EÇA DE QUEIROZ, José María: A cidade e as serras, 1901

(La ciudad y las sierras)

1. Escrita al final de su vida, la obra refleja todo el desencanto por las ideas culturales que han formado y que siempre han acompañado al autor. En ella están presentes sus rasgos más comunes: una fuerte ironía irreverente y pesimista en la descripción de los tipos humanos —casi todos reducidos a finas caricaturas—; una vida de ocio llevada por los principales personajes; una crítica mordaz y dura de las costumbres burguesas del tiempo, sobre todo en lo que se refiere a la sociedad parisiense de la segunda mitad del siglo pasado y, de la misma forma, de las instituciones en general, como por ejemplo del matrimonio. El sarcasmo del autor se parece, por su objetivo, a una parábola que intenta enaltecer la vida sencilla del campo y criticar toda la civilización positivista y consumista.

2. Las concepciones positivistas se plasman en Jacinto (mi Príncipe), que todo tiene pero que nada es. Es un inútil que vegeta, cansado y sin aliento, por los pasillos de su palacio en los campos Elíseos, transpirando civilización —cosas, aparatos, libros, etc.—, todo lo que significa tener, pero con extrema pobreza de ser. Rodeado también de personajes estereotipados, todos muy civilizados, moldeados por las costumbres culturales de una París frenética, que su fértil imaginación ha sabido componer en un universo que rebosa futilidad y artificialismo. Jacinto tiene todo pero cada vez necesita más. Para subir una vieja escalera que nunca había ofendido el asma de Dña. Angelina, su fallecida abuela, instala un ascensor espacioso, tapizado, regalando a aquellos siete segundos numerosas comodidades, un diván, una piel de oso, una carta con las calles de París, un mueble con puros y libros.

3. Llamado por sus familiares, Jacinto encuentra el camino de su regeneración visitando por primera vez Portugal, donde posee extensas tierras, que le permiten vivir la vida opulenta y aburrida de los campos Elíseos. Pero una vez más la civilización, providencialmente, habrá de fallar. La agencia que se encarga, mediante el adecuado pago, del transporte del inmenso equipaje, confunde Alba de Tormes con la desconocida y lusa Tormes. Con esto, Jacinto se encuentra sin criados, sin ropa, sin equipaje, solo protegido por la amistad con Zé Fernandes, originario también de aquellas zonas. Y las sorpresas no acaban aquí. La correspondencia enviada de París para citar al capataz de la finca se había perdido también, por lo que éste se había ido. Con relación a la casa, estaba casi en ruinas. A las primeras protestas acompañadas de la promesa con la certeza de Descartes: 'Pienso, luego huyo' a Lisboa, se sigue un rápido cambio cuando en la cena improvisada por un criado, devora el plato de habas que en París hubiera rechazado. La sencillez del campo empezaba a sorprenderle. Todas estas circunstancias le llevan a interesarse por la actividad agrícola, encontrando finalmente una ocupación seria y útil. Con esto Jacinto se torna más sencillo, más realista y más humano. Quizás por eso, la que en un primer momento recibe el epíteto de bordadorona, se transforma enseguida en su mujer. Y con el matrimonio viene también la descendencia, el arraigamiento definitivo, la felicidad que el ambiente artificial de París no le había podido regalar. José Fernandes, el amigo de siempre, vuelve de nuevo a París. Este viaje sólo le sirve al autor para confirmar el sentido de la parábola: la civilización, falsa e inmutable en sus vicios y en sus modos insípidos de ser, le merece, cuando se despide, un adiós, hasta nunca más. El campo, con su pureza, ha vencido definitivamente; la ciudad, la civilización, París, no son más que, en palabras de Zé Fernandes, un lugar de amargos engaños y falsos placeres.

4. La obra presenta algunos inconvenientes. En los personajes parisinos se ponen de manifiesto desmanes, vicios mezquinos e insensatos, y su lenguaje es a menudo superficial —en el caso de la mujeres— o poco limpio, si se trata de hombres. En el tratamiento del sexo femenino, el lenguaje tiende a un clima sensual y despreciativo. Sin embargo, el autor ha sido capaz de desmitificar toda la axiología positivista y consumista, demostrando que no es el tener y la cultura de moda lo que hacen al hombre —o por lo menos no lo pueden hacer feliz—, sino el hallarse a sí mismo en un ambiente de sencillez y moderación de costumbres. La religión que en la parte final del libro, en sus bellísimas descripciones de la naturaleza campestre y serrana, asume tintes deístas y panteístas, es tratada como una especie de epifenómeno que pertenece al ámbito de lo femenino. No se puede negar que la actitud de Jacinto sufre una cierta evolución: por ejemplo, asiste a Misa en la capilla de sus antepasados, pero le es imposible rezar el Padrenuestro que el abad le pide como sufragio por sus abuelos.

R.R.S.

 

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