos angustiados, deprimidos, irritados" (p. 113).

De todas formas, "la condición fundamental para el logro del amor es la superación del propio narcisismo" (p. 115). Lo opuesto al narcisismo es la objetividad, la capacidad de ver a las personas y cosas tal como son, y separar esa imagen objetiva de la deformada o coloreada por los propios deseos y temores. En todas las formas de psicosis hay —según Fromm— una incapacidad extrema para ser objetivo: "para el insano, la única realidad que existe es la que está dentro de él, la de sus temores y deseos. Ve el mundo exterior como símbolos de su mundo, como su creación. Y todos procedemos de idéntica manera cuando soñamos" (p. 115). El insano o el soñador carece completamente de una visión objetiva; pero todos somos más o menos insanos o estamos más o menos dormidos: a todos nos es difícil una visión objetiva que no esté deformada por la orientación narcisista. Los ejemplos se pueden multiplicar, desde esposas que piensan que sus maridos son inútiles o estúpidos porque no responden a la fantasía del espléndido caballero que construyeron en su infancia, hasta considerar las naciones extranjeras como depravadas y perversas mientras la propia representa todo lo bueno y noble.

El amor, por suponer una ausencia relativa de narcisismo, requiere —además de objetividad racional— de la humildad o emergencia de los sueños y del sentimiento de omnipotencia infantiles. El humilde sabe discernir entre la imagen que él tiene de una persona y la persona real, porque es capaz de verla con independencia de sus necesidades, intereses y temores. En definitiva, "la capacidad de amar depende de la propia capacidad para superar el narcisismo y la fijación incestuosa a la madre y al clan; depende de nuestra capacidad de crecer, de desarrollar una orientación productiva en nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos. Tal proceso de emergencia, de nacimiento, de despertar, necesita de una cualidad como condición necesaria: fe. La práctica del arte de amar requiere la práctica de la fe" (p. 117).

Fromm distingue entre una fe irracional (mera creencia) y la fe racional, que "es una convicción arraigada en la propia experiencia mental o afectiva" (p. 118). La historia de la ciencia abunda en ejemplos de fe en la razón (Copérnico, Kepler, Galileo, Newton) y de mártires: por ella muere quemado Bruno, y Spinoza es expulsado de la sinagoga. A cada paso, desde la concepción de una visión racional hasta la formulación de una teoría, es necesaria la fe. En las relaciones humanas, la fe es también indispensable: "tener fe en otra persona significa estar seguro de la confianza e inmutabilidad de sus actitudes fundamentales, de la esencia de su personalidad, de su amor" (p. 119). Eso no implica que la persona mantenga sus opiniones sin modificar, sino que sus motivaciones básicas son siempre las mismas. Del mismo modo debemos aumentar la fe en nosotros mismos, porque "tenemos conciencia de la existencia de un yo, de un núcleo de nuestra personalidad que es inmutable y que persiste a través de nuestra vida, no obstante las circunstancias cambiantes y con independencia de ciertas modificaciones de nuestros sentimientos y opiniones" (p. 119). Ese núcleo es —al parecer de nuestro autor— la realidad sobre la que se sustenta nuestra propia identidad y, si no se refuerza como tal, fácilmente seremos dependientes e influenciables por los demás. Quien tiene fe en sí mismo, en cambio, puede ser fiel, puede prometer. "Lo que importa en relación con el amor es la fe en el propio amor; en su capacidad de producir amor en los demás, y en su confianza" (p. 120). La fe —concluye— influye también en la educación, pues se confía en las potencialidades de los otros, al contrario de lo que sucede en la manipulación. La fe en los demás culmina en fe en la humanidad: en la posibilidad de "construir un orden social gobernado por los principios de igualdad, justicia y amor" (p. 121).

Fromm termina el libro con una nota de esperanza: "tengo la convicción de que la respuesta a la absoluta incompatibilidad del amor y la vida normal sólo es correcta en sentido abstracto. El principio sobre el que se basa la sociedad capitalista y el principio del amor son incompatibles" (p. 126). Afortunadamente el capitalismo es complejo y cambiante, lo que permite alguna dosis de disconformidad y libertad personal. En todo caso, si queremos que "el amor se convierta en un fenómeno social y no en una excepción individualista y marginal, nuestra estructura social necesita cambios importantes y radicales" (p. 127).

