Les Justes
París, Gallimard,
1979.
1. RESUMEN
Les Justes (Los justos)
de Albert Camus es un drama en cinco actos que se representó por vez primera en
París el 15 de diciembre de 1949 en el Teatro Hebertot, con María Casarés
(Dora) y Serge Reggiani (Kaliaiev) como principales protagonistas. La acción
—basada en un hecho real— presenta a un grupo de terroristas pertenecientes al
Partido socialista revolucionario que, en febrero de 1905, en Moscú, preparan
un atentado contra el Gran Duque Sergio, tío del Zar.
Todos ellos
—Annenkov —el jefe—, Dora, Kaliaiev, Stepan Fedorov y Alexis Voinov— están
apasionadamente comprometidos en la aventura terrorista, pero todos ellos, de
un modo o de otro, dudan de la legitimidad de sus motivos para matar.
El primer acto —en
el apartamento de los terroristas— presenta, como en los primeros compases de
una sinfonía, el inicio de los dos temas: la decisión exaltada de liberar a
Rusia del despotismo y la vacilación insinuada —y enseguida aplastada— acerca
de la legitimidad del asesinato.
—"Le
mataré", dice Kaliaiev en la última frase de este acto primero,
"...¡alegremente!" (p. 43).
El segundo —también
en el apartamento de la Organización, al día siguiente— describe el fracaso del
atentado. En el último instante, Kaliaiev, encargado de lanzar la bomba sobre
la calesa del Gran Duque, se vuelve atrás: en el coche van también dos niños,
los sobrinos del Gran Duque. Vuelto al lugar de la reunión, se entabla entre
los terroristas una patética discusión sobre el gesto de Kaliaiev: ¿todo está
permitido si se trata de derrocar la tiranía? Frente a las despiadadas y
abstractas afirmaciones de Stepan Fedorov, Kaliaiev opone apasionadamente:
—"Yo amo a los
que viven hoy en la misma tierra que yo y a ellos dirijo mis saludos. Por ellos
lucho y por ellos consiento en morir. Por una ciudad lejana de la que no
estoy seguro, no iré a golpear el rostro de mis hermanos. No iré a aumentar
la injusticia viva por una justicia muerta. (...) Hasta el más simple de nuestros
mujiks lo diría: matar niños es contrario al honor" (p. 65).
En el acto tercero,
dos días después, el atentado se intenta de nuevo y el Gran Duque, que esta vez
va solo en su carroza, muere y Kaliaiev es arrestado. A lo largo de todo este
acto, sin embargo, las indecisiones y las inseguridades de los terroristas
acerca de sus razones para el crimen se manifiestan con toda su dramática intensidad,
y hasta el implacable Stepan cede un instante a la vacilación y parece mostrar
un rasgo de humanidad:
—"Acaso es la
fatiga. (...) Años de lucha, ocultándose siempre y luego la cárcel, la
tortura... ¿dónde encontraría yo la fuerza de amar?" (p. 93).
En el acto siguiente
—algún tiempo después, en la Prisión Boutirki— vemos a Kaliaiev en diálogo
sucesivo con un mujik asesino, también preso, con el jefe de la Policía del
Zar y con la viuda del Gran Duque. Son las reacciones y los reproches que esas
personas —y las ideas que representan— hacen al criminal idealista. El Pueblo
—el viejo Foka— no comprende absolutamente nada de toda esa historia de
liberación: ¿no es mejor dejar las cosas como están? Scouratov, el jefe de
Seguridad, dice casi resignadamente:
—"Se comienza
por querer la justicia y se termina por organizar una policía".
La Gran Duquesa echa
en cara a Kaliaiev lo que a éste va a herirle más profundamente: él también es
injusto.
¿Puede haber algún modo de pacificar todos estos desgarramientos
interiores ante las exigencias enfrentadas de la justicia y la humanidad, el
presente y el futuro, el amor y el odio? El último acto del drama nos vuelve a
presentar a los terroristas, quince días más tarde, aguardando el desenlace del
proceso de Kaliaiev que sigue en la cárcel. No saben si les delató bajo
torturas o si pidió la gracia de su vida que el Zar podía concederle.
Finalmente, les llega la noticia detallada de su muerte: no sólo no ha delatado
ni ha suplicado gracia, sino que ha elegido libremente morir, para legitimar
con su sacrificio la muerte violenta de otro ser humano.
