CAMUS, Albert

L'homme révolté

Ed. Nouvelle Reveu Francaise.

(castellano: "El hombre rebelde". Ed. Losada, Buenos Aires. 9ª ed. 1978. 286 páginas).

 

En este ensayo, publicado en 1951, Camus expone su punto de vista sobre la rebeldía en el hombre, que él considera como la úni­ca salida posible en un dilema falso, previamente preparado: o esperanza o suicidio. Camus se opone al suicidio por un motivo secundario: porque admitirlo sería equivalente a destruir la fuente del pensamiento, aquella que ha hecho que el hombre adquiera conciencia del absurdo en el que está sumido. Tampoco quiere Camus la esperanza, porque intuye que le llevaría a un Dios ordenador del universo.

Esperanza y suicidio son para Camus, simplificando mucho, dos formas de escapatoria, de huida. Las rechaza por entender que las dos llevan al hombre a eludir la "luz" (el descubrimiento de la futilidad vital) y la "oscuridad" (ese vivir fútil). Por el contrario, la lucidez se consigue para él solamente en la rebelión o "confron­tación del hombre con su propia oscuridad". El hombre rebelde, es el que asume verdaderamente su condición personal y combate para despertar, o ayudar a despertar, a los otros hombres. Hay que reconocer que esta es la condición de cualquier rebeldía. Lo importante será saber en nombre de qué se rebela uno.

En y por la rebelión se origina lo que Camus denomina absurdo: el combate entre la nostalgia humana y lo racional. La rebe­lión, que no es una reacción mecánica, sino un actuar consciente, que mantiene el momento inicial revelador, la conciencia de la inutilidad de la vida. El absurdo se convierte de este modo en el móvil de la actuación del hombre.

1. RESUMEN

Introducción (páginas 9‑16)

El objetivo del ensayo de Camus se centra en aceptar la realidad del crimen lógico y examinar sus justificaciones, en un esfuer­zo por comprender la historia reciente. Para él, una época, como la primera mitad del siglo XX que, en cincuenta años, desarraiga, avasalla o mata a setenta millones de seres humanos, debe ser juz­gada para que se comprenda su culpabilidad.

"Este ensayo se propone proseguir, ante el asesinato y la rebelión, una reflexión comenzada alrededor del suicidio y de la noción de lo absurdo" (págs. 10‑11). Lo absurdo, considerado como regla de vida, es contradictorio, al igual que ocurre con el suicidio, pero, vuelto sobre sí mismo, puede orientar una nueva investigación. Por eso, con eco cartesiano, declara "yo grito que no creo en nada y que todo es absurdo, pero no puedo dudar de mi grito y tengo que creer por lo menos en mi protesta" (p. 15). La primera y la única evidencia que le es dada así al hombre, dentro de la experiencia absurda, es la rebelión.

La rebelión nace del espectáculo de la sinrazón de una existencia injusta e incomprensible. Con más sentido lírico que analítico se lee: "Grita, exige, quiere que el escándalo cese y que se fije por fin lo que hasta ahora se escribía sin tregua sobre el mar" (p. 16). Su preocupación consiste en transformar. Pero transformar es obrar, y obrar puede llegar a ser mañana matar, porque no se sabe si el asesinato es legítimo. Contra esta condición humana hay que rebelarse. Por eso, "es necesario que la rebelión extraiga sus razo­nes de sí misma, pues no puede extraerlas de ninguna otra parte. Es necesario que consienta en examinarse para aprender a condu­cirse" (p. 16).

Camus analiza aunque muy por encimados siglos de rebelión, metafísica o histórica, en el intento de buscar un hilo conductor para explicar la dirección de nuestro tiempo.

Capítulo I: EL HOMBRE REBELDE (páginas 17‑26)

La rebelión va siempre acompañada de la sensación de tener uno mismo la razón. El rebelde (es decir, el que se vuelve contra algo), da media vuelta. Primero iba bajo el látigo del amo, pero, de repente, le hace frente. Opone lo que es preferible a lo que no lo es. "Todo valor no implica la rebelión, pero todo movimiento de rebelión invoca tácitamente un valor" (p. 18).

El esclavo, en el instante en que rechaza la orden humillante de su superior, rechaza al mismo tiempo el estado de esclavo. El movimiento de rebelión lo lleva más allá de donde estaba, en la simple negación. Esa parte de sí mismo que quiere hacer respetar la pone entonces por encima de lo demás y la proclama preferible a todo, incluso a la vida. Se convierte para él en el bien supremo. "La conciencia nace con la rebelión" (p. 18), concluye Camus con evidente simplificación en clara dependencia de Hegel.

"La afirmación envuelta en todo acto de rebelión se extiende a algo que sobrepasa al individuo en la medida en que lo saca de su soledad supuesta y le proporciona su razón de obrar" (p. 19). El análisis de la rebelión lleva así a Camus a la sospecha de que hay una naturaleza humana, "como pensaban los griegos, y contra­riamente a los postulados del pensamiento contemporáneo. ¿Por qué rebelarse si no hay en uno nada permanente que conservar?" (págs. 19‑20). Pero Camus no tiene talento metafísico: esa in­tuición de la naturaleza humana queda infecunda.

En la rebelión, el hombre se supera en sus semejantes, y, des­de este punto de vista, la solidaridad humana es, para Camus, metafísica. El movimiento de rebelión es, para él, algo más que un acto de reivindicación.

Más adelante, se pregunta si la rebelión y el valor que contiene son o no relativos, ya que, con las épocas y las civilizaciones pare­cen cambiar las razones por las cuales el hombre se subleva. "En sociedad, el espíritu de rebelión no es posible sino en los grupos en que una igualdad teórica encubre grandes desigualdades de hecho. El problema de la rebelión no tiene, pues, sentido, sino dentro de nuestra sociedad occidental" (p. 23). Otra simplificación histórica. Siglos de rebeliones quedan sepultados por un análisis demasiado sumario.