 

B) VALORACION CRITICA

Es notable la diversidad de temas que se abordan en un libro relativamente breve. Se tratan de modo sugerente, algo ligero —con la superficialidad necesaria para ser comprendido por un amplio público y la prudencia para no alarmarlo con posturas claras y definidas—, un sinnúmero de cuestiones que orbitan en torno al tema del amor, que a todos convoca y a todos interesa. El libro contiene numerosos ingredientes debidamente dosificados: mucha psicología, abundantes análisis sociológicos de inspiración marxista con las consabidas críticas al capitalismo, un amplio espectro de teorías de la evolución y de la cultura, retazos de sabiduría oriental y de historia de las religiones mezclados con un toque de misticismo panteísta. Se brinda así al lector la posibilidad de acceder a una valiosa información en ámbitos diversos y heterogéneos, guiado por un espíritu superior capaz de resolver el enigma fundamental de la existencia humana. El tono sapiencial y sereno de la exposición, la seguridad absoluta de las afirmaciones, que se enuncian sin sombra de duda o discusión, las valerosas síntesis en las que se descubren principios unificadores de la historia humana desde los tiempos más remotos hasta nuestra compleja actualidad, se convierten en recurso para lograr que el lector con sincero afán de saber y escasa formación se crea ante una obra clave. A juzgar por el extraordinario éxito de ventas, en el que ha cooperado en gran medida una sabia difusión editorial, el autor ha logrado lo que pretendía. La obra, que tuvo un fuerte influjo en la configuración cultural de la década de los años 60 y 70, ha dado lugar, a través de sus argumentaciones y enfoques críticos, al conjunto más selecto de lugares comunes sobre el amor.

Aunque el libro forma ya parte de una época marcada por un indeleble sello de caducidad (añejos y obsoletos suenan sus determinismos sociológicos, sus complejos de Edipo y sus críticas al capitalismo), el actual clima postmodernista —entendido como decadencia, según la terminología acuñada por Ballesteros— resulta propicio para una nueva difusión de una obra tan light y soft en lo moral. A pesar de algunas consideraciones acertadas —especialmente en el ámbito psicológico—, el libro de Fromm está lejos de los clásicos contemporáneos que estudian el tema del amor. Las obras de C.S. Lewis (Los cuatro amores), de Joseph Pieper (El amor), Jean Guitton (Ensayo sobre el amor humano) y Gustave Thibon (Sobre el amor humano y La crisis moderna del amor) son libros o ensayos magistralmente escritos, rigurosos, y, a pesar de ser muy diversos entre sí, contienen el atractivo de la verdad.

1. El amor humano como búsqueda de la unidad perdida.

Fromm fundamenta su obra en una tesis que no demuestra: la existencia humana comienza con la emergencia de la razón a partir del reino animal. A través de la razón, el hombre se hace consciente de su individualidad separándose así de la naturaleza. En apoyo de esa tesis, cita el relato bíblico del pecado original, que es interpretado como un mito: el sentimiento de culpa que el hombre experimenta al separarse de la naturaleza se expresaría simbólicamente —según el autor— en la expulsión del paraíso terrenal. La inocencia del primer hombre y su felicidad no estribarían, por tanto, en la amistad y trato con Dios ni en los dones preternaturales que El le concedió (inmortalidad, impasividad e integridad), sino que derivarían —siempre en opinión de Fromm— de la situación de pura animalidad propia de los seres que se hallan fundidos e integrados con la naturaleza por medio de una perfecta adaptación instintiva. Aunque el hombre tiende de modo necesario a recuperar ese estado de felicidad primigenia, no podrá jamás regresar a la animalidad pura por poseer la razón, y deberá conformarse con lo único que está en su poder: la superación de la conciencia de aislamiento y soledad. Sólo a través de la fusión amorosa —concluye— el hombre recobra en parte la unión original con la naturaleza. De este modo, el amor humano se convierte en el único modo que el hombre tiene de salvarse de su pecado de individualidad y de ser feliz. La religión se transforma así en un sucedáneo de la unión amorosa, la única forma madura de superar la separación de la naturaleza.