—"No
lloréis", dice Dora. "No, no lloréis. Este es el momento de la
justificación. (...) Yanek ya no es un asesino. ¡Un ruido terrible! (el de la
horca en la ejecución). Ha bastado un ruido terrible, y él ha vuelto a la
alegría de la infancia. ¿Os acordáis de su risa? Reía, a veces, sin motivo. ¡Que joven
era! Ahora, sin duda, seguirá riendo con el rostro contra la tierra" (p.
150).
En un mundo "de
lágrimas y de sangre", Dora siente que ésa es la única paz: continuar
matando a los déspotas, pero aceptar morir para pagar. "¡Piedad para
los justos. . . !
2. PERSONAJES
PRINCIPALES
¿Quiénes son estos personajes
desorientados, sin principios, desgarrados por los confusos reproches de una
conciencia que, siendo común a todos los hombres, oscurece su luz cuando la conducta
se extravía?
Los principales protagonistas son
Stepan y Yanek (Ivan Kaliaiev).
Stepan Fedorov es el
revolucionario frío, implacable, obsesionado por la "idea" y
dispuesto a sacrificar a ella cualquier sentimiento personal. Cuando Kaliaiev
fracasa en su primer atentado ante la presencia de los niños, Stepan dirá
violentamente:
—"La verdad es que vosotros no
creéis en la revolución. No, no creéis. Si creyerais totalmente, completamente,
si estuvierais seguros de que por nuestros sacrificios y nuestras victorias
llegaremos a construir una Rusia libre de la tiranía, una tierra de libertad
que terminará por extenderse al mundo entero, si no dudarais de que entonces el
hombre —libre de amor y de prejuicios— levantará hasta el cielo la paz de los
verdaderos dioses... ¿qué pesaría entonces la muerte de dos niños? ¡No! Os
reconoceríais todos los derechos. Y si esas muertes os detienen es que no
estáis seguros de estar en vuestro derecho. Vosotros no creéis en la
revolución". (p. 63).
A lo que Kaliaiev, por cierto no menos
violentamente, replica:
—"Stepan, no te dejaré continuar.
He aceptado matar, para derrocar la tiranía. Pero detrás de lo que dices veo
anunciarse otra tiranía mayor que, si alguna vez se instala hará de mí, no un
justiciero sino esta vez de verdad, un asesino" (pág. 63).
Yanek (Ivan
Kaliaiev), nombre real del revolucionario de 1905, es el héroe del
drama y el que cuenta con todas las simpatías del autor. Risueño, sensible,
soñador —pero también, aunque eso Camus no lo dice, trágicamente irresponsable—,
vive entregado a la revolución sin percibir, mejor, sin decidirse a reconocer
las exigencias inhumanas de esa entrega.
—"Hay demasiada sangre —le dice
Dora—, demasiada dureza y violencia. Los que aman verdaderamente la justicia
no tienen derecho al amor. Están erguidos, como lo estoy yo, con la cabeza
levantada y los ojos fijos. ¿Qué vendría a hacer el amor en esos corazones
orgullosos? El amor doblega suavemente las cabezas, Yanek. Pero nosotros
tenemos la nuca rígida... Ah, Yanek, si se pudiese olvidar, aunque sólo fuese
una hora, la atroz miseria de este mundo y dejarse llevar por fin. Una sola y
pequeña hora de egoísmo. ¿Puedes imaginártela?"
—"Sí, Dora, eso se llama
ternura... Calla. Mi corazón no me habla más que de ti. Pero dentro de un momento
(cuando he de lanzar la bomba) yo no debería temblar'' (pág. 84).
La figura femenina del drama es Dora
Donlebov. También ella vive para la revolución y también ella muestra la
terrible confusión de sus ideas cuando identifica la "justicia"
legitimadora de los crímenes con el altruismo, y el verdadero amor con el
egoísmo.
—"¿Me quieres a mí —le pregunta a
Ivan— más que a la justicia, más que a la organización?"
—"Yo no os separo a ti, la
Organización y la justicia".
—"Sí, pero, contéstame, por favor.
¿Me quieres tú en la soledad, con ternura, con egoísmo? ¿Me querrías si yo
fuese injusta?"
—"Si tu fueses injusta y yo
pudiese amarte, no sería a ti a quien amaría".
—"No me contestas. ¿Me querrías tú
frívola e irresponsable? Oh sí, frente a la justicia, ante la miseria y ante el
pueblo encadenado... a pesar de la agonía de los niños, de los torturados o de
los azotados hasta la muerte...".
—"Calla, Dora...".
—"No. Una vez al menos hay que
dejar hablar al corazón. Y yo espero que me llames a mí, que me llames por
encima de este mundo emponzoñado de injusticia. (...) El verano, ¿te acuerdas?