Para Camus, la rebelión es el acto del hombre informado que posee la conciencia de sus derechos. Se trata de una conciencia, ca­da vez más amplia, que la especie humana adquiere de sí misma a lo largo de su aventura. "Si en el mundo sagrado no se encuentra el problema de la rebelión, es porque, en verdad, no se encuentra en él ninguna problemática real, pues todas las respuestas han sido dadas de una vez. La metafísica está reemplazada por el mito" (p. 24). Según Camus, el hombre rebelde es el hombre situado antes o después de lo sagrado, y dedicado a reivindicar un orden humano en el que todas las respuestas sean humanas, es decir, razonable­mente formuladas. Desde ese momento, toda interrogación, toda palabra es rebelión, en tanto que en el mundo de lo sagrado toda palabra es aceptación, acción de gracias. Camus intenta mostrar que no puede haber para un hombre más que dos universos po­sibles: el de lo sagrado o de la gracia, y el de la rebelión. La desa­parición de uno equivale a la aparición del otro. Como si no hu­biesen existido rebeliones en nombre de lo sagrado: todas las gran­des aventuras de los mártires cristianos por ejemplo.

"La historia actual, con sus contiendas, nos obliga a decir que la rebelión es una de las dimensiones esenciales del hombre. Es nuestra realidad histórica. A menos de que huyamos de la realidad, es necesario que encontremos en ella nuestros valores. ¿Se puede, lejos de lo sagrado y de sus valores absolutos, encontrar la regla de una conducta? Tal es la pregunta que plantea la rebelión" (p. 25).

Capítulo II: LA REBELIÓN METAFÍSICA (páginas 27‑29)

"La rebelión metafísica es el movimiento por el cual un hombre se alza contra su situación y la creación entera" (p. 27). El rebelde metafísico opone el principio de justicia que hay en él al principio de injusticia, que ve practicando en el mundo. Quiere ins­taurar el reinado unitario de la justicia, pero, entre tanto, denuncia la contradicción. "Al protestar contra la situación en lo que ésta tiene de inconcluso, por la muerte, y de disperso, por el mal, la re­belión metafísica es la reivindicación motivada de una unidad dichosa contra el sufrimiento de vivir y de morir" (p. 27‑28). El re­belde metafísico "blasfema ante todo en nombre del orden, denun­ciando en Dios al padre de la muerte y al supremo escándalo" (p. 28). En un primer momento, desafía más que niega: no suprime a Dios, pero le habla de igual a igual. Se trata de una polémica ani­mada por el deseo de vencer. "Una vez derribado el trono de Dios, el rebelde reconocerá que esa justicia, ese orden, esa unidad que buscaba inútilmente en su condición tiene ahora que crearlos con sus propias manos y con ello deberá justificar la caducidad divina. Entonces comenzará un esfuerzo desesperado para fundar, al pre­cio del crimen, si es necesario, el imperio de los hombres" (p. 29).

La tarea que se marca Camus consiste en examinar en qué medida se convierte ese contenido de la rebelión en las obras que la reivindican, y en decir a dónde llevan la infidelidad y la fidelidad del rebelde a sus orígenes.

Los hijos de Caín

La rebelión metafísica propiamente dicha no aparece de una manera coherente en la historia de las ideas hasta fines del siglo XVIII. "A partir de ese momento sus consecuencias se desarrollan de manera ininterrumpida, y no es exagerado pensar que han mo­delado la historia de nuestro tiempo" (p. 29).

Camus retrocede en el tiempo. Después de dar un repaso al mundo griego, se detiene en la noción del Dios personal, creador, y afirma que la historia de la rebelión es inseparable de la del cristianismo. "Es al Dios personal al que la rebelión puede pedir cuen­tas personalmente. Desde que él reina ella se alza con su resolución más feroz y pronuncia el no definitivo. Con Caín, la primera rebe­lión coincide con el primer crimen (...) Es el Dios del Antiguo Tes­tamento, sobre todo, quien movilizará la energía rebelada" (p. 35). Para Camus, el Nuevo Testamento, por el contrario, puede ser considerado como una tentativa de responder de antemano "a to­dos los Caínes del mundo", suavizando la figura de Dios y susci­tando un intercesor entre Él y el hombre. "Cristo ha venido a re­solver dos problemas principales, el mal y la muerte, que son preci­samente los problemas de los rebeldes. Su solución ha consistido, ante todo, en hacerse cargo de ellos. El dios‑hombre sufre así con paciencia. Ni el mal ni la muerte le son ya absolutamente impu­tables, pues está destrozado y muere (...) Para que el dios sea un hombre, es necesario que se desespere" (p. 35). Esto no es más que una pirueta literaria de Camus. Cristo no se desespera, sino que acepta todo el peso de la rebelión contra el pecado.

"Cada vez que se oía un grito solitario de rebelión era presentada la imagen del mayor dolor. Puesto que Cristo lo había sufri­do, y voluntariamente, ningún sufrimiento era ya injusto, cada do­lor era necesario. En cierto sentido, la amarga intuición del cristianismo y su pesimismo legítimo en cuanto al corazón humano consiste en que la injusticia generalizada es tan satisfactoria para el hombre como la justicia total. Sólo el sacrificio de un dios inocente podía justificar la larga y universal tortura de la inocencia" (p.37).

La negación absoluta

Para Camus, los pensadores y artistas libertinos, que atacaron la moral y la divinidad de Cristo, abrieron un abismo entre Dios y los hombres. El marqués de Sade reúne en sí mismo todos los argumentos del pensamiento libertino. "Sade no saca de la rebelión si­no el no absoluto" (p. 38).

Un literato

En su estudio sobre Sade, se pregunta Camus por el posible ateísmo de su pensamiento. La idea de Dios es la de una divinidad criminal que destruye al hombre y le niega; si esto es así nada puede impedir que se niegue y se mate a los semejantes.

La licencia para destruir que defiende Sade supone que uno mismo puede ser destruido. Por lo tanto, habrá que luchar y domi­nar. "La ley de este mundo no es otra cosa que la de la fuerza; y su motor, la voluntad de dominio" (p. 43).

Camus critica las consecuencias extremas de una lógica rebelde como la de Sade: "La totalidad cerrada, el crimen universal, la aristocracia del cinismo y la voluntad de apocalipsis" (p. 47). Aun­que Sade orientó la rebelión por los caminos del arte, en los que volverá a meterla más adelante el romanticismo, estudia su pensa­miento por creer que anticipó las sociedades totalitarias.