Basta una breve exposición de la idea central del libro para darse cuenta de la síntesis de doctrinas operada por Fromm: junto al eco de ciertas doctrinas sociobiológicas —como las de Gehlen— que consideran la inteligencia como modo biológico de superar la indeterminación instintiva característica del hombre, encontramos interpretaciones del sentimiento de culpa propias del psicoanálisis, ideas sobre la religión inspiradas en Feuerbach y una consideración negativa de la individualidad —en cuanto supone la ruptura con la naturaleza— emparentada con el marxismo. El mérito de Fromm no está en la originalidad de la tesis ni en la especulación en torno a ella, sino en su exposición: Fromm se muestra un maestro consumado para convencer. Haciendo gala de una vasta erudición, relaciona con notable capacidad imaginativa textos sagrados y profanos —en especial de filósofos— que, hábilmente interpretados, dan la impresión de encajar como las piezas de un rompecabezas. En efecto, una vez aceptada la premisa del antagonismo entre razón y naturaleza, las conclusiones en los diversos ámbitos —biológico, psicológico, sociológico y religioso— parecen desprenderse necesariamente.

Sin embargo, no es verdad que la razón sea extraña a la naturaleza y, menos aún, opuesta, sino que lo natural para el hombre es ser un animal racional. Que la racionalidad no es contraria a la naturaleza se manifiesta de múltiples modos, por ejemplo, mediante la capacidad que el hombre tiene de conocerla, de desentrañar sus leyes y de perfeccionarla a través del propio trabajo. Ahora bien: si es capaz de perfeccionarla, significa que el hombre trasciende la naturaleza material, es decir que el hombre es un espíritu, pero un espíritu colocado en el tiempo. Debido a su naturaleza —única en el reino animal—, el hombre no puede vivir según la pura animalidad, porque su ser no se halla completamente determinado sino que requiere de una serie de determinaciones posteriores —biológicas, culturales y biográficas— que le harán posible alcanzar la identidad personal.

No cabe duda de que esta concepción del hombre es contraria a cualquier tipo de oposición entre naturaleza y espíritu. En cambio, el planteamiento de Fromm casa muy bien con su aceptación del pensamiento dialéctico y sus reservas ante la lógica aristotélica, en especial de los principios de identidad y de no contradicción. Así se entiende su paradójica tesis sobre el amor como tendencia nacida de la conciencia de individualidad, cuyo fin consiste en transcender la propia individualidad. Es verdad que el amor supone la capacidad de la persona para trascenderse a través del acto de donarse a otra persona, pero la necesidad que siente el hombre de trascenderse no debe fundarse —como, en cambio, hace Fromm— en una hipotética tendencia a regresar a un estado prerracional (en ese caso los paraísos artificiales —drogas, alcohol, uniones orgiásticas, etc.— serían el mejor modo de realizar dicha inclinación). Subraya que el amor maduro significa unión, sí, pero a condición de preservar la propia individualidad. ¿Por qué se debe salvaguardar una individualidad que se reduce a conciencia de separación? Fromm no da ninguna respuesta en su libro. Es verdad que el amor, al mismo tiempo que transcendente, es de una inmanencia suma, como se ve con claridad al analizar los diferentes niveles de la personalidad involucrados en el proceso amoroso, pero ni la trascendencia es el resultado de una simple tendencia biológica ni la inmanencia consiste en un puro preservar la propia integridad o en la conciencia de la actividad inagotable del yo.