Pero no. Es el invierno eterno. Nosotros no somos de este mundo, somos justos.
Hay un calor que no está hecho para nosotros. ¡Ah! piedad para los
justos..." (pág. 88).
3. VALORACIÓN DOCTRINAL[1]
A pesar del aparente
humanitarismo y de la vaga sensación de filantropía en que quedan envueltas la
mayor parte de las páginas de Los justos, es preciso decir que este
libro de Camus no contribuye para nada a la clarificación de los problemas que
plantea, sino que —al contrario— por la ambigüedad o la falsedad de sus puntos
de partida, oscurece irremediablemente la cuestión.
Concretamente: es
inadmisible el tratamiento que se hace en Los justos del tema de la violencia,
es inadmisible asimismo —en un nivel anterior— la actitud que se propugna
ante leyes estatales o situaciones posiblemente injustas y, finalmente,
en un último nivel (del que dependen inexorablemente los dos anteriores) es
completamente inadmisible la pretensión de construir una ética sin Dios, un
humanismo ateo que por mucho que se adorne de una vaga "preocupación por
la humanidad", acaba por desembocar en un nihilismo privado de esperanza.
a) En primer lugar,
el tema de la violencia. En Los justos no encontramos el no a la
violencia con la fuerza y la resolución con que un cristiano debe pronunciarlo.
Recordemos el significativo discurso de Juan Pablo II en Irlanda, el 29 de
septiembre de 1979: "la paz no puede ser establecida por la violencia, la
paz no puede florecer nunca en un clima de terror, de intimidación o de muerte.
El mismo Jesús dijo: Quien toma la espada, a espada morirá (Mt. 26, 52). Esta
es la palabra de Dios, la que ordena a los hombres de esta generación violenta
desistir del odio y de la violencia y arrepentirse. (...) La violencia es un
mal, la violencia es indigna del hombre. La violencia es una mentira porque va
contra la verdad de nuestra fe, la verdad de nuestra humanidad. La violencia
destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la libertad del ser
humano. La violencia es un crimen contra la humanidad porque impide la
verdadera construcción de la sociedad. Pido con vosotros que el sentido moral y
la convicción cristiana de los hombres y las mujeres irlandeses no sean nunca
obnubilados ni embotados por la mentira de la violencia, que nadie pueda llamar
nunca al asesinato con otro nombre que el de asesinato, que a la espiral de la
violencia no se le dé nunca la distinción de lógica inevitable o de represalia
necesaria. Recordemos las palabras que permanecerán para siempre: 'cuantos
empuñan la espada, a espada morirán'. (...) No creáis en la violencia, no
sostengáis la violencia. No es ése el camino cristiano, no es ése el camino de
la Iglesia Católica. Creed en la paz, en el amor, en el perdón, porque son de
Cristo".
b) Es cierto
—digamos en segundo lugar— que "el cristianismo no nos manda que cerremos
los ojos a los difíciles problemas humanos. No nos prohibe o impide ver las
injustas situaciones sociales o internacionales. Lo que el Cristianismo nos
prohibe es buscar solución a estas situaciones por los caminos del odio, del
asesinato de personas indefensas o con métodos terroristas. Y diría más: el
Cristianismo comprende y reconoce la noble y justa lucha por la justicia, pero
se opone decididamente a fomentar el odio y a promover o provocar la violencia
o la lucha por sí misma. El mandamiento 'no matarás' debe guiar la conciencia
de la humanidad si no se quiere repetir la terrible tragedia y destino de
Caín" (Ibídem).
Pues bien; Camus en
su libro tampoco ha acertado a practicar esta distinción tan neta entre
"la noble y justa lucha por la justicia" y la promoción o provocación
de la violencia o la lucha por sí mismas".
Ante un poder
tiránico e injusto, es evidente que siempre será lícita la resistencia pasiva.
Si, además, las leyes injustas infringen el derecho divino (natural o
positivo), es decir, prescriben conductas que no pueden practicarse sin pecado,
la resistencia se hace obligatoria. Una insurrección armada puede ser lícita
en determinadas circunstancias extremas. "En los demás casos, los que
recurren a la violencia —decía también Juan Pablo II en Irlanda—
"sostienen siempre que solamente la violencia conduce al cambio. Afirman
que la acción política no puede conseguir la justicia (...). Debéis mostrar que
la paz produce frutos de justicia mientras que la violencia no" (Ibídem).
c) Con todo, el
error fundamental de Camus, el que vicia desde la raíz toda su obra, es su
imposible pretensión de construir una ética sin Dios, su pretensión de encontrar
soluciones razonables y duraderas a problemas humanos en contra de Dios
y de la ley de Dios, —en una palabra—, contribuir a la edificación de lo que se
ha llamado un humanismo ateo.