La rebelión de los petimetres

A continuación, analiza Camus la rebelión en el período romántico: "Puesto que Dios reivindica el bien que hay en el hombre, hay que convertir ese bien en irrisión y elegir el mal. El odio a la muerte y la injusticia conducirá, pues, si no al ejercicio, por lo menos a la apología del mal y del asesinato" (p. 49). Los re­beldes románticos "petimetres" los llama Camusson unos ex­céntricos: "Si todos han sabido hablar del dolor es porque, deses­perando de poder superarlo de otro modo que por medio de vanas parodias, sentían instintivamente que seguía siendo su única excusa y su verdadera nobleza" (p. 53).

El romanticismo inaugura una estética: la de las criaturas solitarias, rivales obstinados de Dios. Convierten al artista en modelo y ejemplo: el arte es su moral. "Pero la esterilidad de esta actitud se hace evidente a algunos rebeldes que proporcionan entonces un tipo de transición entre el excéntrico y nuestros aventureros revolucionarios" (págs. 54‑55). La rebelión abandona poco a poco el mundo del parecer por el del hacer, en el que va a empeñarse por entero.

El rechazo de la salvación

Camus estudia a continuación el pensamiento de Dostoievsky, por creer que con él la revolución da un paso más, sobre todo a través de la figura de Iván en Los hermanos Karamazov. "Inaugu­ra la empresa esencial de la rebelión, que consiste en sustituir el reino de la gracia por el de la justicia. Al mismo tiempo, inicia el ataque contra el cristianismo" (p. 56).

En el "Si Dios no existe, todo está permitido" de Iván, ve Camus el comienzo del nihilismo contemporáneo: "Iván se obligará a hacer el mal por coherencia. No se permitirá ser bueno. El nihilis­mo no es solamente desesperación y negación, sino sobre todo vo­luntad de desesperar y de negar" (p. 58). La pregunta que se hace Iván y que para Camus constituye el verdadero progreso del espíritu de rebelión es ésta: ¿se puede vivir y mantener la rebelión? Camus responde que no se puede vivir en la rebelión sino llevándo­la hasta el último extremo: la revolución metafísica. "El amo de este mundo, después de haber sido impugnado en su legitimidad, debe ser derribado. El hombre debe ocupar su lugar (...) Conver­tirse en Dios es aceptar el crimen" (p. 59).

Estas palabras de Camus contienen una grave deformación del sentido cristiano del dolor. Camus confunde o quizá quiere confundir al lectorel dolor y la injusticia, considerados en sí mismos, y la actitud cristiana ante ellos. Para el cristianismo, el dolor es un mal; sin embargo, no es un mal absoluto, porque el último fin del hombre no es la felicidad en esta tierra sino la felicidad eter­na del cielo; incluso, el cristiano sabe que puede obtener del dolor un fruto grande para su alma, pues le ayuda a poner la esperanza donde se haya su verdadero fin, y puede convertirse en fuente de mérito. De ahí que el cristianismo no sólo no es pesimista ante el dolor, sino profundamente optimista, y que la alegría que para Camus es casi una ilusión inconcebiblesea una realidad y un bien específicamente cristiano.

Esta deformación es, de todos modos tal como la plantea Camusbastante superficial, pues si, como dice el autor, para el cristiano no hay ningún sufrimiento injusto, habría que concluir que no hay inconveniente en provocar injustamente el sufrimiento ajeno, lo cual es absolutamente opuesto a la fe y a la moral cris­tiana.

La afirmación absoluta

El siguiente paso en el análisis de la rebelión metafísica lo da Nietzsche: "La moral es el último rastro de Dios que hay que destruir antes de reconstruir. Entonces Dios no existe ya y no ga­rantiza ya nuestro ser; el hombre debe decidirse a hacer para ser" (págs. 61‑62).

"Con él (Nietzsche), la rebelión parte del 'Dios ha muerto' que considera como un hecho establecido, y se vuelve contra todo lo que aspira a reemplazar falsamente a la divinidad desaparecida" (p. 67). Su conclusión es que Dios ha muerto a causa del cristianis­mo, en la medida en que éste ha secularizado lo sagrado.

El rebelde, que al principio niega a Dios, aspira luego a reemplazarle. Pero el mensaje de Nietzsche opina Camuses que el rebelde no se convierte en Dios sino renunciando a toda rebe­lión, "hasta a la que produce a los dioses para corregir a este mun­do" (p. 72).

La rebelión termina en Nietzsche con la exaltación del mal, aceptado como uno de los aspectos posibles del bien, como una fatalidad que hay que superar.

"La rebelión metafísica, en su primer movimiento, era solamente la protesta contra la mentira y el crimen de la existencia. El sí nietzscheano, olvidado del no original, reniega de la rebelión misma, al mismo tiempo que reniega de la moral que rechaza al mundo tal como es" (págs. 75‑76).

La poesía rebelde

La poesía rebelde de fines del siglo XIX y comienzos del XX (Lautréamont, Rimbaud) es examinada por Camus con bastante detalle. "Rebelión absoluta, insumisión total, sabotaje en regla, humor y culto de lo absurdo, el superrealismo, en su intención primera, se define como el proceso de todo, que reanuda constantemente. El rechazo de todas las determinaciones es claro, preciso, provocador" (p. 89). Quien rechaza toda determinación que no sea la del individuo y su deseo, toda primacía que no sea la del inconsciente, tiene que rebelarse al mismo tiempo contra la sociedad y la razón.

Los superrealistas llegaron a percatarse de que para liberar al deseo había que deshacer primeramente la sociedad y decidieron servir a la revolución de su época: "El superrealismo se esforzará incesantemente por conciliar con el marxismo las exigencias que lo han llevado a la revolución" (p. 91).

Nihilismo e historia

"Ciento cincuenta años de rebelión metafísica y de nihilismo han visto volver con obstinación, bajo máscaras diferentes, el mis­mo rostro estragado: el de la protesta humana. Todos, alzados contra la condición de su creador, han afirmado la soledad de la criatura, la nada de toda moral (...) Rivales del Creador, se han visto obligados lógicamente a rehacer la creación por su cuenta" (p. 86).

Camus ve la insurrección humana como una larga protesta contra la muerte, como una acusación contra esa condición regida por la pena de muerte generalizada. Después de su análisis, en­cuentra que la protesta se dirige contra todo lo que en la creación es disonancia, opacidad, solución de continuidad. Se trata afir­made una interminable reivindicación de unidad. "La negación de la muerte, el deseo de duración y transparencia, son los resortes de todas esas locuras, sublimes o pueriles" (p. 97).