En el anhelo de exaltación y de fecundidad despertado por el amor no influye sólo el instinto sexual, sino que, como el mismo autor reconoce —en contra del exclusivismo de la libido freudiana—, la afectividad desempeña un papel muy importante. Pero la afectividad, lejos de reducirse a la conciencia del yo como centro de actividad, supone la recepción de los valores —positivos, en el caso del enamoramiento— que encarna otra subjetividad. Es decir, que la tendencia amorosa no es tanto el resultado de una actividad —entendida como producción— que brota de un centro de potencia inagotable, cuanto la manifestación clara de algo más profundo: de la apertura de la persona a la totalidad de lo real, sin que esas perfecciones de la realidad, conocidas y valoradas positivamente, sean poseídas por la subjetividad. El término de la dinámica afectiva es la propia plenitud, una plenitud a la que se tiende porque aún no ha sido alcanzada. Por eso, si bien es cierto que la orientación hacia otra subjetividad nace de una decisión de autodonación libre, esta se halla motivada por la atracción que ejercitan los valores de determinada persona. La trascendencia nace pues de una necesidad no sólo biológica, sino de toda la persona: el deseo de lograr una perfección a la que se tiende de modo natural y que es poseída de modo incoativo. Se entiende así que la conciencia del valor de la otra subjetividad aumente la percepción del valor propio y de la persona amada, con la que se desea compartir la propia existencia, que ya no es concebida sino en relación estrecha con la otra subjetividad.

2. Amor como acto de la voluntad y como sentimiento.

Fromm establece una síntesis entre dos conceptos del amor: el amor entendido, según un modo tradicional, como acto de la voluntad, en virtud del cual es susceptible de compromisos, derechos y deberes, y la concepción moderna del amor como sentimiento, incapaz de prometer su perdurabilidad en el tiempo.

Como hemos visto, más que hablar de dos concepciones irreconciliables del amor, se debe hablar de dos fases principales en el proceso amoroso. La primera es un sentimiento, que suele llamarse enamoramiento; la segunda es un acto de la voluntad por el cual el sujeto se decide a donarse a la persona amada. Por ser un sentimiento, la fase inicial se presenta como la anticipación de una plenitud posible en el futuro y como un ideal que debe ser realizado. El carácter ilusorio de la fase del enamoramiento proviene de considerar que la unificación de dos subjetividades es algo ya realizado, pues el sujeto se siente invadido por el gozo y la dicha que se experimentan en la unión. La tesis de Max Scheler de que el amor, por ser un sentimiento radical, no puede ser objeto de prescripciones morales, es falsa por reducir el amor a simple fenómeno afectivo. El amor, que aparece en el plano de la conciencia afectivo-valorativa bajo la forma de una anticipación de la unión con la persona amada, sólo es efectivamente realizado cuando se logra integrar los diversos planos de la personalidad que entran en juego. La integración, sin embargo, no puede ser realizada por la afectividad, pues debido a su relación con la corporalidad no es capaz de autotrascenderse. El nivel racional-volitivo, en cambio, está en condiciones de lograr esa integración, en cuanto que trasciende la corporalidad por su propia naturaleza. Sólo por ser autodonación libre, el amor puede ser objeto de prescripciones morales y materia de promesas y de compromisos, ya que un sentimiento no es algo en virtud del cual una subjetividad quede obligada o prometida[1].

Enamorarse es algo que pasa al sujeto, pero decidirse o prometerse no es algo que le pasa sino que voluntariamente hace. Enamorarse es, pues, una pasión, un efecto espontáneo que el amado provoca en el amante: "se dice que es pasivo en el sentido de ser una mutación o movimiento producido en la persona, no por la persona"[2]. "En este matiz del amor, el amante queda en-amor-ado (enamorado) espontáneamente, esto es, por el impacto —súbito o paulatino— que dentro de él provoca el amado, mas no por una decisión reflexiva originada, en sí y por sí, por el propio amante"[3].

Con la palabra dilectio, usada por Santo Tomás de Aquino y otros escolásticos, se quiere insistir, frente a la espontaneidad del enamoramiento, en el momento o fase del amor que surge de una decisión libre, reflexiva y voluntaria del amante. Es, por lo tanto, un acto original del amante, provocado por él mismo, a través de la decisión de su voluntad. Considera que el amado es digno de amor y, como consecuencia, decide libremente darse, entregarse y amarle. Así como el enamoramiento es pasivo, espontáneo y provocado por el amado, la dilectio (sustantivo derivado de electio 'elección') es activa, reflexiva, voluntaria y provocada por el amante. Sin embargo, el enamoramiento y la elección no se excluyen, sino que se articulan, en cuanto que la electio humana nace normalmente del enamoramiento, que es a su vez incrementado por la dilectio. Fácilmente se comprende que la madurez del amor consista en la paulatina, costosa y ardua realización de lo que se proyectó idealmente: el ideal que se anticipó en el enamoramiento debe realizarse en un proceso, más o menos difícil y prolongado, de un vivir unitario. Hay más belleza y grandeza —por ser más real— en un amor cotidianamente realizado en el tiempo y a través del tiempo, que en las anticipaciones imaginativas e ideales propias del sentimiento amoroso inicial.