"Quizá una de
las más clamorosas debilidades de la civilización actual —decía Juan Pablo II
el 28 de enero de 1979— está en su inadecuada visión del hombre. La nuestra es,
sin duda, la época en que más se ha escrito y hablado sobre el hombre, la
época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo, paradógicamente, es
también la época de las hondas angustias del hombre respecto de su identidad y
destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de
valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes. ¿Cómo se explica esa
paradoja? Podemos decir que es la paradoja inexorable del humanismo ateo. Es
el drama del hombre amputado de una dimensión esencial de su ser —el absoluto—
y puesto así frente a la peor reducción del mismo ser. La Constitución Pastoral
Gaudium et Spes toca el fondo del problema cuando dice: 'El misterio del
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado' (n. 22). La
Iglesia posee, gracias al Evangelio, la verdad sobre el hombre. Esta se
encuentra en una antropología que la Iglesia no cesa de profundizar y de comunicar.
Y la afirmación primordial de esta antropología es la del hombre como imagen
de Dios, irreductible a una simple parcela de la naturaleza o a un
elemento anónimo de la ciudad humana".
"Frente a otros
tantos humanismos, cerrados en una visión del hombre estrictamente
económica, biológica o psíquica, la Iglesia tiene el derecho y el deber de
proclamar la Verdad sobre el hombre que Ella recibió de su Maestro, Jesucristo
(...) Esta verdad completa sobre el ser humano constituye el fundamento
de la enseñanza social de la Iglesia así como es la base de la verdadera
liberación".
No es extraño que,
habiendo errado Camus en su concepción global acerca del hombre, yerre también
en sus teorías acerca de la construcción de la sociedad y en su doctrina sobre la
liberación. En última instancia lo que Camus ofrece es una versión más de la
doctrina atea de la autoliberación, de la auto-redención. ("Hemos
echado sobre nosotros toda la desgracia del mundo..."). Camus no quiere
ver que el hombre —que ha sido capaz de introducir el pecado en la creación,
permitiendo así el imperio del mal en el mundo— no es capaz, en cambio —él
solo—, de remediar su desgracia. Hay un Justo, en efecto, un Mártir que rescata
con su Sangre. Pero es el Dios‑Hombre, Aquél en Quien el universo entero
puede ser salvo. "¡Cristo! Es necesario hablar de nuestra liberación en
Cristo, es necesario anunciar esta liberación" (Juan Pablo II, Discurso,
21 de febrero de 1979).
Esta esperanza
divina en la Redención universal de Jesucristo proyecta también su poderoso
influjo en el mismo quehacer temporal de los cristianos. "Una cosa es
cierta para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el
conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos
para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a
la voluntad de Dios. Creado el hombre, a imagen Suya, recibió el mandato de
gobernar y dominar el mundo, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se
contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero,
reconociendo a Dios como creador de todo, de modo que con el sometimiento de
todas las cosas al hombre, sea admirable el nombre de Dios en el mundo. (...)
Los cristianos, pues, lejos de pensar que las conquistas logradas por la
humanidad se oponen al poder de Dios y que la criatura pretende rivalizar con
el Creador, están por el contrario persuadidos de que las victorias del hombre
son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio.
Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad,
individual y colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a
los hombres de la edificación del mundo o de la construcción de la sociedad ni
les lleva a despreocuparse del bien de sus semejantes sino que, al contrario,
se lo impone como uno de sus más apremiantes deberes" (Conc. Vaticano II,
Const. past. Gaudium et spes, n. 34).
Pues bien; la obra
de Camus —y, en general, todas las producciones del humanismo ateo—
contradicen frontalmente esta doctrina de sabiduría. Privan al hombre de su
dimensión más esencial y, al hacerse incapaces de percibir en el ser humano la
inequívoca huella de la necesidad de Dios, no pueden tampoco descubrir que
sólo aquella privación es la causa del absurdo al que con tanta tenacidad —y
tan exiguos resultados— han querido hacer frente.
J.M.M.D.
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[1] Esta valoración puede completarse con las
que se contienen en las recensiones a las obras del mismo autor: “La Chute”,
“L’homme révolté”, “L’etranger”, etc., donde se encuentra también la
correspondiente valoración literaria.