El rebelde quiere conquistar su propio ser y mantenerlo frente a Dios: "la reivindicación irracional de la libertad va a tomar paradójicamente como arma la razón, único poder de conquista que le parece puramente humano" (p. 99).

Capítulo III: LA REBELIÓN HISTÓRICA (páginas 100‑234)

En este extenso capítulo, pasa revista Camus al movimiento revolucionario del siglo XX, buscando sus raíces en la Revolución Francesa: "En 1793 terminan de cierta manera los tiempos de rebelión y comienzan, en un patíbulo, los tiempos revolucionarios" (p. 105).

La mayoría de las revoluciones afirma Camusadquieren su forma y su originalidad en un asesinato. Todas, o casi todas, han sido homicidas. Pero algunas han practicado, por añadidura, el regicidio y el deicidio. Realiza Camus un estudio detallado de los móviles de la Revolución Francesa, afirmando que los hombres de esa época quisieron derribar el principio del derecho divino y hacer entrar en la historia la fuerza de negación y de rebelión que se había constituido en las luchas intelectuales de los últimos siglos. "Añadieron así al tiranicidio tradicional un deicidio razonado" (p. 106). Si el rey es el representante de Dios en la tierra, la justicia, para afirmarse en la igualdad, debe asestarle el último golpe, ma­tándolo: "si se niega a Dios hay que matar al rey" (p. 107). "Son los filósofos los que van a matar al rey: el rey debe morir en nombre del contrato social" (págs. 107‑108).

Camus estudia el Contrato social de Rousseau, al que ve como el nuevo evangelio, de una nueva religión "cuyo dios es la razón, confundida con la naturaleza, y su representante en la tierra, en lu­gar del rey, el pueblo considerado en su voluntad general" (p. 108). "La voluntad general es, ante todo, la expresión de la razón universal, que es categórica. Ha nacido el nuevo Dios" (p. 109).

Más adelante, analiza la condena a muerte del rey, tal como la formuló Saint‑Just: "En el proceso del rey, lo esencial de su de­mostración consiste en decir que el rey no es inviolable y debe ser juzgado por la asamblea, no por un tribunal (...) Al pueblo y al rey no le une vínculo alguno (...) El pueblo es en sí mismo la ver­dad eterna (...) y la realeza es en sí misma un crimen eterno".

Esta nueva religión de la razón establece la república de las leyes, en torno a los principios eternos que gobiernan nuestra conducta: la Verdad, la Justicia, la Razón. La voluntad general se expresa en leyes codificadas por sus representantes, elegidos por sufragio universal. "La Revolución Francesa, al pretender cons­truir la historia sobre un principio de pureza absoluta, inicia los tiempos modernos al mismo tiempo que la era de la moral formal" (p. 116).

Pero la moral afirma Camuscuando es formal, devora. Como la virtud absoluta es imposible, "la república del perdón lle­va, arrastrada por una lógica implacable, a la república de las guillotinas" (p. 117). En las páginas que siguen, Camus realiza un ensayo sobre el reinado del terror y sus consecuencias.

"Desde el momento en que los principios eternos sean puestos en duda al mismo tiempo que la virtud formal, en que queden desacreditados todos los valores, la razón se pondrá en movimiento sin referirse ya sino a sus éxitos (...). El comunismo ruso, con su crítica violenta de toda virtud formal, termina la obra del siglo XIX negando todo principio superior. A los regicidas del siglo XIX suceden los deicidas del siglo XX, que llevan hasta el extremo la lógica rebelde y quieren hacer de la tierra el reino en que el hombre será dios. El reinado de la historia comienza, e identificán­dose sólo con su historia, el hombre, infiel a su verdadera rebelión, se dedicará en adelante a las revoluciones nihilistas del siglo XX que, negando toda moral, buscan desesperadamente la unidad del género humano a través de una agotadora acumulación de crímenes y de guerras. A la revolución jacobina, que trataba de instituir la religión de la virtud, con el fin de fundar en ella la uni­dad, sucederán las revoluciones cínicas, de derecha a izquierda, que van a tratar de conquistar la unidad del mundo para fundar por fin la religión del hombre" (págs. 124‑125).

Los deicidas

Pasa Camus a analizar el pensamiento alemán del siglo XIX, con Hegel a la cabeza; según él, el pensamiento alemán terminó sustituyendo a la razón universal, abstracta, por una noción menos artificial y ambigua: lo universal concreto. "Hasta entonces la ra­zón se cernía sobre fenómenos que se relacionaban con ella. He aquí que en adelante se incorpora a la corriente de los aconteci­mientos históricos, que aclara al mismo tiempo que le dan un cuer­po" (p. 125).

Según Camus, los revolucionarios del siglo XX han tomado de Hegel el arsenal que ha destruido definitivamente los principios formales de la virtud. "El esfuerzo de Hegel, y luego de los hegelianos de izquierda, que, finalmente, le ha vencido, proporciona, no obstante, en el campo de la dialéctica del amo y el esclavo, la justificación decisiva del espíritu de dominio en el siglo XX. El vencedor siempre tiene razón" (p. 128).

Y concluye Camus que el cinismo, la divinización de la histo­ria y de la materia, el terror individual o el crimen de Estado son las consecuencias que nacen de una equívoca concepción del mun­do, que asigna únicamente a la historia su tarea de producir los va­lores y la verdad. "Si nada se puede concebir claramente antes de que nazca la verdad al final de los tiempos, toda reacción es ar­bitraria y a la postre se impone a la fuerza" (p. 138).

El terrorismo individual

En las páginas siguientes, Camus se dedica a analizar la histo­ria del terrorismo ruso, que se resume para él en la lucha de un pu­ñado de intelectuales contra la tiranía, en presencia del pueblo si­lencioso: "Con su sacrificio, y hasta con sus negaciones más extre­madas, dieron cuerpo a un valor o a una virtud nueva que no ha terminado, ni siquiera al presente, de hacer frente a la tiranía y ayudar a la verdadera liberación" (p. 140).

Concreta en Bielinsky la figura del individualismo rebelde, la de aquel que no puede aceptar la historia tal como es.