3. Visión del amor como arte o técnica.

Si el amor es sólo una tendencia a trascender la propia individualidad conservándola, el éxito o el fracaso amoroso se convierten en una cuestión de tipo técnico. En consecuencia no se podrá hablar de bondad o maldad en el amor, sino sólo de corrección o incorrección o, en palabras de Fromm, de amor verdadero o pseudoamor. Para conseguir un amor verdadero se requiere seguir —según Fromm— una serie de técnicas: el cuidado, la responsabilidad, el respeto y el conocimiento del otro, que todos suscribiríamos, si bien no las denominaríamos técnicas. Esos elementos no nacen —en opinión de Fromm— del valor que tiene el otro por ser persona, sino del valor que posee por ser una parte de la naturaleza.

Al hacer del amor una técnica, el autor prescinde de la distinción clásica entre poiesis y praxis. La palabra griega praxis fue traducida al latín por actio de la que deriva nuestro término acción, mientras que la poiesis y la tecné griegas se tradujeron en latín por factio y en castellano por producción. Según el pensamiento clásico, a la esfera de la acción pertenecen las acciones inmanentes (conocimiento y virtud), llamadas así porque redundan en beneficio del propio sujeto agente, perfeccionándolo internamente. El arte y la técnica, que se hallan encuadradas en el ámbito de la poiesis, son acciones transeúntes, porque, si bien tienen su principio en el sujeto, el fin de ellas se halla fuera del agente: en la producción o configuración de una realidad extrasubjetiva, y perfeccionan al sujeto agente solo en su saber hacer.

Por ser el verdadero amor una acción inmanente —la que posee un mayor grado de inmanencia—, no puede ser concebido nunca como una técnica o un arte, un saber hacer que pueda aprenderse y para el que existan diversas estrategias de logro. Si hay algo de técnica o de arte en el amor, eso es lo más externo, superficial y variable, y es sólo válido para el ámbito de la sexualidad. El amor, en cuanto que es una acción inmanente, revierte sobre el propio amante perfeccionándolo: el ejercicio de la libertad en el amor lo llena de contenido, porque se compromete con la elección del valor personal que descubre en el otro. Como, en el fondo de cada decisión, lo que se halla en juego es el mismo sujeto, la elección amorosa nos autoconstituye en parte, haciéndonos ser lo que somos. De ahí que, parafraseando a San Juan de la Cruz, podamos afirmar que se nos ha dado la libertad para amar, por lo que seremos juzgados en y por el amor. En conclusión, identificar el amor con un arte e instarnos a aprender ese arte comporta un juicio apresurado sobre un elemento de capital importancia dentro del entramado de la personalidad humana.

4. Antinatural autonomía del amor: un dar que no implica darse.

La reducción de la acción a producción, tiene como consecuencia que el amor sea entendido por Fromm como una actividad productiva del alma que procede de su efusividad y creatividad sin límites. El amor no viene determinado por la persona amada, pues si así fuera el amor dependería de esa persona y estaría, por tanto, limitado. Se entiende ahora mejor por qué, desde el punto de vista del objeto, no existe diferencia entre el amor a una persona y el amor que abarca la totalidad del mundo, todos los hombres o el hombre como tal, pues sólo un objeto tan difuminado y universal es capaz de hacer que se mantenga el amor como producción sin límites.