Tres poseídos

Pisarev, Bakunin y Netchaiev son los tres revolucionarios que ocupan la atención de Camus, para destacar en cada uno de ellos algunos rasgos del pensamiento rebelde. "Pisarev declara la guerra a la filosofía, al arte juzgado absurdo, a la moral mentirosa, a la religión y también a los usos y a la urbanidad (...) La provocación es erigida en doctrina" (p. 145).

Bakunin lucha contra la creación de un modo despiadado y sin moral y sitúa la única salvación en el exterminio: "A la historia sólo la rigen dos principios, el Estado y la revolución social, la re­volución y la contrarrevolución, a los que no se trata de conciliar, pero que libran una lucha a muerte. El Estado es el crimen (...) La revolución es, por tanto, el bien" (p. 148).

Netchaiev lleva la coherencia del nihilismo lo más lejos posible: "Su originalidad consiste en reivindicar fríamente, para los que se entregan a la revolución, el 'todo está permitido', y permitírselo todo, en efecto" (p. 150). "Con él, por primera vez, la revolución va a separarse explícitamente del amor y la amistad" (p. 151).

A partir de este momento, "todo está verdaderamente permi­tido en el seno de la revolución y el asesinato puede ser erigido en principio" (p. 153). El nihilismo termina así en terrorismo. A par­tir de 1878, se adquiere la costumbre de sacrificarse por algo de lo que no se sabe nada, sino que hay que morir para que sea. "El porvenir es la única transcendencia de los hombres sin dios" (p. 155).

1905 señala la culminación del impulso revolucionario. Los revolucionarios consentirán en el riesgo de la muerte, pero aceptarán también conservarse lo más posible para la revolución y su servi­cio. Aceptarán para sí mismos la culpabilidad total. "El consenti­miento en la humillación es la verdadera característica de los revo­lucionarios del siglo XX" (p. 162).

Se anuncia entonces lo que con un nombre claramente impro­pio llama las teocracias totalitarias del siglo XX, el terror de Esta­do. "Nace en este momento una raza de mártires nueva y bastante horrible. Su martirio consiste en que aceptan la tarea de infligir el sufrimiento a los demás; se esclavizan a su propio dominio. Para que el hombre se haga dios es necesario que la víctima se rebaje a convertirse en verdugo. Por eso es por lo que la víctima y el verdu­go están igualmente desesperados" (p. 165).

El terrorismo de Estado y el terror irracional

Todas las revoluciones modernas afirma Camusacabaron robusteciendo al Estado. "El extraño y aterrador crecimiento del Estado moderno puede considerarse como la conclusión lógica de ambiciones técnicas y filosóficas desmesuradas, ajenas al verdadero espíritu de rebelión, pero que, sin embargo, dieron origen al espíritu revolucionario de nuestra época. El sueño profético de Marx y las potentes anticipaciones de Hegel o de Nietzsche termi­naron suscitando, después de ser arrasada la ciudad de Dios, un Es­tado racional o irracional, pero en ambos casos terrorista" (págs. 165‑166). En las páginas que siguen, Camus realiza una crítica despiadada a los sistemas construidos por Mussolini y Hitler: "El terror irracional transforma en cosas a los hombres (...) Se propo­ne la destrucción, no solamente de la persona, sino también de las probabilidades universales de la persona, la reflexión, la solidari­dad, el llamamiento al amor absoluto" (p. 171).

El terrorismo de Estado y el terror racional

La crítica de Camus se vuelve también contra la revolución marxista, denunciando sus contradicciones internas y su fracaso: "En virtud del juego de las fuerzas económicas admiradas por Marx, el proletariado ha rechazado la misión histórica que, pre­cisamente, le había encargado Marx" (p. 203). "La voluntad de dominio, la lucha nihilista por la dominación y el poder no han hecho más que barrer la utopía marxista (...). Ella, que quería do­minar a la historia, se ha perdido en ella; quería avasallar a todos los medios y ha quedado reducida al estado de medio y a ser utili­zada cínicamente para el fin más trivial y sangriento" (p. 205).

Para Camus, el fracaso de un socialismo que se decía científico y que ha tropezado de un modo tan evidente con los hechos, se debe, precisamente, a que no era científico.

El marxismo "último representante de la lucha de la justicia contra la gracia, toma a su cargo, sin haberlo querido, la lucha de la justicia contra la verdad" (p. 210). La pregunta del siglo XX —dice Camus— por la que murieron los terroristas de 1905 y que desgarra al mundo contemporáneo es la siguiente: ¿cómo se puede vivir sin gracia y sin justicia? Dice él que a esta pregunta sólo ha contestado el nihilismo, y no la rebelión: "La voluntad de poderío ha sustituido a la voluntad de la justicia (...). La consecuencia ide­ológica ha triunfado (...) sobre la consecuencia económica: la his­toria del comunismo ruso desmiente sus principios. Volvemos a en­contrar al término de este largo camino la rebelión metafísica" (p. 210).

La figura de Lenin es criticada también por Camus, que ve en él el nacimiento del imperialismo de la justicia: "Por una justicia lejana justifica la injusticia durante todo el tiempo de la historia (...). Obliga a aceptar la injusticia, el crimen y la mentira por la promesa del milagro (...). El embaucamiento seudo‑revolucionario tiene ahora su fórmula: hay que matar toda libertad para conquis­tar el Imperio y el Imperio será un día la libertad. El camino de la unidad pasa entonces por la totalidad" (p. 217).

Rebelión y revolución

"La revolución del siglo XX (...) consagra el nihilismo histórico" (p. 228). Para Camus, los sistemas que pretenden conducir el mundo en nombre de la revolución se han convertido, en realidad, en ideologías de consentimiento, no de rebelión. La revolución se ha vuelto contra sus orígenes rebeldes. "Hemos llegado al momen­to en que la rebelión alcanza su contradicción más extrema al ne­garse a sí misma, se ve obligada a perecer con el mundo que ha suscitado o a volver a encontrar una fidelidad y un nuevo impulso" (p. 231).