En el origen de la concepción del amor como producción se halla la distinción establecida por Spinoza entre afectos activos y pasivos, entre acciones y pasiones. Sólo en el ejercicio de las acciones el hombre es libre, poderoso y dueño de sus afectos; en cambio, en los afectos pasivos el sujeto se ve impulsado por fuerzas que provienen del exterior y que muchas veces no son conscientes. Basándose en esa distinción, Fromm propugna un vitalismo centrado en las potencialidades de un yo autónomo y creativo, que no necesita de nada ni de nadie: amar es dar sin recibir. En el dar y en la donación —en opinión de Fromm— el sujeto no debe posponerse a sí mismo en espera de lograr el bien de la persona amada, ni olvidarse de sí para abrirse a la realidad del otro, pues el acto de dar le lleva a experimentarse lleno de vida y potencia, pródigo y dichoso. Más que tener en cuenta al otro se contempla a sí mismo en su fuerza productiva que le impulsa a dar, tan fecunda y sobreabundante que no hay lugar para hablar de renuncia o privación. Es un dar que nunca implica un darse. Es fácil descubrir en esa visión vitalista del amor ecos de las ideas de Niestzche.

La visión cristiana del hombre es diametralmente opuesta: el hombre no se realiza a través de una producción continua a partir de un centro de actividad inagotable, sino mediante una amorosa entrega a Dios, que nos ha amado primero. Nuestra actividad fundamental es aceptar el amor que nos ofrece. "Porque solamente somos creaturas, nuestro papel debe ser siempre el de paciente frente al agente, (...), el de espejo frente a la luz, el de eco frente a la voz. Nuestra mayor actividad debe ser de respuesta, no de iniciativa (...). Dado que todo procede de El, que la posibilidad misma de amar es un regalo suyo, y que nuestra libertad es solamente una libertad para dar una mejor o peor respuesta"[4]. Por eso, amar es sacrificarse, darse hasta llegar al extremo de no ser ya más amo y señor de sí mismo. Se trata de un servicio que no es servidumbre, de una pasividad que no es capitulación. Aquí sería válida la lógica paradójica de la trascendencia-inmanencia del amor humano, pues hay una manera de inclinarse hacia el otro que no es sometimiento, una manera de perderse que es ganarse. Es lo que afirma Ramón Llull en El libro del amigo y del amado: "dime loco qué es el amor: es aquello que hace libres a los esclavos y esclavos a los libres". En definitiva, "amar es... no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena... y a la vez propia"[5].

También la fe se halla contagiada por su concepción de acción productiva. La fe —según Fromm— no versa sobre algo objetivo —el contenido de verdades reveladas—, sino que arraiga en la propia actividad productiva, intelectual y emocional: fe en lo que se hace, se siente o se espera. La fe irracional, en cambio, es aquella que apoyándose en un poder omnisapiente abdica de la propia fuerza. El error consiste en una contraposición entre fe sobrenatural y razón que tiene como resultado el rechazo de lo que esta última no alcanza a comprender.

5. Evolución de la idea de Dios.

Fromm pretende explicar lo divino y lo humano con arreglo a un esquema de índole exclusivamente psicológica. En la evolución individual —lo mismo que en la cultural— la madurez se alcanza después de superar dos etapas: la del amor incondicionado propia del cuidado materno, y la de la autoridad y guía del padre. El adulto es el que consigue interiorizar la conciencia paterna y materna liberándose de las figuras exteriores de la madre y del padre. En la síntesis de esos dos principios "se encuentra la base de la salud mental y el logro de la madurez" (p. 50). Los desarrollos neuróticos o anormales surgen cuando una de las dos funciones —materna y paterna— se sobredimensiona en detrimento de la otra (madre posesiva, padre ausente, etc.).

El enfoque interpretativo adoptado por el autor es formal: establece como axiomático un determinado sistema de factores (paternos y maternos), estudia la alteración de uno de los factores y el influjo que ésta causa en los demás, concluyendo que como la alteración del primero fue un error, lo que se sigue de esa alteración es necesariamente un mal. Aunque no puede negarse que el procedimiento de concebir al hombre y a la historia como sistema posee cualidades heurísticas, resulta muy parcial y ambiguo porque desde la formalidad del sistema casi siempre es posible descender a la historia y a la sociología para encontrar hechos que confirmen esa interpretación y su contraria.