La rebelión, en su autenticidad primera, no justifica ningún pensamiento puramente histórico. La reivindicación de la rebelión es la unidad, en tanto que la reivindicación de la revolución históri­ca es la totalidad. Una es creadora, la otra es nihilista. La primera se dedica a crear para ser cada vez más; la segunda está obligada a producir para negar cada vez más. "Para evitar este destino absur­do la revolución está y seguirá condenada a renunciar a sus propios principios, al nihilismo y al valor puramente histórico, para volver a encontrar la fuente creadora de la rebelión" (p. 233).

La regla que necesita la revolución para ser creadora se la puede proporcionar la rebelión: no es formal ni está sometida a la historia. Camus la descubre en estado puro en la creación artística.

Capítulo IV: REBELIÓN Y ARTE (páginas 235‑257)

El arte nos ofrece una última perspectiva con respecto al contenido de la rebelión. "El arte es determinado por su época y expresa, como dirá Marx, los valores privilegiados de la clase dominante. No hay, por lo tanto, más que un solo arte revoluciona­rio, que es, justamente, el arte puesto al servicio de la revolución" (p. 236).

A través de la evolución de la novela, que "nace al mismo tiempo que el espíritu de rebelión y pone de manifiesto en el plano estético, la misma ambición", Camus ve reflejado ese deseo pro­fundo del hombre de corregir el mundo a su medida. "La novela fabrica el destino a la medida. Así hace competencia a la creación y triunfa, provisionalmente, de la muerte. Un análisis detallado de las novelas más célebres mostraría (...) que la esencia de la novela está en esa corrección perpetua (...) que efectúa el artista sobre su experiencia. Lejos de ser moral o puramente formal, esta correc­ción aspira, ante todo, a la unidad y revela con ello una necesidad metafísica. La novela, en este caso, es ante todo un ejercicio de la inteligencia al servicio de una sensibilidad nostálgica o rebelde" (págs. 245‑246).

El arte y la sociedad, la creación y la revolución deben volver a encontrar la fuente de la rebelión, donde rechazo y consentimien­to, lo singular y lo universal, el individuo y la historia se equilibren "en la tensión más dura" (p. 254).

Concluye Camus que es indudable que la belleza no hace revoluciones. Pero llega un día en que las revoluciones la necesitan. Su regla, que niega lo real al mismo tiempo que le da su unidad, es también la de la rebelión. "Manteniendo la belleza preparamos ese día de renacimiento en el que la civilización pondrá en el centro de su reflexión, lejos de los principios formales y los valores degrada­dos de la historia, esa virtud viva que fundamenta la común digni­dad del mundo y del hombre y que tenemos que definir ahora fren­te a un mundo que la insulta" (p. 257).

Capítulo V: EL PENSAMIENTO DE MEDlODÍA (páginas 258-283)

La rebelión, cuando va a parar a la destrucción, es ilógica. Al reclamar la unidad de la condición humana es fuerza de vida, no de muerte. Su lógica profunda no es la de la destrucción, sino la de la creación. Afirma Camus que para que su movimiento siga sien­do auténtico no debe abandonar ninguno de los términos de la contradicción que lo sostiene: "Debe ser fiel al que contiene al mismo tiempo que a ese no que las interpretaciones nihilistas aíslan en la rebelión. La lógica del rebelde consiste en querer servir a la justicia para no aumentar la injusticia de la situación, en esforzarse por emplear un lenguaje claro para no espesar la mentira universal, y en apostar, frente al dolor de los hombres, en favor de la dicha (...). La consecuencia de la rebelión (...) consiste en negar su justi­ficación al asesinato, puesto que, en su principio, es protesta contra la muerte" (págs. 263‑264).

Si hay rebelión es porque la mentira, la injusticia y la violencia constituyen en parte la condición del rebelde. Este no puede aspi­rar a no matar ni mentir sin renunciar a su rebelión y debe aceptar de una vez por todas el asesinato y el mal. Pero tampoco puede aceptar el asesinato y la mentira, puesto que el movimiento inverso que justificaría el asesinato y la violencia destruiría también las ra­zones de su insurrección.

El extravío revolucionario se explica —para Camus— por la ignorancia o desconocimiento sistemático de ese límite que parece inseparable de la naturaleza humana y que, precisamente, descubre la rebelión. "El espíritu revolucionario, si quiere permanecer vivo, debe fortalecerse (...) en las fuentes de la rebelión e inspirarse en el único pensamiento fiel a esos orígenes, el pensamiento de los límites. Si el límite descubierto por la rebelión lo transfigura todo; si todo pensamiento, toda acción que sobrepasa cierto punto se niegan a sí mismos, hay, en efecto, una medida de las cosas y del hombre" (p. 272).

La revolución del siglo XX parte de lo absoluto para modelar la realidad. La rebelión, por el contrario, se apoya en lo real para encaminarse, en un combate perpetuo, hacia la verdad. La primera trata de realizarse de arriba abajo, la segunda de abajo arriba. La verdadera rebelión debe construir pacientemente una fraternidad siempre amenazada. El verdadero fruto de la rebelión no es, pues, la revolución marxista, sino, por ejemplo, la organización sindical, que naturalmente, los totalitarismos se esfuerzan por destruir. La fraternidad de los humillados, la dicha humilde de las aldeas, los pobres amores terrenales, son algunos rasgos de esta "naturaleza humana" que el rebelde está obligado a defender.

A pesar de todas las alienaciones en las que ha incurrido, el rebelde puede ser fiel a los postulados que le dieron origen. Camus propugna lo que llama un "pensamiento del mediodía", que es to­da una manera de pensar, de ser hombre, un estilo de vida, una moral con hondas raíces griegas y mediterráneas. Una especie de justo medio entre los extremos que han producido catástrofes. El rebelde exige cierta libertad para sí, pero reconociendo la de los de­más. La naturaleza es limitada y el rebelde no ha de olvidarlo nun­ca. Ha de buscar siempre cierta mesura, un equilibrio, una mode­ración en toda su acción que transfigure las antinomias de la vida. Huir a toda costa de los absolutos que conducen a catástrofes. Luchar infatigablemente, con amor, por la justicia en cada caso y cada día. "La verdadera generosidad con el futuro consiste en dár­selo todo al presente" (p. 281). No soñar con utopías, sino con un realismo a ras de tierra, cotidiano, hecho de sentido común, de ra­zón, y de ese algo que escapa a nuestra inteligencia, que es lo irra­cional, y que tiene también su razón de ser en el mundo.

"La rebelión demuestra con ello que es el movimiento mismo de la vida y que no se puede negarla sin renunciar a vivir (...) Sin pretender resolverlo todo, puede ya, por lo menos, hacer frente. Desde este instante fluye el mediodía sobre el movimiento mismo de la historia (...) En el mediodía del pensamiento, el rebelde rechaza (...) la divinidad para compartir las luchas y el destino co­munes" (págs. 281‑283). No olvida que a pesar de los esfuerzos el mal seguirá reinando, pero no por eso cejará en la lucha, sino que seguirá construyendo pacientemente una fraternidad precaria, siempre amenazada.

2. VALORACIÓN CRÍTICA Y METODOLÓGICA

L'homme révolté aparece como un ensayo macizo, robusto, fruto de un pensamiento despierto y sugerente. Pero, en realidad, tras una lectura atenta de su contenido, esta primera impresión se trueca en desengaño al comprobar que las tesis ofrecidas se presen­tan sin ningún aparato crítico que las avale.

Los ataques a lo trascendente carecen de fundamento y provienen más bien de una actitud simplificadora. Todo el armazón intelectual, construido en torno a la figura del hombre rebelde, se convierte en una débil —cuando no inexistente— concepción de la persona humana. No hay un pensamiento de fondo, porque no hay base metafísica.

Es preciso reconocer, por otro lado, la certera descripción de los errores y monstruosidades que han producido los dos siglos de rebeldía analizados. Páginas fuertes que denuncian las ideologías pseudocientíficas que, bajo el nombre de historia absoluta, menosprecian y destruyen sistemáticamente a la humanidad en aras de un ilusorio paraíso futuro. Alcanza ahí Camus un notable vigor de expresión. Sin embargo, el final del libro, es decir, la parte doctri­nal y positiva, defrauda un tanto al lector que había asistido a los implacables análisis de las diversas empresas revolucionarias de estos dos últimos siglos.

Las frases del proceso de rebeldía que Camus analiza detalladamente resultan acertadas en todo lo que destruyen: se comenzó por negar la religión revelada, creando un Dios filosófico, a la me­dida del hombre; después se destruyeron los principios religiosos y se divinizó al hombre; más tarde se exalta al Idolo‑Historia, al cual han de plegarse los hombres convertidos en cosas. Lo que empezó como una protesta contra las injusticias sociales y políticas, ha ter­minado, tras dos siglos de hecatombes, en el reino de la Historia. Todo ese afán de justicia y dignidad ha desembocado en el terrorismo irracional del Estado (el racismo) y en el terrorismo racional del Estado (el comunismo).

El rebelde, de defensor de los derechos humanos contra las tiranías, se ha convertido para Camus en revolucionario profe­sional. La revolución ha traicionado el espíritu de rebeldía, pero no por eso la rebelión ha perdido su virtud salvadora y creadora, y menos aún su razón de ser. El hombre es portador de valores que trascienden toda la existencia. Pero Camus no explicará nunca dónde se fundan los valores humanos. Insiste en la afirmación de que el hombre es el supremo valor. Exige que todos los poderes respeten los valores que encierran. A pesar de su pesimismo, su confianza en el hombre es ilimitada.

Es precisamente el L 'homme révolté donde expresa con mayor claridad su fe en valores humanos intangibles. Con machacona insistencia, vuelve a la misma afirmación, que es básica en su ideario: a través del análisis de la rebelión admite la existencia de una naturaleza humana, permanente, que hay que preservar. Pero esta afirmación carece de peso específico. Nunca se responde a la pre­gunta esencial: ¿de dónde ha tomado el nombre esa naturaleza? Además, en Camus, naturaleza humana, no tiene ninguna implicación moral, pues no reconoce la existencia de una ley moral natu­ral. Sartre —con quien Camus sostuvo una famosa polémica— es más coherente: no hay naturaleza humana porque no existe un Dios, que es el único que podría fundarla. Camus, en cambio, afir­ma a la vez, incoherentemente, que hay una naturaleza humana, pero que no hay Dios.

En L'homme révolté, Camus no consigue definir la esencia del hombre ni en qué consisten sus valores inalterables. En ninguna página aclara la constitución profunda de esa naturaleza humana perenne a través de la historia. Como únicas notas que se despren­den y parecen configurar el tipo de hombre camusiano aparecen: la lucha contra el crimen, contra el sufrimiento, contra el "derecho".

Todo esto se intenta fundar en una moral atea, pero Camus reconoce acto seguido la dificultad de su formulación y de su posterior implantación. La verdadera ética para él es una ética de la rebeldía. Para conseguir esta moral "heroica" hace falta un esfuer­zo ininterrumpido para vencer no sólo la rutina, sino también la venganza y el crimen. La fuerza bruta se puede emplear únicamen­te cuando no queda otro remedio para impedir una clara injusticia. La verdadera acción es mesurada, es el amor que lleva a la acción. Pero este amor —según Camus— no tiene que ser más que huma­no, altruista: como dice Tarrou, un personaje de "La peste": "Puedo llegar a ser santo sin Dios" (este "sin Dios" es una autén­tica obsesión en Camus).

Son raros los pasajes de L'homme révolté que abordan explícitamente la cuestión religiosa, aunque se halla presente en el fondo. Camus negaba ser "ateo" (vid. declaraciones hechas al periódico "Dagens Nyheter" de Estocolmo el 9.XII.1957, después de la concesión del Premio Nobel) en el sentido de que no negaba a Dios como consecuencia de unas conclusiones a las que hubiera llegado por su propio esfuerzo intelectual. Decía que jamás había considerado su existencia. Rechazaba a priori la idea de la existen­cia de Dios, reconociendo "honestamente" que nunca quiso pen­sar en ella. El ateísmo de Camus no está fundado en razonamien­tos de ninguna clase; es algo que acepta como tal sin mayor discu­sión. De la lectura de L'homme révolté, se desprende que Camus es un agnóstico, incapaz de concebir que el hombre pueda llegar al conocimiento de la existencia de un Dios personal, creador del hombre y atento a lo que al hombre preocupa tan honda y trágicamente.