Cuando Fromm aplica ese esquema a la psicología evolutiva y a la psicopatología aporta datos interesantes y ciertamente útiles. Pero cuando lo aplica a la presunta evolución de la idea de Dios, es claramente violento, artificial y forzadamente ideológico. Además, poco importa para este autor lo que Dios sea en sí mismo o lo que haya revelado, pues lo decisivo es el despliegue de ese esquema formal previo hasta llegar a lo que considera la madurez religiosa del "verdadero monoteísmo", en que quedan superadas las figuras de la madre y del padre. Fromm parte de Dios como "un símbolo en el que el hombre, en una etapa más temprana de su evolución, ha expresado la totalidad de lo que se esfuerza por alcanzar, el reino del mundo espiritual, del amor, la verdad, la justicia" (p. 74). Lo verdaderamente importante para el autor es el desenvolvimiento cada vez más pleno de los poderes humanos para lograr "la realización de lo que Dios representa en uno mismo" (ibidem).

Fromm, que cita con profusión textos del Antiguo Testamento, mantiene un silencio absoluto respecto al Nuevo Testamento. El silencio, si bien clamoroso, es lógico: en su esquema sistemático previo no cuadra la revelación de y en Jesucristo: Dios es un Padre que nos ama hasta el punto de entregar a su Hijo Unigénito. La honradez intelectual debería haber obligado al autor a dedicar en este libro algún espacio al cristianismo, pues el núcleo de esta revelación estriba en que "Dios es Amor" (San Juan). La parcialidad y el silencio de Fromm producen la triste impresión de estar frente a un autor tendencioso e ideologizado: quienes no opinan como él —Dios como "Nada Absoluta"— permanecen aún en etapas inmaduras, propias de las ilusiones de la infancia. Lo cierto es que entre el monoteísmo maduro propugnado por Fromm y el ateo declarado, como él se confiesa, no existen diferencias.

Para apoyar su tesis de Dios como Nada Absoluta, no se contenta con manipular los datos de la historia del hombre, sino que también realiza una increíble, por no decir monstruosa, exégesis del relato bíblico de de la manifestación de Dios a Moisés en el Sinaí. Famosos historiadores de la religión (entre ellos muchos no creyentes, como Eliade) han puesto de relieve la paradoja de que un pueblo nómada —como el israelita—, bastante retrasado y muy inferior a las culturas contiguas (Egipto, Babilonia, Siria) tenga una concepción tan elevada de Dios. Los propios judíos señalan que no les pertenece sino que les fue revelada. Por otra parte, esas palabras de Yahvé ("Yo soy el que soy"), lejos de sumir la mente en la ignorancia, condujeron a San Agustín, a Santo Tomás de Aquino y a los principales filósofos escolásticos a los más elevados desarrollos metafísicos y teológicos. En esta revelación que Dios hace de sí mismo se fundamentan los mayores logros del pensamiento occidental: la noción de ser y de creación que constituyen una novedad respecto a la filosofía antigua.

6. Conclusiones.

En resumen, se trata de un texto corrosivo no por su consistencia intelectual, sino por el modo sugerente de plantear los asuntos, por la pretensión de profundidad y saber enciclopédico.

Tiene aciertos en algunas consideraciones de psicología evolutiva, de las anomalías producidas por un desarrollo psíquico inadecuado y en la crítica al individualismo de la sociedad capitalista (esta última se realiza desde unas coordenadas marxistas, ya bastante rancias, que se han convertido en tópicos del ambiente cultural de los últimos veinte años). El error de fondo consiste en querer universalizar las conclusiones de un análisis realizado en el plano psicoanalítico y existencial, presentando al hombre psicológico y a su inestable psique como única realidad: todo lo demás —cultura, religión, sociedad, etc.— es sólo una proyección del hombre ansioso que intenta recuperar el difícil equilibrio psicológico.

Quizá un nombre más exacto para este libro podría ser El arte de amarse, pues, en definitiva, se trata de amar la propia creatividad y efusividad capaz de suscitar y crear amor en torno a un yo productivo.

J.P.V. — A.M.P.

 

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[1] Cfr. J. CHOZA, Manual de Antropología Filosófica, Rialp, Madrid 1988, pp. 239-245.

[2] J. HERVADA, Diálogo sobre el amor y el matrimonio, EUNSA, Pamplona 1976.

[3] P.J. VILADRICH, Agonía del Matrimonio Legal, EUNSA, Pamplona 1984, p. 113.

[4] C.S. LEWIS, El problema del dolor, p. 54, ed. Universitaria.

[5] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 797. Rialp, Madrid 1986.