El análisis que hace del Cristianismo en L'homme révolté refleja una actitud extremamente simplificadora de la realidad cristiana. La aportación del cristianismo a la historia de la rebeldía, tal como ha quedado resumida antes (en la obra original, páginas 35 a 38), es abordada por Camus con una elevada dosis de ingenuidad, errando el enfoque, la tesis y la conclusión. Asistimos a una simplificación burda e incoherente.

En L'homme révolté se da una oposición entre el mundo de la fe y el de la rebelión, entre el mundo de lo sagrado, de la gracia y el de la libertad y la justicia. Camus desconoce —o da esa impre­sión— la auténtica historia de la Iglesia. Su idea del cristianismo bebe directamente en las fuentes de Renan, y de Harnack, es decir, de los autores que redujeron la fe cristiana a un fenómeno exclusi­vamente humano.

Para él, la ortodoxia implica una "fe muerta" que pretende sustituir a la "razón"; el sometimiento al "poder temporal" de la Iglesia en vez de la inteligencia libre. Aquí asoman una y otra vez todos los tópicos sobre la Inquisición, referidos sin sentido crítico y trivialmente, asociando su nombre con el de la Iglesia, y hacién­dola símbolo de la más completa crueldad. Camus parece incapaz de ver la Iglesia tal como es, con su misión espiritual; él no ve otra cosa que compromisos con las potencias temporales.

"Cómo vivir sin la gracia, es el problema que domina en el siglo XX", escribe Camus en L'homme révolté (p. 210). Para él "cómo vivir" significa cómo evitar, después del abandono de lo "sagrado", la caída en la abominable revolución que mata y asesi­na. La respuesta de Camus está comprendida en esta frase: "La verdadera generosidad con el futuro consiste en dárselo todo al presente" (p. 281). No deja de ser asombroso que Camus atribuya a los cristianos el desprecio "del presente" en provecho de una pa­siva expectación de un "futuro" divino. Sucede exactamente lo contrario: precisamente en nombre de su amor a Dios, y en virtud del amor que Dios le tiene a él, el cristiano debe mostrar que "su verdadera generosidad con el futuro consiste en dárselo todo al presente".

El "pensamiento de mediodía" con que termina L'homme révolté es en el fondo un remedo de la auténtica caridad cristiana, que Camus ignora, al atribuir al Cristianismo un olvido de las realidades inmediatas, de las necesidades de cada hombre concreto.

Sin embargo, la caridad cristiana va mucho más lejos, pues el hombre, afortunadamente, tiene necesidad de algo más que la dicha sensible, y esto, que le es dado por la fe, Camus lo ignora por completo. Si examinara con atención el rostro del hombre al que quiere salvar, vería en él la necesidad de Dios.

En L'homme révolté, aplica Camus su óptica particular para agrandar unas figuras históricas —Nietzsche, Marqués de Sade, etc.— y empequeñecer otras. Resulta particularmente equivocada la visión que da de Cristo, como un rebelde derrotado, oprimido y ahogado por las estructuras de su época.

A la mirada de Camus escapa por completo la realidad de que el hombre, con la gracia que Cristo nos ha conseguido sabe y puede rebelarse contra la esclavitud del pecado y ofrecer a los de­más lo mejor de sí mismo, a través de un desarrollo constante de las virtudes.

Conviene tener presente, a la hora de valorar L'homme révol­té, las dos afirmaciones permanentes en la obra de Camus:

1) Hay que admitir que Dios no existe, ya que se ha postulado la absurdidad del mundo.

2) No se puede aceptar el cristianismo, por considerarlo negador de la primacía del hombre.

Resulta, en consecuencia, un tanto difícil comprender el inten­to de algunos por conseguir descubrir una especie de pre­cristianismo en la actitud vital de Camus. Por el contrario, lo que aparece más claramente en el Camus de L'homme révolté es la afirmación del primado de lo humano, desprovista de toda referen­cia transcendente al hombre.

L'homme révolté no resulta, por tanto, una obra útil para analizar la rebeldía humana y sus consecuencias. En el fondo, la idolatría del hombre acaba en una confesión más o menos explícita de pesimismo: no hay posibilidad de superar la condición humana. Todo se desarrolla dentro de la materialidad de la existencia, en medio de dudas, de un dolor moral y de un enfrentamiento cons­tante con la inevitable muerte.

En definitiva, para Camus, el hombre, en estado de soledad e impotencia, tiene que darse a sí mismo el sentido de su vida y descubre su condición de "pasión inútil", en la medida en que el objeto de su búsqueda, Dios, se afirma a priori que no existe.

La posición de Camus es generalmente gratuita. No hay que buscar en esta obra argumentos históricos, demostraciones, rigor de pensamiento: el autor es más un literato que un filósofo. Selecciona a su modo la historia, para pretender presentar lo que es ya el punto de partida: que el hombre no tiene literalmente nada que hacer en el mundo. En un contexto filosófico, Camus es una espe­cie de tránsfuga del existencialismo: es la agudización personal de la primera fase de Sartre, autor con el que polemizó mucho pero del que depende. En realidad, Sartre representa la continuación ló­gica de Camus: si Dios no existe, tampoco existe una "naturaleza humana" inmutable. Y si el hombre no tiene naturaleza inmuta­ble y está "condenado a la libertad", su destino se cumple en un hacer continuo sin más sentido que la simple acción. Sartre fue po­co a poco cambiando el contenido de esa acción. Camus se quedó en sí mismo, en la magnificación de su drama personal.

Al no poder superar las perspectivas de su propio capricho existencial, Camus fue bastante miope a la hora de prever el futuro de Occidente. Su obra demuestra que el totalitarismo no se comba­te con la simple afirmación personal, porque todo totalitarismo es, en lo social‑político, una autoafirmación del mismo estilo. Entre las rebeliones analizadas por Camus no está nunca la rebelión con­tra el materialismo, contra la reducción del hombre a simple mate­ria orgánica. Si el hombre no puede ser salvado, tampoco puede él salvar nada. Camus conecta con un estoicismo muy antiguo en la cultura occidental pero que nunca ha dado lugar a una eficaz inter­vención solitaria, comprometida en el proyecto de realizar una so­ciedad en la que se tengan en cuenta, profundamente, todas las di­mensiones del hombre, espíritu encarnado, alma y cuerpo. Y, so­bre todo, hijo de Dios y, en Dios, rebelde con causa, en rebelión contra todo lo que envilece al hombre.

J.L.V.

 

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